martes, 20 de noviembre de 2018

1918: el final de la guerra y el fantasma de la revolución


EN EL CENTENARIO DEL ARMISTICIO

Por JESÚS RODRÍGUEZ BARRIO*

El 14 de noviembre de 1918, el recluta estadounidense Arthur Yensen se hallaba registrando las márgenes del Mosa, campo de batalla sembrado de cadáveres en descomposición. Dentro del terrible espectáculo que se ofrecía a sus ojos pudo ver, entre otras cosas, «una pierna con los genitales colgando de un extremo», «una cabeza sin cuerpo», «un estómago esparcido sobre la hierba, y enrollados en las ramas de un árbol cercano, los intestinos» y por último, «un soldado estadounidense pateándole la cara a un alemán muerto hasta hacérsela papilla» [1]. La peor matanza vivida hasta entonces por la humanidad (la Gran Guerra) había terminado en el frente occidental, a las 11 horas del día 11 de noviembre de 1918, en virtud del Armisticio acordado según las condiciones pactadas el 6 de noviembre por el representante del gobierno imperial del káiser, Matthias Erzberger, y el mariscal Foch, quien le había hecho entrega del paquete de condiciones impuestas por los Aliados en un vagón de tren estacionado en el claro de un bosque cerca de Compiègne [2].

El espíritu que impregnó el Armisticio de 1918, y todo el final de la guerra, queda perfectamente representado por las concesiones realizadas a última hora por Foch en aquella entrevista, permitiendo al ejército alemán entregar un número menor de camiones, aparatos aéreos y ametralladoras con el objetivo de «mantener una fuerza disciplinada para utilizarla contra el bolchevismo». Por el mismo motivo se eliminó también la exigencia de la retirada inmediata de suelo ruso [3].

El detonante que puso en marcha la secuencia de acontecimientos que confluyeron en el alto el fuego del 11 de noviembre de 1918 fue la noticia, recibida el 28 de septiembre, de que Bulgaria había solicitado un armisticio. Ese día, después de las derrotas continuadas de aquel verano en el Marne y Amiens, el general Ludendorff (máximo dirigente en la práctica del Ejército y el Gobierno de la Alemania Imperial) sufrió una crisis nerviosa y llegó a la conclusión de que Alemania debía solicitar inmediatamente la paz, iniciando contactos con el presidente de los Estados Unidos (Woodrow Wilson) para conseguir cuanto antes un armisticio en el frente occidental. Como dijo el propio Ludendorff a los miembros de su Estado mayor, era prioritario «evitar que la derrota provocara una retirada desordenada del Ejército convirtiéndolo en un instrumento inútil para combatir la revolución». Los soldados ya estaban envenenándose de ideas socialistas y resultaba imposible confiar en las tropas ante el previsible avance en masa de los Aliados. Había que evitar a toda costa el derrumbamiento del Ejército [4].

Como parte de la operación era imprescindible una democratización perfectamente orquestada (una revolución desde arriba, para evitar otra desde abajo). Los socialistas [o socialdemócratas] debían entrar en el gobierno para compartir la responsabilidad de la derrota. En realidad, las posiciones no estaban tan lejanas en este punto pues el presidente (Wilson) deseaba la permanencia de Guillermo II en el trono (aunque fuera solo nominalmente): lo consideraba incluso una garantía de que Alemania no cayera en manos bolcheviques.

Durante el mes de octubre tuvo lugar un intercambio continuado de mensajes entre Berlín y Washington al margen de los aliados europeos. En el curso de la negociación, Ludendorff endureció su posición y finalmente se enfrentó con el káiser, que lo relevó en el mando, y con el canciller (príncipe Maximiliano) que estaba convencido de que si no satisfacían el deseo de paz del pueblo «la revolución acabaría con ellos como había acabado con los liberales en Rusia» [5].

