jueves, 30 de agosto de 2007

'Doctor Zhivago': la noche que a Franco le colaron 'La Internacional'


El otro día ví la película de David Lean Doctor Zhivago de 1965, había una escena que relataba una manifestación obrera brutalmente reprimida por la policia zarista... Lo que me llamó más la atención es que el filme, aunque este ambientado e inspirado en la homonima novela del escritor ruso Boris Pasternak, que se desarrolla durante los últimos años de la Rusia de los zares, la Revolución rusa y su guerra civil, y los primeros de la Unión Soviética, éste no se filmó en la URSS, sino en la España de Franco (década de los sesenta).

Estas son las imágenes a las que me refiero:



Sobre las mismas en un librillo escrito sobre el filme por Diego Galán para la colección CINE DE ORO de El País, se dice:

«Sin embargo, no habían previsto que en la España de Franco estaba prohibido el Partido Comunista y cualquier tipo de simbolo rojo. La noche en que rodaron la secuencia de la manifestación con 2.000 figurantes, la policía española vigiló de cerca todos los detalles. Los figurantes cantaron ilusionados La Internacional tal como pedía el guión, pero también espontáneamente A las barricadas. Cundió el pánico entre los técnicos extranjeros de la película ante el inesperado entusiasmo de los extras, muchos de los cuales pertenecían al partido clandestino. La policía intentaba fichar a los extras que supieran la letra de memoria, mientras que los vecinos del barrio de Canillas se despertaron a medianoche sorprendidos de estar oyendo un himno revolucionario.»

miércoles, 15 de agosto de 2007

Psicoanálisis y control social

Fernando Álvarez-Uría
Julia Varela

Desde la aparición del anti-Edipo, en marzo de 1972, los psicoanalistas y las Internacionales de Psicoanálisis han comenzado a sufrir serios reveses teóricos. En realidad los ataques habían comenzado en Francia bastante antes. Michel Foucault, en su Historia de la locura, afirmaba que la aparente liberalización operada por el psicoanálisis, restituyendo al loco su palabra, consistía en un nuevo tour de forcé, en el que la sinrazón quedaba encerrada en una textura de relaciones de poder bajo la omnipotente mirada del médico-psicoanalista[1]. Algunos años más tarde, la revista Les Temps Modernes[2] publicaba el caso del «hombre del magnetofón» precedido de una polémica entre Sartre y Pontalis. El paciente, introduciendo subrepticiamente un magnetofón, había dado la vuelta a la relación de violencia propia de la cura psicoanalítica; la escucha «aséptica» era a su vez escuchada, quedando rota la relación dual especialista-paciente, originando así la situación subversiva en el interior de la terapéutica normalizadora. El psicoanalista, cazado en su propia trampa, exigía una intervención policial.

Mayo del 68 sirvió de elemento catalizador en el cuestionamiento del psicoanálisis[3]. El deseo de revolución se convirtió en revolución deseante y los especialistas de la libido, sus canalizadores, quedaban desbancados por un movimiento de pulsiones liberadas y de intensidades nómadas.

Una serie de cuestiones surgieron inevitablemente: ¿Cuál es la relación entre producción deseante y producción social? ¿Cómo funciona la normalización del deseo en el interior de las instituciones, en el diván del psicoanalista? ¿Cómo el orden socrático puede ser subvertido, pervertido y destruido, manteniendo vivo el principio del placer? ¿Cuales son las funciones del psicoanálisis en una sociedad capitalista?...

La canalización de los flujos, el orden social, y su funcionamiento maquínico, recobraron su marcha habitual tras el fracaso de la revolución. Pero cuando el deseo ha sido liberado se resiste a una nueva codificación. De aquí que el anti-Edipo sea ante todo la resistencia a la reconducción normalizada de la libido, y arremeta contra las liberaciones operadas en el laboratorio de la cura psicoanalítica —liberaciones que tienen lugar en un espacio cuadriculado, se refieren únicamente a la palabra, y se operan bajo la mirada dominadora de papá-Freud, o cualquiera de sus seguidores—. Una relación de violencia real y simbólica se manifiesta en la cura: el psicoanalista recupera los flujos del paciente a través de miradas, silencios, anotaciones, interpretaciones que reflejan una relación institucionalizada de poder, oculta tras una pretendida finalidad curativa. El especialista, que detenta el poder porque se supone el propietario del saber, establece una relación contractual de carácter liberal mediatizada por el dinero, que gracias a un hábil artilugio se convierte además en elemento terapéutico, con el fin de restituir al sujeto deteriorado su plaza perdida. La idea no es nueva, ya que ésta es la finalidad de todos los aparatos burocráticos de control que tienen por función «reterritorializar», fijar plazas, devolver identificaciones perdidas, reformar desviaciones… La novedad del psicoanálisis estriba en que pretende tener la clave de todos los desórdenes, que son siempre reconducidos al nivel psicológico. El enigma del origen de todos los males que asolan Tebas y sus contornos está en Edipo. El complejo de Edipo es la metafísica del psicoanálisis y la clave de sus triunfos, ya que el éxito personal únicamente tendrá lugar mediante la resolución de este complejo nuclear que constituye la perversión más peligrosa. En la medida en que este complejo explica el origen de la religión, de la moral, de la sociedad y del arte, en una palabra, de la cultura[4], el psicoanálisis posee la clave del universo. No en vano Freud creía escribir con Tótem y tabú su obra más importante. Era el comienzo del triunfo del psicoanálisis en el ámbito internacional, al mismo tiempo que aparecía un Comité secreto dispuesto a velar por la pureza de la nueva doctrina. Cada miembro de este Comité recibió de Freud una medalla griega como símbolo de ortodoxia «que distinguía a un grupo de hombres unidos en su devoción al psicoanálisis»[5]. La deserción de Jung se ponía de manifiesto, y según confiesa Freud, necesitaba «que alguien cuidara de mis ‘hijos’ después de mi fallecimiento», lo que para un padre judío es cuestión de vida o muerte. «Tal como están las cosas, deseo que sean ustedes y nuestros amigos —se refiere a los otros miembros del Comité— quienes me den la seguridad»[6]. Nada más temible para una secta tan ambiciosa que la ausencia de la autoridad paterna.


Edipo o el futuro de una ilusión

La escena psicoanalítica, «la otra escena», como dicen los lacanianos, se centra en lo intra-analítico, olvidando que es precisamente lo que deja fuera quien crea sus condiciones de posibilidad. De aquí que la neutralidad del psicoanálisis sólo sea creída como artículo de fe, ya que cualquiera que analice de cerca la relación dual se dará cuenta de que «en lugar de participar en una empresa de liberación efectiva, el psicoanálisis forma parte de la represión burguesa más amplia, que consiste en mantener a la humanidad europea bajo el yugo de papá-mamá y no terminar nunca con ese problema»[7].

La crítica del Edipo efectuada por Deleuze y Guattari tiene una fuerza particular al plantear la cuestión central, es decir, al establecer una estrecha relación entre la concepción edipiana y el capitalismo de Estado.

Con el desmoronamiento de la monarquía absoluta y el paso a una sociedad en la que la burguesía se constituye en clase dominante, al mismo tiempo que tienden a desaparecer los peajes, las aduanas, los usos de lenguas regionales, etc., se da paso a una movilidad desenfrenada de los flujos monetarios. Se trata de una desterritorialización masiva que supone movimientos migratorios de la población del campo a núcleos industriales, entrada en vigor de nuevas ciencias y diferentes modos de transmisión del saber. La axiomática capitalista se constituye sobre la descodificación de los flujos y la ampliación de los límites del intercambio. A esta lógica de la desterritorialización que genera las posibilidades de su propia destrucción —no olvidemos la frecuencia de las insurrecciones en el siglo XIX— se anexionará con el Capitalismo de Estado una lógica igual y opuesta que introduce en escena aparatos policiales, burocráticos, y cuya función será controlar, supervisar, reterritorializar, identificar…, racionalizar los engranajes del poder con el fin de que el sistema maquinista productivo no se descentre. Se opera, pues, con el archi-Estado capitalista, un movimiento contradictorio de flujos, de masa monetaria, mercancías, plusvalías… y de reflujos de control generalizado a través de instituciones de poder-saber, que forman parte del aparato del Estado: manicomios, numeración de casas y calles, cárceles, controles policiales, disciplinas… Las ideas de base de la ideología político-moral de la época serán, como afirma Robert Castel: «el orden, la disciplina, la santificación de los lazos familiares, el culto al trabajo como fuente de toda moralización, el respeto a las jerarquías, la aceptación de la posición asignada en el sistema social»[8].

