Por FRANCISCO UMBRAL
En tiempos de antimilitarismo, como éstos, lo que más gusta a la gente son los uniformes. Ya la generación pacifista de los hippies, que fue la mía, compraba viejas casacas marineras en los puertos de Europa, para fabricarse un uniforme personal y heterodoxo.
El precursor del autouniforme fue Lord Byron, que se compuso una cosa brillante y ambigua para luchar y morir por Grecia (y, de paso, lavar su mala fama oncestuosa en Inglaterra). Nuestro Eugenio d'Ors, cuando la cosa del 36, paseaba por Salamanca un uniforme que tenía un poco de todo. Alguien le hizo una broma al respecto:
-Me gustan los uniformes siempre que sean multiformes- susurraba el maestro.
En esto ha quedado como un precursor de los jóvenes de hoy, en España y en el mundo. Yo creo que esas formaciones de muchachos y adolescentes que ilustran nuestras calles (y las de Berlín, Londres, etc.), más que por una idea, una convicción, un salario (todo pudiera ser), una pasión o una obsesión, luchan por un uniforme. El éxito de los fascismos, en los años treinta, y de José Antonio en España, no fueron las palabras ni las ideas (pocas) ni los fanatismos, sino los uniformes. Pocos fuimos los chicos españoles que nos resistimos al uniforme falangista en los cuarenta. Luego, algunos pasaron directamente de Falange al Partido Comunista, que era el uniforme por dentro.
Porque la izquierda también se uniforma: melena, barbita, chaquetón, suéter, tejanos, botas, Gramsci, bufanda, Merleau-Ponty, Bogart, Triunfo, anorak, El País. La paz también quiere sus uniformes, que es el uniforme intelectual de la izquierda. Unos atacaban con pistolas Star y otros con Cuadernos para el diálogo. Yo era de Cuadernos para el diálogo, y lo sigo siendo, más por Pedro Altares («gloria a Pedro en los Altares», le escribió Ponce de León) que por Ruiz-Giménez, esa camella católica y buena que lleva toda la vida peregrinando a Lourdes con mejor intención que fortuna. El hombre joven, en fin, se resigna mal a entrar definitivamente en el gris marengo, en la «aventura en lo gris», que diría Buero Vallejo.
Tal que ayer me paraba una pareja joven en el hiper de mi pueblo:
—Los jóvenes le leeremos siempre.
Más vale. Veo las fotos de los últimos incidentes madrileños [20-N de 1993] y es un jaleo, porque todos van vestidos casi igual: guardias, ultras y extremistas de izquierda. Yo, con unos años menos, estaría entre estos últimos, pero creo que la confusión de los uniformes puede llevar a meter goles en la propia portería, o a partirle la inteligencia al coleguilla. Aparte los uniformes criminales que todos sabemos, es gloriosa esta tendencia de la juventud más joven a diferenciarse del cortefiel de sus padres. Uno no es mucho más que su indumentaria y sus versos. Quitarse la túnica hippy o el chaleco de rockero es desvestirse de la propia juventud. Como dice Almodovar «ya no hay ideologías, sólo hay marcas».
Prefiero ideología sin uniforme a uniforme sin ideología, que es lo que hoy abunda, porque los nuevos fascistas se diferencian de los clásicos en que no han leído a Nietzsche, a Hitler, a Mussolini, y no entenderían a José Antonio, si lo leyeran. Miguel García-Posada dice que Madrid 1940, mi último libro, es una de mis «novelas negras» (tiene muy clara la lista). Negra o no, es la novela de un fascista que sabía cosas. Estos de ahora yo creo que van un poco de oídas. Y, mayormente, por el uniforme.
Los Placeres y los Días/EL MUNDO
(28 de noviembre de 1993.)