Por MÁXIMO SANDÍN
En el prefacio de su libro
Síntesis inacabada, el prestigioso paleontólogo Niles Eldredge justifica su obra con un argumento irrebatible. La comprensión de los fenómenos biológicos está irremediablemente supeditada a la comprensión del proceso evolutivo. En el libro aborda la cuestión de
«cómo hemos sido habituados a pensar en la evolución». En su opinión la interpretación de fenómenos, problemas y teoría
«permanece más o menos como lo estuviera en la época de Charles Darwin». En cuanto a la versión actual de la «Teoría Sintética Moderna», gestada en los años 30,
«permanece tan inalterable por (a pesar de) los datos de la sistemática, la paleontología y la ecología a gran escala que, francamente, todavía nos vemos frente a la misma situación diagnosticada por el historiador F.J. Teggart en 1925, justo cuando la teoría sintética comenzaba a emerger a través de los trabajos de R.A. Fisher, J.B. Haldane y J. Wright: aún tenemos una teoría de la evolución que no se halla directamente dirigida a los acontecimientos de la historia de la vida».
En efecto, la decimonónica y etnocentrista visión de la Naturaleza que se puede encontrar en las raíces de la teoría unificadora de la Biología y el posterior cúmulo de simplificaciones y reduccionismos, tienen muy poco que ver con la complejidad de las interrelaciones ecológicas que se observan en el registro fósil. En palabras de Eldredge:
«… tanto las entidades ecológicas y genealógicas, como los eventos y los procesos están implicados en el proceso de la evolución. Todas las entidades parecen ser individuos estables. Están jerárquicamente ordenadas. Existen procesos intrínsecos a cada nivel que no son reducibles a los de los niveles más básicos (o subsumidos por los niveles más altos)».
Es decir, lo que nos muestra el registro fósil, al menos para el que no se niegue a verlo, es que la complejidad y la dinámica de los ecosistemas vivos y fósiles no puede seguir siendo interpretada (y mucho menos «explicada») con los obsoletos mecanismos (o artefactos) diseñados por la Teoría Sintética. En opinión de la famosa microbióloga Lynn Margulis:
«el neodarwinismo es fundamentalmente defectuoso, no sólo porque se basa en conceptos reduccionistas ya desfasados, sino también por estar formulado en un lenguaje matemático inadecuado».
Esta situación de la Biología contrasta con la del resto de las llamadas «ciencias duras»: la Física, con la mecánica cuántica y la relatividad, la Química con sus sistemas autoorganizados, las Matemáticas de la complejidad… parecen contemplar a la teoría general de la Biología desde otra época. La enorme complejidad de la organización de la materia y de las interacciones entre sus componentes (las propiedades emergentes, las estructuras disipativas, los fractales) que se ocultaban bajo las viejas descripciones mecanicistas, muestran una creciente divergencia no solo conceptual, sino incluso de lógica, con las interpretaciones darwinistas de la organización de la materia llamada viva. Si, como parece ser, las propiedades de los sistemas «emergen» de las relaciones organizadoras entre sus componentes y del contexto en que se producen, y que sus elementos constituyentes pierden o cambian sus propiedades fuera de su contexto, resulta algo anacrónico seguir describiendo las relaciones entre (y dentro de) los distintos niveles de organización del mundo vivo (molecular, celular, orgánico, ecológico) en términos de competencia e investir a sus componentes de un carácter tan independiente (individualista) como rígidamente determinado.
Por tanto, como resulta una burla a la razón el creer que las propiedades de la materia resultan diferentes según
quién los mire, parece más razonable pensar que estas diferencias pueden ser el resultado de
cómo se miren.
Y, efectivamente, este parece ser el motivo de la interpretación distorsionada o incompleta de muchos fenómenos biológicos: Las viejas concepciones reduccionistas no sólo no se han superado, sino que se han acentuado como consecuencia de la, tal vez inevitable, especialización a que obliga la acumulación de conocimientos en cada campo de estudio, y se ha descuidado el poner al día la teoría unificadora. Niles Eldredge describe la situación con la parábola de los ciegos y el elefante:
«cada una de las diversas disciplinas ha estado buscando su propia parte del elefante y reclamando que el sistema en general se parezca a esta pieza particular. Todas las cosas no son verdad, pero todas las partes del elefante son seguramente relevantes para comprender un elefante».
Esta imprescindible «visión de conjunto» es la que nos aporta la más joven (y al parecer más actualizada conceptualmente) disciplina que estudia la organización y relaciones entre los seres vivos y las de estos con su entorno físico: La Ecología, cuyos conceptos de «sistemas», «comunidades» y «redes» han hecho posible una descripción de la Naturaleza seguramente más próxima a la realidad que las obsoletas concepciones reduccionistas, que ocultaban bajo los términos competencia y azar los prejuicios culturales y el desconocimiento de la complejidad que arrastraban desde su origen. Aunque estas últimas argumentaciones pueden resultar escandalosas para los biólogos adiestrados en «el modo de ver» darwinista, seguramente no lo serán para los físicos: David Bohm, en su libro
La totalidad y el orden implicado escribía que:
«tanto la relatividad como la teoría cuántica están de acuerdo en que ambas implican una necesidad de mirar el mundo como un todo indiviso, en el que todas las partes del Universo, incluidos el observador y sus instrumentos, se funden y se unen en una totalidad».