El psicoanálisis pretende la fijación regional del deseo, la imposición de un orden triangular a través del Edipo. Si en sus comienzos ha sido contemplado con recelo por la sociedad burguesa, no fue debido a su carácter «revolucionario», sino a que arrebataba a esta clase social la intimidad familiar y sexual en favor de un control más generalizado de instancias de carácter público. No se trata, por tanto, de subvertir los valores hablando de sexualidad infantil, pues desde finales del siglo XIX existía una regularidad discursiva referente al niño onanista y perverso[9]. Con el psicoanálisis, se desdibuja el terreno de vida íntima familiar; los padres dejarán de ser los encargados de la vigilancia, que pasará a ser ejercida por los psicoanalistas y otros especialistas, en tanto que agentes del Estado y expertos del nuevo orden social. Edipo supone, pues, una forma de infantilización de todos los ciudadanos que se ven así desposeídos de toda autonomía.

La clave de la vida humana estará en la infancia, y mediante el complejo de Edipo, se justificará la intervención psicoanalítica encargada de corregir los fallos y de normalizar. No es mera coincidencia que el nacimiento del psicoanálisis tenga lugar al mismo tiempo que la institucionalización de la escuela para las clases populares, y en pleno auge del positivismo italiano del derecho penal —Lombroso, Ferri, Garofalo, etcétera—, que tanto insistieron en la existencia del criminal nato y en la aplicación de una tecnología para reconocerlo —la diferencia está en que los lombrosianos acentúan la perspectiva organicista y Freud insistirá más en una psicogénesis familiar.

El problema de la época era el paso de un sistema que castigaba la transgresión de la ley a otro que hiciera imposible la transgresión de la misma. Se pasa, pues, del castigo y de la represión de carácter visible y local a una supervisión difusa y generalizada, a una nueva tecnología de poder permanente[10]. De aquí que las críticas al psicoanálisis no tengan sentido cuando se establecen como forma de concurrencia, es decir, de lucha por el mismo campo. Tal sería el caso del conductismo y del neoconductismo[11].

Las continuas referencias del psicoanálisis a un sistema familiarista provocan un sometimiento del inconsciente a estructuras arborescentes y a memorias recapituladotas que se ajustan adecuadamente al árbol en tanto que símbolo sobre el que se funda nuestra cultura desde la biología hasta la lingüística[12]. El imperialismo del falo-significante lacaniano, que impone su ley, reenvía a la aparición de la escritura, al monopolio del despótico Estado imperial: al ser derribado el gran déspota, se diseminan los flujos que serán recolectados por el capitalismo de Estado con la consiguiente aparición de los aparatos burocráticos y la reinstauración del carácter tiránico del significante. La forma arborescente es el modelo de la jerarquización: los organigramas de las empresas, ministerios, instituciones, etc., lo reflejan bastante fielmente.

A través de Edipo, el psicoanálisis contribuye a la represión del deseo, a obstaculizar y poner muros de contención a los flujos. Se opera así una doble reducción, la libido se convierte en Edipo, y los deseos catexízados en el campo social, se ven miniaturizados en el terreno familiar. La castración y la edipianización intentan hacernos creer que la producción deseante tiene leyes trascendentes que hacen posible la resignación: renuncia para las niñas al deseo de pene, renuncia de los niños a la protesta, aceptación en todos los casos de la autoridad parental. Edipo, como la Santísima Trinidad, es un enigma en el que hay que creer para salvarse. «El psicoanálisis llama resolver Edipo, a interiorizarlo para mejor encontrarlo fuera, en la autoridad social, y así, multiplicarlo, pasarlo a los pequeños»[13]. Y frente a los que no se dejan edipianizar, el psicoanalista, como en el caso del «hombre del magnetofón», puede utilizar su influencia para pedir la ayuda del manicomio o de la policía.

Edipo significa el desplazamiento de la represión capitalista a la familia, la cual devuelve a la producción deseante una imagen especular en la que lo reprimido es representado con el sello de pulsiones familiares incestuosas. La posibilidad de la revuelta intenta ser neutralizada mediante tal mecanismo. «El triángulo edipiano aparece como la territorialidad íntima y privada que corresponde a los esfuerzos de reterritorialización del capitalismo»[14].

La crisis actual de la familia, que entra dentro de la lógica de un sistema basado en el individuo, ya que sintomáticamente se dirige hacia formas más individualizadas, presenta un problema para el psicoanálisis que tendencialmente comienza a ser resuelto reemplazando ese vacío: la entrada de los psicoanalistas en las instituciones —hospitales, escuelas, consultorios, centros de salud—, juntamente, y en concurrencia con otros especialistas normalizadores, parece indicar la puesta en práctica de sistemas de control más precisos, que sustituyen a la familia. «Hacer que la relación analítica sea incestuosa en su esencia, que sea garantía de ella misma»[15], forma parte de los sueños totalitarios de los psicoanalistas.


El problema de los universales

La escolástica freudiana ha sido siempre unánime en considerar al complejo de Edipo como la fuente generadora de toda cultura y, por tanto, como una estructura universal. Cuando Freud escribe Tótem y tabú —1913—, aún resonaba la idea del monogenismo de las culturas y la teoría de los tres estadios propuesta por Augusto Comte, así como las tesis de Haeckel sobre la recapitulación de la filogénesis en la ontogénesis. De aquí se derivan las artificiosas teorías de Freud sobre la transmisión hereditaria de las vivencias que tuvieron lugar en la escena primitiva, la referencia a un alma colectiva, la consideración del patriarcado como el más importante progreso de la civilización universal, etc.

Sin embargo, el etnocentrismo no respondía a las exigencias de un nuevo sistema neocolonial, interesado más en estudios minuciosos, funcionales y psicológicos de las culturas que en grandes sistematizaciones teóricas. Esto explica que hayan sido autores como Malinowski y Kroeber quienes hayan comenzado a poner en cuestión la universalidad del Edipo, influyendo en los representantes de la escuela culturalista americana —Margaret Mead, Ruth Benedict, A. Kardiner, etc.— quienes respondiendo a un nuevo tipo de aculturación planificada desde un punto de vista capitalista, se proponían un conocimiento de las actitudes, mentalidades, comportamientos, etc., de la población indígena con el fin de operar las transformaciones oportunas sin que éstas apareciesen como imposiciones provenientes del exterior.

La primera derrota de los psicoanalistas respecto al Edipo cuestionaba todo el sistema, lo cual motivó organizar una expedición con el fin de dar una respuesta adecuada. Los trabajos de Geza Roheim son suficientemente conocidos[16] para entrar aquí en su análisis detallado. Anotamos únicamente la estrecha relación de este autor con Ferenczi, y a través de éste, con Melania Klein. De aquí que la solución de Roheim no sea puro calco de la teoría freudiana ortodoxa, pues afirmar que la civilización tiene su origen en la infancia temprana, se deshace la tramoya levantada por Tótem y tabú sobre la escena primitiva. La universalidad de Edipo se deduce ahora de la universalidad de la relación madre-hijo, tan querida por la escuela de Ferenczi (Alexander, Rado, Spitz, M. Klein, etc.) y, consecuentemente, el complejo se adelanta incrustándose en las fases oral y anal. Roheim opera un desmigajamiento del Edipo en favor de su anticipación y de una mayor interiorización.

