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miércoles, 2 de noviembre de 2011

El monarca negrero

«Las abominaciones del gobierno del rey Leopoldo en el Congo fueron
ocultadas o reducidas en su importancia por la Iglesia Católica y se les puso
fin sólo por la campaña dirigida, principalmente, por librepensadores. Toda
discusión acerca de que el cristianismo tuvo una elevada influencia moral,
sólo puede mantenerse con una ignorancia total o la falsificación de los
hechos históricos.»

BERTRAND RUSSELL, 1954.
Leopoldo II, rey de Bélgica, vivió durante el apogeo
del colonialismo en el siglo XIX. Fue soberano del Congo,
cuyas inmensas riquezas expolió en su propio provecho.


LEOPOLDO II DE BÉLGICA (1835-1909)

Por Abraham Alonso y Luis Otero

La maldad y falta de escrúpulos de Leopoldo II están a la altura de las de otros tiranos más célebres como Hitler o Stalin. Sólo el hecho de pertenecer a un país pequeño como Bélgica le ha librado de ocupar un puesto de mayor relevancia en la historia oscura de la humanidad, pero no será por falta de méritos. Su figura representa a la perfección la cara más siniestra del colonialismo europeo, fue el mayor expoliador de las riquezas del Congo, pese a que jamás puso un pie en ese territorio, pero sabía de sus inmensos recursos y desde Bruselas lo organizó todo para convertirlo en su finca privada. Disfrazó su codicia con la excusa de que pretendía acabar con la esclavitud en África pero la realidad es que sometió a millones de congoleños a una explotación inhumana que llevó a la muerte a muchos de ellos. Según algunas estimaciones, el genocidio que perpetró en sus 21 años de administración sobre el Congo acabó con la vida de más de 5 millones de personas.

Había nacido en Bruselas el 9 de abril de 1835, con el nombre de Leopoldo Luis Felipe María Víctor. Ingresó en el ejército belga siendo muy joven y realizó numerosos viajes por todo el mundo —Turquía, Egipto, los Balcanes…— que marcaron su personalidad y cimentaron su creencia en la superioridad del hombre blanco y su avidez de riquezas. A los 18 años se casó con María Enriqueta, hija del archiduque José de Austria, y en 1865, cuando tenía 30 años, sucedió a su padre Leopoldo I en el trono de Bélgica. Contra su voluntad se vio obligado a tolerar la democracia y que su país se gobernara libremente, y no logró impedir el auge del Partido Liberal. Sin embargo, eso no entorpeció sus planes, que iban más encaminados a llenar su propio bolsillo que a resolver los problemas de su reino. Y es que desde joven tuvo una ambición primordial: ser el dueño de un territorio grande, gobernar una colonia repleta de riqueza, influir a título personal en la política internacional. Pero, ¿cómo podía lograrlo desde el trono de un país insignificante de gente insignificante —«petit pays, petit gens», decía cuando hablaba de Bélgica—? Entonces se puso a urdir un plan que le permitiera alcanzar su sueño.

Lo primero era legitimar sus propósitos a nivel mundial, lograr que las naciones importantes reconocieran su derecho a entrar en la carrera colonizadora. Tras estudiar a fondo el mapamundi en su palacio bruselense de Laeken, puso sus miras en el África ecuatorial y en 1876, enterado de las exploraciones llevadas a cabo en la zona por Stanley, urdió el plan perfecto: convocó en Bruselas a geógrafos, viajeros, empresarios y hombres importantes de varios países y fundó la Sociedad Africana Internacional, de la que naturalmente fue elegido presidente. Sus objetivos: promover el desarrollo en África central, erradicar el comercio esclavista, fomentar la investigación científica y, en suma, llevar la sagrada civilización europea a aquellas tierras bárbaras. En la práctica equivalía a tener carta blanca para explotar un inmenso territorio de 2,5 millones de km² que pasaría a llamarse Estado Libre del Congo, del que fue considerado soberano por la Conferencia de Berlín de 1885. Buena parte del apoyo que logró se lo debió a Henry Shelton Sanford, un aristócrata de Connecticut (EE UU), que movió todos sus hilos para que el gobierno del presidente norteamericano Chester reconociera las pretensiones de Leopoldo en la región.

