Ruthless CriticismPrólogo"El nacionalismo de los de arriba sirve a los de arriba.
El nacionalismo de los de abajo sirve también a los de arriba.
El nacionalismo, cuando los pobres lo llevan dentro,
no mejora: es un absurdo total."
BERTOLT BRECHT
¡Sin autodeterminación no hay revolución! Tal es la idea de una oposición radical contra el Estado español que no se ha vuelto suspicaz a pesar de que la autodeterminación cuenta, entre la clase dominante autóctona de Euskadi y de Cataluña, con paladines tan contrarrevolucionarios como naturales. Contrarrevolucionarios porque, como políticos, tienen a su cargo relaciones de producción, de propiedad y de justicia burguesas. Y naturales porque "autodeterminación" —e.d., más soberanía para los poderes que encabezan— es su aspiración natural, en tanto que políticos
Si, además, la soberanía es la causa por la que se lucha, es criticable cualquier desobediencia popular contra el poder que la reclama. La autodeterminación exige paz social y no lucha de clases. "Unidad popular" contra el enemigo común —el poder estatal negador de ese alto derecho— y no una división de la nación a tenor de los antagonismos propios que determinan las condiciones de vida del "pueblo trabajador", eso es lo que requiere toda causa nacional. Porque su objetivo eminente es la afirmación de un poder estatal propio que, orgulloso de su autenticidad y como representante de una identidad nacional que hace de súbditos y mandamases una masa armónica, esté legitimado para exigir la sumisión voluntaria de todo un pueblo. Sin una crítica del derecho de autodeterminación no hay, pues, revolución.
El derecho de autodeterminación de los pueblos
El poder de los Estados modernos sobre sus súbditos —se dice— emana del pueblo. No es la gracia de Dios la legitimación preferida del poder de un caudillo, de un monarca o de un político de punta: es la voluntad del pueblo. El avatar de las naciones, empeñadas en imponer sus aspiraciones nacionales, se transfigura entonces en la realización de un mandato de los pueblos.
Este mito consagra el derrumbe del socialismo real, y lo cuenta como un despertar de pueblos que, cansados del maltrato e impulsados por el ideario más puro de su nacionalidad, se alzaron para reclamar que sus Estados introdujesen cambios políticos que, por lo demás, el "mundo libre" consideraba como hacía ya tiempo necesarios. Para remacharla, estadistas de uno y otro lado, personajes autorizados por el hecho de que nadie duda de que son ellos quienes rigen los destinos de sus pueblos, afirman con inimitable desenfado que lo que ocurre —pogromos mediante— es algo muy natural: la práctica, por parte de los pueblos, de su derecho a la autodeterminación. ¡Puros cuentos!
Los derechos y los pueblos
A diferencia de otros principios y normas establecidos por el orden estatal, que le son familiares como las reglas del juego que hay que obedecer, al compatriota común el derecho de autodeterminación de los pueblos le es completamente ajeno. En su ajetreada vida, dedíquese a lo que se dedique, carece de toda ocasión para disfrutar o para infringir ese derecho, al que, como súbdito nacional, pareciera tener algún derecho. ¿Acaso no se trata del derecho más elevado a que puede aspirar un pueblo?
Por supuesto que sí. Y, por lo mismo, el derecho se refiere expresa, concisa y exclusivamente al pueblo, abstrayendo de la masa de compatriotas que lo integran. En la ilustre abstracción pueblo, los catalogados como compatriotas no figuran como lo que son: obreros, patrones, políticos o toreros, sino como las partículas idénticas de un ser colectivo nacional que existe como tal por la pura razón de estar sometido a la fuerza de una misma autoridad estatal. Una vez hecha la abstracción pueblo, una entelequia racial o histórica, surge radiante el derecho a la autodeterminación para reclamar, en nombre de la raza, la historia o la fe un ficticio "destino en lo universal"; como si fuera poco el destino real de un pueblo determinado sistemáticamente por la política de la fuerza estatal a la que hay que obedecer. Porque todo pueblo moderno muy honrado está con los derechos y deberes otorgados. Desde que se levanta hasta que se acuesta, la vida de un compatriota cualquiera transcurre en los marcos que la ley le fija y dentro de los cuales se le permite perseguir sus ubérrimos intereses, compitiendo contra los demás. Además de votar, está obligado a ganar dinero para existir y a servir, con su vida y sus bienes, a la autoridad nacional.
