Gran parte de la conferencia o lectura efectuada en el Institute of Education de Londres, el 2 de mayo de 1996, por el historiador británico y marxista Eric Hobsbawm para la Fundación Barry Amiel & Norman Melburn Trust. Y que salió publicada en el New Left Review, 217 del mismo año. La charla trata sobre el tema de los movimientos identitarios actuales, que poco tienen que ver con el Movimiento Obrero y el Socialismo.
La traducción al castellano salió en el número 0, de enero del 2000, de la edición en castellano del New Left Review, el cual reproduzco, excepto la parte final que habla de la situación del laborismo británico de aquellos años; en cambio, el resto de la conferencia nos sirve para hoy día.
Por Eric Hobsbawm
«Los socialistas deben tener en cuenta el nacionalismo,
pero, como las enfermeras, deben lavarse veinte veces las manos
antes de acercarse a un área del movimiento obrero infectada por él.»
ISAAC DEUTSCHER
Mi conferencia trata de un tema sorprendentemente nuevo. Estamos tan acostumbrados a términos como «identidad colectiva», «grupos de identidad», «política de identidad», o, inclusive, «etnicidad», que cuesta recordar que sólo en fecha reciente empezaron a formar parte del vocabulario o jerga actual del discurso político. Por ejemplo, si consultáramos la Encyclopedia of the Social Sciencies internacional, publicada en 1968 —es decir, escrita a mediados de la década de 1960—, no encontraríamos ninguna entrada para el término identidad, salvo una que trata de la identidad psicosocial, redactada por Erik Erikson, preocupado principalmente por temas tales como la llamada «crisis de identidad» que sufren los adolescentes cuando intentan descubrir lo que son, y un fragmento general sobre la identificación de los votantes. En lo que respecta a la etnicidad, en el Oxford English Dictionary de principios de la década de 1970, todavía figura sólo como una palabra poco común que indica «el mundo y la superstición paganos» y que aparece documentada con citas del siglo XVIII.
En resumen, nos ocupamos de términos y conceptos que sólo empezaron a utilizarse realmente en la década de 1960. Es en los Estados Unidos donde más fácil nos resulta seguir la pista de su aparición, en parte porque siempre ha sido una sociedad extraordinariamente interesada en controlar su temperatura, su presión sanguínea y otros síntomas sociales y psicológicos, y ante todo porque la forma más evidente de política de la identidad, aunque no la única, es decir, la etnicidad, ha desempeñado en todo momento un papel central en la política estadounidense desde que éste se convirtió en un país de inmigración masiva procedente de todos los puntos de Europa. De forma preliminar, se podría decir que la nueva etnicidad hace su primera aparición pública en 1963 con Beyond the Melting Pot, de Glazer y Moynihan, y que en 1972 se convierte en un programa militante con The Rise of Unmeltable Ethnics, de Michael Novak. No hace falta que les diga que la primera de estas obras fue escrita por un catedrático judío y por un irlandés, en la actualidad senador demócrata senior por Nueva York; el autor de la segunda era un católico de origen eslovaco. Por el momento, no debemos preocuparnos demasiado por el motivo de que todo esto sucediera en la década de 1960, pero permítanme recordarles que —por lo menos en el escenario de los movimientos de los Estados Unidos, en donde se produjeron estos acontecimientos— esta década asistió también a la aparición de otras dos variantes de política de la identidad: el movimiento de las mujeres contemporáneo (es decir, postsufragista) y el movimiento gay.
