Por HELENO SAÑA
La emancipación de la mujer es uno de los temas más debatidos de nuestro tiempo, también y quizá especialmente en nuestro país. En general —como demuestran los sondeos demoscópicos— la mayoría de los varones son partidarios de la igualdad de derechos entre ambos sexos y rechazan, por ello, la discriminación de la mujer. Aunque en la práctica la mujer siga siendo víctima de toda clase de vejaciones, agresiones y abusos —tanto en el plano físico como psíquico—, es esperanzador que el sexo masculino vaya reconociendo que no tiene el menor motivo para tratar a la mujer como un ser inferior. Hay que preguntarse, de todos modos, si la mujer habrá alcanzado su plena emancipación cuando haya dejado de ser discriminada por el hombre. Creo que no. Creo efectivamente que la emancipación de la mujer presupone no sólo la paridad de derechos con el hombre, sino la superación de todo el sistema patricéntrico de valores que ha regulado hasta ahora y sigue regulando la vida occidental y demás regiones del globo. Este patricentrismo, basado esencialmente en la voluntad de poder, el afán de dominio, la violencia, las guerras y otras patologías, es el origen y causa de la civilización inhumana y brutal en la que estamos inmersos.
Hoy como ayer existe un inmenso exceso de patricentrismo y un terrible déficit de matricentrismo, término este último que empleo como sinónimo de amor, de ternura, de espíritu de paz y de voluntad de reconciliación. Con ser más que justas, las reivindicaciones del movimiento feminista predominante me parecen asombrosamente superficiales y restrictivas, ya por el solo hecho de que pretenden conseguir la emancipación de la mujer sin salirse del sistema de valores hoy vigente. Y lo que digo sobre el movimiento feminista en general, reza también para los varones que favorecen la emancipación de la mujer sin plantearse al mismo tiempo la necesidad de poner fin a las estructuras represivas del orden actual, condición previa para la liberación tanto de la mujer como del hombre. A esta progresía masculina de clase media ilustrada y de medias tintas ideológicas, pertenece en lugar destacado el señor Zapatero, que por algo ha declarado públicamente ser un feminista. Desgraciadamente y en contradicción abierta con el supuesto feminismo de que alardea, la política realizada hasta ahora por él es patricentrista de los pies a la cabeza. Patricentrista porque está al servicio de un macrocosmos económico, social y político basado no sólo en la desigualdad entre ambos sexos, sino en la desigualdad entre unas personas y otras. Auténtica emancipación es algo más que poder ser ministra en un Gobierno o ganar lo mismo que el colega en la fábrica o en la oficina; significa vivir en un mundo humano y justo en el que se hayan eliminado o reducido al mínimo las lacras de la sociedad actual, desde los principios agresivos de competencia y rivalidad a la explotación de unas clases por otras. Mientras subsistan estas injusticias, la mujer vivirá, lo mismo que el hombre, en estado de alineación y dependencia, aunque no sea maltratada por ningún varón y gane más que ahora. La mujer sigue siendo hoy víctima de la violencia del varón, pero lo es también de la violencia estructural ejercida por el modelo vigente de sociedad, un tema, este último, que tanto el movimiento feminista al uso como los medios de comunicación y las tribunas supuestamente 'progresistas' silencian o relegan a segundo plano. Existe no sólo la discriminación y la opresión de la mujer a nivel interpersonal, sino también la que ejerce el sistema a través de su dominio sobre la totalidad social. Se ha comparado a menudo —no sin razón— el movimiento feminista con la lucha reivindicativa del proletariado en la época clásica de la lucha de clases, en la que por cierto participaron también las mujeres. Pero mientras el feminismo actual sólo lucha contra la discriminación de la mujer sin cuestionar los principios del orden imperante, la clase obrera no se limitaba a exigir condiciones laborales y retributivas más justas, sino que su meta final era la supresión del capitalismo, un criterio que era compartido también por la militancia femenina más representativa de entonces, desde Louise Michel a Rosa Luxemburg.
No me queda más que decir que la liberación de la mujer sólo es factible por medio de una lucha en común con el hombre, y viceversa, el hombre no podrá liberarse sin unirse a la mujer. El sistema hace todo lo posible por separarlos, pues sabe que mientras ambos sexos se opongan uno al otro, no se opondrán contra él. Una vez más, divide et impera.
La Clave
Nº 266, 19-25 mayo 2006