Todo parece indicar, en la polémica sobre la universalidad del Edipo (que aún perdura[17]), la existencia de un planteamiento falso: tanto los psicoanalistas como los culturalistas son incapaces de poner en cuestión la institución familiar, y por este motivo se enzarzan en interminables discusiones sobre el padre, el tío, la madre y la hermana. Edipo, dicen los autores del «anti-Edipo», es un hecho de colonización: el blanco, el misionero, el cobrador de impuestos, el exportador de bienes, el cacique convertido en agente de la administración, el antropólogo... Es este último quien, ante estructuras de parentesco indígenas, no ve más que las relaciones de parentesco occidentales. Sin embargo, «la familia» de los primitivos no cumple la función de reproducción social, ya que las determinaciones familiares están conectadas a las determinaciones propiamente sociales, formando una misma pieza de la máquina territorial.

Si Freud ha utilizado una trama teatral, se debe a un intento de convertir la escena primitiva en la gran metáfora universal. Por esto, como ha demostrado Starobinski, Freud asocia Hamlet a Edipo[18]. Probablemente, la desteatralización operada por Roheim provenga de que el antropólogo contempla la vida tribal del mismo modo que el espectador la pieza de teatro. Se trata, por tanto, de buscar el origen mismo de la representación, el cual, a su vez, en la medida en que se parte de unos postulados psicologistas, tiene que tener lugar en el individuo. Se invierte así la ley de Haeckel: la filogénesis cultural se opera a partir de la ontogénesis individual. La teoría burguesa de la formación de la estructura social a partir de la idea de individuo se hace de este modo perfectamente consecuente.

La polémica sobre Edipo, vista desde esta perspectiva, nos conduce a preguntarnos acerca de las condiciones que la han hecho posible, lo que a su vez está en estrecha relación con las condiciones de aparición del psicoanálisis. Dicha cuestión no tiene nada de romántica, ya que el problema aparece en un determinado momento y en el interior de una formación social concreta.


Viena, fin de siglo

La institución psiquiátrica por excelencia, el manicomio, constituye un aparato técnico de control social, que sustituye en un Estado laico al tribunal de la Inquisición en tanto que institución depuradora característica de un Estado teocrático. Foucault ha demostrado inteligentemente cómo finalmente el psicoanalista recupera para sí los poderes taumatúrgicos que el manicomio ha ido cediendo al médico, llevándolos hasta su forma extrema.

El hecho de que teóricamente no se necesite ser médico para ser psicoanalista no contradice nuestra afirmación, ya que, realmente, la cura psicoanalítica retoma todos los elementos de la relación terapéutica liberal: secreto profesional, libre elección de terapeuta, relación personalizada, etc. No hay que olvidar, además, la estrecha relación existente entre el psicoanálisis y los estudios fisiologistas de Freud, así como la influencia que en él tuvieron eminentes médicos de la época (Charcot, Breuer, etc.). El discurso psicoanalítico se constituye sobre un discurso médico, y precisamente, en nombre de la medicina, se levantaron las casas de corrección, se diferenciaron los normales de los anormales, se supervisó la alimentación, se impusieron usos higiénicos a las clases populares, etc. El discurso médico servía de soporte a las prácticas llevadas a cabo por los especialistas, prácticas que en términos generales respondían a un amplio programa de individualización y de moralización[19]. Esta estrategia se impone en Europa fundamentalmente después de la Comuna, con el fin de prever cualquier explosión incontrolada, y de realizar una profilaxis del cuerpo social. La definición psicoanalítica del niño, en tanto que «perverso polimorfo», justificaba este tipo de intervenciones médicas y de sistemas de corrección. Los psicoanalistas infantiles comenzaron a principios de este siglo, y poco más tarde, el pastor protestante O. Pfister intentó sentar las bases de una pedagogía psicoanalítica[20]. No en vano el psicoanálisis aparece precisamente cuando se generaliza la escuela para las clases populares, al mismo tiempo que una política de Estado programa la imposición de la familia conyugal para las clases trabajadoras, consideradas clases peligrosas e inmorales. Los lazos familiares ocupan un lugar de honor en la teoría freudiana. Se trata, por supuesto, de la familia patriarcal y jerarquizada[21].

Freud acepta la subordinación de los sexos y la justifica con su concepción del Edipo, utilizando al mismo tiempo el concepto cristiano de resignación, en tanto que elemento inherente al carácter femenino[22]. Correlativamente, el falo se instituía en el fundamento del valor de la economía libidinal psicoanalítica.

El psicoanálisis, a su vez, aparece íntimamente ligado a la enfermedad mental, y más concretamente a la histeria. Si Pinel había roto las cadenas de los locos Freud propone derribar los muros del manicomio; pero una vez más se trata de una falsa liberación: lo patológico aparece sumergido y extendido en el campo social, pudiendo aflorar a la superficie en cualquier momento, lo que justifica que toda persona sea mantenida en libertad vigilada. Las necesidades de rapidez, flexibilidad y economía en la intervención han favorecido que un buen número de psicoanalistas hayan renunciado al diván en favor de otros métodos más eficaces. Esto explica la proliferación de grupos de terapia, grupos de psicodrama y tantas otras técnicas de grupo que se practican en instituciones especializadas. De aquí también la continua insistencia de los psicoanalistas en favor de una nueva racionalización de la asistencia psiquiátrica que supondría la generalización de los ambulatorios, hospitales de día, visitas domiciliarias, etc., en una palabra, de instituciones más ágiles y menos burocratizadas, que posibiliten una mayor aplicación del ámbito de la vigilancia. La política de la sectorización, ante la cual reaccionaron los grupos antipsiquiátricos, ha estado apoyada en la mayoría de los países por psicoanalistas.

El psicoanálisis como instrumento de control social tiene por última función la consagración de un modo de producción que justifica continuamente a través de su práctica, y mediante la utilización de conceptos tales como sublimación, principio de realidad, idea de rendimiento social en tanto que derivación controlada de la libido, etc. Funciona, pues, como una técnica de poder-saber y en este sentido debe ser analizado dentro de un margen más amplío en el que aparece la cuestione acerca de la función social de las ciencias humanas.

El aparato teórico freudiano, surgido en la Viena finales de siglo, y que desde entonces ha ido sufriendo ampliaciones y retoques con el fin de conseguir una mayor coherencia, tiene desde sus orígenes una marca de clase, como lo demuestran sus continuas reafirmaciones de la familia conyugal, la dominación de los sexos, la medicina liberal, la canalización de la libido, etc. El concepto de complejo de Edipo aglutina los signos de la amplia estrategia en la que el psicoanálisis se inserta. Foucault, en una conferencia del Colegio de Francia —29-I-75—, demostraba que la idea de monstruosidad en la sociedad burguesa del siglo XIX estaba formada por una doble figura: el rey déspota que mediante el ejercicio del poder permanente rompe el pacto social y que, por tanto, debe ser considerado como un enemigo y cazado del mismo modo que un monstruo (Saint-Just), y el revolucionario, en tanto que imagen invertida del rey. La realeza era descrita en la época, junto con toda la nobleza, como una clase libertina, escandalosa, incestuosa… (recuérdese el caso de María Antonieta), mientras que la figura del antropófago sufrirá una hipóstasis con el pueblo revolucionario, famélico, devorador…, sembrador de muerte y de insurrección callejera. A partir de estos dos crímenes —inmoralidad incestuosa y antropofagia revolucionaria— ha sido definido el criminal monstruo. Gracias a estas dos figuras, que correspondían a los dos grandes peligros que acechaban a la burguesía de la época (retorno del déspota, o victoria de las hordas populares famélicas), Freud ha podido elaborar su teoría del complejo de Edipo: la horda primitiva devora al padre tiránico y realiza actos incestuosos con las hembras. De aquí que el discurso psicoanalítico se defina a sí mismo como apolítico por una parte y canalizador de la libido por otra. Edipo es el estandarte del orden social, elemento reterritorializador por antonomasia de la denominada revolución psicoanalítica que, una vez más, pretende revolucionar todo para que nada cambie.