No pretendo decir que antes de la década de 1960 nadie se hiciera preguntas sobre su identidad pública. A veces, en situaciones de incertidumbre, hubo grupos que se las hicieron; por ejemplo, en el cinturón industrial de Lorena, en Francia, cuya nacionalidad y lengua oficial cambió cinco veces en un siglo y cuya vida rural se volvió industrial, semiurbana, al mismo tiempo que sus fronteras eran modificadas siete veces en el último siglo y medio. No es de extrañar que los habitantes de la región dijeran lo siguiente: «Los berlineses saben que son berlineses, los parisinos saben que son parisinos, pero ¿quiénes somos nosotros?». O, por citar otra entrevista: «Soy de Lorena, mi cultura es alemana, mi nacionalidad, francesa, y pienso en nuestro dialecto provincial». En realidad, este tipo de situaciones sólo conducían a auténticos problemas de identidad cuando se impedía que la gente mantuviera las identidades múltiples, combinadas, que resultan naturales para la mayoría de nosotros. O, más aún, cuando éstas se encontraban desligadas «de las prácticas culturales antiguas y comunes a todos». No obstante, hasta la década de 1960, estos problemas de identidad dudosa quedaron circunscritos a zonas fronterizas especiales de la política. Todavía no eran centrales.
Parecen haber adquirido una importancia fundamental a partir de la década de 1960. ¿Por qué? Sin duda, encontramos razones particulares en la política e instituciones de este o aquel país: así, en los peculiares procedimientos impuestos por la Constitución de los Estados Unidos, que dieron lugar, por ejemplo, a los juicios de derechos civiles de la década de 1950, que en un primer momento tuvieron como protagonistas a los negros y después se extendieron a las mujeres, proporcionando un modelo para otros grupos de identidad. Podríamos decir que, sobre todo en países donde los partidos compiten por los votos, constituirse como un grupo de identidad de este tipo puede aportar ventajas políticas concretas: por ejemplo, discriminación positiva a favor de los miembros del grupo, cuotas en puestos de trabajo, etcétera. Los Estados Unidos son de nuevo un ejemplo al respecto, pero no el único. Por ejemplo, en la India, donde el gobierno se ha comprometido a garantizar la igualdad social, puede resultar realmente provechoso declararse miembro de una casta baja o de un grupo tribal aborigen con el fin de disfrutar del acceso extraordinario al empleo garantizado para tales grupos.
La negación de la identidad múltiple
No obstante, a mi modo de ver, la aparición de la política de la identidad es una consecuencia de las profundas y extraordinariamente rápidas convulsiones y transformaciones que ha experimentado la sociedad humana en el tercer cuarto de este siglo, que he intentado describir y comprender en la segunda parte de mi historia del «corto siglo XX», La edad de los extremos. Pero no soy el único que defiende esa opinión. El sociólogo estadounidense Daniel Bell, por ejemplo, sostenía en 1975 que «la desintegración de las estructuras tradicionales de autoridad y de las unidades sociales afectivas anteriores —históricamente, la nación y la clase […]— hace que los lazos étnicos pasen a un primer plano».
De hecho, sabemos que tanto el Estado-nación como los viejos partidos y movimientos políticos basados en la clase se han visto debilitados como resultado de estas transformaciones. Es más, hemos vivido, estamos viviendo, una gigantesca «revolución cultural», una «extraordinaria disolución de las normas, texturas y valores sociales tradicionales, que ha dejado a tantos habitantes del mundo desarrollado huérfanos y desposeídos». Si me permiten que continúe citándome a mí mismo, «Nunca se utilizó la palabra “comunidad” de forma tan indiscriminada y vacía como en las décadas en las que las comunidades en sentido sociológico se vuelven difíciles de encontrar en la vida real». Los hombres y las mujeres buscan grupos a los que poder pertenecer, con seguridad y para siempre, en un mundo en el que todo lo demás resulta movedizo y cambiante, en el que ya nada es seguro. Y encuentran lo que buscan en los grupos de identidad. De ahí la extraña paradoja, identificada por el brillante sociólogo de Harvard, Orlando Patterson, caribeño, por cierto: la gente opta por pertenecer a un grupo de identidad, pero «se trata de una elección basada en la convicción, defendida con vigor y concebida con esmero, de que al individuo no le queda absolutamente más opción que la de pertenecer a ese grupo específico». En ocasiones, cabe demostrar que se trata de una opción. El número de estadounidenses que se presentan como «indios americanos» o «nativo-americanos» casi se cuadruplicó entre 1960 y 1990, pasando de cerca de medio millón a aproximadamente dos millones, un aumento que no admite explicaciones en términos demográficos habituales; y, dicho sea de paso, dado que el 70 por 100 de los «nativo-americanos» se casan con gente que no es de su raza, no queda nada claro quien es estrictamente un «nativo-americano» en sentido étnico.
