Stephen Jay Gould
Kirtley Mather, quien murió el año pasado
[1] a los noventa años, era un pilar tanto de la ciencia como de la religión cristiana en Norteamérica y uno de mis amigos más queridos. La diferencia, de casi medio siglo, entre nuestras edades se evaporaba frente a nuestros intereses comunes. La cosa más curiosa que compartíamos era una batalla que libramos cada uno de nosotros a la misma edad. Pues Kirtley había ido a Tennessee con Clarence Darrow para testificar a favor de la evolución en
el caso Scopes de 1925. Cuando pienso que estamos de nuevo enzarzados en la misma lucha por uno de los conceptos mejor documentados, más convincentes y excitantes de toda la ciencia, no sé si reír o llorar.
De acuerdo con los principios idealizados del discurso científico, el despertar de cuestiones aletargadas debería representar la aparición de datos frescos, capaces de dar una vida renovada a ideas abandonadas. Aquellos que encuentran fuera del debate actual pueden, por lo tanto, ser perdonados por pensar que los creacionistas han aparecido con algo nuevo, o que los evolucionistas se enfrentan a algún grave problema interno. Pero nada ha cambiado; los creacionistas no han presentado ni un solo dato o argumento más. Darrow y Bryan, al menos, resultaban más entretenidos que nosotros, pobres antagonistas de hoy. El ascenso del creacionismo no es más que pura y simplemente, política; representa un tema (y ni mucho menos la principal preocupación) de la resurgente derecha evangélica. Las argumentaciones que hace tan sólo una década parecían tonterías, han vuelto a incorporarse a la corriente principal.
El ataque básico de los creacionistas modernos se cae a pedazos por dos motivos generales, antes siquiera de que lleguemos a supuestos detalles factuales de su ataque a la evolución. En primer lugar, atacan a través de una malinterpretación vernácula de la palabra «teoría» para transmitir la falsa impresión de que nosotros, los evolucionistas, estamos encubriendo el podrido núcleo de nuestro edificio. En segundo lugar, hacen mal uso de una filosofía popular de la ciencia para argumentar que se comportan científicamente al enfrentarse a la evolución. Y, no obstante, esa misma filosofía demuestra que su propia creencia no es ciencia, y que «creacionismo científico» es una frase carente de significado y contradictoria en sí misma, un ejemplo de lo que Orwell llamó «neolengua».
En vernáculo norteamericano, «teoría» suele significar «dato imperfecto» [2]: parte de una jerarquía de confianza que va, en sentido descendente, de los hechos a la teoría, de ahí a las hipótesis, y de éstas a la suposición. Así, los creacionistas pueden argumentar (y lo hacen): la evolución es «sólo» una teoría, y el debate intenso ahora se ensaña contra muchos aspectos de la teoría. Si la evolución es algo menos que un hecho y los científicos ni siquiera son capaces de ponerse acuerdo acerca de la teoría, entonces ¿cómo vamos a tener confianza en ella? De hecho, el presidente Reagan se hizo eco de esta argumentación ante un grupo de evangélicos de Dallas cuando dijo (en lo que espero que sólo fuera retórica de campaña): «Bueno, es una teoría. Es sólo una teoría científica, y en los últimos años ha sido puesta en tela de juicio en el mundo de la ciencia; esto es, la comunidad científica no piensa que sea tan infalible como lo fue en tiempos pasados».
Bueno, la evolución es una teoría. Es también un hecho. Y los hechos y las teorías son cosas diferentes, no escalones de una jerarquía de certidumbre creciente. Los hechos son los datos del mundo. Las teorías son estructuras de ideas que explican e interpretan los hechos. Los hechos no se marchan mientras los científicos debaten teorías rivales para explicarlos. La teoría de la gravitación de Einstein reemplazó la de Newton, pero las manzanas no quedaron colgadas en medio del aire pendientes de este resultado. Y los seres humanos evolucionaron, a partir de antepasados simiescos, ya fuera por medio del mecanismo propuesto por Darwin o por algún otro, aún por descubrir.
Más aún, «hecho» no significa «certidumbre absoluta». Las pruebas finales de la lógica de las matemáticas fluyen deductivamente a partir de premisas planteadas, y alcanzan certidumbre, tan sólo porque no tratan el mundo empírico. Los evolucionistas no afirman estar en posesión de la verdad perpetua, aunque los creacionistas lo hacen a menudo (y después nos atacan por un tipo de argumentaciones que ellos mismos practican). En ciencia, «hecho» sólo puede significar «confirmado hasta tal punto que sería perverso no ofrecer nuestro asentimiento provisional». Supongo que es posible que las manzanas empiecen a flotar hacia arriba mañana, pero semejante posibilidad no merece que se le dedique igualdad de tiempos en las clases de física.
