Introducción
El anarquismo español es más conocido por su trayectoria práctica que por su aportación a la historia de las ideas, pero ello no significa que carezca de un pensamiento propio y haya sido una imitación mecánica de las doctrinas libertarias gestadas en el extranjero. De la misma manera que las teorías de Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Godwin y demás grandes representantes de la cosmovisión ácrata llevan la impronta de la idiosincrasia de sus respectivos países, la filosofía libertaria hispana es inseparable del trasfondo histórico, social y cultural de nuestro país. De otra manera no se explicaría el carácter y desarrollo altamente singulares del anarquismo español, tan distinto en múltiples aspectos al de los demás países. Poner en duda o relativizar la originalidad del movimiento libertario español es incurrir en una visión abstracta de su esencia y de su verdadero significado.
Lo primero que hay que señalar en este contexto es que si el anarquismo echó raíces tan profundas en España fue porque encontró unas condiciones socioculturales más propicias a su expansión que las que existían en otros países. Ésta es también la razón de que el anarcosindicalismo español haya sido el único movimiento de masas en todo el mundo. Ya el impacto que el revolucionario italiano Giuseppe Fanelli produjo sobre el grupo de obreros madrileños fue más temperamental e instintivo que discursivo, ya por la sencilla razón de que las lenguas francesa e italiana utilizadas por el emisario de Bakunin eran entendidas sólo a medias por sus oyentes, como cuenta Anselmo Lorenzo en sus Memorias. Mucho antes de que las ideas anarquistas penetraran en la Península como cuerpo cerrado de doctrina, había en nuestro país una tradición antiautoritaria muy arraigada que, sin utilizar el término «anarquía» ni contener todos los principios de esta ideología, tenía, en aspectos esenciales, una gran afinidad con ésta. O como ha escrito Américo Castro en su obra La realidad histórica de España: «El fascismo y el comunismo, el socialismo y el régimen constitucional, fueron inyectados en la sociedad española como resultado de conspiraciones venidas de fuera; el anarquismo fue, por el contrario, emanación y expresión de la estructura, de la situación y el funcionamiento de la vida social de los españoles… Lo serio y grave del anarquismo español es su auténtica españolidad… El anarcosindicalismo —a diferencia del comunismo— contiene un mínimo de ideología extranjera y un máximo de espontaneidad española». Dicho con nuestras propias palabras: mientras todas esas ideologías fueron un fenómeno exógeno, las raíces genéticas del anarquismo español fueron endógenas.
Teoría y praxis del anarquismo español: obreros e intelectuales
Al hablar de la filosofía de nuestro anarquismo hay que dejar bien sentado que no se trata de una filosofía elaborada por eruditos y hombres de estudios ni de lo que comúnmente se entiende por este concepto, como sinónimo de disciplina o actividad académica. Que yo sepa, no hay ningún teórico anarquista español que haya ocupado una cátedra de filosofía o se haya calificado a sí mismo de «filósofo», aunque muchos de ellos reunían, por la clarividencia y profundidad de sus escritos, las condiciones para ello. A diferencia del marxismo, que nace en los pozos de ciencia germanos, lo que el anarquismo hispano ha producido de teoría se ha gestado fuera de las aulas universitarias y ha sido la obra de publicistas y escritores autodidactas de origen obrero y, por añadidura, perseguidos y encarcelados casi siempre por la justicia. De ahí que su universidad y su escritorio fueran a menudo la celda carcelaria. Joan Peiró, uno de los más dilectos teóricos del sindicalismo cenetista, empezó a trabajar a los ocho años y fue analfabeto hasta los veintitrés, cuando era ya padre de una hija. Ángel Pestaña era huérfano de padre y madre y se vio obligado a ganarse el sustento desde niño. También a diferencia del marxismo, el número de intelectuales y militantes ácratas con estudios superiores se pueden contar con los dedos de la mano: Serrano y Oteiza, Gaspar Septillón, Tárrida del Mármol, Felipe Alaiz, Fermín Salvochea, Orobón Fernández, Diego Abad de Santillán y no muchos más. Hay que añadir, asimismo, que la obra creada por los teóricos anarquistas de nuestro país ha surgido en medio del tráfago de la lucha cotidiana, en modo alguno en la apacible atmósfera de un British Museum o de un cómodo despacho al abrigo de las necesidades materiales, la persecución y la represión. En su vil panfleto contra Proudhon, Miseria de la filosofía, Marx, para humillarle y restregarle su título de «Herr Doktor», le tachó de autodidacta. Pues bien, creo que uno de los mayores elogios que se pueden rendir a los hombres de pluma salidos del seno del movimiento libertario español es el de haber sostenido una pugna heroica y a veces sobrehumana para superar su indigencia cultural y elevarse a las cimas del saber.