Así pues, ¿qué es lo que entendemos por «identidad» colectiva, ese sentimiento de pertenencia a un grupo primario que constituye su base? Quisiera llamar su atención sobre cuatro puntos.
En primer lugar, las identidades colectivas se definen negativamente; es decir, contra otros. «Nosotros» nos reconocemos como «nosotros» porque somos diferentes a «ellos». Si no existiera un «ellos» del que diferenciarnos, no tendríamos que preguntarnos quiénes somos «nosotros». Sin identificación de quienes están Afuera no existe posibilidad de identificar quien está Adentro. En otras palabras, las identidades colectivas no se basan en lo que sus miembros tienen en común —es posible que no tengan gran cosa en común excepto el hecho de no pertenecer a los «Otros»—. Los unionistas y los nacionalistas en Belfast, o los serbios, croatas y bosnio-musulmanes, que de lo contrario serían indistinguibles —hablan el mismo idioma, tienen los mismos estilos de vida, el mismo aspecto y comportamiento—, insisten en lo único que les divide, que resulta ser la religión. A la inversa, ¿qué es lo que une como palestinos a una población abigarrada de varios tipos de musulmanes, católico-romanos y griegos, greco-ortodoxos y otros grupos que, en otras circunstancias, bien podrían estar luchando unos contra otros, como hacen sus vecinos en el Líbano? Simplemente, el hecho de que no son israelíes, tal y como la política israelí se encarga de recordarles en todo momento.
Desde luego, existen colectividades basadas en características objetivas que sus miembros tiene en común, que incluyen el género biológico o rasgos físicos políticamente sensibles tales como el color de la piel y semejantes. No obstante, la mayor parte de las identidades colectivas se parecen más a una camisa que a la piel, es decir, que son, por lo menos en teoría optativas, no ineludibles. A pesar de la moda actual de manipular nuestro propio cuerpo, sigue siendo más fácil cambiar de camisa que de brazo. La mayoría de los grupos de identidad no se basan en similitudes o diferencias físicas objetivas, aunque a todos les gustaría afirmar que son grupos «naturales», y no socialmente construidos. Por supuesto, todos los grupos étnicos lo hacen.
En segundo lugar, de lo anterior se desprende que, en la vida real, las identidades, al igual que la ropa, no son únicas ni están, por así decirlo, pegadas al cuerpo, sino que se pueden intercambiar o llevar puestas combinándolas de modos diversos. Naturalmente, como sabrá reconocer todo aquel que se dedique a los sondeos de opinión, nadie tiene una única identidad. No cabe describir a los seres humanos, ni siquiera para fines burocráticos, sino como una combinación de numerosas características. Pero la política de la identidad asume que una entre las diversas identidades que todos tenemos es la que determina, o por lo menos domina, nuestra acción política: ser mujer, si se es feminista; ser protestante, si se es un unionista de Antrim; ser catalán, si se es un nacionalista catalán; ser homosexual, si se pertenece al movimiento gay. Y asume también, por supuesto, que hay que librarse de los otros porque son incompatibles con tu «verdadero» yo. Es así como David Selbourne, ideólogo multiuso y acusador general, hace un firme llamamiento al «judío de Inglaterra» para que «deje de hacerse pasar por inglés» y reconozca que su «verdadera» identidad es la de judío. Algo peligroso y absurdo al mismo tiempo. No existe ninguna incompatibilidad en ser ambas cosas, a menos que una autoridad externa te diga que no puedes serlo o a menos que sea físicamente imposible. Si uno quisiera ser simultánea y ecuménicamente católico devoto, judío devoto y budista devoto, ¿por qué no debería serlo? La única razón que detendría físicamente mi propósito residiría en que probablemente las autoridades religiosas respectivas me dirían que no puedo combinar todos estos credos, o en que podría resultar imposible llevar a cabo todos los rituales, porque algunos impiden la realización de otros.