NEGACIONES
REVISTA CRÍTICA DE TEORÍA, HISTORÍA Y ECONOMÍA
Nº 2. DICIEMBRE 1976


NOTAS:

[1] M. FOUCAULT, Histoire de la de la folie à l'âge clasique, Gallimard, París, 1972 (nueva edición), pp. 529-530 (La edición original es de 1961, Ed. Flon). Las observaciones de Foucault sobre los poderes taumatúrgicos del médico-psicoanalista han sido ampliadas posteriormente por:
R. CASTEL, «La psychanalyse prise en tenailles», Autrement, número 4, 1975-76, pp. 164-170. Castel es también el autor de la crítica más clara e inteligentemente realizada contra las funciones del psicoanálisis: Le Psychanalysme, Maspero, París, 1973.

[2] J.J. ABRAHAMS, «L'Homme au magnétophone, dialogue psychanalytique», en Les Temps Modernes, número 274, abril 1967.

[3] Son clarificadores en este sentido los comentarios de Cohn-Bendit: «La sociedad de las barricadas es la irrupción del futuro en el presente. Esa noche —se refiere al viernes, 10 de mayo, cuando los estudiantes sitiaron la Sorbona— dejó en paro forzoso a un gran número de psicoanalistas. Miles de personas sintieron el deseo de hablarse y amarse». D. COHN-BENDÍT, «Anniversaire: Cohn-Bendit raconte Mai 68», en Le Nouvel Observateur, núm. 547, 5 agosto-1 mayo 1975, pp. 71-106, p. 90.

[4] S. FREUD, Totem et Tabú, Payot, París, 1971, p. 215.

[5] S. FREUD, Carta a Ernst Simmel, del 11-IX-1928.

[6] S. FREUD, Carta a Sandor Ferenczi, del 9-VII-1913.

[7] G. DELEUZE y F. GUATTARI, Capitalisme et Schizophrenie. L’Antí-Oedipe, Minuit, París, 1972, p. 59.

[8] R. CASTEL, «El tratamiento moral. Terapéutica mental y control social en el siglo XIX», en la obra colectiva Psiquiatría, antipsiquiatría y orden manicomial Barral Editores, Barcelona, 1975, pp. 71-96, p. 78.

[9] J.P. ARON, «Déjá au XIX, la masturbation», Autrement, núm. 4, 1975-76, pp. 193-97.

[10] Sobre esto, véase el libro de M. FOUCAULT. Surveiller et punír-Naissance de la prison, Gallimard, París, 1975.

[11] En la misma perspectiva de control social que el psicoanálisis pero con mayor eficacia y costes más reducidos se utilizan las técnicas de terapia neoconductista. Un resumen de las mismas puede verse en: H.J. EYSENK, «Les Therapeutiques du Comportment», La Recherche, núm. 48, sept. 1974, pp. 745-753.

[12] Sobre el modelo arborescente:
G. DELEUZE y F. GUATTARI, Rhizome. Introductión, Minuit, París, 1976, sobre todo pp. 46, 52, 53, 70-71.

[13] G. DELEUZE y F. GUATTARI, Capitalisme et Schizoprhenie. L'Anti-Oedipe, Minuit, París, 1972, p. 94.

[14] G. DELEUZE y F GUATTARI, Capitalisme et Schizophrenie, Op.cit., p.317.

[15] G. DELEUZE y F. GUATTARI, Ibid., p. 367.

[16] G. ROHEIM, Psychanalyse et Antrhopologie, Gallimard, París, 1967.

[17] Además del Anti-Edipo han aparecido en Francia, por ejemplo:
M.C. y E. ORTIGUES, Oedipe africain, Plon, París, 196; M. SAFOUAN, Etudes sur l'Oedipe, Seuil, París, 1974.

[18] J. STAROBINSKI, Prefacio a la traducción de E. JONES, Hamlet et Oedipe, Gallimard, Paris, 1967.

[19] M. FOUCAULT, «Pouvoir-Corps», Quel Corps?, núm. 2, sept.-oct., 1975, pp. 2-5.

[20] O. PFISTER, El psicoanálisis y la educación, Publicaciones de la Revista de Pedagogía, Madrid, 1932.
Así comienza el primer párrafo de esta obra: «El psicoanálisis sirve de auxiliar a todo aquel que pretende limpiar el espíritu inundado por torrente impetuoso, y descombrar las tierras a fin de que se desarrollen los gérmenes nobles. El psicoanálisis coadyuva al retorno a la naturaleza sana, a la reforma que sin él es imposible. Empleando una comparación de Maeder, conduce a su carril al vagón del alma que se ha descarrilado. El primer fin que tiene el psicoanálisis ante sus ojos es la ruptura de las ligaduras perjudiciales por disociación del contenido psíquico».

[21] S. FREUD, Carta a Martha Bernays, 15-XII-1883: «... Yo estimo que el cuidado de la casa y de los niños, así como la educación de éstos reclaman toda la actividad de la mujer, eliminando prácticamente la posibilidad de que desempeñe cualquier profesión».

[22] L. IRÍGARAY, Speculum de l'autre femme, Minuit, París, 1974. Esta obra realiza una crítica del sistema freudiano desde una perspectiva feminista.

sábado, 4 de agosto de 2007

El feminismo como sexismo


«Si no vamos en común acuerdo los hombres y las mujeres,
nunca podremos lograr que la sociedad vaya por el camino recto de la superación.
La labor ha de ser unísona. Debemos luchar (las mujeres) para que se nos respete en todos los niveles y poder luchar en todos los factores al lado del hombre.»
IGUALDAD OCAÑA

«¿Feminismo? ¡Jamás! ¡Humanismo siempre!»
FEDERICA MONTSENY

 Por Jordi Parramon

Así que ya lo sabemos: según un estudio auspiciado por el feminismo oficial hay en los hogares españoles unas seiscientas mil mujeres maltratadas, cifra que según las mismas fuentes podría elevarse a dos millones si se incluyen las que no se dan cuenta de que lo son (!?). La cifra es verosímil, ¿por qué no? Ahora bien, si alguien, invocando el principio constitucional de no discriminación por razón de sexo, o el derecho a recibir una información veraz y objetiva, o simplemente por curiosidad, desease saber cuántos son los hombres maltratados por su pareja, se encontraría ante un vacío total y absoluto: nada de nada, no hay datos. Incluso es posible que le miren como a un bicho raro, como si pidiese algo metafísicamente imposible. ¿Hombres maltratados? Aunque no lo diga de forma explícita, la propaganda feminista, repitiendo machaconamente la cantinela de las «mujeres maltratadas», ha hecho calar en la opinión pública la idea de que los hombres maltratados no son de este mundo, que no existen.

Pero haberlos, haylos. ¿O acaso ya hemos olvidado a aquellos entrañables calzonazos mortificados por la mandona de turno? Tal vez sí, pues los medios que no se ocupan de ellos y al feminismo ya le va bien que sigan ocultos. Ciertamente, el feminismo ha tejido su discurso tomando de la realidad los datos que le convenían y eliminando los que le estorbaban (como hace todo el mundo); por eso ha montado su película a base de denunciar y vituperar la misoginia ancestral, de ocultar o tergiversar las no menos ancestrales normas de cortesía y caballerosidad y, mayormente, de aplicar el (des)calificativo de «machista» a todo lo que le lleve la contraria. Si los llamados «calzonazos» les fastidian el discurso, ¿para qué se van a molestar en contarlos? Además, ellos mismos no parecen estar muy dispuestos en darse a conocer. Los hombres maltratados, encima de ser relativamente pocos, no se atreven a denunciar a su pareja por miedo a quedar en ridículo (el «calzonazos», no por casualidad, es un personaje cómico y nadie desea que le identifiquen como tal). Añádase a eso que las normas de cortesía no permiten que un caballero delate a una dama, por mucho daño que ésta le haya causado, y que las campañas para denunciar los malos tratos nunca se dirigen a ellos. Entonces, ¿qué tiene de extraño que no se les vea? En fin, están realmente en minoría y en el fondo, ya se sabe, las minorías son despreciables.