La labor teórica de los anarquistas españoles constituye una síntesis fecunda entre acción y reflexión, entre trabajo manual y creación intelectual. Y precisamente porque emana de las mismas fuentes de la vida real, es humanamente más veraz y profunda que los tratados de laboratorio surgidos en otros pagos y en otras ideologías. O como Eleuterio Quintanilla, en el curso de una polémica con Luís Araquistáin, afirmaba: «Todas las sutiles tesis académicas del socialismo, las disquisiciones profundas de teóricos y hombres de gabinete, carecerían de eficacia virtual sin el realismo actuante que les prestó y le presta la organización obrera». Por su condición social humilde y por el tiempo que tenían que dedicar a sus quehaceres laborales y a su militancia, no estaban ciertamente en condiciones de acumular el bagaje de conocimientos que podían adquirir los intelectuales procedentes de la burguesía, como Anselmo Lorenzo dijo en una de sus primeras intervenciones públicas ante un auditorio de próceres liberales: «Vosotros poseéis la ciencia de que nosotros carecemos, porque mientras erais libres para acudir a la universidad, nosotros estábamos en el taller y en la fábrica, sujetos al yugo de la necesidad». Pero en cambio poseían un conocimiento que los mandarines académicos y los profesionales de la intelligentsia no han poseído nunca o raramente: el conocimiento que da la experiencia del contacto directo con los problemas, las cuitas y los sinsabores ligados a lo que Simone Weil denominó la condition ouvriêre, condición que, por cierto, los grandes jerifaltes del marxismo sólo conocían de lejos, como la gran judía francesa les reprocharía con amargo sarcasmo en su famoso libro del mismo título. ¿Por qué eran leídos nuestros autores anarquistas? Se les leía porfié eran lo que mi buen amigo Julián Gómez del Castillo llama desde hace años, desde su perspectiva cristiana, «la voz de los sin voz», esto es, porque sabían articular los sentimientos, desengaños e ilusiones que el pueblo llano llevaba incrustados en el fondo de sus entrañas sin poder exteriorizarlos. Creo, en efecto, que uno de los grandes méritos que hay que adjudicar al pensamiento ácrata español es el de haber cumplido superlativamente con la función mediadora o intercesora que, según Jean-Paul Sartre, corresponde al escritor: «L’écrivain est médiateur par excellence» (Qu’ est-ce que la littérature?) Y si pudieron cumplir con esta misión fue porque desde el primer momento y sin apenas excepciones emplearon un lenguaje directo, claro y apto para ser entendido por el más humilde de sus lectores. No sólo en esto siguieron el ejemplo del venerable Pí y Margall, traductor de Proudhon y tan cercano al ideario ácrata por su federalismo y su amor a las clases trabajadoras: «Y pues trato de convencer, no de seducir, lo digo en el lenguaje sencillo y claro que a la verdad corresponde» (Las nacionalidades). Su habitual vehículo de expresión era la prensa y la tribuna, pues no pocos de los periodistas y hombres de letras más destacados fueron, a la vez, elocuentes oradores, como Fernando Tárrida del Mármol, Eleuterio Quintanilla, Eusebio Carbó, Felipe Alaiz, Teresa Claramunt, Soledad Gustavo (Teresa Mañé) y su hija Federica Montseny. También en este aspecto se diferencian radicalmente de la producción teórica marxista, que desde el propio Marx hasta el último de sus epígonos arrastra el lastre de la terminología abstrusa y el aparato conceptual altamente abstracto e hipersubjetivo de su mentor Hegel. En cambio, lo que nuestros autores anarquistas han llevado al papel o transmitido de palabra es un fiel reflejo de lo que Albert Camus, libertario e hijo de madre española, llamó, en L’homme révolté, «la pensée de Midi».
Igualdad
La esencia del anarquismo hispano está preconfigurada, en lo esencial, en la figura de Don Quijote, como he subrayado una y otra vez en mis escritos, últimamente en el libro autobiográfico Don Quijote in Deutschland. Creo, en efecto, con razón o sin ella, que el personaje literario creado por Cervantes encarna, como ningún otro y a nivel individual, los valores humanos y espirituales que el anarquismo español intentará llevar colectivamente a la práctica tres siglos después. Una de las muchas afinidades electivas que existen entre la ética quijotesca y el anarquismo hispano es el sentido de la igualdad. De «amigo» y «hermano» trata el hidalgo a su escudero, a quien dice: «Quiero que aquí a mi lado y en compañía desta buena gente te sientes, y que seas una mesma cosa conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y bebas por dondo yo bebiere: porque de la caballería andante se puede decir lo mesmo que del amor se dice: que todas las cosas iguala». Para saber lo que la igualdad es, el anarquista español no necesita consultar textos extranjeros, sino que lo aprende directamente a través del ethos individual y colectivo de su propio país, como ha escrito Salvador de Madariaga en su libro Anarquía o jerarquía: «La igualdad es en España una verdadera pasión. No hay quizás en el mundo pueblo que la sienta con más sencillez y naturalidad: Esta pasión de la igualdad es la verdadera fuente de la dignidad que tanto admira en nuestro pueblo a los extraños». Se trata de aquella igualdad que Calderón reivindica en El alcalde de Zalamea, cuando a la insolente pregunta del capitán a Juan Crespo (¿Qué opinión tiene un villano?), éste le responde: «Aquella misma que vos». En España ha existido siempre una democracia natural, un rasgo de nuestra personalidad que el anarquista hereda también de nuestro patrimonio espiritual. Ya en 1521, fray Alonso de Castrillo escribía en su Tratado de república que «salva la obediencia de los hijos a los padres y el acatamiento de los menores a los mayores de edad, toda la otra obediencia es por natura injusta, porque todos nacimos iguales y libres». El 12 de abril de 1824, Manuel José Quintana escribía a Lord Holland: «Vosotros tuvisteis vuestro Cromwell, los americanos a Washington, los franceses a Napoleón. Nuestro país, milord, no produce esta clase de hombres: nosotros somos más iguales: nadie descuella entre los demás».
