domingo, 16 de octubre de 2016

Indomicialidad


Por HELEÑO SAÑA

A medida que ese expande la dinámica neoliberal de la globalización, se multiplica el número de marginados, desclasados, vagabundos y mendigos carentes de hogar, no sólo en los suburbios del Tercer Mundo, sino también en las metrópolis de Occidente. Si los políticos y los medios de información a su servicio procuran eludir este tema, todavía menos hablan del gran número de personas que en los cinco continentes son víctimas de la indomicialidad humana y espiritual. Y se callan no es sólo porque su alma está compuesto de egoísmo y frialdad, sino porque reconocer públicamente este escándalo significaría admitir el carácter inhumano del sistema vigente de valores y su complicidad directa o indirecta con él. Y para que nadie les pida cuentas, escurren el bulto hablando como cotorras de toda clase de banalidades o imaginando nuevas canalladas, que es su ocupación predilecta.

Estar domiciliado es algo más que tener un piso con sus correspondientes muebles y comodidades, significa ante todo contar con un núcleo de personas con las que podamos compartir nuestras penas y alegrías. Si eso falta, no hay verdadera morada, sino sólo alojamiento. No sólo el cuerpo, sino también el alma puede morirse de frío. La indomicialidad física es el producto del orden económico reinante en el mundo, la indomicialidad psíquica del endurecimiento de las relaciones interhumanas y de la eliminación del prójimo como parte integrante de nuestra existencia. Los resultados son distintos, pero la raíz de ambos fenómenos es la misma: la degradación de la persona a puro objeto de cambio. Relacionarse con los otros es hoy ante todo traficar. Una persona que no nos reporte algún beneficio, deja automáticamente de existir, pasa a convertirse en una cosa entre las cosas. Y cuánto más crece la miseria material y moral en torno nuestro, más prolifera la indiferencia hacia quienes padecen de ambos males. A lo que estamos asistiendo es nada menos que a la muerte de la compañía y la solidaridad como categorías convivenciales, fenómeno cuya raíz es la insularización del individuo. Lejos de vivir en la era de la comunicación, como afirman los apologetas del sistema, nos encontramos en plena era del mutismo, por muchos 'handys', teléfonos y ordenadores que utilicemos. Lo que por inercia mental seguimos llamando convivencia se compone la mayoría de las veces de pura exterioridad. Hay proximidad física, gritos, empujones o silencios hoscos, pero no intercomunicación. Pues bien: esta ausencia del prójimo en nuestro ámbito existencial es, en realidad, una forma de la nada, aunque para definir esta experiencia recurramos generalmente al término más corriente de soledad. Somos ciertamente libres, pero en realidad cada uno vive encerrado en su cautiverio particular, como las mónadas de Leibniz. En su Introducción a la filosofía, Karl Jaspers escribía: «Yo soy solamente con los otros, solo no soy nada». Y de manera parecida en su obra Filosofía: «Cuando soy sólo yo, me quedo desierto». Aunque escritos hace muchos años, estos párrafos anticipan literalmente la situación de indomicialidad afectiva en que se encuentra el hombre de la sociedad de consumo.

Nunca han estado los hombres tan alejados unos de los otros, tan privados de amistad y de calor humano, tan abandonados a su suerte. No hay vida en común, vida compartida con los otros, sino mutuo distanciamiento. Estamos rodeados de toda clase de aparatos técnicos y otros bienes materiales, pero a costa de ir perdiendo los bienes del alma, sin los cuales la vida deja de ser vida verdadera para pasar a ser agonía y muerte interior. He ahí el producto final de una civilización que obsesionada por acumular riqueza no ha hecho más que engendrar penuria espiritual. En este sentido nos hemos convertido en pordioseros, un estado subjetivo que salta cada vez más a la superficie en forma de grosería, malos modales, agresividad, violencia y desconsideración hacia los demás. Tampoco es una casualidad que estos modos de conducta coincidan con la creciente fealdad y vulgaridad de los gustos, hábitos de vida, diversiones y modos de vestir propagados por los fabricantes de modas, las agencias publicitarias y los expertos de marketing. Porque la indomicialidad empieza no en el recinto recoleto de nuestra intimidad, sino en el mismo ámbito público de las ciudades que habitamos, cada vez más deshumanizadas, ruidosas e inhabitables, no sólo para los parias de la tierra que tienen que vivir en ellas sin siquiera disponer de un techo donde protegerse del frío, y sobre todo, de sus semejantes.

LA CLAVE
Nº 264, 5-11 mayo 2006

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