Los Aliados discutieron las condiciones del armisticio en dos conferencias celebradas en París entre el 6 y 9 de octubre y entre el 29 de octubre y el 4 de noviembre. Entre ambas tuvo lugar el hundimiento de los socios de Alemania. El 30 de octubre, el imperio otomano firmó el armisticio aceptando unas condiciones muy duras (la noticia de la petición había llegado a Berlín el día 19) y el Imperio Austrohúngaro se desintegró durante el mes de octubre como consecuencia de diversas revoluciones nacionales que también tuvieron un importante componente social en las grandes ciudades, particularmente en Viena y Budapest. El 3 de noviembre se firmó el armisticio en el frente italiano.

La desintegración de Austria-Hungría abría una importante amenaza para Alemania a través de la frontera sur de Baviera, pero el episodio final del hundimiento tuvo lugar en Kiel, cuando los marineros de la III Escuadra de acorazados se amotinaron como respuesta a los planes de la SKL (Dirección de Guerra Naval) para llevar a cabo una acción suicida contra la Royal Navy en los últimos días de la guerra. El 3 de noviembre el Ejército disparó sobre una gran manifestación contra la guerra que recorrió el centro de la ciudad. El 4 de noviembre (Lunes Rojo) los marineros se hicieron con el control de los grandes barcos. La guarnición de la ciudad se les unió y se creó un consejo de soldados que se hizo con el poder local. El SPD envió a uno de sus líderes, Gustav Noske [6], con el objetivo de controlar el movimiento y restablecer el orden. Noske fue elegido presidente del consejo de soldados de Kiel pero la revolución se extendió como la pólvora por todas las capitales de provincia y los insurgentes se hicieron con el control de los puentes sobre el Rin, lo cual hacía casi imposible restaurar el orden mediante las tropas del frente occidental.


El día 6, como consecuencia del hundimiento de todos sus aliados y el estallido de la revolución, el gobierno alemán envió su delegación para negociar con los aliados, con el mandato de conseguir un alto el fuego a cualquier precio. Pero cuando Erzberger transmitió las condiciones negociadas en Compiègne el gobierno del káiser ya había dejado de existir.

El día 7 los líderes del SPD comunicaron al canciller Maximiliano que, si el káiser no abdicaba, estallaría una revolución social. El canciller dimitió y el 9 de noviembre anunció, por su propia iniciativa, que el káiser había abdicado transmitiendo el poder a un gobierno presidido por el socialista Friedrich Ebert. Los jefes del SPD, aunque republicanos en teoría, habían manifestado sus preferencias por una monarquía constitucional, pero ese mismo día el socialista Scheidemann (copresidente del SPD junto a Ebert) proclamó la República desde el edificio del Reichstag para evitar la proclamación espartaquista de un régimen soviético [7].

En realidad el káiser aún no había abdicado, pero lo hizo ese mismo día después de comprobar que la mayoría de los altos mandos del ejército consideraban imposible restablecer el orden monárquico ante la falta de unidades militares de confianza. El día 10 partió camino de Holanda, cuyo Gobierno le había ofrecido asilo político.

Ese mismo día el socialista Ebert, nuevo jefe del Gobierno, comunicó a los Aliados su aceptación del armisticio con las condiciones pactadas en Compiègne y entabló conversaciones secretas con el general Wilhelm Groener (sucesor de Ludendorff como jefe del Ejército) en las que se comprometió a mantener intacto el aparato burocrático imperial, combatir el bolchevismo y a respetar los derechos de mando de los oficiales con el objetivo fundamental de mantener el orden público y frenar la revolución. La 'Revolución de Noviembre' también preservó las élites judiciales, académicas y empresariales de la Alemania Imperial [8].

El armisticio dejó sin efecto los tratados de Brest-Litovsk y Bucarest pero permitió, en la práctica, el mantenimiento de algunas tropas voluntarias (freikorps) en el este de Europa para contener a los bolcheviques. Desde el principio, se impusieron duras limitaciones y condiciones de desmovilización al Ejército alemán (concretadas posteriormente en el Tratado de Versalles) pero permitiendo a Alemania conservar intacta toda su estructura de mando y el cuerpo de oficiales.

Lloyd George y Henry Wilson (jefe de la Fuerza Expedicionaria Británica, BEF) sintieron gran alivio cuando supieron que sus tropas no tenían que invadir unas regiones enemigas infestadas de bolcheviques, eludiendo la posible contaminación que se hubiera podido derivar de una presencia continuada en un territorio hostil lleno de elementos revolucionarios [9].