Desde luego, nadie parece darse cuenta de que esta ocultación, que casi raya en el tabú, está creando efectos perversos en el imaginario colectivo. El discurso feminista dominante ha logrado que al hablar de la violencia doméstica la gente piense automáticamente en «mujeres maltratadas», dejando incluso en muy segundo término el drama de los menores, en el que el factor diferencial no es el sexo sino la edad. De modo que los papeles quedan desde el principio muy bien definidos: ellas las víctimas y ellos los agresores, y no hay vuelta de hoja. Aunque, por si alguien no lo hubiera observado, eso entra en lo que se llama «difusión de estereotipos de conducta basados en el sexo», que, según el propio discurso feminista, es una práctica que debería evitarse en aras de la igualdad: basta con no presentar unas mismas funciones o actitudes realizadas siempre por personas del mismo sexo. Pero, al parecer, lo que es válido a la hora de fregar suelos o presidir consejos de administración no rige cuando se trata de dar o recibir tortazos: aquí cada cual tiene su papel asignado e invariable.

Lo grave es que estos estereotipos abocan directamente a la criminalización de la masculinidad: el «macho» queda siempre como el gran culpable. Se da una imagen del varón como un ser agresivo y violento, ávido de dominio, que todo lo arregla por la fuerza bruta y que se complace en abusar de los más débiles (empezando por las mujeres), y para explicar de dónde le viene esta agresividad se buscan tanto causas biológicas (se lleva en los genes) como culturales (se aprende como un código de valores dentro del propio grupo); «razones» sospechosamente parecidas a las que maneja el discurso xenófobo para «justificar» la segregación racial y étnica. Para falsearlas podríamos aducir, entre varios ejemplos, el de ciertos locales (que se anuncian en la prensa seria) donde unas señoras autoritarias de aspecto hiperfemenino se ofrecen para humillar y azotar a hombres que no ven en ello un menoscabo de su virilidad, y parece que ése es un negocio muy floreciente (se dirá, sin duda, que en esos mismos locales también se ofrecen chicas para ser azotadas: señal de que en la vida ordinaria no resulta tan fácil).

Pero las mujeres no salen mucho mejor paradas con estos estereotipos: de tanto explotar para ellas un victimismo tremebundo y lacrimógeno, el discurso feminista las hace aparecer como unas criaturas sin carácter y de cortas luces, blandengues y ñoñas, incapaces de devolver una bofetada y que necesitan del amparo perpetuo de papá Estado, de mamá Justicia y de las hermanas mayores del Movimiento Feminista para levantar cabeza. En fin, una concepción deprimente de la feminidad. ¿Habrá que considerar que el feminismo a veces también es misógino? Suponiendo que no, haría bien en no parecerlo.

Claro que el meollo del asunto es la contradicción evidente (pese a que nadie parezca haber querido percatarse) entre el discurso que estamos considerando y las ya clásicas normas para evitar el uso sexista del lenguaje, que el mismo feminismo va promulgando a bombo y platillo. Pues, ¿no habíamos quedado en que todos somos personas? ¿Y que no había que excluir a nadie por razón del sexo? Entonces, ¿por qué quienes han creado esta norma no dan ejemplo y empiezan por aplicarla a rajatabla, cualquiera que sea el asunto a tratar? ¿A qué viene usar sólo el femenino siempre que la mujer puede aparecer como víctima («maltratadas», «acosadas», «bulímicas», «anoréxicas», «prostitutas»…) y, en lógica correlación, sólo el masculino (un masculino esta vez nada genérico) para dar a entender que los hombres son, como tales, sus únicos agresores? Eso es entrar por la puerta trasera en el mismo vicio que se denuncia de cara a la galería. Pero lo peor de todo es que quienes proceden así ya no usan un simple lenguaje sexista, sino un doble lenguaje: se les puede tachar, lisa y llanamente, de hipócritas.

Si el fondo de la cuestión es éste, ¿no se podría arreglar diciendo simplemente «personas maltratadas»? En teoría claro que sí, pero eso acarrearía consecuencias imprevistas en el hilo argumental. Porque con el imaginario actual es facilísimo llegar a una conclusión: se puede echar la culpa de todo al machismo y a la sociedad patriarcal; el chivo expiatorio está servido. Pero desde el momento en que nos decidamos a hablar de «personas maltratadas» y, en consecuencia, admitamos la existencia de «calzonazos» y de «mandonas», tendremos que explicar también por qué se dan estas situaciones, y eso romperá los esquemas en los que muchos están cómodamente instalados: caeremos en la cuenta de que, efectivamente, para bien o para mal, todos somos personas, cada cual con sus virtudes y sus defectos, y de que la realidad es demasiado compleja para pintarla con trazos gruesos. El cambio de escenario nos obligará a discurrir, y eso es lo que más aterra a los dogmáticos.

El movimiento feminista dice estar por la igualdad de sexos, y ello es muy verosímil, aunque no debe creerse que tenga la exclusiva en este terreno. Sin embargo, hay una contradicción entre sus fines y sus medios: se ha construido un discurso sectario, de piñón fijo y, en el fondo, demasiado sexista, de un sexismo especialmente insidioso por cuanto viene de una dirección opuesta a la habitual y de ese modo pasa desapercibido para la opinión pública. Pero, por eso mismo, si alguien se da cuenta de dicha contradicción, tiene la obligación de avisar a tiempo a las partes interesadas para que la enmienden lo antes posible. Porque no es a base de maniqueísmos primarios propios de un parte de guerra como vamos a avanzar hacia la plena igualdad social.

Revista Archipiélago, número 44.
NOVIEMBRE/DICIEMBRE 2000

jueves, 2 de agosto de 2007

La naturaleza humana del monstruo

Por Stephen Jay Gould

Un antiguo proverbio latino nos dice «guardaos del hombre de un solo libro» (cave ab homine unius libri). Pero Hollywood sólo conoce un tema a la hora de hacer películas de monstruos, desde el arquetípico Frankenstein de 1931 hasta el reciente megaéxito Jurassic Park. La tecnología humana no debe ir más allá de un orden asignado, decretado por Dios o establecido por las leyes de la naturaleza. Con independencia de lo benevolentes que sean los propósitos del transgresor, esta arrogancia cósmica sólo puede llevar a tomates asesinos, conejos enormes con dientes afilados, hormigas gigantes en las cloacas de Los Ángeles, o incluso burujos todavía mayores que se tragan ciudades enteras a medida que crecen. Pero estos filmes suelen utilizar libros mucho más sutiles y, al hacerlo, distorsionan el original más allá de todo reconocimiento temático.

La tendencia empezó en 1931 con Frankenstein, la primera gran película hablada de monstruos (aunque Boris Karloff sólo gruñía, mientras que Colin Clive, en su papel de Henry Frankenstein, actuaba con demasiada emoción). Hollywood decretó que este era su tema elegido mediante la más «frontal» de todas las estrategias concebibles. La película empieza con un prólogo (incluso antes de que aparezcan los títulos), en el que en un escenario, frente a un telón, aparece un hombre bien vestido que a la vez advierte acerca del miedo potencial y anuncia que el tema más profundo del filme es el relato de «un hombre de ciencia que quiso crear a un hombre a su propia imagen sin tener en cuenta a Dios».