Con la legalidad en su mano, el rey belga se dedicó a la explotación sistemática de todas sus posesiones y monopolizó la industria del caucho y el marfil, así como el tráfico comercial. Los funcionarios de Leopoldo se dedicaban a canjear abalorios y camisas por inmensas extensiones de terreno fértil o por años de trabajo. Saqueos, violaciones, niños arrebatados a sus familias para aumentar la fuerza productiva, jornadas de 16 horas sin descanso…, todo valía siempre que fuera para engrosar la cuenta corriente del monarca. Eso duró 20 años. Cuando algunos viajeros y misioneros horrorizados hicieron llegar a Europa las noticias de lo que pasaba en el Congo y personalidades como Anatole France o el arzobispo de Canterbury protestaron y pidieron la intervención de los Estados poderosos, se puso en marcha una Comisión internacional de investigación (1904-1905), que corroboró las acusaciones contra Leopoldo de deshumanización absoluta en su trato hacia los indígenas y sometimiento de éstos a trabajos forzados. Finalmente, el parlamento de Bruselas con el acuerdo de liberales y socialistas le exigió la cesión del Congo, que en 1906 pasó a manos del Estado belga. Leopoldo murió tres años después. Eso sí, inmensamente rico gracias a la sustanciosa compensación que obtuvo por la cesión administrativa.

Muy Historia, nº 8 (2006).

Refugiados congoleños en Uganda… Muchos de sus males
derivan de época de Leopoldo II, que devastó a fondo el país.


La participación de los misioneros claretianos en el expolio colonial de la "Guinea española"

[En contra de lo que dice algún curilla llorón en carta al New York Times, la podredumbre que oculta la Iglesia Católica tras de sí sale demasiado poco en los medios de comunicación (¡hay que tener en cuenta que la propietaria de buena parte de estos medios es la propia Iglesia!). No es sólo el problema de los escándalos sexuales, sino también los escándalos financieros, el fomento de guerras de religión, el blanqueo de dinero en su opaca red de bancos, la complicidad con dictaduras, el apoyo que dio en su momento al fascismo... y su participación en el expolio y los crímenes del colonialismo. Esto último, por cierto, es algo que el curilla se guardó muy bien de mencionar en su carta, porque la Iglesia Católica (y las protestantes también) siempre ha allanado el camino a las potencias coloniales que han saqueado el llamado Tercer Mundo. Y como ejemplo de esto he seleccionado un pasaje del libro Un guardia civil en la selva del antropólogo Gustau Nerín que denuncia la connivencia de los misioneros claretianos con el brutal régimen colonial español en Guinea Ecuatorial. Esto demuestra lo mucho que han ayudado las misiones cristianas a los africanos... ¡Razón por la cual desde que empezó su evangelización no conocen más que hambrunas y guerras!]





(...) Los claretianos no podían dedicar críticas muy severas al reclutamiento [1], porque ellos mismos también habían contratado braceros, y no sólo para las misiones católicas, sino también para algunos colonos católicos que pagaban a los religiosos por cada trabajador entregado (los claretianos afirmaban que los braceros católicos eran más sumisos que los demás). Los misioneros usaban los mismos métodos que los demás colonos para subyugar a los guineanos. Los braceros de la Iglesia también firmaban un contrato por dos años y no podían dejar de trabajar sin que expirase el plazo fijado. Los religiosos, en sus expediciones al interior del país, utilizaban el látigo para disciplinar a los porteadores, como los demás colonos. También se recurría al látigo en las rentables plantaciones de cacao de la Iglesia. En 1917, en la misión de Banapá (Fernando Poo), un bracero murió por los azotes que le propinó un claretiano; el superior del centro calificó el hecho de “insignificancia”. Para construir misiones y capillas, la Iglesia recurrió a las prestaciones; aquellos edificios se consideraban “de interés colectivo”, aunque en aquella época los católicos fueran una pequeña minoría en la colonia. Los misioneros, además, utilizaban habitualmente el trabajo infantil, tanto en las plantaciones como en las ciudades: los niños de la misión “aprendían” el oficio de cajista en la imprenta católica o recibían “clases” de agricultura en las plantaciones de cacao de los claretianos.


Uno de los claretianos más autoritarios era el obispo de la colonia. Una vez amenazó al líder de un poblado con encarcelarle si sus hombres no limpiaban un terreno en el que quería construir una capilla, cerca de Nkué. El obispo le aseguró al jefe que él podía ordenar que le dieran una paliza, porque era “más que el teniente”. En otro caso, a unos fang [2] que no querían trabajar gratis despejándole el camino por la selva con machetes, les advirtió que si no obedecían sus órdenes, avisaría a la Guardia Colonial y haría que les diesen una paliza. Aquel obispo al desplazarse de un sitio a otro obligaba a varios portadores a llevarle en brazos.