Los evolucionistas han tenido clara esta distinción, entre hechos y teoría, desde el principio, aunque sólo sea porque siempre hemos reconocido cuán lejos estamos de comprender completamente los mecanismos (teoría) por medio de los cuales la evolución (hecho) se ha producido. Darwin destacaba continuamente la diferencia entre sus dos grandes y separados logros: el establecimiento de la evolución como un hecho, y la proposición de una teoría (la selección natural) para explicar el mecanismo de la evolución. Él escribió en El origen del hombre: «Tenía dos objetivos distintos en mente: en primer lugar, mostrar que las especies no habían sido creadas por separado, y en segundo lugar, que la selección natural había sido el principal agente del cambio… Por consiguiente, si he errado en… haber exagerado su poder [el de la selección natural]…, espero al menos que habré hecho un buen servicio al ayudar a desbancar el dogma de las creaciones separadas».
Así, Darwin reconocía la naturaleza provisional de la selección natural, mientras afirmaba el hecho de la evolución. El fructífero debate teórico que Darwin inició no ha cesado en ningún momento. Desde la década de 1940 a la de 1960, la teoría de Darwin de la selección natural logró de hecho una hegemonía de la que jamás disfrutó en vida suya. Pero nuestra década viene caracterizada por la renovación de los debates y, mientras que ningún biólogo pone en cuestión la importancia de la selección natural, muchos dudan hoy de su ubicuidad. En particular, hay muchos evolucionistas que argumentan que existen cantidades sustanciales de cambio genético que pueden no estar sometidas a la selección natural y que pueden extenderse al azar a través de las poblaciones. Otros están poniendo en tela de juicio la ligazón que Darwin estableció entre la selección natural y el cambio gradual e imperceptible de todos los grados intermedios: argumentan que la mayor parte de los sucesos evolutivos pueden ocurrir mucho más rápidamente de lo que suponía Darwin.
Los científicos consideran los debates acerca de cuestiones fundamentales de la teoría como un signo de salud intelectual y como una fuente de emociones. La ciencia es (¿y de qué otro modo podría decirlo?) más divertida cuando juega con ideas interesantes, examina sus implicaciones y reconoce que la información antigua podría ser explicada de formas sorprendentemente nuevas. La teoría evolutiva disfruta ahora de este infrecuente vigor. No obstante, entre todo este bullicio, ni un solo biólogo se ha visto llevado a dudar del hecho que la evolución se ha producido; estamos debatiendo cómo ocurrió. Todos estamos intentando explicar la misma cosa: el árbol evolutivo que enlaza a todos los organismos por medio de la genealogía. Los creacionistas pervierten y caricaturizan este debate, olvidando convenientemente la convicción común que le subyace, y sugiriendo falsamente que dudamos del fenómeno mismo que intentamos comprender.
En segundo lugar, los creacionistas afirman que «el dogma de las creaciones separadas», como lo caracterizó Darwin hace un siglo, es una teoría científica merecedora de igual tiempo que la evolución en los planes de estudio de biología de los institutos. Pero un punto de vista popular entre los filósofos de la ciencia pone en su lugar este argumento creacionista. El filósofo Karl Popper lleva manteniendo desde hace décadas que el principal criterio de la ciencia es la refutabilidad [3] de sus teorías. Nunca podemos demostrar absolutamente, pero podemos refutar. Una serie de ideas que no pueden, por principio, ser refutadas, no son ciencia.
Todo el programa creacionista incluye poco más que un intento retórico de refutar la evolución, presentando supuestas contradicciones entres sus defensores. Su modelo de creacionismo, según ellos, es «científico» pues sigue el modelo popperiano, al intentar demoler la evolución. Y no obstante, el argumento de Popper debe aplicarse en las dos direcciones. Uno no se convierte en un científico simplemente tratando de refutar un sistema rival y verdaderamente científico; uno tiene que presentar un sistema alternativo que también satisfaga el criterio de Popper: también él debe ser refutable en principio.