En la película, el doctor Waldman, antiguo profesor de Henry en la facultad de medicina, habla de la «insana ambición de crear vida» de su pupilo, diagnóstico que confirman las propias palabras febriles de entusiasmo de Frankenstein: «La creé. La hice con mis propias manos a partir de los cuerpos que tomé de tumbas, de la horca, de cualquier parte».

La mejor de una caterva de secuelas, La novia de Frankenstein (1935), hace todavía más explícito este tema predilecto en un prólogo en el que aparece Mary Wollstonecraft Shelley, que publicó Frankenstein en 1818, cuando sólo tenía diecinueve años de edad, en conversación con su marido Percy y su camarada Lord Byron. Mary Shelley dice: «Mi propósito fue escribir una lección moral del castigo que le ocurrió a un hombre mortal que se atrevió a emular a Dios».

El Frankenstein original de Shelley es un libro rico en muchos temas, pero en él puedo encontrar poco que apoye la lectura de Hollywood. El texto no es una diatriba sobre los peligros de la tecnología ni un aviso sobre la ambición desmesurada contra un orden natural. No encontramos fragmentos acerca de la desobediencia a Dios, un tema improbable para Mary Shelley y sus amigos librepensadores (Percy había sido expulsado de Oxford en 1811 por publicar una defensa del ateísmo). Víctor Frankenstein (no sé por qué razón Hollywood cambió su nombre por el de Henry) es culpable de un gran defecto moral, como veremos más adelante, pero su crimen no es la transgresión tecnológica contra un orden natural o divino.

Podemos encontrar algunos pasajes sobre el pasmoso poder de la ciencia, pero estas palabras no son negativas. El profesor Waldman, un personaje simpático en el libro, afirma, por ejemplo: «Ellos [los científicos] penetran en los escondrijos de la naturaleza, y muestran cómo funciona en sus lugares recónditos. Ascienden a los cielos; han descubierto cómo circula la sangre, y la naturaleza del aire que respiramos. Han adquirido poderes nuevos y casi ilimitados». Nos enteramos de que el ardor sin compasión o consideración moral puede causar problemas, pero Shelley aplica este argumento a cualquier esfuerzo, no especialmente al descubrimiento científico (en realidad, todos sus ejemplos son políticos). Víctor Frankenstein dice:

Un ser humano en perfección debiera siempre conservar una mente calmada y en paz, y no dejar nunca que la pasión o un deseo transitorio perturbara su tranquilidad. No creo que la búsqueda del conocimiento sea una excepción a esta regla. Si el estudio al que uno se dedica tiene tendencia a debilitar las propias afecciones… entonces este estudio es ciertamente ilegítimo, es decir, no es conveniente para la mente humana. Si siempre se observara esta regla… Grecia no hubiera sido esclavizada; Cesar hubiera perdonado a su país; América habría sido descubierta de forma más gradual, y los imperios de México y Perú no hubieran sido destruidos.

Las propias motivaciones de Víctor son completamente idealistas: «Pensé que, si yo pudiera conferir animación a la materia inanimada, podría en el transcurso del tiempo (aunque ahora lo encuentro imposible) renovar la vida allí donde la muerte ha entregado aparentemente el cuerpo a la corrupción». Finalmente, mientras Víctor yace moribundo en el Ártico, emite su afirmación más vigorosa sobre los peligros de la ambición científica, pero sólo se zahiere a sí mismo y a sus propios fracasos, mientras afirma que otros bien pudieran tener éxito. Víctor dice sus últimas palabras al capitán del barco que lo encontró sobre el hielo polar: «¡Vaya con Dios, Walton! Busque la felicidad en la tranquilidad, y evite la ambición, aunque sea solamente la aparentemente inocente de distinguirse en al ciencia y los descubrimientos. Pero ¿por qué digo esto? Yo he visto mis esperanzas destrozadas, pero puede que otro tenga éxito».

Pero Hollywood hizo enmudecer estas sutilezas hasta la fórmula más sencilla: «el hombre no debe ir más allá de lo que Dios y la naturaleza pretendieron» (casi se tiene que utilizar el antiguo lenguaje sesgado en cuanto al género para un arcaísmo tan simple); y desde entonces ha seguido pisando sus propias huellas. La última encarnación, Jurassic Park, sustituye a un Karloff remendado a partir de fragmentos y pedazos de cadáveres por un Velociraptor recreado a partir de ADN antiguo, pero apenas altera una pizca el argumento.

El Frankenstein de Karloff contiene una distorsión todavía más grave e igualmente prominente de un tema que considero como la primera lección del libro de Mary Shelley, y que es otro lamentable ejemplo del sentimiento de Hollywood según el cual el público norteamericano no puede tolerar ni el más mínimo ejercicio de complejidad intelectual. ¿Por qué es malvado el monstruo? Shelley proporciona una respuesta matizada y sutil que, para mí, plantea el tema central de su libro. Pero Hollywood optó por una solución simplista, tan exactamente opuesta a la intención de Shelley que la película ya no puede afirmar que está relatando una fábula moral (a pesar de las protestas del hombre frente al telón, o de la propia Mary Shelley en la secuela), y en cambio se convierte, como supongo que los productores pretendieron todo el tiempo, en un simple filme de horror.

James Whale, director del Frankenstein de 1931, dedicó las largas y sorprendentes escenas iniciales de la película a esta inversión de la intención de Shelley, de manera que es evidente que los productores consideraban básica esta alteración. La película empieza con un entierro en un camposanto. Los miembros de la comitiva fúnebre se van, y Henry, con su obediente criado, el perverso jorobado Fritz, desentierran el cadáver y se lo llevan. Después descienden de la horca a otro hombre muerto, pero Henry exclama: «El cuello está roto. El cerebro es inservible; hemos de encontrar otro cerebro».

La escena cambia ahora a la Facultad de Medicina de Goldstadt, donde el profesor Waldman está impartiendo una lección sobre anatomía craneal y comparando «uno de los ejemplares más perfectos de cerebro normal» con «el cerebro anormal de un criminal típico». Waldman localiza con seguridad la depravación del criminal en las malformaciones heredadas de su cerebro; la anatomía es destino. Adviértase, dice Waldman, «la escasez de circunvoluciones de los lóbulos frontales y la patente degeneración de los lóbulos frontales medios. Todas estas características degeneradas encajan de manera sorprendente con la historia del hombre muerto que se halla ante nosotros, cuya vida estuvo llena de brutalidad, de violencia y de asesinato».

Fritz aparece una vez los estudiantes se han marchado y roba el cerebro normal, pero el sonido de un gong lo asusta y deja caer el precioso objeto, con lo que el frasco se rompe. Entonces Fritz tiene que coger en su lugar el cerebro criminal, pero no se lo dice a Henry. El monstruo es malvado porque Henry, inconscientemente, lo crea a partir de materia malvada. Más adelante en el filme, Henry expresa su sorpresa por el desagradable comportamiento del monstruo, porque hizo su criatura a partir de los mejores materiales. Pero Waldman, que finalmente se da cuenta del origen del comportamiento del monstruo, se lo cuenta a Henry: «El cerebro que fue robado de mi laboratorio era un cerebro criminal». Entonces Henry responde con una de las mayores tomas dobles de la historia del cine, y finalmente consigue emitir una débil réplica: «¡Oh!, bueno, después de todo, sólo es un fragmento de tejido muerto». «De él únicamente puede surgir el mal ―contesta Waldman—; habéis creado un monstruo y os destruirá.» Lo que es bastante cierto, al menos hasta la secuela.