De hecho, aunque la Iglesia católica criticara en algún caso el reclutamiento, siempre mostró su fuerte apoyo al régimen colonial y no dudó en ofrecer su ayuda a Núñez de Prado y a sus hombres. Cuando Núñez de Prado [3] expulsó de la colonia a los agricultores que habían difundido un manifiesto en su contra, el vicario apostólico enseguida manifestó su adhesión a lo que había hecho el gobernador. Los claretianos podrían criticar las prestaciones, pero paralelamente elogiaban las infraestructuras que se habían construido gracias a los trabajos forzados. Incluso felicitaban por dichas obras a Núñez de Prado, a quien tildaban de “alma e iniciador del resurgimiento patrio en la Guinea Española”.




Los misioneros ni siquiera censuraron las actuaciones más brutales de la Guardia Colonial. Al contrario, defendían el cuerpo como “mano justiciera del Gobierno de la Colonia” y lo elogiaron por “la misión civilizadoras de estas regiones”, por “la construcción de vías de comunicación” y por la “instrucción de los indígenas”. A principios de 1931, desde las páginas de La Guinea Española [4], un claretiano felicitó al subgobernador de Bata, un “capitán, por su labor en el arreglo de los caminos, el embarque de individuos indeseables y el cierre de alguna casa de mal gusto” (no mencionaba que los caminos se habían hecho mediante la violencia y que el “embarque” constituía, de hecho, un secuestro). Al teniente Touchard, juzgado y condenado por el reclutamiento, los religiosos le definían como “gran militar y gran cristiano”. Los claretianos aseguraron que Carrasco de Egaña, el teniente drogadicto y violento, “supo desplegar bien los bríos de su pletórica juventud”. Y elogiaron la “resolución y entereza” del corrupto subgobernador García Loygorri, que sólo es “merecedor de elogios” (aunque cobrara por cada bracero enviado a la isla [5]); decían que aquel funcionario había contribuido al “engrandecimiento de ese pedazo de tierra española”, e incluso aprobaban explícitamente sus métodos: “¡Así es como se llevan a cabo las grandes empresas!”.

A la hora de la verdad los claretianos se aliaron con los hombres de Núñez de Prado. Cuando un periódico vasco, a comienzo de 1931, criticó el silencio de la Iglesia Católica ante el sanguinario reclutamiento, La Guinea Española no trató de demostrar su compromiso con el derecho de los colonizados: negó la existencia de cualquier tipo de abuso en Guinea y expresó su más firme apoyo a los criminales. El editorial de dicha publicación era muy explícito: “Es la hora de la protesta ante los infundios vertidos, y la Colonia debe protestar y debe defender al Gobierno Colonial”.




Los misioneros instigaron el uso de la violencia en contra de los fang que se negaban a aceptar el colonialismo (los “salvajes”). Defendieron el encarcelamiento de los líderes fang contrarios a España. Exigieron a Barrera y a Núñez de Prado que la Guardia Colonial reprimiera la poligamia e impusiera el modelo familiar occidental mediante “el miedo y la obediencia”. Elogiaron públicamente la quema de poblados rebeldes. Una vez incluso consideraron positivo que se exhibiera al aire libre, durante días, el cadáver del jefe de un poblado que se había rebelado contra los españoles. Y en otra ocasión, la revista de los claretianos anunció complacida que los guardias coloniales habían atacado una zona rebelde y habían realizado un “escarmiento” “satisfactorio”: “hicieron once muertos, arrasaron pueblos y plantaciones y cogieron muchos prisioneros”.

La Guinea Española, en varias ocasiones, se mostró partidaria de los trabajos forzados, bajo el pretexto de que los africanos eran holgazanes por naturaleza y había que coaccionarlos para que trabajasen. El obispo de Guinea criticó duramente a la Sociedad de Naciones por oponerse a los trabajos forzados y a las prestaciones. Sin embargo, al darse cuenta que España acabaría firmando los tratados internacionales en materia laboral, se dirigió al Ministerio de Estado para indicarle que el gobierno español debía intentar que el convenio contra la esclavitud fuese más leve y permitiese las prestaciones. Al mismo tiempo solicitó que en el tratado se incluyera un artículo en el que se constase que los Estados colonizadores debían prestar su apoyo a las misiones.