Por lo tanto, los miembros de una nación, todos libres e iguales ante la ley, en la medida en que se comporten de acuerdo a lo que el derecho les señala y permite, son compatriotas que están perfectamente autodeterminados. Siempre que actúen según las leyes, son completamente libres. En caso contrario, caen en la categoría de delincuentes, experimentando en carne propia que la conveniencia de perseguir el interés propio existe exclusivamente dentro de los términos del derecho que el monopolio estatal de la fuerza mantiene en vigor.
¿Qué razón pueden tener entonces los sumisos miembros de un cuerpo social, ocupados ya de por sí en gozar de la más completa libertad dentro de los marcos del orden vigente, para, encima, preocuparse por el ejercicio de la facultad que les otorga el derecho a la autodeterminación? Pues ninguna.
Los agentes del derecho de los pueblos a la autodeterminación
Las informaciones que se publican sobre la vigencia del derecho de autodeterminación de los pueblos son, por lo general, decepcionantes: se le constata menoscabado o pisoteado sin piedad. De los informantes llama enseguida la atención que entre ellos los sufridos y numerosísimos compatriotas, de cuyos más profundos intereses se trataría, no juegan papel alguno.
Suelen ser el presidente de los Estados Unidos o el Congreso de ese país, el Parlamento Europeo o el señor presidente de la URSS quienes llevan la voz cantante en la cuestión de la autodeterminación de tal o cual pueblo. Es decir que los protagonistas reales de este derecho de los pueblos son quienes mandan. En su calidad de personajes que deciden cómo y cuándo usar la fuerza estatal, han elegido el derecho a la autodeterminación de los pueblos como un tema del diálogo entre ellos. Y sería peligroso confundir semejante cosa con un clamor de los de abajo frente a poderes extranjeros. Pues se trata de una cuestión entre los más altos servidores de la más sagrada y brutal de las causas: la causa nacional. Cada estadista la reclama exclusivamente para sí y contra el otro Estado, en nombre de un mandante soberano, inapelable y ficticio: su pueblo. De sus integrantes, los compatriotas de carne y hueso, nada importa, fuera del hecho de ser grises partículas de la masa nacional. La función única y eminente que los caracteriza es la de ser dignos miembros de la "comunidad de destino" a la que pertenecen y, en tal sentido, exponentes auténticos de los intereses nacionales que los líderes políticos asumen e imponen como si fuese por encargo de la masa de compatriotas. La política del Estado se realiza, entonces, en nombre del pueblo, su masa de maniobra, a la que se honra como sujeto de todas las maquinaciones de quienes detentan el poder y como fuente de todas las ambiciones del Estado frente a soberanías extranjeras. A los jefes de Estado o de Gobierno les queda, por ello, muy bien presentarse como luchadores incansables por el derecho de autodeterminación de los pueblos que ellos mismos mandan. Acostumbrados a la servidumbre voluntaria de la mayoría nacional, la premian con todo el cinismo de que son capaces regalándole y garantizándole un derecho a la autodeterminación, de cuyo ejercicio positivo —agregan— no cabe duda. Y es que, según ellos, de lo que se trata, en primer lugar, es del derecho del poder estatal al logro pleno de sus fines internos y externos y, en segundo lugar, del derecho de ellos como estadistas a ejercer el poder sin cortapisas de ninguna clase. ¿Acaso no consideran inadmisible todo aquello que dificulte, ya sea en lo más mínimo, el ejercicio soberano del poder político? Que algo huela a "presión callejera" cuenta ya como acto de coacción sobre los poderes públicos: figura delictiva punible en todo Estado de derecho.
Se comprende, por lo tanto, que no haya personaje de la alta política que no pierda ocasión de mostrarse satisfecho por el hecho de gobernar pueblos cada día más y más autodeterminados, ya que una legitimación tal del poder del Estado es siempre bienvenida, pues ideológicamente lo perfecciona. Pero que, en nombre de una facultad inexistente de los pueblos, los Estados modernos hayan librado dos guerras mundiales, hayan firmado la paz, y que casi medio siglo de guerra fría y de preparativos de guerra atómica mundial tengan en el derecho universal de los pueblos a su autodeterminación su motivo más profundo, no es asunto que se pueda entender sin más ni más.