El monstruo intrínsecamente malo de Karloff resulta condenado por el mismo determinismo biológico que ha limitado de forma tan trágica, y tan falsa, las vidas de millones de seres que no cometieron otra transgresión que pertenecer a una raza, sexo o clase social despreciados. Las acciones de Karloff registran su estado interno. Consigue emitir algunos gruñidos y, en La novia de Frankenstein, incluso aprende algunas palabras de un ciego que no puede ver su fealdad, aunque el monstruo no va nunca mucho más allá de «comer», «humo», «amigo» y «bueno». El monstruo de Shelley, en cambio, es un tipo notablemente culto. Aprende francés por asimilación después de esconderse, durante varios meses, en la cabaña de una familia noble que temporalmente pasa por aprietos. Sus tres libros favoritos alegrarían el corazón de cualquier profesor inglés de instituto que pudiera persuadir a sus estudiantes a leer y a disfrutar siquiera de uno solo: las Vidas paralelas de Plutarco, las Desventuras del joven Werther de Goethe y el Paraíso perdido de Milton (del que la novela de Shelley es una evidente parodia). La amenaza retumbante del monstruo original encierra ciertamente más vitalidad que los lamentables gruñidos de Karloff: «Llenaré las fauces de la muerte, hasta que esté ahíta con la sangre de los amigos que os quedan».

El monstruo de Shelley no es malvado por su constitución inherente. Nace informe, portador de las predisposiciones de la naturaleza humana, pero sin los comportamientos específicos que sólo pueden establecer la crianza y la educación. Es el hombre de esperanza de la Ilustración, al que el saber y la compasión pueden moldear hasta la bondad y la sabiduría. Pero es también víctima del pesimismo posterior a la Ilustración cuando el rechazo cruel de sus compañeros naturales lo llevan a la furia y a la venganza. (Incluso como asesino, el monstruo sigue siendo quisquilloso y deliberado. Víctor Frankenstein es el origen de su cólera, y sólo mata a los amigos y amantes cuyas muertes producirán el mayor dolor en Víctor; no se dedica, como Godzilla o el Burujo, a alborotar en las ciudades.)

Mary Shelley eligió cuidadosamente sus palabras para tomar una posición adecuadamente matizada en un punto fructuosamente intermedio entre naturaleza y educación, mientras que Hollywood optó exclusivamente por la naturaleza para explicar las malas acciones del monstruo. La criatura de Frankenstein no es intrínsecamente de «sólo la naturaleza», no distinta por su modo de explicación de la versión opuesta de Hollywood. Por el contrario, nace capaz de bondad, incluso con una inclinación hacia la amabilidad, en el caso de que las circunstancias de su crianza produzcan esta respuesta favorable. En su confesión final al capitán Walton, antes de dirigirse al Norte para inmolarse en el Polo, el monstruo dice:

Mi corazón fue moldeado para ser susceptible al amor y a la simpatía; y, cuando se vio forzado por el sufrimiento hacia el vicio y el odio, no soportó la violencia del cambio sin tortura, de una manera que usted no puede siquiera imaginar. [Las cursivas son mías para resaltar la cuidadosa redacción de Shelley en términos de potencialidad o inclinación, y no de determinismo.]

Después añade:

Hubo un tiempo en que mi fantasía se vio consolada por sueños de virtud, de fama y de gozo. Hubo un tiempo en que esperé ilusoriamente encontrarme con seres que, perdonando mi forma externa, me amaran por las excelentes cualidades que yo era capaz de producir. Me alimenté de elevados pensamientos de honor y devoción. Pero ahora el crimen me ha degradado por debajo del más ruin de los animales… Cuando recuerdo el espantoso inventario de mis acciones, no puedo creer que sea aquel cuyos pensamientos estuvieron una vez llenos de visiones sublimes y trascendentes de la belleza y la majestad de la bondad. Pero así es; el ángel caído se convierte en un demonio maligno.

¿Por qué, pues, el monstruo se convierte al mal en contra de una inclinación innata por la bondad? Shelley nos proporciona una interesante respuesta que parece casi trivial al invocar una razón tan superficial, pero que resulta profunda cuando captamos su teoría general de la naturaleza humana. Desde luego, se vuelve malo porque los seres humanos lo rechazan de manera tan violenta e injusta. La soledad que resulta de ello se hace insoportable. Afirma:

¿Y qué es lo que yo era? De mi creación y de mi creador, yo era absolutamente ignorante; pero sabía que no tenía dinero, ni amigos, ni ningún tipo de propiedad. Además, estaba dotado de una figura terriblemente deforme y repulsiva… Cuando miraba a mi alrededor, no veía no oía a nadie como yo. ¿Acaso era un monstruo, un borrón sobre la Tierra, del que todos los hombres huían y al que todos los hombres repudiaban?

Pero ¿por qué es así rechazado el monstruo, si sus sentimientos lo inclinan hacia la benevolencia, y sus actos a la bondad evidente? Ciertamente, intenta actuar de manera amable, al ayudar (aunque sean en secreto) a la familia de la cabaña que le sirve de escondrijo:

Me había acostumbrado, durante la noche, a robar una parte de sus provisiones para mi propio consumo; pero cuando vi que al hacerlo así infligía dolor a los veraneantes, me abstuve, y satisfacía mi hambre con bayas, nueces y raíces, que recogía en un bosque cercano. También descubrí otro medio por el que pude ayudar en sus tareas. Descubrí que el joven pasaba una gran parte de cada día recolectando leña para el fuego familiar; y, durante la noche, yo solía tomar sus herramientas, cuyo uso pronto averigüé, y traía a casa leña suficiente para el consumo de varios días.

Shelley nos cuenta que todos los seres humanos rechazan e incluso odian al monstruo por una razón visceral de superficialidad literal: su fealdad verdaderamente terrorífica; es esta una razón a la vez desconsoladora por su enorme injusticia, y profunda por su precisión biológica y su perspicacia filosófica sobre el significado de la naturaleza humana.

El monstruo, según la descripción de Shelley, apenas podía haber tenido un aspecto menos atractivo. Víctor Frankenstein describe la primera visión de su criatura viva:

¿Cómo puedo describir mis emociones ante tal catástrofe, o cómo puedo retratar al desgraciado al que con tantas penas y cuidados infinitos me había esforzado por formar? Sus extremidades eran proporcionadas, y yo había seleccionado sus rasgos como hermosos. ¡Hermosos! ¡Gran Dios! Su amarilla piel apenas cubría el trabajo de músculos y arterias bajo ella; su pelo era de un negro lustroso, y suelto; sus dientes de una blancura de perlas; pero estas exuberancias no hacían otra cosa que formar un contraste más horrible con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las cuencas blancogrisáceas en las que estaban engastados, su complexión arrugada y sus labios rectos y negros.

Además, con su altura superior a la de un pívot de la NBA, de 2,40 metros, el monstruo aterroriza a todos los que le echan los ojos encima.

El monstruo pronto se da cuenta de este origen injusto del miedo humano y planea una estrategia para superar las reacciones iniciales, y para convencer por la bondad de su alma. Se presenta al anciano padre ciego de la cabaña que hay sobre el lugar en que se esconde y causa una buena impresión. Espera ganar la confianza del hombre, y así conseguir una presentación favorable al mundo de los que ven. Pero, en su alegría por la aceptación, se queda allí demasiado tiempo. El hijo del hombre vuelve y expulsa al monstruo… pues el miedo y el odio superan cualquier inclinación para escuchar acerca de la decencia interior.

Finalmente el monstruo reconoce su incapacidad de vencer el miedo visceral ante su fealdad; la desesperación y la soledad resultante lo llevan a acciones malvadas:

Soy avieso porque soy miserable; ¿acaso no me evita y me odia toda la humanidad?... ¿He de respetar al hombre cuando éste me menosprecia? Que viva conmigo en el intercambio de bondad y, en lugar de agravios, le concederé todos los beneficios con lágrimas de gratitud por su aceptación. Pero esto no puede ser; los sentidos humanos son barreras infranqueables a nuestra unión.