Por regla general, la gente no tiene problemas en combinar identidades, y ésta es, evidentemente, la base de la política en general, a diferencia de la política de la identidad sectorial. A menudo, la gente ni siquiera se molesta en elegir entre distintas identidades, bien porque nadie se lo pide, bien porque resulta demasiado complicado. Cuando se solicita a los habitantes de los Estados Unidos que declaren su origen étnico, el 54 por 100 se niega o es incapaz de dar una respuesta. En resumidas cuentas, la política de la identidad exclusiva no es algo que la gente asuma de forma natural. Lo más común es que le venga impuesta desde el exterior —tal y como se ha obligado a separarse a los habitantes serbios, croatas y musulmanes de Bosnia, que vivían juntos, se mezclaban y se casaban entre sí, o de formas menos brutales.
El tercer punto que debe mencionarse es que estas identidades, o su expresión, no son fijas, aun en el supuesto de que uno haya optado por uno de sus muchos yoes potenciales, tal y como Michael Portillo ha optado por ser británico en lugar de español. Se desplazan constantemente y pueden cambiar, más de una vez si es necesario. Por ejemplo, grupos no étnicos, cuyos miembros resultan ser, en su totalidad o en su mayor parte, negros y judíos, pueden volverse grupos con conciencia étnica. Fue esto lo que ocurrió con la Iglesia Baptista Cristiana del Sur durante el liderazgo de Martin Luther King. También puede suceder lo contrario, como cuando el IRA Oficial dejó de ser una organización nacionalista feniana para convertirse en una organización de clase que ahora engrosa el Partido de los Trabajadores y forma parte de la coalición de gobierno de la República de Irlanda.
La cuarta y última cuestión que quisiera mencionar en torno a la identidad es que ésta depende del contexto, un contexto que puede cambiar. Todos nosotros podríamos recordar a los miembros con carnet y cotización a la Organización de la Comunidad Gay de Oxbridge de la década de 1920 que, tras la Depresión de 1929 y el ascenso de Hitler, se pasaron, como ellos mismo solían decir, de la Homintern («Internacional Homosexual») a la Komintern («Internacional Comunista»). Burguess y Blunt, por poner dos ejemplos, trasladaron su homosexualidad de la esfera pública a la privada. O pensemos en el caso de Pater, el erudito en lenguas clásicas, alemán y protestante, catedrático de Filología Clásica en Londres, que descubrió repentinamente, una vez Hitler en el poder, que tenía que emigrar porque, de acuerdo con los criterios nazis, en realidad era judío, hecho que hasta entonces ignoraba. Como quiera que se hubiera definido anteriormente, ahora tenía que encontrar una identidad diferente.
El universalismo de la Izquierda
¿Qué tiene que ver todo esto con la izquierda? Sin duda, los grupos de identidad no eran fundamentales para la izquierda. Los movimientos sociales y políticos de masas de la izquierda, es decir, los inspirados por las revoluciones americana y francesa y por el socialismo, eran a decir verdad coaliciones o alianzas de grupos, pero lo que les mantenía unidos no eran los objetivos específicos de cada grupo, sino grandes causas universales a través de los cuales cada grupo creía que podría llegar a ver realizados sus objetivos particulares: la democracia, la república, el socialismo, el comunismo o lo que sea. Nuestro propio Partido Laborista, en sus mejores tiempos, era a la vez el partido de una clase y, entre otras cosas, el de las nacionalidades minoritarias y las comunidades inmigrantes de britanos continentales. Era todas estas cosas porque se trataba de un partido de igualdad y justicia social.