Derecho a la injerencia en nombre del pueblo
Para aclarar la cuestión conviene analizar tanto la querella entre los abogados de uno y otro pueblo sobre el citado derecho como el ámbito "natural" en que ésta tiene lugar: la diplomacia y la política externa. En primer lugar, ese mundillo no está para atender a los intereses y a las necesidades de los compatriotas. Por el contrario: es la masa de sufridos compatriotas la que con sus diarios sacrificios debe cumplir la delicada función de atender a las necesidades que surgen de los multifacéticos planes de intervención del propio Estado en los asuntos de las otras soberanías. Como estos planes tienen el fin nacional inobjetable de acrecentar el poderío y la riqueza de la propia nación, a costa de las otras, ningún patriota serio piensa en ponerles reparos. Y, en segundo lugar, para la política exterior de un Estado el derecho de autodeterminación constituye un título de validez universal que avala la justeza y la justicia de su fuerza nacional soberana. El poder estatal mismo se lo ha librado a su favor, y la mafia diplomática lo lleva en su valija. Caso que, frente a otro Estado, un Estado decida —en bien de su interés nacional— sacar el valioso título de la maleta y ponerlo en la mesa de conversaciones, entonces, en el habitual tejemaneje entre las naciones se produce una grave modificación. Este acto anula la igualdad de las partes y representa el menosprecio consumado del otro poder soberano. Porque el Estado, que precisamente deriva su carácter de poder plenipotente de la existencia de un pueblo auto-determinado y exalta, de esta manera, su fuerza como la consumación de todos los anhelos y sacrificios del pueblo, como la realización de su voluntad más genuina, niega con absoluta convicción que en el otro Estado existan esas premisas que él considera esenciales para el ejercicio de la soberanía.
El título así puesto sobre el tapete corrobora que el otro poder no está para servir al pueblo, que es fuerza pura y que lo decisivo para una soberanía estatal —el mando supremo sobre el inventario humano denominado "pueblo"— carece de los papeles que lo acrediten como nacionalmente legitimado. Ese poder no se justifica. Merece que se hunda. Entonces hay que hundirlo.
El categórico dictamen no se basa en que sus autores, los campeones de la autodeterminación, hayan prestado oídos a los clamores de una etnia foránea, a sus penas y exigencias. Se trata, puramente, de la calculada constatación de un principio lesionado, constatación ajena a cualquier interés menoscabado —real o supuestamente— por el poder en el banquillo. La situación declarada inadmisible por la diplomacia tiene que ver aún menos con las necesidades reales y cotidianas de los compatriotas del pueblo agraviado. Sus abogados defensores, gente acostumbrada a operar con valores tan superiores como son los derechos humanos, no van a andar perdiendo su valioso tiempo ocupándose de las condiciones de vida y de trabajo de súbditos extranjeros, como no sea para empeorarlas. ¿Acaso no se trata de los mismos personajes que en casa presumen de valientes por atreverse a imponer medidas político-económicas antipopulares para hacer frente a los problemas de la nación? Y son justo estos mismos personajes quienes les adjudican a los pueblos el papel de mandantes —tan indiscutible como ficticio— de las tropelías que ellos en la política internacional cometen. En nombre de "los pueblos" actúa la todopoderosa razón de Estado al decidir, basándose en las exigencias de la lucha por la hegemonía y el reparto del mundo, impugnar la soberanía de otro poder estatal. El poder que así opera, se entroniza como tribunal supremo sobre un derecho universal que declara transgredido, reclamando para sí la potestad de castigar las violaciones cometidas. Se erige en juez, se arroga el derecho absoluto sobre los demás y despoja, teóricamente, a los Estados inculpados de la facultad de disponer de su material humano, una de sus fuentes esenciales de poder
La frase "derecho de pueblos", que al comienzo parecía la muletilla idealista jurídica de una convivencia Ínternacional, se revela como la justificación de una formidable aspiración estatal, como la manifestación de la voluntad irreductible de un Estado —encarnada siempre en la firmeza de carácter de su conductor— de negar los derechos que el poder de otros Estados tiene sobre sus súbditos, reclamando para sí, en principio, una competencia sobre éstos. Semejante acto lleva implícita la advertencia de que el respeto a las soberanías así cuestionadas queda únicamente librado a los medios militares de los que ellas realmente dispongan; y ello sin que la fuerza militar extranjera amedrente para nada a los paladines de la autodeterminación de los pueblos. Como jueces sobre pueblos y naciones, han dictaminado castigo para quienes se han hecho culpables de agravios contra los pueblos y, lógicamente, hacen todo lo que está a su alcance para que se cumpla la sentencia. Cuando ese día llega, suena "la hora de los pueblos".