«Creacionismo científico» es una frase que se contradice a sí misma; sin sentido, precisamente porque no puede ser refutada. Puedo imaginarme observaciones y experimentos que refutarían cualquier teoría evolutiva que conozca, pero no puedo imaginar que datos potenciales podrían llevar a los creacionistas a abandonar sus convicciones. Los sistemas imbatibles son dogma, no ciencia. En caso de que pueda parecer brutal o retórico, cito al principal intelectual del creacionismo, el doctor Duane Gish, en su reciente libro (1978), Evolution? The Fossils Say No! (¿Evolución? Los fósiles dicen: ¡No!): «Por creación entendemos el dar existencia, por parte de un creador sobrenatural, a los tipos básicos de plantas y animales por el proceso de creación repentina, o que haya él creado. No sabemos como creó el Creador, qué procesos utilizó, ya que Él hizo usó de procesos que no operan hoy en ningún lugar del universo natural [las cursivas son de Gish]. Es por esto por lo que nos referimos a la Creación denominándola como una “creación especial”. No podemos descubrir a través de investigaciones científicas nada acerca de los procesos creativos usados por el Creador». Le pedimos fervientemente, doctor. Gish, a la luz de su última frase, ¿qué es entonces el creacionismo «científico»?
Nuestra confianza en que la evolución tuvo lugar se centra en tres argumentos generales. Primero, tenemos evidencias directas abundantes, procedentes de la observación, de la evolución en acción, tanto en el campo como en el laboratorio. Esta evidencia va desde incontables experimentos acerca del cambio, en casi cualquier cosa, en las moscas del vinagre sometidas a selección artificial en el laboratorio, hasta las poblaciones famosas de polillas británicas que se volvieron negras cuando el hollín industrial oscureció los árboles sobre los que descansaban. (Las polillas obtienen protección frente a las aves depredadoras de vista aguda, mimetizándose con el fondo). Los creacionistas no niegan estas observaciones: ¿cómo iban a hacerlo? Los creacionistas han reajustado su actuación. Argumentan que Dios sólo creó «tipos básicos», dejando un margen para un limitado vagabundeo evolutivo en su seno. Así, los caniches y los gran-daneses proceden del tipo perro y las polillas pueden cambian de color, pero la naturaleza no puede convertir un perro en un gato, ni un mono en un hombre.
El segundo y tercer argumentos a favor de la evolución (la tesis a favor de los grandes cambios) no implican una observación directa de la evolución en acción. Descansan sobre la inferencia, pero no por ello son menos seguros. Los cambios evolutivos mayores requieren demasiado tiempo para su observación directa, ya sea a la escala de la historia registrada o no. Todas las ciencias históricas reposan sobre la inferencia, y la evolución no difiere de la geología, la cosmología o la historia humana en este aspecto. Por principio, no podemos observar procesos que operaron en el pasado. Debemos inferirlos a partir de los resultados que aún nos rodean: organismos vivientes y fósiles, en el caso de la evolución; documentos y artefactos, en el de la historia humana; estratos y topografía, para la geología.
La segunda argumentación (que la imperfección de la naturaleza revela evolución) le parece irónica a la mayor parte de la gente, ya que piensan que la evolución debería ser más elegantemente exhibida en la casi perfecta adaptación expresada por algunos organismos: la curvatura del ala de gaviota, o las mariposas que no pueden verse sobre un fondo de hojas caídas por lo bien que las imitan. Pero la perfección podría impuesta indistintamente por un sabio creador o ser desarrollada por selección natural. La perfección borra las huellas de la historia pasada. Y la historia pasada (la evidencia del origen) es la marca de la evolución.
La evolución queda expuesta en las imperfecciones que registran una historia de descendencias. ¿Por qué debería correr una rata, un murciélago volar, un delfín nadar, y yo escribir este ensayo con estructuras conseguidas con los mismos huesos, sino porque todos las heredamos de un ancestro común? Un ingeniero que partiera de cero podría diseñar unas extremidades mejores para todos y cada uno de los casos. ¿Por qué habrían de ser marsupiales todos los grandes mamíferos nativos de Australia, si no descendieran de un antecesor común aislado en esta isla continente? Los marsupiales no son «mejores» ni están idealmente acondicionados a Australia; muchos han sido barridos por mamíferos placentarios, importados por el hombre desde otros continentes. Este principio de imperfección se extiende a todas las ciencias históricas. Cuando nosotros reconocemos la etimología de septiembre, octubre, noviembre y diciembre (séptimo, octavo, noveno y décimo), sabemos que el año, en otro tiempo, empezaba en marzo, o que debieron añadirse dos meses al calendario original de diez.
