A principios del siglo XVIII, escribe Bertrand de Mandeville:
«Allí donde se proteja la propiedad es más fácil vivir sin dinero que sin pobres. No hay que matar de hambre a los trabajadores, pero tampoco darles suficiente dinero para que ahorren. Si algún individuo de clase inferior se aprieta el cinturón, ahorra suficiente y consigue superar su humilde origen, nadie debe impedírselo. Una vida frugal es la conducta más sabia para obreros y familias particulares. El interés de todas las naciones ricas consiste en que sus pobres permanezcan activos y gasten todo su sueldo. El estímulo de los que se ganan la vida diariamente consiste en la satisfacción de necesidades que es prudente aliviar, pero que nunca se deben suprimir. Un salario moderado es lo único que puede hacer laborioso a un trabajador. Un salario demasiado bajo le desanima; un salario demasiado elevado le volvería insolente y perezoso. En una nación libre, donde la esclavitud está prohibida, la mejor riqueza consiste en un número elevado de trabajadores pobres. Son una fuente inagotable de reclutas para el Ejército y la Armada. Sin ellos no habría disfrute de riquezas posible ni se aprovecharían las riquezas naturales del país. Para hacer feliz a la sociedad (que, evidentemente se compone de gente ociosa) y para mantener contento al pueblo, hay que mantener a la mayoría en la ignorancia y la pobreza. Los conocimientos desarrollan y multiplican nuestros deseos, de modo que, cuantos menos tenga el hombre, mejor dará satisfacción a sus necesidades.»
De lo que no se da cuenta Mandeville, escritor de gran capacidad y valor, es del mecanismo de la acumulación, que aumenta con el capital y la masa de los «trabajadores pobres». Es decir, los asalariados convierten sus fuerzas obreras en fuerzas del capital, permaneciendo esclavos de su propio producto, encarnado en la persona del capitalista.
El señor F. M. Eden considera la dependencia como una necesidad del sistema capitalista. En su obra sobre la Situación de los pobres o historia de las clases trabajadoras inglesas, dice:
«Para satisfacer las necesidades materiales es necesario trabajar. Al menos una parte de la sociedad debe trabajar sin descanso. Hay quien no trabaja y, sin embargo, dispone de los productos industriales. Los propietarios deben este favor a la civilización y al orden creados por las instituciones civiles.»
Eden debería preguntarse: ¿quién ha creado las instituciones civiles? El típico espejismo jurídico le impide considerar la ley como un producto de las relaciones materiales de producción. Linguet pulverizó el entramado ilusorio del Esprit des Lois de Montesquieu. «El “Espíritu de las Leyes”, dice, es la propiedad.» Eden contínua:
«Las instituciones civiles reconocen que los frutos del trabajo no tiene por qué pertenecer al productor. Los ricos deben su fortuna casi enteramente al trabajo ajeno, y no a su propia capacidad, que no difiere en nada de la de los trabajadores. Lo que distingue a los ricos de los pobres no es la posesión de tierra o dinero, sino el poder sobre el trabajo. (The command of labour.) Lo que necesitan los pobres no es una condición servil y abyecta, sino una dependencia «cómoda y liberal». (A estate of easy and liberal dependence.) Lo que deben tener los ricos es influencia y autoridad suficiente sobre sus trabajadores. Tal dependencia, como lo atestiguará cualquier conocedor de la naturaleza humana, es indispensable para la comodidad de los mismos trabajadores.»
[…]
El progreso industrial reduce cada vez más el número necesario de obreros. Al mismo tiempo, aumenta la cantidad de trabajo de cada obrero. En la medida que se desarrollan los poderes productivos del trabajo, se produce más con menos trabajo. Así es como el sistema capitalista consigue más trabajo asalariado. Unas veces prolonga la jornada laboral, otras hace que trabaje más. A veces aumenta aparentemente el número de trabajadores empleados, reemplazando los obreros más caros por fuerzas inferiores baratas, el hombre por la mujer, el adulto por el adolescente o el niño, o un yanqui por tres chinos. Éstos son los métodos con los que se consigue disminuir la demanda de trabajo y aumentar la oferta; así es como se fabrican, en una palabra, los obreros supernumerarios.
El exceso de trabajo impuesto a los obreros en servicio aumenta las filas de reserva. La competencia entre los obreros ocupados y los desocupados reprime toda protesta de los primeros. Comparemos las relaciones de los fabricantes ingleses del siglo XVIII, a un paso ya de la revolución industrial, con los obreros del XIX. Un portavoz de los capitalistas enjuicia la reserva de los obreros activos:
«Una de las causas de la ociosidad es la falta de un número suficiente de brazos. Cuando el número de obreros es insuficiente, éstos empiezan a darse importancia y se enfrentan a sus patronos; esta gente depravada, en algunos casos, se pone de acuerdo y para el trabajo una jornada completa.» Es decir, estos depravados imaginan que el precio de las mercancías se regula por la santa ley de la oferta y la demanda.
KARL MARX, El Capital. 1867.