Hoy le toca a los pueblos de lo que una vez fue el "bloque soviético" convertir en realidad su derecho a la autodeterminación, cuyos más celosos guardianes residen en Washington, Bonn, Londres y París. Únicamente los Estados aliados en la OTAN tienen, además, todo derecho sobre este derecho: porque sólo la fuerza que lo garantiza da validez al derecho.
Los pueblos en vías de autodeterminarse
Por el sendero luminoso de la autodeterminación avanzan, según la opinión pública occidental, los pueblos de Europa Oriental. Acaban de hacer trizas la cárcel de pueblos que era su morada y con el flamante documento de "autodeterminados", que los acredita como naciones libres, acuden a las puertas de su librador, el Mundo Libre occidental y cristiano, buscando ayuda y consejos para apuntalar la nueva libertad nacional. Las potencias occidentales les marcan los pasos a seguir para que del proceso de desmantelamiento del viejo modo de producción, con sus secuelas de quiebras y destrozos, salga algo parecido a "estabilidad". Esta palabreja no alude, por supuesto, a aquellas circunstancias en las que un pueblo, una vez abatidos los viejos amos, toma riendas en el asunto para dedicarse a crear una sociedad de productores donde todos tengan lo que necesitan. Eso sería comunismo, algo que nunca se le pasó por las mientes a ningún disidente opositor al socialismo real.
"Estabilidad" significa, en esta caso, que desde arriba hacia abajo se mande y se obedezca, que se gobierne con absoluta soberanía, de manera que unas élites diestras en todas las inmundicias de la política liberen, absoluta y totalmente, a los pueblos del rompedero de cabeza que sería el pensar cómo y en beneficio de quién organizar mejor el consumo y la producción, la educación y la salud.
Así, las nuevas mafias políticas en el poder, ataviadas de pies a cabeza con los colores nacionales, conducen a los pueblos recientemente autodeterminados por la senda marcada que, por otra parte, se tiene como la única posible: la democracia capitalista. Con irónica suficiencia, las naciones occidentales no pueden menos de reconocer que, aunque tengan mucho que aprender, los pueblos de Europa Oriental van por el buen camino, ya que el nuevo interés nacional que allí se abre paso satisface las aspiraciones económicas y políticas globales de Occidente. Los nuevos mandamases, los Havel y Walesa, mendigan créditos, suplican asesorías y ofertan el patrimonio estatal a un capital y a una habilidad comercial occidentales que saben sacarle provecho. Mientras tanto, el pluralismo político "made in West" hace de los autodeterminados integrantes del pueblo... votantes, es decir, masas de maniobra de la competencia política por el poder. La rapidez de los cambios, mejor dicho la celeridad con la que hay que acostumbrarse a las durezas de la nueva vida, donde se generaliza una miseria que recuerda a la que pintaba la propaganda del viejo Estado cuando difamaba al capitalismo para fabricar conformismo con su socialismo real, ha dejado boquiabierta a la masa de compatriotas. Y mientras siguen por un lado papando moscas y por el otro aprendiendo a arreglárselas con cada vez menos, el mundo del capital se vanagloria cada vez más sobre el estado de cosas reinante en lo que fue el "Bloque oriental". Los centinelas del derecho de autodeterminación celebran la ruina del socialismo como el triunfo de ese derecho que, como es el derecho de ellos, ha abierto a las naciones de la OTAN —a su política, a su economía y a su diplomacia— las perspectivas para la reconquista capitalista de toda Europa.