El tercer argumento es más directo: las transiciones son frecuentemente encontradas en el registro fósil. Las transiciones preservadas no son comunes (y no deberían serlo, con arreglo a como entendemos la evolución, pero no faltan totalmente, como los creacionistas frecuentemente afirman. El maxilar inferior de los reptiles contiene varios huesos. La de los mamíferos, uno solo. Los huesos mandibulares no-mamiferianos van siendo reducidos gradualmente en los antepasados de los mamíferos, hasta convertirse en diminutos huesecillos situados en la parte trasera de la mandíbula. El «martillo» y el «yunque» del oído de los mamíferos son descendientes de estos huesecillos. ¿Cómo pudo llevarse a cabo tal transición?, preguntan los creacionistas. Sin duda, un hueso o pertenece por completo a la mandíbula, o pertenece al oído. Sin embargo, los paleontólogos han descubierto dos linajes transitorios de terápsidos (los llamados reptiles mamiferianos) con una doble articulación mandibular: una compuesta de los antiguos huesos cuadrado y articular (que pronto se habrían de convertir en el martillo y el yunque), y la otra formada por los huesos escamoso y dentario (como en los mamíferos modernos). Por otra parte, ¿qué mejor forma de transición podríamos esperar hallar que la del ser humano más antiguo, Australopithecus afarensis, con su paladar simiesco, su postura erguida humana y una capacidad craneal superior a la de cualquier simio del mismo tamaño corporal, pero nada menos que 1.000 centímetros cúbicos inferior a la nuestra? Si Dios hizo cada una de la media docena de especies humanas descubiertas en las rocas antiguas, ¿por qué las creo en una secuencia temporal continua de rasgos progresivamente más modernos: capacidad craneal creciente, cara y dientes más reducidos, mayor tamaño corporal? ¿Acaso creó imitando la evolución y probar así nuestra fe?
Enfrentados con estos datos de la evolución, y con la ruina filosófica de su propio credo, los creacionistas se apoyan en la distorsión y las insinuaciones para respaldar sus retóricas afirmaciones. Si les parezco agrio y cortante, ciertamente lo soy; ya que me he vuelto uno de los blancos predilectos de estas prácticas.
Me cuento entre los evolucionistas que defiende un ritmo de cambio a saltos, o episódico, más que uno suavemente gradual. En 1972, mi colega Niles Eldredge y yo desarrollamos la teoría del equilibrio puntuado. Planteábamos que dos datos destacados del registro fósil, el origen geológicamente «repentino» de nuevas especies y su ausencia de cambio posterior (estasis), reflejan las predicciones de la teoría evolutiva, no las imperfecciones del registro fósil. En la mayor parte de las teorías, la fuente de nuevas especies son pequeñas poblaciones aisladas, y el proceso de especiación precisa de miles o decenas de miles de años. Todo este tiempo, tan largo si lo comparamos contra nuestras vidas, es un microsegundo geológico. Representa mucho menos que el 1 por 100 de la vida media de una especie fósil de invertebrado: más de diez millones de años. Por otra parte, no es de esperar que las especies grandes, muy extendidas y bien establecidas especies, cambien mucho. En nuestra opinión, la inercia de las poblaciones grandes explica la estasis de la mayor parte de las especies fósiles a lo largo de millones de años.
Propusimos la teoría del equilibrio puntuado en gran medida por ofrecer una explicación diferente a las tendencias que impregnan todo el registro fósil. Las tendencias, argumentábamos, no pueden atribuirse a la transformación gradual en el seno de los linajes, sino que deben surgir del éxito diferencial de ciertos tipos de especies. Una tendencia, argumentábamos, se parece más a subir un tramo de escaleras (puntuaciones y estasis) que a subir rodando por un plano inclinado.
Desde que propusimos el equilibrio puntuado para explicar las tendencias, resulta enfurecedor ser citado una y otra vez por los creacionistas (no sabría si a propio intento o por estupidez) como si admitiéramos que el registro fósil no incluye formas de transición. Las formas de transición no existen normalmente a nivel de las especies, pero son abundantes entre los grupos mayores. Y, no obstante, un panfleto titulado «Científicos de Harvard reconocen que la evolución es un engaño» afirma: «Los hechos del equilibrio puntuado que Gould y Eldredge… están obligando a los darwinistas a comulgar con el cuadro pintado por Bryan, y que Dios nos ha revelado en la Biblia».