No puede sorprender, por ello, que la defensa y la reivindicación de la igualdad figuren, desde el primer momento, en todos los documentos y tomas de posición del anarquismo español. Es también el caballo de batalla que a nivel teórico utiliza para combatir la democracia meramente formal introducida por la burguesía y exigir no sólo la igualdad política, sino también la igualdad económica y social. Su argumentación es tan simple como contundente: el advenimiento de la burguesía al Poder ha puesto fin a la hegemonía de la nobleza y del absolutismo monárquico como fuerzas rectoras de la sociedad, pero sin suprimir las diferencias de clase, como Anselmo Lorenzo escribiría en el «Manifiesto a los Trabajadores de la Región Española» publicado el 23 de agosto de 1886: «El título de ciudadano es hoy tan contrario a la igualdad como lo fue en su origen… La democracia encubre una vana esperanza, y como única realidad sólo significa la sanción por los trabajadores de la tiranía, de la explotación y del despojo de que son víctimas». De ahí que subrayasen la necesidad de trascender la revolución política burguesa por medio de una revolución socioeconómica basada en al propiedad colectiva de los medios de producción y en la implantación de un sistema económico de estructura autogestionaria y dirigido por las clases trabajadoras. Ésta es, en síntesis, la concepción que los anarquistas españoles tienen de la igualdad, aunque sus planteamientos y esquemas no sean siempre convergentes, como veremos más adelante.
Contra la política
Pero los anarquistas españoles rechazan no sólo la política burguesa, sino la política en sí y por principio, y ello porque consideran que lejos de contribuir a la emancipación del proletariado, la obstruye. O, como Tárrida del Mármol escribía en su prefacio al libro de Anselmo Lorenzo Vía Libre, aparecido en 1905: «Los partidos políticos, llámense republicanos, socialistas, demócratas cristianos o socialdemócratas, no hacen sino retardar el progreso social, y son tanto más temibles cuanto más cuentan en su seno con hombres de positivo valor, dotados, unos, de habilidad pérfida, otros, de funesta sinceridad en el error». Ello explica que, a la inversa del socialismo y el comunismo de extracción marxista, combatan como contraproducente la fundación de partidos políticos y se declaren partidarios de la acción directa de los sindicatos como método de lucha y de organización. Esta eversión a los partidos políticos forma parte del ideario anarquista español desde los tiempos iniciales de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), pero no puede disociarse tampoco el pésimo papel que los partidos políticos españoles habían desempeñado desde las Cortes de Cádiz. Aquí también, pues, la experiencia endógena resulta tan o más decisiva que el doctrinarismo exógeno. Por lo demás, la crítica de los anarquistas a los partidos políticos no era muy distinta a la que habían manifestado los regeneracionistas, Joaquín Costa o la generación del 98. Baste recordar en este contexto lo que Ortega y Gasset había declarado en uno de sus discursos políticos: «La España oficial consiste, pues, en una especie de partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos Ministerios de alucinación». Ésta fue también la época en que figuras intelectuales y literarias como Unamuno, Pío Baroja, Azorín, Ramiro de Maeztu o Blasco Ibáñez se sentían atraídos en mayor o menor medida por el anarquismo. El novelista valenciano inmortalizará a Fermín Salvochea en su obra La bodega, Pío Baroja escribió su novela Aurora roja inspirándose en los militantes libertarios José Prat y Ricardo Mella, y Unamuno confiaba a Federico Urales: «En otro orden de cosas, mis lecturas de economía (más que de sociología), me hicieron socialista, pero pronto comprendí que mi fondo era y es, ante todo, anarquista».