Al igual que para la Ecología, para la Física
la realidad es la totalidad:
«… por tanto hace falta que el hombre preste atención a su hábito de pensamiento fragmentario, tenga conciencia de él, y así le ponga fin».
Para traducirlo a un lenguaje biológico, recurriremos una vez más a la descripción del registro fósil por parte de Niles Eldredge:
«Nada, (literalmente ninguna cosa, ninguna entidad), existe por separado respecto a otras entidades en ninguno de los sistemas de procesos jerárquicos».
Es decir, la evolución sólo puede ser entendida en un contexto ecológico. Lo que evoluciona no son los individuos, ni siquiera las especies como entidades independientes, sino los ecosistemas (y en última instancia, la vida).
Hoy sabemos que los organismos no sólo son miembros de comunidades ecológicas, sino que son también complejos ecosistemas en sí mismos que contienen miríadas de organismos más pequeños dotados de autonomía, pero integrados en un todo funcional. A su vez, estas comunidades (sistemas) están interconectadas en un todo funcional que interrelaciona lo orgánico con lo inorgánico (lo que se ha denominado «el sistema GAIA»). En palabras de Lynn Margulis:
«Los organismos vivos visibles funcionan sólo gracias a sus bien desarrolladas conexiones con la red de vida bacteriana (…) toda la vida está embebida en una red bacteriana autoorganizadora, que incluye complicadas redes de sistemas sensores y de control que tan sólo empezamos a percibir».
Y lo que estamos empezando a percibir es realmente sorprendente: las bacterias no sólo son los sistemas organizadores de la célula eucariota (y, por tanto, de los seres vivos). Son los organismos que hicieron posible la vida tal y como la conocemos: Casi todos los gases de la atmósfera son «subproductos» metabólicos producidos por diferentes grupos de bacterias a lo largo de su existencia sobre la Tierra. Especialmente el Nitrógeno orgánico, que es uno de los constituyentes principales de los seres vivos, tanto en los ácidos nucleicos como en las proteínas. Su función también es esencial en la degradación de sustancias tóxicas en Naturaleza y en la regeneración de suelos y ecosistemas marinos y terrestres…, y también colaboran con las plantas en la fijación del Nitrógeno.
Pero lo que puede resultarnos más llamativo, por más cercano, es la labor que llevan a cabo en nuestro interior: Enormes colonias de bacterias viven («infectan» en la belicosa terminología darwinista) en el interior de los seres vivos, colaborando en funciones esenciales, como la degradación de sustancias que no pueden digerir, o la producción de otras fundamentales para el organismo. Dentro del organismo humano hay más de 10 millones de bacterias pertenecientes a más de 200 tipos diferentes. Recientemente se ha intentado elaborar un cálculo aproximado de su número total (es decir, de las que conviven con nosotros en nuestro interior y en el exterior). La aproximación, que tal vez se queda corta (por ejemplo, sólo en el intestino de una termita hay cerca de tres millones de bacterias), ha estimado una cifra para toda la Tierra que oscila entre 4 y 6 por 10
30, que equivale a cincuenta mil millones de veces el número total de estrellas en todo el Universo. En cualquier caso, su biomasa sería mayor que toda la vegetal de la Tierra, y aun quedan muchas (probablemente la mayoría) por conocer… La creciente evidencia sobre la abundancia y funciones de las bacterias en la Naturaleza es difícilmente compatible con el carácter de microorganismos patógenos que se les atribuye habitualmente. En terminología darwinista, son nuestras competidoras (si realmente fueran nuestras «competidoras», tendríamos pocas posibilidades de «vencer»). Y es cierto que provocan enfermedades: Desde que Robert Koch (1843-1919) las descubriese en la sangre de vacas afectadas por ántrax, han sido asociadas a distintas y graves enfermedades: tuberculosis, malaria, tifus, disentería… Pero los nuevos descubrimientos han puesto en evidencia que no es su único papel en la Naturaleza y que no sólo no es el más común, sino que comparándole con la actividad de la «red bacteriana», es extraordinariamente minoritario. Es más, cada vez resulta más claro que su aspecto patógeno es el resultado o la consecuencia de actividades o situaciones distorsionadoras del equilibrio ecológico (del equilibrio natural) de los procesos biológicos (y tenemos abundantes datos históricos), tanto en aspectos nutricionales e higiénicos como de estrés físico, e incluso psíquico. Es decir, en muchos casos, podemos haber creado nuestros propios enemigos.
