Hagamos valer la democracia y obliguemos a nuestros líderes a conducir el país con menos violencia y más diplomacia
AGUSTÍN DURÁN
Tenemos nuestras manos manchadas de sangre y nada hacemos para remediarlo; peor aún, no nos damos cuenta de este hecho irrefutable. Seguimos pensando que las guerras generadas por el gobierno estadounidense son ajenas a nuestra realidad y actuamos como si nosotros, ciudadanos de esta nación, no tuviéramos ninguna responsabilidad al respecto.
Se supone que Estados Unidos es un modelo de democracia para el mundo, un país donde el pueblo elige a su gobierno y, en consecuencia, todo lo que hacen sus dirigentes —republicanos o demócratas— es responsabilidad de todos los que votan y de los que no.
En ese sentido, todo lo que haga el ejército estadounidense es en nuestro nombre. Entonces, por ejemplo, lo que pasó en Irak (460.000 personas muertas), las mentiras, los daños, las muertes, incluso los decesos de nuestros 4.000 hermanos, hijos, padres, madres, hermanas que enviamos a combate, también recaen sobre nuestros hombros. No podemos olvidarlo o ignorarlo.
Desgraciadamente, Estados Unidos se ha involucrado en conflictos desde la Segunda Guerra Mundial con base en mentiras o verdades a medias, información que años después es revelada para comprobar que gobierno, políticos o supuestos expertos han mentido. Pero para ese momento ya es demasiado tarde, los medios no le dan la importancia merecida y la información pasa a ser considerada por la opinión pública solo como «lamentable»; incluso algunos medios dirán que no se dieron cuenta, que no sabían y que ellos también fueron víctimas de las mentiras del gobierno, cuando en algunos casos fueron cómplices.
De ese tamaño es nuestra responsabilidad. No podemos pensar que la guerra que ahora mismo estamos incendiando con armas y dinero en Ucrania simplemente es una «invasión rusa». Creer en la versión del «héroe» y el «villano» es demasiado infantil; de tal modo que seguir creyendo en las mentiras que los medios de comunicación masiva —ligadas al Gobierno— brindan respecto a la guerra ya no es sorpresa. Pero la pregunta es: ¿Qué hacemos nosotros para no caer en su juego?
Algo sorprendente es que prácticamente desde 1945 nuestras fuerzas armadas no han descansado. Depende mucho cómo se quiera ver, pero se han contabilizado por lo menos 50 participaciones armadas directas o indirectas desde ese año hasta la actualidad, todas en nuestro nombre, sí, con la autorización de nosotros. Eso quiere decir que ese gran número de víctimas alrededor del mundo son responsabilidad nuestra también.
Debemos recordar que si el Presidente o el Congreso estadounidense deciden que hay que participar en un conflicto y nosotros no hacemos nada para evitarlo, ni una protesta en la calle, entonces estamos de acuerdo; peor aún, en ocasiones seguimos reeligiendo a los mismos políticos.
Lo raro es que en la mayoría de los casos, las encuestas nos dicen que el pueblo estadounidense está en contra de la guerra, pero el gobierno sigue autorizando ataques e incrementando el presupuesto para el Complejo Industrial Militar. Entonces, en qué tipo de democracia vivimos, cuando el gobierno hace lo que le plazca y en contra de los deseos de su pueblo.
Presupuesto militar
Otra forma de medir de qué tamaño es nuestra responsabilidad como ciudadanos de este país es analizando el presupuesto que se destina a las Fuerzas Armadas. Actualmente es de más de 700 mil millones de dólares, más de lo que invierten los siguientes diez países juntos en armamento, incluyendo Rusia (61 mil millones). Creo que el puro presupuesto debería de ser una señal para imaginar cuál es el país bélico en el planeta, que siempre tiene justificaciones para invadir, ayudar o iniciar una guerra.
Otro punto importante es saber que Estados Unidos tiene por lo menos 800 bases militares en 70 países y hemos estado involucrados en más conflictos en los pasados 30 años que en los últimos 190, según John Glaser, experto en política exterior.
Por su parte, David Vine, autor del libro The United States of War, va un poco más a fondo y subraya que desde el nacimiento de la nación, solo 11 años el país no ha sido parte de un conflicto armado, incluyendo los últimos 22 años en forma consecutiva.