No malinterpretemos su pretensión de basarse fundamentalmente en la clase. Los movimientos políticos obreros y socialistas nunca, en ninguna parte, han estado en lo esencial circunscritos al proletariado en el sentido marxista estricto del término. De no haber sido así, no hubieran podido convertirse, salvo en Gran Bretaña, en los amplios movimientos que de hecho fueron, porque, durante las décadas de 1880 y 1890, período en el cual los partidos obreros y socialistas aparecieron repentinamente en escena, cual campos de campanillas en primavera, en la mayoría de los países la clase trabajadora industrial constituía una minoría bastante reducida y, en cualquier caso, buena parte de ella se mantenía al margen de la organización obrera y socialista. Recordemos que, antes de la Primera Guerra Mundial, los socialdemócratas obtuvieron entre el 30 y el 47 por 100 de votos en países apenas industrializados como Dinamarca, Suecia y Finlandia, así como en Alemania. (El porcentaje más elevado de votos obtenido por el Partido Laborista en Gran Bretaña fue del 48 por 100, en 1951.) Además, el alegato socialista en defensa de la centralidad de los trabajadores en su movimiento no era un alegato sectorial. Los sindicatos se dedicaban a la defensa de los intereses sectoriales de los asalariados, pero una de las razones por las cuales las relaciones entre los partidos obreros y socialistas y los sindicatos vinculados a ellos nunca estuvieron libres de problemas, fue precisamente porque los objetivos del movimiento eran más amplios que los de los sindicatos. El razonamiento socialista no descansaba exclusivamente en el hecho de que la mayor parte de la gente fuera «trabajadora manual o intelectual», sino en que los trabajadores eran el vehículo histórico necesario para transformar la sociedad. Hasta el punto de que, si uno aspiraba a conquistar el futuro, fuera quien fuera, debía unirse al movimiento de los trabajadores.
A la inversa, cuando el movimiento obrero quedó reducido a apenas un grupo de presión o movimiento sectorial de los trabajadores industriales, como sucedió en la Gran Bretaña de la década de 1970, perdió la capacidad tanto de ser el centro potencial de una movilización general y popular, como de suponer una esperanza general de futuro. El sindicalismo militante «economicista» se ganó hasta tal punto la enemistad de todos aquellos que no estaban directamente implicados en éste que proporcionó al conservadurismo thatcheriano sus argumentos más convincentes y la justificación para convertir al tradicional Partido Conservador de «toda una nación» en una fuerza capaz de librar una lucha de clases militante. Es más, esta política de la identidad proletaria no sólo aisló a la clase trabajadora, sino que la dividió, enfrentando a grupos de trabajadores entre sí.
Así pues, ¿qué tiene que ver la política de la identidad con la izquierda? Permítanme decir con firmeza lo que no debería ser preciso repetir. El proyecto político de la izquierda es universalista: se dirige a todos los seres humanos. Como quiera que interpretemos las palabras, no se trata de libertad para los accionistas o para los negros, sino para todo el mundo. No se trata de igualdad para los miembros del Club Garrick o para los discapacitados, sino para cualquiera. No se trata de fraternidad únicamente para los ex alumnos del Eton College o para los gays, sino para todos los seres humanos. Y, básicamente, la política de la identidad no se dirige a todo el mundo sino sólo a los miembros de un grupo específico. Algo perfectamente evidente en el caso de los movimientos étnicos o nacionalistas. El nacionalismo sionista judío, simpaticemos o no con él, se centra exclusivamente en los judíos, y cuelga, o más bien bombardea, al resto. Todos los nacionalismos son exclusivistas. La afirmación nacionalista que sostiene que lo que se defiende es el derecho a la autodeterminación para todo el mundo es engañosa.