El 10 de diciembre de 1918 el socialista Ebert recibió, en la Puerta de Brandeburgo, a las tropas que regresaban del frente con unas palabras que pasaron a la historia: «Ningún enemigo os ha vencido». El objetivo evidente era congraciarse con las fuerzas del militarismo reaccionario para prevenir un golpe militar y conseguir su apoyo para hacer frente a la inminente amenaza de la revolución comunista. Acababa de nacer la leyenda de la puñalada por la espalda, cultivada posteriormente, con gran éxito, por el oportunista Ludendorff y el Partido Nazi como elemento fundamental para potenciar el revanchismo militarista alemán y la persecución de todos los traidores del frente interior.

Más de medio millón de soldados perdieron la vida o resultaron heridos durante las semanas de negociaciones del armisticio, durante las cuales los combates continuaron con gran ferocidad en Flandes y en el Mosa [10]. Durante el mes de octubre la epidemia de gripe mataba diariamente a 7.000 personas en Gran Bretaña. La gripe mató a más de 500.000 estadounidenses, superando el número total de soldados muertos en combate entre las dos guerras mundiales, la guerra de Corea y la guerra de Vietnam. Se calcula que entre 20 y 30 millones de personas murieron en el mundo como consecuencia de la epidemia. Aparte de las víctimas de la gripe, se calcula que casi medio millón de civiles murieron en Alemania durante el último año de la guerra como consecuencia del hambre y la miseria causados en gran parte por el bloqueo impuesto por los Aliados.


Todos estos datos son, sin duda, argumentos en favor de los beneficios que representó para la humanidad la conclusión anticipada de la guerra mediante un armisticio sin llegar a la invasión de Alemania y su ocupación militar. Pero es muy probable que, de haber continuado la guerra, la resistencia militar de Alemania hubiera sido prácticamente nula después de la revolución de noviembre y, por otra parte, el armisticio no significó el final del bloqueo, que fue mantenido como instrumento de presión durante el tiempo que duraron las negociaciones del tratado de Versalles, prolongando el hambre, la miseria, la muerte y el sufrimiento entre la población civil de Alemania.

En aquel momento no faltaron voces, entre los propios Aliados, que previnieron sobre los posibles efectos futuros de la conclusión anticipada de los combates; entre ellos, Poincaré (presidente francés), Pershing [11] (jefe de la Fuerza Expedicionaria de los Estados Unidos, AEF) o el propio Lloyd George (primer ministro británico) quien, a pesar de sus sentimientos reaccionarios favorables a preservación de la estructura de la Alemania Imperial como garantía frente al bolchevismo, mostró un destello de clarividencia durante la última conferencia de paz, que finalizó en París el 4 de noviembre, cuando preguntó «si un armisticio en aquellos momentos no dejaría a los alemanes la sensación de no haber sufrido derrota alguna, impulsándolos a declarar de nuevo la guerra en menos de 20 años» [12].

Sin duda, más allá de cualquier consideración humanitaria, fue el miedo a provocar el hundimiento completo del Ejército y del Estado de la Alemania Imperial (y el consiguiente peligro revolucionario) el principal motivo que provocó el deseo confluyente de las dos partes para concluir de forma urgente los combates mediante el armisticio de noviembre de 1918 [13].

El Armisticio de 1918 y la política de la socialdemocracia alemana perdonaron la vida a las fuerzas más reaccionarias de la Alemania Imperial, pero en aquel momento los gobiernos aliados de ambos lados del Atlántico y las fuerzas democrático-liberales (incluida la socialdemocracia) ya no percibían al militarismo alemán como el principal peligro para la paz, la democracia y el futuro de la humanidad (como repetidamente había manifestado durante los años de la Gran Guerra). A pesar de sus peligros [14], el militarismo reaccionario de la Alemania Imperial era incluso considerado un útil aliado para hacer frente a lo que entonces percibían como el principal peligro para la estabilidad y la supervivencia de las democracias capitalistas que dirigían.

