La pena de muerte en la cruz era un tipo de ejecución muy extendida entre varios pueblos de la Antigüedad. Fue siempre un castigo para delitos de orden político y militar y, entre los romanos, se ejercía especialmente sobre gente humilde como esclavos, criminales y rebeldes de provincias. Se llevaba a cabo a la vista de todo el mundo, como forma de disuasión. Además de clavar o colgar al reo al madero y romperle las piernas, solía ir acompañada de varias formas de tortura, como los azotes. Quienes la padecían solían quedar insepultos, a modo de escarnio y deshonra para él y sus familiares; y muchos acababan siendo devorados por animales necrófagos.
Sí esta persona o sus familiares tenían influencias, lo raro sería crucificarle, pues de ninguna manera podían obtener el cadáver para ser enterrado. Los guardias vigilaban el cuerpo del reo hasta que moría, para que se lo comiesen los cuervos, los perros u otros carroñeros. La consecuencia de esta pena, era la muerte sin sepultura. De tantos miles de crucificados que hubo en el pasado, sólo se ha encontrado los restos de uno.
Flavio Josefo, en su libro Antigüedades de los judíos, narra un hecho vivido tras la ejecución de varios rebeldes de Judea: «Cuando… vi a muchos prisioneros crucificados y reconocí a tres que me eran muy allegados, me dolió el alma y, acercándome a Tito, se lo dije llorando. Él ordenó inmediatamente que fueran descolgados y que se les procuraran los mayores cuidados para su total restablecimiento; dos de ellos murieron estando aún convalecientes, pero el tercero sobrevivió.»
En este relato se nos confirma, que algunas excepciones hubieron y, probablemente, algunos pudieron sobrevivir a la cruel experiencia —aunque no fuese la norma—. La tradición cristiana (para dar un entierro digno a su Ungido) sostiene que después de la crucifixión de Yeshua-Jesús —coincidiendo con la víspera del Shabat y durante la celebración de la Pascua judía— uno de sus seguidores (que pertenecía al Sanedrín y, por ende, tenía bastante influencia) hizo recoger el cuerpo para meterle en un sepulcro, y del que días después el muerto salió, por lo que se puede deducir que no debió entonces morir en la cruz (sí este hombre llegó a existir). En aquellos tiempos, el prefecto romano de turno debió haber obligado, en varios casos, a sus soldados a bajar los cuerpos de los reos y enterrarlos, para no enemistarse con las autoridades judías y colaboracionistas, respetado así la norma que viene en el Deuteronomio de descolgar el cuerpo de los criminales antes de la noche.
Fernando de Orbaneja en su libro Jesús y María dice sobre este personaje histórico, real o ficticio: «Si pretendemos reconstruir históricamente la pasión y muerte de Jesús, nos encontramos con que es muy difícil separar la auténtica biografía de la teología interesada. Dice Crossan que en las investigaciones sobre el Jesús histórico se hace teología llamándola historia. Manuel Fraijó, teólogo cristiano, añade: “La ejecución del carpintero de Nazaret fue el menos importante de todos los acontecimientos de la historia romana de aquellos decenios para todos los que oficialmente tomaron parte en ellos.” Y así debió de ser, pues ningún historiador independiente de la época, ni posterior, narra la pasión y muerte de Jesús.»
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