Por esa razón, la izquierda no puede basarse en la política de la identidad. Los temas que la ocupan son más amplios. Para la izquierda, Irlanda ha sido, históricamente, uno, pero tan sólo uno, entre los numerosos grupos de seres humanos explotados, oprimidos y castigados por los que ha luchado. Para un nacionalismo como el del IRA, la izquierda sólo ha sido, y continúa siendo, un posible aliado en la lucha por alcanzar sus objetivos en situaciones determinadas. En otras, estuvo dispuesto a ofrecer su apoyo a Hitler, como de hecho hicieron algunos de sus líderes durante la Segunda Guerra Mundial. Y esto es válido para cualquier grupo que haga de la política de la identidad, étnica o de otro tipo, su fundamento.
Ahora bien, la mayor amplitud de los temas que ocupan a la izquierda implica, desde luego, el apoyo por parte de ésta a muchos grupos de identidad, por lo menos en algunos momentos, y que estos últimos, a su vez, acudan a la izquierda. De hecho, algunas de estas alianzas son tan antiguas y tan íntimas que la izquierda se sorprende cuando tocan a su fin, tal y como la gente se sorprende cuando los matrimonios se rompen después de toda una vida. En los Estados Unidos parece casi contra natura que los «grupos étnicos» —es decir, los grupos que provienen de la inmigración masiva y pobre y sus descendientes— ya no voten de forma prácticamente automática al Partido Demócrata. Parece casi increíble que un afroamericano pueda llegar a considerar la idea de presentarse como candidato a la presidencia de los Estados Unidos por los republicanos (pienso en Colin Powell). Y, sin embargo, el interés común por el Partido Demócrata de los irlandeses, los italianos, los judíos y los afroamericanos no se derivaba de sus etnicidades particulares, aunque los políticos realistas las respetaran. Lo que les unía era el hambre de igualdad y justicia social, y un programa capaz de promoverlas de forma creíble.
El interés común
Pero es esto precisamente lo que tanta gente de la izquierda olvida, a medida que se sumerge en las aguas profundas de la política de la identidad. Desde la década de 1970, ha habido una tendencia, una tendencia creciente, a ver la izquierda esencialmente como una coalición de grupos e intereses minoritarios: de raza, género, orientación sexual u otras preferencias culturales y estilos de vida, e incluso de minorías económicas como la que ahora constituye la vieja clase obrera industrial empelada en los trabajos más penosos y descualificados. Una tendencia muy comprensible, pero peligrosa, y más en la medida en que conquistar mayorías no equivale a sumar minorías.
En primer lugar, permítanme insistir: los grupos de identidad sólo tratan de sí mismos y para sí mismos, y nadie más entra en el juego. Una coalición de tales grupos que no cimente su unidad en un único conjunto de objetivos o valores comunes, sólo posee una unidad ad hoc, bastante semejante a la de los Estados que se alían temporalmente en tiempos de guerra contra un enemigo común. Se separan cuando ya no tienen necesidad de estar juntos. En cualquier caso, como grupos de identidad, no tienen un compromiso con la izquierda como tal, sino que se limitan a obtener apoyos para sus propios objetivos siempre que pueden. Pensamos en la emancipación de las mujeres como una causa íntimamente asociada a la izquierda, como lo ha sido sin duda desde el origen del socialismo, antes incluso de Marx y Engels. Sin embargo, históricamente, el movimiento sufragista británico anterior a 1914 era un movimiento de los tres partidos (el conservador, el liberal y el laborista), y la primera mujer que llegó a ser miembro del Parlamento pertenecía, como sabemos, al Partido Conservador.
En segundo lugar, con independencia de su retórica, los verdaderos movimientosorganizaciones de la política de identidad sólo movilizan a las minorías, por lo menos hasta que obtienen el poder de la ley y la fuerza. Puede que el sentimiento nacional sea universal, pero, según mi leal saber y entender, en los Estados democráticos ningún partido nacionalista secesionista ha obtenido hasta ahora los votos de la mayoría de su circunscripción electoral (aunque el pasado otoño los quebequeses caso lo consiguen, pero en esta ocasión los nacionalistas tuvieron cuidado de no exigir la secesión total con esas mismas palabras). No estoy diciendo que no pueda o no vaya a ocurrir, lo único que digo es que, hasta ahora, la forma más segura de conseguir la independencia nacional mediante la secesión ha consistido en no pedirle a la gente que vote a favor de ésta hasta que no haya sido conquistada previamente por otros medios.