Estado y revolución
Mientras el modelo socialdemócrata concebido por Ferdinand Lassalle, Karl Kautsky, Eduard Bernstein y otros ideólogos alemanes postulaba la conquista del Estado como la condición previa para la emancipación de las clases trabajadoras y la transición del capitalismo al socialismo, los libertarios españoles se pronuncian desde el primer momento por su supresión aquí y ahora y su sustitución inmediata por la anarquía u orden no estatal. Con ello adoptan una posición opuesta no sólo a la de la socialdemocracia alemana y a la de los partidos de la II Internacional, sino también a la de Marx/Engels, ya que si bien éstos eran también enemigos del Estado, consideraban que el desarrollo de las fuerzas de producción y las contradicciones inmanentes del propio capitalismo conducirían por sí mismas a su paulatina extinción. De ahí que, partiendo de su concepción dialéctica de la historia y de su «socialismo científico», combatieran con gran virulencia el inmediatismo o voluntarismo revolucionario del anarquismo, como hizo Engels en su panfleto «Los bakuninistas en acción». Pero en abierta contradicción con su visión dialéctica y su crítica al Estado como instrumento del dominio de unas clases sobre otras, los padres del marxismo afirmaron que la transición del capitalismo a la sociedad sin clases o «reino de la libertad» tenía que pasar por una fase provisional o intermedia basada en la dictadura del proletariado, una aberración teórico-práctica rechazada no sólo por los anarquistas, sino también por las cabezas más lúcidas del socialismo tanto internacional como hispano.
El antiestatismo de la acracia española corresponde, de una parte, a las doctrinas clásicas del anarquismo, pero en él interviene también la experiencia tradicionalmente negativa que el hombre hispano ha tenido en su trato con el Estado. La oposición al Estado es en nuestro país muy anterior a la aparición en la Península de las ideas de Proudhon, Bakunin o Kropotkin, y empezó en realidad a partir del momento en que los primeros bandoleros del país se echaron al monte para tomarse la justicia por su cuenta. El primer intento de sustituir el Estado arbitrario e injusto por el autogobierno popular se produce en Fuente Ovejuna, en pleno reinado de los Reyes Católicos, cuando sus habitantes, hartos de la opresión del comendador Hernán Gómez del Guzmán, se levantan en armas y matan al tirano y a sus secuaces. Esta rebelión contra el Estado cruel y prepotente, que Lope de Vega convertirá en una de las grandes obras del teatro universal, no es en modo alguno un episodio aislado de la historia de nuestro país, sino la regla. Y ello no deja de ser lógico, como señal Gerald Brenan en su bello libro El laberinto español, «la larga y amarga experiencia que los españoles tienen del funcionamiento de la burocracia les ha llevado a subrayar la superioridad de la sociedad sobre el gobierno, de la costumbre sobre la ley, del juicio de los vecinos sobre las formas legales de la justicia». ¿Es una casualidad que nuestro máximo héroe literario sea un hidalgo que quiere implantar la justicia espontáneamente y a título personal? Claro que no, como no lo es que España haya sido el país de los guerrilleros.
Por lo demás, la oposición al Estado no es un invento de los anarquistas, sino uno de los fenómenos más extendidos de la historia universal, desde las luchas sociales en el antiguo mundo grecorromano y los levantamientos de los campesinos y de las sectas religiosas en la Edad Media hasta el liberalismo moderno, que a menudo ha postulado tesis antiestatales concluyentes con el ideario ácrata. Y para comprobar esta afinidad de principio basta leer a Thomas Payne, Henry David Thoreau o Herbert Spencer, cuya obra Man versus the State (El individuo contra el Estado) fue leída siempre con gran interés por los anarquistas, especialmente por Ricardo Mella. ¿Qué es la obra de William Godwin Enquiry Concerning Political Justice (Investigación acerca de la Justicia Política) sino la profesión de fe de un liberal con conciencia social? No pocos anarquistas españoles iniciaron sus actividades militantes en las filas del liberalismo federalista, entre ellos Serrano y Oteiza, Ricardo Mella, Soledad Gustavo o Ferrer Guardia. O como señalaba Federica Montseny al autor catalán Agustí Pons: «Creo que es de suma importancia subrayar el hecho de que el anarquismo entroncó con una plana ya existente: el federalismo» (Converses amb Frederica Montseny). Podría quizá añadirse que algunos anarquistas estuvieron vinculados a la masonería, empezando por Ferrer Guardia.