Continuando con la distorsión, varios creacionistas han equiparado la teoría del equilibrio puntuado con una caricatura de las creencias de Richard Goldschmidt, uno de los primeros grandes genetistas. Goldschmidt argumentó, en un libro famoso publicado en 1940, que pueden surgir nuevos grupos de golpe por medio de grandes mutaciones. Hacía referencia a estos organismos, súbitamente transformados, llamándolos «monstruos prometedores». (Me siento atraído a algunos aspectos de la versión no caricaturizada, pero la teoría de Goldschmidt todavía no tiene nada que ver con el equilibrio puntuado). El creacionista Luther Sunderland habla de la «teoría del equilibrio puntuado y los monstruos prometedores», y dice a sus esperanzados lectores que «equivale a una admisión tácita de que los antievolucionistas están en lo cierto, al afirmar que no existe evidencia fósil alguna que apoye la teoría de que toda la vida está relacionada a un antepasado común». Duane Gish escribe: «Según Goldschmidt, y ahora, al parecer, también según Gould, un reptil puso un huevo del cual salió la primera ave, con plumas y todo». Cualquier evolucionista capaz de creer semejante imbecilidad, sería expulsado a carcajadas, con toda razón, del mundo intelectual: no obstante, la única teoría que jamás podría visualizar semejante escenario para el origen de las aves es el creacionismo, con Dios actuando sobre el huevo.
Los creacionistas me irritan y me divierten a la vez; pero fundamentalmente, me producen una profunda tristeza. Por muchas razones. Tristeza porque una gran cantidad de las personas que responden a la llamada creacionista están preocupadas por los motivos correctos, pero están desahogando su ira en el blanco equivocado. Es cierto que los científicos a menudo han sido dogmáticos y elitistas. Es cierto que con frecuencia hemos permitido que nos representara la imagen del hombre con la bata blanca que dice en los anuncios «los científicos dicen que la Marca X cura los sabañones diez veces más deprisa que…». No la hemos combatido adecuadamente, porque al parecer como un nuevo sacerdocio nos otorgaba beneficios. También es verdad que el poder, sin rostro y burocrático del Estado cada vez más se entromete en nuestras vidas y elimina opciones que deberían ser patrimonio de los individuos y las comunidades. Puedo comprender que los programas de estudio de las escuela, impuestos desde arriba y carentes de aportaciones locales, puedan ser consideradas como un insulto más, por este motivo. Pero el culpable no es, ni puede ser, la evolución ni cualquier otro hecho del mundo natural. Hay que identificar y combatir a los verdaderos enemigos, por supuesto, pero nosotros no estamos entre ellos.
Me siento triste porque el resultado práctico de toda esta escandalera no será una expansión para incluir el creacionismo (también eso me entristecería), sino la reducción o la eliminación de la evolución de los planes de estudio de las escuelas superiores. La evolución es una de la media docena de «grandes ideas» desarrolladas por la ciencia. Habla de las profundas cuestiones de la genealogía que nos fascinan a todos: el fenómeno de las «Raíces» escrito con mayúsculas. ¿De dónde venimos? ¿Dónde surgió la vida? ¿Cómo se desarrolló? ¿De qué modo se hallan emparentados los organismos? Nos obliga a pensar, meditar y maravillarnos. ¿Debemos privar a millones de este conocimiento y volver a enseñar biología como una serie de datos aburridos e inconexos, sin el hilo que teje los diversos materiales en una unidad flexible?
Pero, más que ninguna otra cosa, me entristece una tendencia que empiezo a discernir entre mis colegas. Siento que muchos quieren ahora hacer enmudecer el sano debate, en torno a la teoría, que ha traído nueva vida a la biología evolutiva. Según ellos es llevar el agua al molino creacionista, aunque sólo sea a través de la distorsión. Tal vez debiéramos agazaparnos y reunirnos en torno a la bandera del darwinismo estricto, al menos de momento; una especie de religión a la antigua que está de nuestra parte.
Deberíamos tomar prestada otra metáfora y reconocer que también nosotros tenemos que recorrer un sendero recto y estrecho, rodeado de caminos de perdición. Porque si alguna vez comenzamos a suprimir nuestros intentos de comprender la naturaleza, a ahogar nuestra propia excitación intelectual en un malhadado esfuerzo por presentar un frente unido donde no sólo no existe, sino que no debe existir, entonces estaremos definitivamente perdidos.
Notas:[1] Publicado en Discover Magazine, mayo de 1981.
[2] El uso que comúnmente se le da a esta palabra no es muy diferente en castellano. La mayoría de la gente le atribuye el significado de algo «aun no comprobado».
[3] O falsabilidad, concepto acuñado por el filósofo Karl R. Popper, que designa la posibilidad que tiene una teoría de ser desmentida, «falseada» o refutada por un hecho determinado o por algún enunciado que pueda deducirse de esa teoría y no pueda ser verificable empleando dicha teoría. Según Popper, uno de los rasgos de toda verdadera teoría científica estriba en su falsabilidad; si una teoría logra no ser falseada, puede mantener sus pretensiones de validez.