Lo cual nos proporciona, por cierto, dos razones pragmáticas para estar en contra de la política de la identidad. Sin esa coacción o presión exterior, en condiciones normales, esta política prácticamente nunca moviliza más que a una minoría, incluso del grupo al que se dirige. Por esta razón, los intentos de constituir partidos políticos exclusivamente de mujeres no han resultado un medio muy eficaz para movilizar el voto de las mismas. La otra razón es que obligar a las personas a asumir una identidad, y sólo una, hace que éstas se dividan entre sí y, por tanto, aísla a las minorías.
Hoy en día, tanto la derecha como la izquierda tienen que cargar con la política de la identidad. Desafortunadamente, el peligro de desintegrarse en una mera alianza de minorías es extraordinariamente grande en la izquierda, porque el ocaso de los grandes eslóganes universalistas de la Ilustración, eslóganes que pertenecían esencialmente a la izquierda, la ha dejado sin recursos para formular de manera clara un interés común que atraviese las fronteras sectoriales. El único entre los denominados «nuevos movimientos sociales» que traspasa todas estas fronteras es el ecologista. Pero, desgraciadamente, su atractivo político es limitado y probablemente seguirá siéndolo.
No obstante, existe una forma de política de la identidad de alcance realmente global, en la medida en que está basada en una reivindicación común, por lo menos dentro de los confines de un mismo Estado: el nacionalismo ciudadano. Visto desde una perspectiva global, puede que sea lo contrario a una reivindicación universal, pero visto desde la perspectiva del Estado nacional, que es donde la mayoría de nosotros todavía vivimos, y probablemente continuaremos viviendo, proporciona una identidad común o, según la expresión de Benedict Anderson, «una comunidad imaginada» no menos real por ser imaginada. La derecha, especialmente la derecha en el gobierno, siempre ha pretendido monopolizar esto, y, por regla general, todavía puede manipularlo. Incluso el thatcherismo, el sepulturero del «conservadurismo de toda una nación», lo hizo. Incluso su sucesor espectral y moribundo, el gobierno de Major, tiene la esperanza de evitar la derrota electoral acusando a sus adversarios de antipatrióticos.
¿Por qué, entonces, le resulta tan difícil a la izquierda, y sin duda a la izquierda de los países de habla inglesa, verse a sí misma como representante de toda la nación? (Aquí evidentemente me refiero a la nación como comunidad de individuos de un país, no como entidad étnica.) ¿Por qué le ha sido tan difícil siquiera intentarlo? Después de todo, los orígenes de la izquierda europea se remontan al momento en el que una clase, o una alianza de clases, el Tercer Estado de los Estados Generales franceses de 1789, decidió declararse a sí misma «la nación», contra la minoría de la clase gobernante, creando así el concepto mismo de «nación» política. Después de todo, incluso Marx preveía una transformación de este tipo en El Manifiesto Comunista: «Más, por cuanto el proletariado debe en primer lugar conquistar el poder político, elevarse a la condición de clase nacional, constituirse en nación, todavía es nacional, aunque de ninguna manera en el sentido burgués». De hecho, podríamos ir más lejos. Todd Gitlin, uno de los mejores observadores de la izquierda estadounidense, lo expresa dramáticamente en su nuevo libro, The Twilight of Common Dreams: «¿Qué es una izquierda si no es, por lo menos de un modo que resulte verosímil, la voz de todo el pueblo?… Si no hay un pueblo, sino sólo pueblos, no hay izquierda».
Londres, 1996.