NOTAS:

[1] Se refiere al reclutamiento de nativos como braceros.
[2] Grupo étnico mayoritario en Guinea Ecuatorial.
[3] Miguel Núñez de Prado, militar y gobernador de Guinea Ecuatorial entre 1926 y 1931.
[4] Revista de la Misión Claretiana en Guinea.
[5] Se refiere a la isla de Bioko, antiguamente conocida como Fernando Poo, isla donde reside la etnia bubi (6% de la población de Guinea Ecuatorial).

lunes, 24 de mayo de 2010

Los papeles de la vergüenza

Castigo a un nativo con el chicotte


Extraído de El Norte de Castilla del 23/05/2010

'La tragedia del Congo' traduce por vez primera al castellano los relatos más espeluznantes sobre la colonización europea de África


Había una vez un rey que quiso utilizar su poder para ayudar a un lejano y pobre país tapizado de selvas de palmeras, elefantes y chimpancés. Prometió transformar aquella tierra adormecida por la enfermedad del sueño en un próspero paraíso. Lo llamó Estado Libre del Congo y lo regaló a los humildes nativos que, hasta entonces, dormían en el suelo, pasaban semanas sin lavarse, vestían hojas de garcinia y devoraban la carne de hipopótamo.

El relato anterior parece un cuento. Y lo fue: una farsa terrorífica orquestada por Leopoldo II, a quien el trono de Bélgica se le quedó pequeño al poco de ocuparlo, en 1865. Se propuso expandirlo por el hemisferio sur, hacerse fuerte a costa de los más débiles. Oficialmente, su misión era contribuir al desarrollo del Congo, «explorar esas tierras y construir estaciones que serían centros de civilización con casas de descanso para los viajeros». Y auspiciado por tales fines de noble apariencia humanitaria, constituyó en 1876 la Asociación Africana Internacional y logró el beneplácito de la comunidad internacional. Sin embargo, su corona se reveló pronto de espinas y escribió uno de los finales más infelices, sangrantes y sangrientos, de la edad contemporánea.

Leopoldo II, imperalista y ferviente
católico



En apenas veinticinco años, la población del Congo se redujo a la mitad como consecuencia de los desmanes tolerados, cuando no impulsados, por el monarca europeo. Diez millones de personas perdieron la vida y el resto, la dignidad: trascendieron directamente al infierno de la esclavitud, la tortura, la humillación, el despotismo, el pánico y la privación de cualquier derecho. Horrores que perviven en la mirada y el futuro perdidos de un país en el que más de la mitad de sus habitantes sobreviven hoy con menos de 1,25 dólares al día y las estadísticas no dan esperanzas de cumplir más de 53 años.

Las heridas permanecen infectas. Y la gangrena avanza. Apenas un siglo después, el porvenir del Congo sigue castrado por la violencia, la desnutrición, el subdesarrollo, los abusos de poder. Sufre la peor hecatombe desde la II Guerra Mundial. El viejo continente, sin embargo, ha preferido olvidar sus vergüenzas y las atrocidades cometidas por su avaricia imperialista en el corazón de África. «Aquellos años trágicos dieron lugar a mucha literatura, pero se echaba de menos la publicación de los escritos oficiales que se manejaban en aquel momento, además de las denuncias realizadas por los personajes más conocidos y carismáticos de la época».

Dicho por Eduardo Riestra. Y hecho. También por él. El director de Ediciones del Viento acaba de publicar 'La tragedia del Congo', un extenso libro de 418 páginas en el que «se reúnen y traducen por vez primera al castellano los cuatro documentos más importantes» del exterminio cometido en el hasta entonces reino africano.

Importación de mujeres

Encabeza la compilación, jalonada de duras fotografías, la carta abierta que George Washington Williams escribió a Leopoldo de Bélgica en 1890. Desde el respeto al soberano, pero con una claridad demoledora, quien fuera el primer gran historiador americano de raza negra acusa al «Gobierno de Vuestra Majestad» de «carecer de moral militar y solidez financiera», de «violar los contratos firmados con sus soldados, mecánicos y trabajadores», de sostener tribunales «injustos, parciales y delincuentes», de ser «excesivamente cruel con sus prisioneros, a los que condena a la cadena de presos, algo que no ocurre con ningún otro Gobierno del mundo civilizado o sin civilizar», de «importar mujeres con fines inmorales», de «disparar sobre las canoas de los nativos», de «librar guerras injustas y crueles contra ellos», de «dedicarse al tráfico de esclavos» y de «distorsionar el Congo como país y su red de ferrocarriles».

En definitiva, «no hay forma de tortura inventada por el ingenio humano, por salvaje, obscena o grotesca que sea, que no se haya empleado contra ese pueblo inofensivo e indefenso». Es la conclusión a la que llega Arthur Conan Doyle en 'El Crimen del Congo', el segundo documento recopilado por Ediciones del Viento. Pese a ser el creador del personaje de Sherlock Holmes y de sus a veces escabrosos casos, el célebre novelista británico no pudo permanecer impasible frente al crimen «más grande conocido en los anales de la humanidad». Lo que sucedía en la colonia belga no era elemental. Sino bestial.