También los reconquistados pueblos tienen su perspectiva. Esta consiste en sacrificarse por una libertad nacional cuyo precio lo fija ese Occidente que tanto les ayuda y alienta.
Dentro de la Unión Soviética, Estado multinacional notorio, el derecho de autodeterminación de los pueblos encuentra un amplio campo de acción. Los efectos de las técnicas de injerencia y de disgregación imperialistas no serán tan contundentes como en el antiguo "glacis"; pero, de todas formas, hacen progresar la desunión soviética. Cada pueblo soviético, nacionalmente agraviado por la existencia de un Estado que le niega su derecho más preciado, se merece que le den una dosis de autodeterminación que esté en función de los intereses y medios empleados por las potencias que amparan y reclaman ese derecho.
En consecuencia, si bien Occidente promueve en general la jerarquización diplomática de cualquier motín nacionalista, ya que éstos minan el poder del enemigo, se reserva, sin embargo, todas las opciones ante cada alzamiento nacional: desde apoyar la xenofobia por justificada y útil hasta condenar una declaración de independencia por inoportuna y desestabilizarte.
Completamente distinta se presenta la situación del derecho de autodeterminación en Euskadi y en Irlanda del Norte. Allí esta facultad es asumida plenamente por gobiernos democráticos para quienes nada es más sagrado que el monopolio estatal de la violencia. Madrid y Londres reprimen, París coopera y la opinión pública del Mundo Libre, si se da por enterada, lo comenta como un tema de orden público.
El derecho de autodeterminación del pueblo alemán
Sus abogados naturales residen en Bonn. Como la única parte libre de la nación alemana, sólo el Estado alemán occidental puede asumir los derechos del pueblo alemán en su conjunto. Consecuentemente, la RFA reclama y ejerce el derecho tutelar sobre todos aquellos individuos a quienes considera —aunque se hallen sometidos a otra soberanía estatal— como miembros de la nación alemana. De manera que el régimen de Bonn no sólo posee derechos incontestables sobre los 17 millones de compatriotas de la Alemania Oriental, sino también sobre las minorías alemanas en Polonia, en Rumania y en todo rincón donde Bonn quiera descubrir la presencia de alemanes menoscabados en sus derechos nacionales. En la misma Unión Soviética la diplomacia de la RFA ha contribuido al despertar nacional de los alemanes del Volga. Estos descendientes de colonos alemanes importados por la zarina Catalina II, se hubieran olvidado de su alemanidad si no fuera porque Bonn los declaró reliquia nacional y auténticos ejemplares del derecho del pueblo alemán a la autodeterminación, sometiéndolos, por lo tanto, al derecho tutelar que el Estado alemán occidental se arroga sobre cualquier agraviado compatriota de sangre germana diseminado por el globo.
Según la doctrina vigente en Bonn —"una nación, un pueblo"— ni los habitantes de la RDA constituyen un pueblo ni la RDA una nación. Se trata de un producto espurio que contiene un patrimonio étnico alemán, el testimonio trágico de un cuerpo nacional mutilado. El derecho de autodeterminación le compete entonces exclusivamente a la RFA. El Gobierno de Bonn es el gobierno verdadero, legítimo y natural de todos los alemanes. Los amputados tienen entonces derecho, en nombre de su propio derecho de autodeterminación, a lo que el tutor occidental considera como absolutamente necesario para solucionar el problema "Alemania". Solución que reside en completar la unidad de la nación bajo una dominación estatal única.
Para alcanzar este propósito Bonn consideró que eran necesarias elecciones libres en el territorio de la RDA, que ratificasen la anexión a la RFA y que designasen nuevas autoridades germanoorientales con plenos poderes para ejecutar el "Anschluss". Un mandato electoral adverso a estos fines hubiera significado un atentado inadmisible contra el derecho de autodeterminación, puesto que los comunistas —una vez más— habrían logrado impedir que el pueblo asumiese su más alto derecho nacional. Para dar oportunidad a que el derecho de autodeterminación se ejerciese libremente, hubo que enviar medios técnicos, dinero y propaganda, promulgar nuevas leyes y abatir las instituciones de seguridad estatal del viejo régimen. El poder comunista quedó, así, desmantelado. Para ofrecer alternativas al electorado fue necesario, además, organizar varios partidos —sucursales locales de los exitosos partidos germanooccidentales—, de forma tal que el flamante ciudadano libre pudiese hacer uso de su derecho a elegir sin temor a errarle. La voluntad nacional se expresó entonces en toda su plenitud, y la ciudadanía libre de la zona oriental de la nación pudo, por fin, dar un sí abrumador y pluralista a una Alemania: una, grande y libre.
