Por HELENO SAÑA
La llegada del verano no es sólo uno de los muchos fenómenos cíclicos de la naturaleza, sino que se ha convertido entretanto en un acontecimiento sociológico de primera magnitud. Lo primero que hace el común de la gente es interrumpir en cuanto puede su ritmo habitual de vida y huir a ámbitos y espacios geográficos más o menos distantes, según los gustos, la edad, el estado de salud y la disponibilidad monetaria. Se trata de una desbandada general que ya por su carácter masivo, precipitado y casi angustioso da la sensación de ser una liberación; de ahí que se inicie con un profundo suspiro de alivio. La gente vuelve en efecto la espalda a su mundo cotidiano como si éste fuera un odiado enemigo. Para muchos lo es, precisamente para quienes por falta de medios no pueden costearse un viaje de vacaciones, por muy módico y modesto que sea. Cambiar de aires no está tampoco al alcance de la mayoría de ancianos, inválidos o enfermos crónicos y, por supuesto, de los empleados para quienes el estío es tiempo de trabajo.
La fiebre viajera que se apodera de mucha gente corresponde ciertamente al deseo natural de liberarse por unos días o semanas del estrés, de las temperaturas sofocantes, del aire contaminado, del ruido de los centros urbanos o del trabajo agotador o desagradable, pero tiene también mucho de rito puesto de moda por la sociedad de consumo, es una forma del consumo de masas. Quizá desempeñe también un papel importante lo que Max Horkheimer llamaba «nostalgia de lo completamente distinto», aunque lo distinto se revele a menudo como una variante de lo rutinario y de lo archisabido. Pero es un rito que hay que cumplir porque es de buen tono hacerlo, y ello al margen de las molestias, los quebraderos de cabeza o decepciones que pueda causar, desde el hacinamiento en las playas y las quemaduras cutáneas a los malos hoteles y las enfermedades infecciosas, sin hablar ya de las incomodidades del viaje, sea por carretera, aire o vía férrea. A la gente le cuesta cada vez más quedarse en un sitio de costumbre y gozar de las ventajas del hogar y de la morada interior de que hablaba Santa Teresa. Prefiere el movimiento, el dinamismo, la acción y los escenarios externos y espectaculares, y ello lo más lejos posible del lugar donde se ha nacido o reside. Pasados unos días o semanas, claro, se acaban las delicias de la fuga y llega la hora implacable del retorno al temido ayer, el ayer del trabajo, de los empujones y de la monotonía cotidiana. Pero en sentido profundo no hay escapatoria posible; esté donde esté, el hombre permanece prisionero del mundo inhóspito que él mismo ha creado. Este es el reverso de la civilización surgida en el curso de los últimos siglos, la venganza de la naturaleza o de los dioses. No encontrarse a gusto en ningún sitio es en todo caso un fenómeno cada vez más extendido, y recurrir a la terapéutica del viaje para contrarrestar este síndrome se está convirtiendo en un procedimiento cada vez más dudoso, ya que por muy lejos que se marche, el hombre encuentra lo mismo o casi lo mismo en todas partes, desde el malhumor y la mala educación al mal gusto y la vulgaridad, fenómenos que no desaparecen por el solo hecho de que uno cambie la indumentaria de invierno por el bañador.
Yo creo que en vez de idealizar lo lejano y exótico y potenciar con ello al máximo el turismo de masas, sería más cuerdo intentar mejorar lo cercano, esto es, el hábitat en el que uno pasa la mayor parte de su tiempo. En este aspecto los gobiernos y las administraciones municipales han hecho muy poco, lo que explica que las ciudades sean cada vez más feas, más incómodas, más ruidosas, más caras y más inhabitables, sin hablar del gran escándalo de la especulación inmobiliaria, de la corrupción ligada a ella y del encarecimiento de la vivienda. Mejor sería también intensificar el trato interhumano con los vecinos y la gente del lugar donde uno vive que sumarse a cualquiera de las multitudes abstractas y cosmopolitas que se forman en los centros turísticos de todo el mundo y que son la caricatura burda del enriquecimiento intercultural, reñido de antemano con las aglomeraciones y el espíritu de rebaño. Todo lo cuantitativo acaba engendrando alguna monstruosidad, como está ocurriendo desde hace años con la moda y la manía de abandonar en verano el entorno propio y huir a cualquier parte. En el fondo todo es publicidad, colonización mental y negocio. Ya por este sólo motivo prefiero quedarme en casa.
La Clave
Nº 225 / 5-11 agosto 2005