Pluralismo doctrinal: diálogo y debate
La visión que los anarquistas españoles han tenido de su ideal ha sido todo lo contrario de unívoca y se ha caracterizado por su carácter plurívoco. Eso explica que el diálogo y el debate hayan sido uno de los rasgos centrales del movimiento libertario hispano. Muchos anarquistas se han definido como colectivistas, otros como individualistas, la mayoría de ellos han buscado una síntesis armónica entre ambos conceptos. Tárrida del Mármol, distanciándose de las disputas semánticas surgidas en Francia en torno a los términos «anarquista» y «libertario», optó, como después Ricardo Mella y otros, por la «anarquía sin adjetivos». Rafael Farga Pellicer, convencido de que la voz «anarquía» tenía para el común de la gente una connotación negativa, acuñó el término de «acracia». Por parecidos motivos, José Serrano y Oteiza prefería el término «autonomía», como explicaría en su artículo «Nuestra política»: «Los medios materiales de regirse esta sociedad (la sociedad del porvenir, la de la armonía universal) son: autonomía, el pacto y la federación, asentados en la propiedad colectiva, que es el principio justo de la propiedad. Esta es la sociedad donde el orden es permanente. Esta es —y no las simplezas que por ahí se propalan—, la aborrecida anarquía». Por su parte el militante Miguel Rubio introducía en España el concepto de «anarquismo comunista», que a partir del Congreso de Zaragoza de mayo de 1936 pasaría a denominarse «comunismo libertario», una construcción terminológica y conceptual que nunca ha llegado a ser popular.
Al estallar la I Guerra Mundial, un sector minoritario se enfrentó al internacionalismo y neutralismo abstractos por el que abogaba la mayoría y se declaró aliadófilo, entre ellos Federico Urales, Ricardo Mella y Eleuterio Quintanilla. Tras la fundación de la Federación Anarquista Ibérica (FAI), en 1927, surgieron continuas polémicas y tensiones entre faístas y cenetistas o sindicalistas puros. Las diferencias doctrinales y estratégicas entre ambos sectores condujeron al surgimiento de una corriente escisionista encabezada por Ángel Pestaña y los firmantes del Manifiesto de los Treinta opuestos a la pretensión de los miembros de la FAI y sus simpatizantes de subordinar el sindicalismo de masas de la CNT a la ideología anarquista. Durante la II República, la minoría faísta, rompiendo con la línea posibilista y pragmática de Salvador Seguí y sus discípulos, adoptó una actitud maximalista, pronunciándose por lo que Juan García Oliver llamaría «gimnasia revolucionaria».
El pluralismo doctrinal que acabamos de describir someramente ha creado a las organizaciones confederales serios problemas, obstaculizando su unidad de acción y sembrando no pocas veces la confusión, pero es, de otro lado, la prueba fehaciente de la libertad de pensamiento y de expresión que ha predominado en sus filas. La cultura dialógica forma parte intrínseca del movimiento libertario español, el cual se ha revelado también en este aspecto como heredero de Sócrates y su concepto de la verdad como fruto de la comunicación interpersonal y el logos compartido. De ahí también el papel preeminente que el anarquismo hispano ha asignado al debate asambleario y de base. La misma riqueza de criterios y puntos de vista ha reinado en el ámbito de la letra impresa, en la que se buscará en vano una concepción monolítica del anarquismo. Por lo demás, toda la pedagogía de esta doctrina ha consistido en enseñar al obrero a pensar y discurrir por su cuenta.
Materia y espíritu
No creo que sea posible entender la historia del anarquismo español sin tener en cuenta su profunda dimensión espiritual, su profundo sentido ético y su entrega total a un ideal superior. Como los demás movimientos e idearios surgidos en el contexto de la lucha de clases, los libertarios hispanos concedieron desde el primer momento una importancia fundamental a las reivindicaciones económicas y a la defensa de los derechos laborales y sociales del asalariado, pero sería un grave error deducir de ello que este aspecto material de su lucha constituía la motivación central de su labor teórica y militante. Lo contrario es cierto. Lo que los obreros de la Federación Española, la CNT y demás organizaciones anarcosindicalistas anhelaban no era en primer término vivir mejor, sino vivir más noble y dignamente. Juan Peiró no se contradecía a sí mismo cuando hablaba de la «espiritualidad revolucionaria» que alentaba al sindicalismo representado por él y sus compañeros de organización. Los sindicalistas de la CNT luchaban ciertamente por mejoras económicas, pero personalmente despreciaban el dinero y los bienes materiales. Eso explica, entre otras cosas, que a diferencia de lo que ocurría en las filas del socialismo y el comunismo, los cargos retribuidos fueran considerados como incompatibles con la ética ácrata. Este hábito fue también una de las cosas que más impresionaron al escritor alemán Hans Magnus Enzensberger al escribir su libro El corto verano de la anarquía.