Aunque los altos agentes de la unidad nacional estimen la reunificación como un "proceso natural", no la dejan ni por un instante librada al curso de los acontecimientos. Un plan por etapas hacia la unidad —diseñado por Bonn y que lleva el título de "comunidad de acuerdos"— establece la vigencia de nuevas relaciones socio-económicas que, por su propio carácter, aceleran la descomposición del antiguo Estado y de su economía, y mediante sus efectos sobre los agentes de la producción y el consumo le advierten a la población germanooriental que, sin una reunificación sin demoras, no hay derecho ni a un plato de lentejas. Hasta el menos autodeterminado de los ciudadanos capta enseguida la brutal advertencia. La unidad de la nación sería defectuosa si entre los ciudadanos de la zona nacional liberada, que están dando sus primeros pasos en libertad, hubiera quienes confundiesen su derecho al sufragio con la facultad de tener algo que decir acerca de la conformación del nuevo orden estatal en vías de establecerse. Como cualquier reminiscencia socialistoide en tal sentido atentaría contra los intereses de Alemania, se machacan sin pausa las consignas de Bonn: ¡Alemania es una! y ¡Somos un pueblo!
Contra esa "dementia nationalis" son asimismo sus propagandistas más eminentes y oficiales quienes ofertan la terapia, afirmando que sólo una expedita reunificación de la nación es capaz de frenar el nacionalismo de masas a punto de desbordarse. Esta es la forma, consecuente por cierto pero no abusiva, en la que el Estado germanooccidental asume sus responsabilidades por la vigencia del derecho de autodeterminación de todo el pueblo alemán. Desde su fundación ese poder estatal reclamó exclusivamente para sí, como prerrogativa constitucional, el derecho tutelar sobre todo súbdito considerado como miembro del pueblo alemán, negando así de plano la legitimidad existencial del Estado alemán oriental. Fueron sólo las relaciones de fuerza internacionales las que impidieron, desde la postguerra, la vigencia real de un derecho a la anexión que hoy, como funciona apoyado hasta por gente a la que seguro no le toca nada del botín, se ha convertido en un negocio redondo... para la clase política germanooccidental, a la cual la RFA desde hacía ya un buen rato le quedaba chica.
Una victoria, no sólo ideológica, del imperialismo
Entre los "eternos valores humanos" que rescató Gorbachov del olvido comunista está la nación. Ahora Moscú considera, igual que Washington, que el derecho de autodeterminación es una "aspiración natural de cada pueblo". La política exterior e interior del Estado soviético basada en el respeto absoluto de la libertad nacional conduce, según el líder soviético, al "perfeccionamiento" de las relaciones Internacionales, tanto dentro como fuera de la Unión Soviética. A las antiguas naciones aliadas del Pacto de Varsovia Moscú les permite que se retiren de la Alianza, y el Presidente Gorbachov les desea, como naciones ahora autodeterminadas, el mejor de los augurios. Quizá Gorbachov y sus asesores realmente crean que una retirada general de posiciones, que no por casualidad la vieja y condenada "política de confrontación" consideraba vitales para los intereses de la potencia mundial Unión Soviética, beneficie a "la paz", al desarme, y acelere la construcción de la mansión común europea. Sin embargo, esa fraseología de verdad no tiene un ápice.
Lo cierto es que si la URSS abandona sus posiciones mundiales y europeas es porque pretende con ello poder librarse de la situación en la que la han colocado el chantaje y la presión exitosa, tanto política como militar, de un imperialismo democrático dueño del mercado mundial: la de ser una potencia nuclear mundial sin ninguna clase de derechos reconocidos a existir como tal.
Para ganar entonces libertad de acción y obtener por parte de las potencias occidentales el reconocimiento y la voluntad de cooperar en todos los terrenos, la URSS liquida su propio bloque como si él fuera el obstáculo que se interpone para alcanzar aquel fin. Y en la tarea asume el punto de vista ideológico del "mundo civilizado", que precisamente es el mismo que el imperialismo democrático levanta como bandera de combate contra el poder soviético: el derecho de autodeterminación de los pueblos.