Nuestra lucha para formular una idea benévola y precisa de la naturaleza humana se centra en las posiciones adecuadas entre los polos falsos y estériles de la naturaleza y la educación. El puro nativismo (como en la versión hollywoodiana de la depravación del monstruo) conduce a una teoría cruel e inexacta del determinismo biológico, origen de mucho sufrimiento y de una supresión generalizada de la esperanza en millones de seres pertenecientes a razas, sexos o clases sociales desfavorecidos. Pero el puro «educacionismo» puede ser igual de cruel, e igual de erróneo; como en la culpa que, en los días ya pasados del freudianismo desenfrenado, se hacía recaer en los amantes padres, por los fracasos en la crianza como origen putativo de enfermedades o retrasos mentales cuyo origen genético ahora podemos identificar. Porque todos los órganos, incluido el cerebro, están sujetos a enfermedades innatas.

La solución, como todas las personas atentas reconocen, debe residir en combinar adecuadamente los temas de predisposición innata y moldeo a través de las experiencias de la vida. Esta fructífera unión no puede tomar la falsa forma de porcentajes que sumen 100 (como en «la inteligencia es un 80 por 100 naturaleza y un 20 por 100 educación», o «la homosexualidad es en un 50 por 100 innata y en un 50 por 100 aprendida», y otras cien afirmaciones perniciosas del mismo ridículo formato). Cuando se mezclan dos extremos de un tal espectro, el resultado no es una amalgama separable (como barajar dos barajas de cartas con diferentes reversos), sino una entidad completamente nueva y superior que no puede ser descompuesta (del mismo modo que los adultos no pueden ser separados en una contribución materna y otra paterna a su totalidad).

La mejor guía para una integración adecuada reside en reconocer que la naturaleza proporciona normas de ordenación y predisposiciones generales (con frecuencia fuertes, desde luego), mientras que la educación modela manifestaciones específicas sobre un amplio abanico de resultados potenciales. Cometemos «equivocaciones de categoría» clásicas cuando atribuimos a la naturaleza demasiada especificidad, como ocurre en la sociobiología popular de los supuestos genes para fenómenos sociales muy complejos como la violación y el racismo; o cuando consideramos que estructuras profundas son meros artefactos sociales, como en las antiguas afirmaciones de que incluso las reglas más generales de la gramática deben ser contingencias aprendidas sin ninguna universalidad intercultural. Las teorías lingüísticas de Noam Chomsky representan el paradigma de los conceptos modernos de la integración adecuada entre naturaleza y educación: los principios de gramática universal tienen la forma de reglas de aprendizaje innatas, las peculiaridades de cualquier idioma particular son el producto de las circunstancias culturales y del lugar de crianza.

La criatura de Frankenstein se convierte en un monstruo porque se ve cruelmente atrapada por una de las predisposiciones más profundas de nuestra herencia biológica: nuestra aversión instintiva hacia los individuos gravemente deformes. (Konrad Lorenz, el etólogo más famoso de la última generación, basaba gran parte de su teoría en la primacía de esta regla innata.) Ahora nos sentimos consternados por la injusticia de una tal predisposición, pero este sentimiento moral digno es un recién llegado desde el punto de vista evolutivo, impuesto por la consciencia humana sobre un modelo mamiferiano (antepasado de los mamíferos) mucho más antiguo.

Casi con seguridad hemos heredado dicha aversión instintiva a las malformaciones graves, pero recuérdese que la naturaleza sólo puede suministrar una predisposición, mientras que la cultura moldea resultados específicos. Y ahora podemos comprender (porque Mary Shelley nos presentó el tema de manera tan sagaz) la verdadera tragedia del monstruo de Frankenstein, y el desamparo moral del propio Víctor. La predisposición a la aversión hacia la fealdad puede ser superada por el aprendizaje y la comprensión. Confío en que todos nos hemos ejercitado en esta forma esencial de compasión, y en que todos hemos trabajado duro para suprimir este frisson de rechazo (que en los momentos honestos todos admitimos sentir), y para juzgar a las personas por sus cualidades del alma, no por sus apariencias externas.

El monstruo de Frankenstein era un buen hombre en un cuerpo asombrosamente feo. Sus paisanos podían haber sido educados para aceptarlo, pero la persona responsable de tal instrucción (su creador, Víctor Frankenstein) se zafó de su deber primordial y abandonó a su creación a las primeras de cambio. El pecado de Víctor no reside en el mal uso de la tecnología, o en la arrogancia de querer imitar a Dios; no podemos encontrar estos temas en el relato de Mary Shelley. Víctor fracasó porque siguió una predisposición de la naturaleza humana: la repugnancia visceral ante el aspecto del monstruo, y porque no acometió el deber de todo creador o padre: enseñar a su propio pupilo y educar a los demás en aceptabilidad.

Pudo haber escolarizado a su criatura (y no dejar que el monstruo aprendiera idiomas espiando y obteniendo libros a escondidas en un lugar retirado bajo una cabaña). Podía haber dicho al mundo lo que había hecho. Podía haber presentado su monstruo benévolo y educado a personas preparadas para juzgarlo según sus méritos. Pero echó un vistazo a su obra y huyó para siempre. En otras palabras, se sometió a un aspecto rastrero de nuestra naturaleza común, y no aceptó el deber moral concreto de nuestra educación potencial:

Yo había trabajado duro durante casi dos años, con el único propósito de infundir vida a un cuerpo inanimado. Por ello me había privado de descanso y de salud. Lo había deseado con un ardor que excedía con mucho la moderación; pero ahora que había terminado, la belleza del sueño se había desvanecido, y el horror y la repugnancia sofocantes llenaban mi corazón. Incapaz de soportar el aspecto del ser que había creado, salí huyendo de la habitación… Una momia dotada de nuevo de animación no podía ser tan espantosa como este desgraciado. Lo había mirado cuando todavía no estaba terminado; entonces era feo; pero cuando estos músculos y articulaciones fueron capaces de movimiento, se convirtió en una cosa que ni siquiera Dante pudo haber concebido.

Con frecuencia se ha interpretado erróneamente la primera línea del prefacio de Frankenstein: «El doctor Darwin, y algunos de los escritores fisiológicos de Alemania, han supuesto que el acontecimiento en el que se basa esta ficción no es del todo imposible». La gente supone que este «doctor Darwin» ha de ser Charles, el famoso inventor de la teoría de la evolución. Pero Charles Darwin nació el día del aniversario de Lincoln [el 12 de febrero] en 1809, y apenas tenía 10 años cuando Mary Shelley escribió su novela. El «doctor Darwin» es el abuelo de Charles, Erasmus, uno de los médicos más famosos de Inglaterra y un ateo que creía en la base material de la vida. (Shelley se está refiriendo a su idea de que podrían domeñarse fuerzas físicas tales como la electricidad para avivar la materia inanimada, pues la vida no tiene un componente espiritual innato, y por lo tanto puede surgir de sustancias no vivas si se les infunde la energía suficiente.)

Sin embargo, terminaré con un aserto moral de Charles Darwin que es mi favorito; éste, como Mary Shelley, destacó asimismo nuestro deber de fomentar las especificidades favorables que la educación puede controlar. Mary Shelley escribió un cuento moral, no acerca de la arrogancia o de la tecnología, sino sobre la responsabilidad para con todas las criaturas sensibles y con los productos surgidos de nuestras manos. El sufrimiento del monstruo surgió del fracaso moral de otros seres humanos, no de su propia constitución innata e invariable. Más tarde Charles Darwin habría de invocar la misma teoría de la naturaleza humana para recordarnos los deberes para con todas las gentes en lazos universales de hermandad: «Si la desgracia de nuestros pobres estuviera causada no por las leyes de la naturaleza, sino por nuestras instituciones, grande sería nuestro pecado».
S. J. GOULD, Un dinosaurio en un pajar, 1995.