miércoles, 18 de mayo de 2016

Economía, política, moral

 

Por HELENO SAÑA

En la era preindustrial y hasta bien entrado el siglo XVIII, la teoría económica constituía menos una disciplina independiente que una simple rama de las ciencias políticas y morales. No era por ello considerada como un fin en sí mismo, sino como un medio destinado a fomentar la prosperidad y el bienestar común. Todavía en Adam Smith es fácilmente detectable la preocupación por lo que él llamaba «moral sentiments», tema al que dedicó una de sus obras más importantes.

A medida que fue extendiéndose el espíritu burgués, la economía fue independizándose cada vez más de la política y la ética. Sintomático en este contexto es que Carlyle tuviera que recordar en su ensayo Past and Present (Pasado y presente) que «el pago al contado no es la única relación entre los seres humanos». A partir de mediados del siglo XIX, una parte importante de la teoría económica se centró en la problemática social, una reacción a los estragos que el liberalismo de 'laissez-faire' causaba a las clases obreras. Fue en esta encrucijada histórica que surgieron las cosmovisiones socialistas, anarquistas o comunistas de Saint-Simon, Fourier, Proudhon, Marx y otros teóricos sociales. Desde entonces hasta hace pocas décadas, la historia de las ideas económicas ha sido un pugilato siempre renovado entre los partidarios de la propiedad privada y los que propugnaban la propiedad colectiva. Ya antes del derrumbamiento del bloque soviético, estaba claro quiénes eran los vencedores y quiénes los vencidos.

El liberalismo triunfante —especialmente en su actual vertiente neoliberal—, se ha ido desvinculando cada vez más de la dimensión política, social y moral de la economía; de ahí que se haya convertido en una Mega-Máquina dispuesta a aplastar todo lo que se oponga a su libre desenvolvimiento. La inmensa fuerza que entretanto ha logrado acumular explica que esté en condiciones de imponer sus intereses propios a toda la sociedad. No contenta con el dominio abrumador que ejerce sobre el planeta, no vacila en afirmar que lo que es bueno para ella es bueno para todo el mundo. Fue este estado de cosas lo que impulsó a la politóloga francesa Vivianne Forrester a escribir su libro El terror económico. Pero esta y otras críticas no menos radicales no han logrado frenar siquiera mínimamente la hegemonía absoluta que el capitalismo salvaje ejerce hoy sobre la humanidad.

No necesito subrayar que se trata de un fenómeno sin precedentes en la historia universal, en la que el 'homo economicus' jugó durante milenios un papel más bien marginal y secundario. Hoy, en cambio, todo gira en torno a la economía y todo está sometido en mayor o menor grado a su proceso invasor. Si el presente no es precisamente reconfortante, tampoco existen motivos de peso para suponer que el futuro será mejor. Todo indica, al contrario, que las aporías a que se enfrenta la humanidad no harán más que crecer y multiplicarse, como viene ocurriendo desde hace varias décadas. Personalmente me convenzo cada vez más de que estamos plenamente inmersos en un ciclo cosmohistórico de signo autodestructivo. Sólo así se explica que no se emprenda nada sustancial para salir del callejón sin salida en que nos encontramos y sigamos narcotizándonos y engañándonos a nosotros mismos con los eslóganes y consignas de brocha gorda que el sistema difunde para justificarse a sí mismo y dejar las cosas como están.

Un sistema que sólo habla de competencia, rentabilidad, conquista de mercados, expansión e innovaciones técnicas y se desentiende del contexto humano, moral y social inherente a todo modelo económico, está cavando su propia tumba, por mucho poder que haya acumulado. A diferencia de otras épocas, el sistema no tiene otro enemigo serio que sí mismo, y este enemigo se llama inmoralidad, falta de escrúpulos y brutalidad. ¿Cuántas catástrofes, dramas, atropellos e injusticias tienen todavía que ocurrir para que los mandamases de turno se den cuenta de que ha llegado la hora de su relevo? La humanidad ha sufrido ya lo bastante para que tenga que seguir aceptando el dictado de los amos del mundo. Hemos llegado en todo caso al cenit de su desgobierno, su prepotencia y su incompetencia. De ahí la necesidad de poner fin al estado actual de cosas y proceder a una radical revisión de todos los principios y paradigmas sobre los que se apoya el sistema. De otra manera seguiremos rodando cada vez más vertiginosamente hacia el abismo. Hoy más que nunca, no nos queda otra opción que la de renovarse o morir.

La Clave
Nº 334, 7-13 septiembre 2007.


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