El nuevo patrón ideológico de los dirigentes soviéticos, que ya no quieren oír hablar más de su vieja fraseología de una política al servicio de un interés de clase, tiene dentro del Estado soviético un campo enorme de aplicación. Porque vista la URSS, tanto su pasado como su presente, según el gran principio etnoracial de separación de los pueblos — a cada etnia su propio amo— y abarrotada como está de tribus que viven en abigarrada mezcolanza, manejadas por gente extraña, puede afirmarse que se trata de un conglomerado de injusticias históricas y nacionales necesitadas de urgente reparación.
Por su parte, los garantes genuinos del derecho, las potencias occidentales, subrayan que la condición para que la autodeterminación de los pueblos en el campo soviético sea fructífera es precisamente su efecto disgregador. Que para contrarrestarlo a los dirigentes soviéticos no se les ocurra cosa mejor que cortejar a todo nacionalismo que se les viene encima, no es ni una reacción muy inteligente que digamos ni una capitulación por etapas. Es la forma, explosiva y contradictoria por cierto, como la URSS practica la supervivencia de su soberanía estatal frente a una injerencia occidental que hace sentir sus efectos reduciéndole dramáticamente las opciones. Como quiera que sea, los dirigentes soviéticos ya notarán que esa política debilita a la URSS y fortalece a una coalición de naciones que, mediante sus ininterrumpidos preparativos bélicos, subrayan su carácter de enemigas. En cuanto a la especulación de los managers de la perestroika al reconocer nacionalismos que, una vez desatados, retornarían a una amistad imperecedera con la URSS, no es nada más que una vana ilusión.
Abandonada por sus aliados y resquebrajada por el separatismo, muy alto será el precio que la URSS tendrá que pagar para hacer frente a las reforzadas aspiraciones de las potencias imperialistas, las protectoras exclusivas de un derecho de autodeterminación que, en el Báltico y el Cáucaso, en Mongolia y en Ucrania, se abre paso en contra de Moscú y pueblo contra pueblo.
Sobre la Identidad Nacional
Una forma moderna de adhesión a la patria es afirmar que los seres humanos viven voluntariamente sometidos a una autoridad nacional por pertenecer a un tipo de hombre de características similares. Están juntos porque tienen algo en común. Ese algo en su interior que los impulsa a juntarse es su identidad nacional.
No es la coacción real del poder estatal la que obliga a los miembros de una nación a someterse ni es la conveniencia, hipotética o real, de perseguir los intereses particulares la que hace de esa sumisión un acto "razonable" para los ciudadanos: es un profundo carácter nacional colectivo que los convierte en un rebaño.
La identidad nacional se revela, así, como el dogma racista que justifica el nacionalismo moderno. Como todo dogma prefiere los ejemplos a las razones. Mediante ellos se ilustra lo que se afirma: que una cantidad de seres humanos poseen algo en común, preexistente en ellos a la presencia de cualquier coacción política organizada llamada Estado, y que eso los hace un pueblo, y más pueblo todavía en el caso en que no se hallen sometidos al poder de la misma nación. Tres ejemplos integran la Santísima Trinidad Nacionalista: el idioma común, la cultura común y la historia común.
1. La lengua común
Un idioma nacional no es el resultado de la evolución propia y "natural" de un habla local. Es un producto político que el poder de un Estado ha impuesto, ya sea como lengua imperial en los territorios sometidos, o bien como lengua oficial de la administración y de los negocios en todo el ámbito de su soberanía. En ambos casos sin ninguna clase de reparos hacia otras lenguas o dialectos locales. El dogma racista, dando vuelta a las cosas, afirma que la lengua es un lazo común prepolítico que ha contribuido a desarrollar otros "lazos comunes", los cuales el poder político no habría tenido más remedio que aceptar.
Igual confusión padecen quienes se proponen revivir una lengua por considerarla "lazo común de liberación". Así se liberan, pero sólo de la lengua oficial del Estado. En cuanto al "lazo común de liberación", hasta la misma fuerza pública se articula con él, y no sólo cuando reprime.