Lo peor de todo es que estos últimos conflictos se han hecho en tiempos en que se goza de más seguridad que durante el período de la Guerra Fría.
¿Quién decide en una democracia?
Entonces, ¿vivimos en una democracia donde el gobierno hace lo que el pueblo decide, o simplemente el gobierno hace lo que cree conveniente y nosotros solo lo ignoramos, aplaudimos o nos quejamos, pero no hacemos nada para evitarlo?
Volviendo a Irak, de acuerdo a Jerry Kroth, doctor en psicología y maestro en la Universidad de Santa Clara, unos meses después de los ataques del 11-S, solo 15% de estadounidenses pensaban que Sadam Husein tenía algo que ver con el ataque terrorista, pero después de dos años de propaganda mediática, casi el 60% de la gente pensaba que sí tenía algo que ver, a pesar de que ya se había revelado que la mayoría de los involucrados eran de Arabia Saudí.
No obstante, para ese momento ya era tarde, pues la guerra estaba en pleno apogeo. Lo sorprendente es que tres años después de los atentados en Nueva York y Washington, se le preguntó a George W. Bush qué tenía que ver Sadam Husein con los ataques del 11-S y contestó, cínicamente, que nada. Sin importar esa respuesta, Estados Unidos terminó la guerra de Irak hasta el 2011, aunque todavía mantiene presencia en la región.
Hoy los políticos, muchos de los cuales nos metieron en la guerra de Irak y otros conflictos, han iniciado una guerra indirecta contra una potencia nuclear. Los medios —que son controlados por esas corporaciones que producen armas de guerra y se benefician con jugosos contratos por cada conflicto— nos venden la idea del nacimiento de «otro Hitler» en Rusia, mientras un pueblo está siendo devastado con miles de muertos y millones de refugiados.
En ese sentido, reflexionemos antes de condenar y apoyar cualquier lado de la guerra. Analicemos un poco y veamos dónde está el verdadero causante de tantos conflictos. Utilicemos el sentido común para encontrar la congruencia de los países bélicos y que siempre han estado en guerra; preguntémonos quién se beneficia de los conflictos a pesar de tanto dolor humano.
Recordemos, por otro lado, que vivimos en el país más rico y militarmente poderoso del mundo. Si verdaderamente creemos que vivimos en una democracia, y si realmente queremos la paz, es tiempo de presionar a nuestros representantes y pedirles que detengan la guerra (que se comprometan con Rusia a que Ucrania no será parte de la OTAN); de lo contrario, nosotros seremos tan culpables como la bala o la bomba que aniquila a una mujer o a un niño inocente.
En la crisis armamentista de los años 60, Estados Unidos no permitió que la Unión Soviética instalara misiles en Cuba; entonces, por qué no se puede respetar esa misma lógica en torno a Rusia y evitar miles de víctimas.
Complicidad silenciosa
No seamos cómplices silenciosos y actuemos. Pidamos a los políticos que ya es necesario liderar el mundo con menos guerra y dolor; es necesario utilizar más la diplomacia y dejar de ver los conflictos como un negocio o una oportunidad para que los presidentes estadounidenses se reelijan, como ocurrió con George W. Bush (Afganistán, Irak, Pakistán, entre otras) o Barack Obama (Yemen, Siria, Libia, Somalia, Uganda, entre otras). Qué podemos pensar de Biden, si ahora que tiene una aprobación muy baja con los estadounidenses (40%), se lanza a la guerra, indirectamente, con Rusia.
Recordemos que las guerras en las que Estados Unidos está involucrado son nuestras guerras y nosotros somos responsables. Ya no queremos más muertos, porque en la medida que haya más víctimas, nuestras manos seguirán goteando sangre.
Entiendo que las familias que tienen miembros en las Fuerzas Armadas estadounidenses son las que más sufren y las que terminan siendo víctimas, en muchas ocasiones de guerras innecesarias. Esta crítica al pueblo estadounidense es para evitar que más miembros del ejército de esta nación sigan siendo sacrificados, al igual que millones de personas —soldados y civiles alrededor del mundo—, quienes terminan en un ataúd a causa de decisiones o negocios políticos y corporativos, que en lo último que piensan es en la vida y la seguridad de las personas que se encuentran en los campos de batalla.