Por JULIO ANGUITA
Tanto el artículo 19 de la solemne Declaración de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, como el 20 de la Constitución española de 1978, recogen el derecho a la libertad de expresión, así como «a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión». Sin embargo, en la realidad, esos enunciados tienen que contrastarse con una situación evocada por dos inquietantes preguntas: ¿Quiénes disponen de medios para comunicar y difundir su opinión? ¿Cuántos y quiénes son los propietarios de los medios de comunicación? Y tanto da que la titularidad de los medios sea pública como privada.
Alguien tan defensor del capitalismo y tan convencido de sus 'bondades' como George Soros ha alertado del peligro que el fundamentalismo del mercado conlleva como subvertidor de la ética y los Derechos Humanos; y de la información libre y plural, añado yo. Efectivamente la globalización capitalista y su dogma trinitario: Competitividad, Mercado y Crecimiento sostenido están incidiendo, muy negativamente, sobre la calidad de la información y sobre la fiabilidad misma de los informadores.
En la actualidad estamos asistiendo a un proceso de concentración de la propiedad de medios de comunicación tanto en nuestro país como en el mundo entero. Esas tendencias oligopolistas y monopolistas son incompatibles con la Democracia y con una información medianamente libre. Da lo mismo, al fin y a la postre, que el único propietario de los medios de comunicación sea un Estado totalitario o un único empresario.
La Competitividad como motor de la actividad económica y empresarial, ha ido acentuando, cada vez más, la información en un mercancía cuyo destino principal y prioritario es ser vendida. A partir de ahí el titular es como el envoltorio de cualquier producto de la estantería de un supermercado: impactante y llamativo. Muchas veces, por no decir casi todas, el titular-envase no se corresponde en absoluto con lo que se redacta a continuación.
Esta técnica que tiende a priorizar la capacidad de venta conduce a una uniformidad y a un empobrecimiento del lenguaje. Seguramente que nuestros lectores habrán podido comprobar cómo en las distintas empresas televisivas hay programas parecidos, o casi iguales, en la misma franja horaria, que luchan entre sí para conseguir la audiencia, y por ende la publicidad, estableciéndose entre ellas una competencia para ver quien ofrece el producto más degradado y más degradante.
Si lo que importa es el impacto del eslogan, la rotundidad en la formulación de un juicio y la brevedad en su exposición, el lenguaje se hace cada vez más pobre, más esquemático y más rígido. Un lenguaje en creciente disminución de vocablos y de matices incide en un pensamiento equivalente cada vez más pobre, más simplista y más primario. Los matices desaparecen, las categorías se simplifican en torno a un eje binario de tesis y antítesis sin posibilidad alguna de síntesis. El empobrecimiento del lenguaje y por ende del pensamiento nos instala a todos, especialmente en el campo de la política y de la información, en los aledaños de un fascismo mental.
La lucha por captar audiencias, lectores o espectadores, no puede hacerse degradando la calidad de la información o manipulándola de tal manera que deje de ser información y se transforme en arenga, azuzamiento al linchamiento o propaganda en el más puro sentido del Dr. Goebbels.
Pero queda aún otra cuestión no menos grave: la de la situación laboral de la inmensa mayoría de quienes reciben la información en primera instancia: los reporteros y los periodistas de a pie. Sobre un reducido empíreo de comunicadores-estrella se monta toda una parafernalia que tiene como base el salario casi de mínimo vital de miles y miles de hombres y mujeres que habiendo terminado su carrera tienen que transigir con esta explotación, cuando no expolio, ya que primero es comer. Invito a los lectores a que consideren algo que muchas veces nos pasa desapercibido: la información y su tratamiento es el resultado laboral de un esfuerzo hecho por muchas personas, es una mercancía. Y en ella existen todos los elementos que hay en cualquier otra: materia prima, trabajo, valor de uso y valor de cambio, extracción de plusvalía, etc., y que también, como en las otras mercancías hay un componente de reproducción ideológica para seguir incitando al consumo de esa mercancía. La información, rectamente entendida cumple el nobilísimo papel de suministrar los elementos fundamentales para el ejercicio del pensamiento y la opción consecuente; es decir, el ejercicio de la racionalidad. De todo ello se infiere que la información no puede entrar a ser tratada como cualquier otra mercancía en el mercado capitalista.
LA CLAVE
Nº 82, 8-14 noviembre 2002
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