Por lo demás, no es por el hecho de hablar una misma lengua que se desarrollan "lazos comunes" entre la gente. Si se ponen o no de acuerdo, si profesan ideas semejantes o diversas, si persiguen fines similares o contrarios, no se debe al "lazo común".
La lengua está ahí para que cada uno diga lo que mejor le parezca o se calle. Para decir lo que se quiere y lo que no se quiere. Para hacer oír razones o injurias. Ninguna diferencia de ideas o de intereses pierde importancia porque quienes las tengan hablen la misma lengua. Hay que ser muy bruto, o muy tonto, para imaginarse que todos los antagonismos, ya sean ideológicos o sociales, pasen a un segundo plano por la mera existencia de un ser colectivo nacional-parlante.
2. La cultura común
Un libro, un cuadro, una sinfonía suelen gustarle a mucha gente. Y no precisamente porque gocen al unísono de lo nacional que la obra contiene. Sobre gustos no hay nada escrito, vale decir que manda en ellos la subjetividad y no el patriotismo. La nacionalización de la cultura es también una obra del poder estatal nacional, el cual coloca bajo su tutela un ámbito del que siempre se ha dicho que es donde se manifiesta lo individualísimo del individuo: el arte. El poder político declara el arte y la cultura patrimonio nacional, y, como patrono de la creación artística, usa los productos del arte para embellecerse y dignificarse con ellos. Además, hace que la cultura llegue nacionalizada al pueblo. Ya en la enseñanza básica, a los alumnos se les enseña a utilizar las anteojeras nacionales para que aprendan a interpretar —como es debido— la biografía y las ideas de los grandes creadores patrios. Y como con las obras que son el orgullo nacional no son pocos los que se aburren, no hay más remedio que obligar a memorizar de ellas aunque sea algo, por lo menos los títulos.
Igual de aburrido es rescatar las tradiciones culturales de naciones oprimidas; que tienen que gustar, porque ellas reflejan la inmaculada identidad nacional de quienes han sido y continúan siendo víctimas del imperialismo
3. La historia común
De común mucho; de en común nada. Quien afirme lo contrario, seguro que no se refiere a las actividades cinegéticas de los antiguos moradores del territorio patrio, sino a la herencia común, abundante en atrocidades, que todo poder estatal reclama como suya e impone como patrimonio histórico nacional. Los antepasados las sufrieron, y los súbditos de hoy no deben abandonarse a la idea de que de cosas tan horribles y dañinas, como son las guerras, habría que huir a como sea. No. Tienen que asumir los sufrimientos del pasado como herencia común, como el patrimonio horroroso y conmovedor de una "comunidad de destino en lo universal" que deben hacer suya. Cada miembro tiene, de esta manera, el derecho de enorgullecerse o de avergonzarse, lo que mejor le parezca, pero siempre sintiéndose como una partícula más de la gran causa nacional que, más allá de cualquier interés individual, encierra deberes y derechos.
El significado de los mismos los define la política del Estado según la naturaleza de sus intenciones y propósitos, tanto internos como externos. Al pueblo le cabe, como pueblo, identificarse con los proyectos del poder estatal al que obedece. Tiene que hacerlos suyos. Para ello es necesario olvidar toda diferencia entre ciudadano y poder político, entre súbdito y estadista. Si un pueblo logra brindar un rendimiento semejante puede estar seguro de que el Estado aun las guerras las declarará en su nombre. La obediencia ciudadana de un pueblo que se identifica con el poder estatal no aparece, así, como la sumisión popular al monopolio de la fuerza estatal, sino como la expresión de la voluntad libre del pueblo. Cuanto más grandiosa es la empresa que un Estado acometa, más útil para su logro es la idea de una volunta nacional colectiva que anida en el espíritu de todos los ciudadanos —quiéranlo o no— como identidad nacional: una ideología engendrada por el poder, el cual se vale de ella afirmando que él tan sólo la refleja.
Arremeter contra un Estado en nombre de una identidad nacional maltratada es un peligroso error, ya que supone que es en su cualidad de extranjero donde reside su carácter de opresor. Bastaría, según esto, con la sumisión a un Estado autóctono para llegar a ser libre.