Desde hacía más de un año un viejo fantasma recorría otra vez Europa 70 años después. El fantasma del comunismo, mucho más real y material que nunca, sembraba el terror entre la burguesía y las clases medias de la vieja Europa. El miedo a ese fantasma impidió ver los monstruos que crecían en la sombra y que volvieron a traer al mundo el sufrimiento, la destrucción y la muerte, a una escala imposible de imaginar, tan solo 20 años después.


10/11/2018


 
* Jesús Rodríguez Barrio es economista y miembro de La Comuna


Notas:

[1] Mead, Gary: The doughboys: America and the First World War.(Woodstock, Overlook Press, 2000) pp. 344-345.Recogido en: John H. Morrow Jr. La Gran Guerra (Edhasa, Barcelona, 2014) p. 604.

[2] El paquete de condiciones impuestas por los Aliados para el Armisticio se había cerrado el 4 de noviembre en la segunda conferencia de París.

[3] Stevenson, David: 1914-1918. Historia de la Primera Guerra Mundial. (Penguin, Barcelona, 2013) p. 643.

[4] Stevenson, op. cit. p. 610.

[5] Stevenson, op. cit. pp. 615-616.

[6] El socialista Gustav Noske ejerció, durante las jornadas de enero de 1919, como jefe de las fuerzas militares y paramilitares reaccionarias que aplastaron el levantamiento revolucionario en Berlín y asesinaron a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.

[7] La Liga Espartaquista había sido creada en 1916 por Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo y Clara Zetkin (y otros militantes de la izquierda socialista) a partir del llamado Grupo de la Internacional, que había crecido durante la guerra como una fracción marxista-revolucionaria dentro del SPD (Partido Socialdemócrata). Liebknecht fue el único miembro del Reichstag que votó contra los créditos de guerra en 1914. Esta organización fue, junto con otros grupos izquierdistas, el embrión del Partido Comunista de Alemania (KPD), creado en el Congreso de Berlín que tuvo lugar entre el 30 de diciembre de 1918 y el 1 de enero de 1919.

[8] Ebert había declarado, en una conversación con el canciller Maximiliano, que lo último que deseaba era una revolución comunista: «Yo no quiero eso, de hecho lo detesto con toda mi alma». Gerwarth, Robert: Los vencidos (Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2017) p. 133.

[9] Declaraba Lloyd George, en su Memorandum de Fontainebleau, escrito en 1919: «el mayor peligro que veo en la situación actual es que Alemania pueda unirse al bolchevismo y poner sus recursos, su inteligencia, su enorme capacidad de organización a disposición de los fanáticos revolucionarios cuyo sueño es conquistar el mundo para el bolchevismo por la fuerza de las armas». (Gerwarth, op. cit, p. 188).

[10] Stevenson, op. cit. p. 625.

[11] El 30 de octubre, Pershing abogó por la rendición incondicional de las fuerzas alemanas en la Segunda Conferencia de Paz de París (Morrow, op. cit. p. 602).

[12] French, D.: Had We Known…, recogido en «Treaty of of Versailles» (Boemeke et al., eds.) y citado en Stevenson, op. cit., p. 620.

[13] En el caso de Inglaterra y Francia existió una motivación adicional, de carácter puramente imperialista: los primeros ministros de Inglaterra y Francia (David Lloyd George y Georges Clemenceau) coincidían en su apreciación de la conveniencia de firmar un alto el fuego antes de que los estadounidenses adquirieran mayor preponderancia en el esfuerzo y la conducción de la guerra, lo que les habría permitido dictar las condiciones de paz al margen de las ambiciones imperiales de ambos países. A finales de octubre, el gabinete de guerra británico había llegado a la conclusión de que en 1919 Estados Unidos sustituiría al Reino Unido «como principal potencia militar, diplomática y financiera del planeta». (Stevenson, op. cit., p. 622 y Morrow, op. cit. p. 600).

[14] Esos peligros ya se manifestaron de forma muy temprana en los golpes fascistas que fracasaron en Alemania en 1920 (Kapp) y 1923 (Hitler). Aquello era, tan solo, un anticipo de lo que estaba por venir.

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