La espiritualidad a que nos estamos refiriendo procede en línea directa del idealismo de Sócrates, Platón, Aristóteles, los estoicos y la filosofía griega en su conjunto, basada, como se sabe, en el concepto del bien (agathon) como meta suprema de la existencia humana y como fundamento de la verdad (aletheia) y la felicidad (eudaimonia). En abierto contraste con la antropología pesimista del cristianismo, de Hobbes, de Freíd y de otras corrientes de pensamiento generalmente conservadoras, el anarquismo hispano comparte enteramente la visión optimista que los griegos tenían del hombre y la naturaleza. Como más tarde Rousseau y otros representantes de la Ilustración, consideran que el hombre es bueno por naturaleza y que si se desvía del camino del bien y elige el del mal no es por causas antropológicas, sino por circunstancias externas. O como diría Federica Montseny a su interlocutor Agustí Pons: «El anarquismo tiene confianza en el hombre. Cree que cuando éste se porta mal es porque está condicionado por causas sociales o enfermedades ajenas a su naturaleza». De los griegos y del humanismo moderno heredan también la fe en la padeia o educación, que asumen en general a través del tratado pedagógico de Rousseau Emile ou de l’education y, más directamente, de la enseñanza racionalista o laica impartida en la Escuela Moderna de Ferrer Guardia, en la Escuela Neutra de Guijón y en otros centros pedagógicos inspirados en el ideario ácrata o filoácrata. Pero tampoco en el ámbito educacional prevaleció el pensamiento único, sino la diversidad de criterios. Como prueba de ello baste señalar las diferencias existentes entre el modelo anticlerical introducido por Ferrer Guardia y la variante de la Escuela Neutra, en la que, como sugiere ya el nombre, los temas religiosos o antirreligiosos no formaban parte de las clases, una praxis que tenía por fin no influenciar prematuramente a los alumnos inculcándoles dogmas ideológicos antes de que aprendieran a razonar por su cuenta. De la fe de los anarquistas españoles en el hombre como animal racional y capaz de regirse a sí mismo sin ser obligado a ello por instancias ajenas a su voluntad y a su autodeterminación, nacerá su visión de una sociedad autogestionada basada en la libre y voluntaria asociación y en los principios de la cooperación, la solidaridad y la ayuda mutua.
La obra creadora
Los detractores del anarquismo español no han cesado de trazar un cuadro sombrío sobre su identidad, presentándolo como un movimiento basado en la violencia, el odio y el terror e identificándolo con el caos y el desorden permanentes. No necesito subrayar que esta imagen burda, unilateral y guiñolesca divulgada por los sectores conservadores y reaccionarios, los socialistas de derecha y los comunistas ha servido a menudo de coartada para justificar la represión a que de continuo ha estado sometida la militancia ácrata. Sería tan estúpido como deshonesto negar que han existido individuos que pretendiendo sublimar sus deformaciones de carácter y traumas psicosomáticos, se han servido de la ideología ácrata para practicar la violencia y el terror. Pero precisamente porque su actuación y sus métodos contradecían los principios más elementales de esa doctrina, sus representantes más solventes los han desautorizado siempre de manera inequívoca, a su cabeza Salvador Seguí: «Hay que repetir mil veces, si ello es preciso, que los postulados de justicia social no están en la recámara de una pistola». Y también: «Estamos convencidos, y con nosotros todo espíritu equilibrado, de que el terrorismo es una manifestación mórbida y decadente que nos retrotrae a estados primitivos de convivencia». Y no de otro modo se expresaron Ángel Pestaña, Juan Peiró, Ricardo Mella, Eleuterio Quintanilla y otras figuras excelsas del anarquismo hispano. Más aún: no pocos de ellos se apartaron en determinados momentos de la lucha activa para dejar bien sentado su disentimiento con fórmulas y tácticas de combate ajenas o contrarias a lo que ellos entendían por anarquismo. José Prat escribía al respecto en una carta a Vladimiro Muñoz: «Sea porque nuestras ideas hayan sido mal explicadas, o sea porque han sido mal comprendidas, lo cierto es que vamos de degeneración en degeneración… Yo no transijo con este pseudoanarquismo jesuítico que mata al pueblo indefenso por las calles, o se echa a hacer moneda falsa o a vaciar pisos, y es por esto que me aparto».
Por una mezcla de ignorancia y mala fe, se ha silenciado, tergiversado o incomprendido a menudo la obra creadora del anarquismo de nuestro país, obra que a mi juicio y al de quienes lo han juzgado objetivamente y sin partidismos reduccionistas, constituye su verdadera y auténtica esencia. Lo que sobresale de él es, en efecto, su dimensión poiética o constructiva, no la dimensión exclusivamente negativa que le achacan sus enemigos. Negar eso significa negar la propia realidad y que los anarquistas ibéricos han realizado en el campo de la emancipación sindical, social y cultural de la clase obrera, obra que culmina en las colectividades libertarias fundadas y administradas durante la guerra civil por la militancia confederal. No es éste el lugar ni el momento para referirme a este tema, del que por lo demás he hablado últimamente in extenso en el libro Die libertäre Revolution. Me limitaré, por ello, a señalar que si los militantes confederales pudieron socializar importantes sectores de la economía y mantener las colectividades hasta el final de la contienda en medio de grandes problemas técnicos y contra la hostilidad del gobierno Negrín y el Partido Comunista de España, fue gracias a su elevado nivel ético, humano y cultural. De otra manera no se explica que el propio Trotski, en un momento de noble sinceridad, reconociera en sus Escritos sobre España la superioridad política y cultural de la Revolución española sobre la soviética.