«Nunca antes -denuncia en el prefacio de su relato- ha habido semejante mezcla de expropiación y masacre absolutas realizadas con el odioso disfraz de la filantropía y teniendo por motivo el más vil de los intereses comerciales. Es este sórdido motivo y esa afecta hipocresía lo que hace que este crimen sea único en su horror». Su denuncia abrió los ojos a gran número de europeos y americanos que seguían sin querer enterarse de que la selva había sido invadida por alimañas y salvajes indignos del reino animal.

Los colonialistas belgas amputaban
las manos de los nativos que no
cumplían con las entregas de caucho.


Crucificar o despellejar

Como uno de estos peligrosos e irracionales seres viene a describir al monarca belga 'El Soliloquio del Rey Leopoldo'. Firmado por el escritor norteamericano Mark Twin, el tercero de los cuatro informes incluidos en 'La tragedia del Congo' ofrece una caricatura del soberano dibujada con la misma desafección que él demuestra: deforme, despreciable, desaprensivo, preso de sus propios fantasmas.

Así, ante los informes que ya en su época le acusaban de obligar a una viuda a vender a su hija para hacer frente a los pagos exigidos por la metrópoli, el trasunto del tirano y cruel dominador exclama en el soliloquio: «¿Qué quiere que le haga yo? ¿Dejar en paz a una viuda sólo por ser viuda? Apenas queda otra cosa que no sean viudas. No tengo nada contra las viudas en general, pero los negocios son los negocios, y tengo que vivir. ¿No?». Parecida provocación y deformación moral se adivina en su respuesta frente a quienes le reprochan haber matado a sesenta damas. «Estuvo mal crucificar a esas mujeres, claramente mal, manifiestamente mal. Ahora me doy cuenta, lamento que haya pasado, lo lamento de verdad. Habría obtenido el mismo resultado despellejándolas. Pero no se nos ocurrió; no se puede pensar todo. Al final, errar es humano». Y, en este caso, es también un crimen de lesa humanidad. Blanco sobre negro. El gran tesoro que saca a la luz la publicación del editor gallego Eduardo Riestra es el 'Informe Roger Casement': un testimonio «histórico espeluznante», firmado por el que, tras ser nombrado caballero británico, acabó en la horca. Su contradictoria y controvertida biografía ha fascinado a Mario Vargas Llosa hasta inspirarle la que será su próxima novela, 'El sueño del Celta'. Nacionalista irlandés militante, diplomático, imperialista de formación, antiimperialista de convicción, conoció el Congo cuando, a los 19 años, empezó a trabajar para la Asociación Internacional Africana de Leopoldo II. De regreso 17 años después como primer cónsul británico en el país negro, no pudo más que sorprenderse y alarmarse por la «gran reducción de la vida nativa tras una década de una intervención europea muy enérgica».

En contra de lo prometido por el rey belga, los poblados no se habían convertido en ciudades, sino en acuartelamientos; aldeas enteras habían quedado desiertas. Era la emigración del terror, la huida de millones de personas sometidas a los abusos de un Gobierno ajeno que imponía tasas imposibles de satisfacer, que se servía de trabajos forzosos y denigrantes, cuando no de castigos y mutilaciones; que sacrificaba vidas humanas con la misma indulgencia que cabezas de ganado, que utilizaba a las mujeres y niños como moneda de cambio y de presión y que cortaba orejas, manos y penes a destajo.

La dureza y a la vez rigor con que Casement retrata el escenario encontrado convierte su informe en un sobresaliente documento histórico pero también, probablemente sin quererlo, en una novela de terror aderezada con notas morbosas, suspense y encomiable técnica descriptiva. O acaso pueda leerse igualmente como un manual psicológico sobre el envilecimiento de la ambición humana. O incluso como un delicioso libro de viajes en el que la perversión de la condición humana contrasta con la nobleza y belleza natural de unos entornos paradisíacos, aún vírgenes, sensibles reservas de la madre tierra.

De cualquiera de las maneras, desde la Historia, la Sociología, la Narrativa, la Psicología o el relato de aventuras, cabe enfrentarse a 'La tragedia del Congo'. Sufrirla y disfrutarla. Y contemplarla a través de las duras fotografías que tomaron hace un siglo las entonces incipientes Kodak y que, por fin, desmontaron la infalible palabra de rey. Aquellos objetivos siguen siendo los del libro de Ediciones del Viento: hacer presente un episodio del pasado y dar un futuro a un continente de raza negra y, ojalá, verde esperanza.

Entierro de Leopoldo II de Bélgica. La Iglesia Católica honró
en la hora de su muerte a quien tanto había hecho
por expandir el catolicismo a sangre y fuego.