En este nuevo contexto, es decir dentro de esta otra forma de ver a los «peligrosos microorganismos» ¿puede existir un papel semejante o comparable para los todavía más invisibles y, en su inmensa mayor parte, desconocidos virus?
Al igual que las bacterias, su descubrimiento a causa de sus actividades patógenas (fueron aislados por primera vez en 1935 por Stanley en el «mosaico» del tabaco) ha permitido identificar virus con una gran capacidad infectiva que las ha convertido en uno de los peores «azotes de la humanidad» (la meningitis, el SIDA, el misterioso Ébola…). Pero, en este caso, casi simultáneamente con su identificación como agentes infecciosos, han aparecido con otro aspecto desconcertante: se ha descubierto una gran cantidad de secuencias de origen viral integradas en los genomas animales y vegetales. Unos permanecen en forma de «provirus» claramente identificados, capaces de reconstruir su cápsula y convertirse en infectivos, otros están en forma de «elementos móviles» (transposones y retrotransposones) y son responsables de reordenamientos cromosómicos y duplicaciones. Hasta hace poco, se pensaba que su permanencia en el genoma era una especie de «hibernación», es decir, de estado inerte, pero recientemente se ha podido comprobar que proteínas de origen viral forman parte de los procesos celulares habituales en distintos organismos (y muy significativas en el proceso de desarrollo embrionario). También se ha podido comprobar que un gran número de virus conocidos no tiene actividad patógena y, teniendo en cuenta los que quedan por conocer no es impensable que nos reserven sorpresas semejantes a las de las bacterias.
De momento, ya existe alguna: ¡También los virus tienen una imprescindible, absolutamente vital función ecológica! Recientemente, (Junio del 99) la revista
Nature ha publicado un estudio sobre los virus que pueblan las aguas marinas. La tinción de su material genético mediante marcadores fluorescentes ha permitido, por primera vez, observarlos en su ambiente natural (hasta ahora se utilizaba la ultracentrifugación de agua marina y la observación de la «masa» resultante en microscopio electrónico). El resultado es asombroso: en aguas superficiales su número medio es de diez mil millones por litro (entre 5 y 25 veces el número de bacterias). Su densidad depende de la riqueza en nutrientes del agua y de la profundidad, pero siguen siendo muy abundantes en aguas abisales.
Su papel ecológico consiste en el mantenimiento del equilibrio entre las diferentes especies que componen el plancton marino (y, como consecuencia, del resto de la cadena alimenticia) y entre los diferentes tipos de bacterias, destruyéndolas cuando hay un exceso. Como los virus son inertes y se difunden pasivamente, cuando sus «huéspedes» específicos son excesivamente abundantes son más susceptibles de ser infectados. Así evitan los excesos de bacterias y algas, cuya enorme capacidad de reproducción podría provocar graves desequilibrios ecológicos, llegando a cubrir grandes superficies marinas. Al mismo tiempo, la materia orgánica liberada tras la destrucción de los «huéspedes» enriquece en nutrientes el agua.
A su vez, los virus son controlados por la luz del sol, (principalmente por los rayos ultravioleta), que los deteriora y cuya intensidad depende de la profundidad del agua y de la densidad de la materia orgánica en la superficie, con lo que todo el ecosistema se regula a sí mismo. Todavía no han sido estudiadas con profundidad estas actividades en los suelos terrestres.
Si a todo este despliegue de complejidad y de sorprendentes interacciones ecológicas le añadimos otra interesante (y antidarwinista) actividad que los virus comparten con las bacterias como es el intercambio de genes en la Naturaleza, podemos situar a los virus como el elemento que le falta a Lynn Margulis para completar la «red de la vida» y a Niles Eldredge para explicar los ecosistemas como «unidad de evolución». Una visión de la Evolución y, por tanto, una interpretación de los fenómenos naturales muy distante del reduccionismo que significa el estudiar parte de estos fenómenos como mecanismos independientes y aislados del contexto…
Pero las consecuencias de esta nueva visión no son meramente teóricas. La necesidad de un cambio de interpretación se ha convertido en acuciante ante los crecientes y graves problemas ecológicos derivados de la persistencia de la vieja concepción de los fenómenos biológicos. Los «espectaculares logros» de las técnicas de ingeniería genética (tan aplaudidos por los medios de comunicación), consistentes en la manipulación de fenómenos no bien comprendidos (y no me cansaré de insistir) mucho menos controlados, puede conducir al peor desastre ecológico provocado por el hombre: la emisión a la Naturaleza de plantas modificadas genéticamente mediante virus y bacterias como vector, los xenotransplantes, que pueden producir virus híbridos incontrolables, la terapia génica con virus atenuados, el alarmante aumento de resistencia bacteriana a los antibióticos… y especialmente, la falta de información y control que impone el componente economicista de estas manipulaciones conduce a actividades irresponsables por parte de sus explotadores comerciales, porque las consecuencias pueden ser irreversibles… La precipitación de los ciegos en obtener el máximo provecho de su parte puede transformar nuestro hermoso elefante en una monstruosa casquería.