La cultura
En una entrevista concedida al periódico CNT a finales de 1994, la profesora e historiadora estadounidense Lily Litvak afirmaba con plena razón: «No hay otra ideología que haya adjudicado tanta importancia a la cultura como el movimiento libertario». Este juicio de valor reza especialmente para el anarquismo español, una de cuyas metas esenciales ha sido, en efecto, desde los tiempos fundacionales, la promoción y divulgación de la cultura en sus diversas ramificaciones. Ya en una de sus primeras declaraciones de principios, los militantes de la Federación Regional Española pedían la «enseñanza integral» como premisa para la emancipación de las clases trabajadoras: «Queremos la enseñanza integral para todos los individuos de ambos sexos en todos los grados de la ciencia, de la industria y de las artes, a fin de que desaparezcan esas desigualdades intelectuales, en su casi totalidad ficticias, y que los efectos destructores que la división del trabajo produce en la inteligencia de los obreros, no vuelvan a reproducirse». Saliendo al paso de los grupos que confundían la Revolución con la dinamita y las pistolas, el militante Juan Llunas declaraba, en el congreso celebrado en Sevilla en 1882 por la Federación de Trabajadores de la Región Española: «Con las armas de la razón y la inteligencia, instruyéndonos e ilustrándonos; en una palabra, por medio de la revolución científica, no en motines y asonadas, buscaremos la realización de nuestros ideales». Me apresuro a consignar que uno de los aspectos fundamentales de la cultura libertaria española fue la reivindicación de los derechos de la mujer y su dignificación como ser libre: «La mujer es un ser libre e inteligente, y, como tal, responsable de sus actos, lo mismo que el hombre; pues si esto es así, lo necesario es ponerla en condiciones de libertad para que se desenvuelva según sus facultades», se podía leer en uno de los primeros documentos de los internacionalistas españoles. Declaraciones análogas a favor de la emancipación femenina tanto en el plano personal como social constituyen una de las constantes programáticas del movimiento libertario español.
Los ideales culturales y pedagógicos postulados por la acracia hispana fueron acogidos con inmenso interés por importantes sectores del proletariado urbano y rural. Eso explica el gran número de círculos culturales, ateneos, escuelas y otros centros de formación obrera fundados por iniciativa anarquista, así como la ingente proliferación de revistas, semanarios y periódicos surgidos a lo largo y ancho de la geografía nacional y dirigidos y redactados por los propios trabajadores. La sed de aprender era tan grande que incluso los obreros iletrados que no estaban en condiciones de leer los libros, folletos y artículos de prensa procuraban instruirse y superar su analfabetismo acudiendo a las conferencias y a las reuniones de sus compañeros de clase, como testimonia Juan Díaz del Moral en su libro Historia de las agitaciones campesinas andaluzas en relación a los campesinos andaluces a principios del siglo XX: «Se leía siempre; la curiosidad y el afán de aprender eran insaciables; hasta de camino, cabalgando en caballerías, con las riendas o cabestros abandonados, se veían campesinos leyendo; en las alforjas, con la comida, iba siempre algún folleto. Es verdad que el 70 u 80 por ciento no sabía leer; pero el obstáculo no era insuperable. El entusiasta analfabeto compraba su periódico y lo daba a leer a un compañero, a quien hacía marcar el artículo más de su gusto; después rogaba a otro camarada que le leyese el artículo marcado, y al cabo de algunas lecturas terminaba por aprenderlo de memoria y recitarlo a los que no lo conocían».
El concepto que los anarquistas tenían de la cultura no estaba encaminado primigeniamente a la transmisión de conocimientos en el sentido técnico o epistemológico de la palabra, sino que su objetivo central era el de potenciar y enriquecer al máximo los valores humanos, morales y espirituales del individuo. También y especialmente en ese sentido seguían, dentro del marco de su ideología libertaria, las grandes líneas de la antigua y moderna Ilustración. Eso explica la importancia que el anarquismo español ha adjudicado a la conducta ética del militante. «En Sevilla —escribirá Ricardo Mella— con su enorme Centro Obrero, capaz para miles de hombres, se impuso de tal suerte la moralidad de las costumbres que se tuvo por desterrada la embriaguez. Ningún obrero hubiera osado entonces, ni se le hubiera permitido presentarse embriagado a las puertas del gran caserío popular». La pedagogía ácrata no se limitó a fomentar la pureza de costumbres, sino que procuró al mismo tiempo y ante todo dar al individuo la conciencia de su propio valer, pero no en el sentido burgués y egocéntrico de la palabra, sino como portador de un ideal superior basado en la generosidad y la nobleza de sentimientos que tanto impresionaron a George Orwell apenas hubo pisado territorio español: «They have, no doubt, a generosity, a species of nobility that no really belong to the twentieth century». (Homage to Catalonia). Aquí también el anarcosindicalismo entroncó con rasgos profundamente arraigados en el alma hispana, desde la grandeza y el sentido de la dignidad a la hombría de bien y alteza de miras. ¿Qué ha sido nuestro anarquismo sino la versión moderna y colectiva de nuestra hidalguía? Pero a la cultura libertaria pertenece no sólo el cultivo de esas virtudes interiores, sino también su expresión externa, plasmada, en primer lugar, en la manera grandilocuente y elegante de expresarse, otro rasgo de carácter genuinamente español que Kant analiza y describe en sus escritos antropológicos. Una de las primeras cosas que Anselmo Lorenzo tuvo que explicar a sus compañeros de trabajo en una imprenta de París fue por qué hablaba siempre en tono elevado, a lo que el gran apóstol de la acracia respondió: «Eso es debido a que en España habla lo mismo el obrero que el literato: no hay distinción de clases en el lenguaje. Si vieseis el club de Antón Martín, en Madrid, por ejemplo, os admiraría ver cómo hombres y mujeres de diversas clases sociales discuten políticas e iniciativas revolucionarias como podría hacerlo una reunión de académicos». Anselmo Lorenzo no exageraba, como yo no creo exagerar si digo que tanto por sus valores interiores como por su manera elevada de expresarse, los anarquistas españoles de la época heroica eran la encarnación concreta de la schöne Seele o «alma bella» que Schiller describió en sus Cartas sobre la educación estética del hombre. Si se me permite una nota personal diré que por mi edad yo tuve el privilegio de conocer todavía a no pocos militantes de aquella época, y más de una vez he pensado que mi vocación de escritor nació escuchando a aquellos hombres y mujeres de origen humilde pero de palabra tan cultivada y hermosa.
Durante la Guerra Civil y en la medida en que lo permitieron las difíciles circunstancias materiales y políticas a que se enfrentó desde el primer momento el bando republicano, los anarquistas tuvieron ocasión de llevar a la práctica parte de sus planes y proyectos culturales y pedagógicos, en primer término la lucha contra el analfabetismo y la superación de la división tradicional entre trabajo manual e intelectual. Cabe destacar, en este contexto, la fundación en Madrid, por iniciativa de Eugenio Criado, de la Federación de Trabajadores de la Enseñanza de Castilla y de la Escuela de Campesinos, y en Barcelona, del Consejo de la Escuela Nueva Unificada (CENU) que pasó a dirigir el pedagogo libertario Joan Puig Elías, discípulo de Ferrer Guardia. Por razones de espacio no podemos ofrecer un cuadro siquiera elemental de lo que aquellos hombres y mujeres realizaron en el campo de la educación y la enseñanza. Baste decir que a partir de 1937, ningún niño en Cataluña dejó de ser escolarizado y que en el primer año de guerra fueron construidas 151 escuelas, sin hablar ya de la labor didáctica que a nivel de formación profesional llevaban a cabo las respectivas colectividades. No era tampoco infrecuente que la lucha contra el analfabetismo fuese proseguida en el mismo frente, como ocurrió en la Columna Durruti. El alemán Carl Einstein, que formaba parte de la Columna, escribe en el tercer tomo de sus Obras Completas: «Por la noche, reunidos en torno al fuego, los jóvenes escuchan a los mayores. Muchos de ellos no saben leer ni escribir. Los compañeros les dan clase. La Columna Durruti regresará del frente sin analfabetos, pues se ha convertido en una escuela».
Humanismo obrero
Si tuviera que definir en una fórmula breve la obra realizada por el anarquismo español en el plano cultural, pedagógico, social y sindical no vacilaría un solo momento en calificarla como una de las grandes aportaciones de nuestro pueblo al humanismo europeo y universal. Y ello fue posible porque detrás de ese humanismo militante y obrero había no sólo una filosofía o sistema de ideas, sino también lo que Voltaire llamaba l’esprit des nations y Herder, más propiamente, Volksgeist o «espíritu popular», esto es, una infraestructura humana, moral, emocional y temperamental específicamente española, desde la pasión, la sensibilidad a flor de piel y el orgullo al estoicismo y el espíritu de resistencia que Ganivet nos adjudicaba, sin olvidar el fondo místico de nuestro pueblo y nuestra tendencia a la utopía y los sueños imposibles. Sólo así puede explicarse que el movimiento libertario hispano haya sido totalmente distinto al de los demás países, tanto en sentido cualitativo como cuantitativo.
Heleno Saña.
Revista de Occidente, 304.
Septiembre de 2006.