Adjunto una serie de artículos -actualmente en España politicamente incorrectos (dado el grado de europeismo paleto que venimos soportando desde hace años)- que publicó el economista keynesiano Juan Francisco Martín Seco en un par de diarios españoles, hace un par de meses, sobre la posibilidad de que España se saliera del Euro como medio para salir de la crisis económica que padecemos actualmente.
El Público, 1 octubre 2011
Cuantas más medidas se toman en la eurozona, peor es la situación, pero nadie se atreve a cambiar el escenario. Da vértigo, aunque nada peor que la inacción, una especie de muerte lenta. Con estos parámetros, no parece que muchos países tengan solución. ¿Por qué no imaginar otro campo de juego? ¿Qué ocurriría si de improviso Grecia, Irlanda, Portugal, Italia, Bélgica y España decidiesen dejar el euro, y por imposición legal convertir todos los activos y pasivos denominados en euros a moneda nacional al tipo de cambio que adoptaron al entrar en la eurozona?
Dejemos volar la imaginación. Desde luego habría que introducir –al menos provisionalmente – medidas de control de cambios. Las monedas en libre flotación, aunque fuese una flotación sucia, se depreciarían con respecto al euro; unas más, otras menos, hay que suponer que en una relación parecida a los diferenciales que se está pagando por las correspondientes deudas, lo que constituiría una quita automática pero no explícita. Se podría pensar que en consecuencia estos países perderían la confianza de los mercados, pero ¿más que ahora? Quizá no, ya que, una vez producida la devaluación, el riesgo de una futura pérdida se reduciría y además los respectivos bancos centrales podrían luchar contra la especulación. Muy posiblemente en un principio subirían los tipos de interés nominales, pero también lo haría la inflación con lo que los tipos reales tal vez permaneciesen iguales o incluso se reducirían y, gracias a las modificaciones en los tipos de cambio, ganaríamos competitividad. Desde luego, las dificultades económicas serían grandes, pero al menos la luz se divisaría al final del túnel.
Tampoco resultaría descabellado pensar que Francia, al quedarse sola con Alemania y ante la revalorización del euro, decidiese abandonar también la Unión Monetaria y a su vez el país germano perdería las ventajas comparativas de las que goza en la actualidad. Pero quizá lo más probable es que no hiciese falta llevar a cabo todos estos planes a la práctica, porque la simple insinuación de esta posibilidad en el Consejo sería suficiente para que Alemania cambiase de postura y estuviese dispuesta a introducir las reformas adecuadas.
Republica.es, 14 octubre 2011 (1)
El pasado sábado 1 de octubre, escribí en el diario Público un pequeño artículo con idéntico título al escogido para esta columna. El número de correos y opiniones recibidas me han convencido de que se trata de un tema sensible. Dado el tasado número de líneas con que cuenta el espacio dedicado al consejo editorial en el citado diario, y que, por tanto, solo me permitió dar algunas pinceladas sobre el tema, sin poder matizar muchas de las afirmaciones realizadas, he decidido dedicar el artículo de esta semana (y por lo menos el de la próxima) en República al mismo asunto, ya que las páginas virtuales no imponen las mismas limitaciones que las páginas escritas.
Estos artículos, al igual que el del día uno, tienen como única finalidad servir de revulsivo. La misma forma que adopta el título, a modo de interrogación, indica bien a las claras que no se trata de defender una tesis perfectamente definida, sino de plantear una posibilidad que casi todo el mundo se niega siquiera a considerar. Es tabú. Da vértigo.
Resulta fácil relatar los enormes costes, dificultades y problemas que pueden seguirse de tal decisión, pero eso nadie lo niega. La cuestión no puede plantearse en esos términos, si al mismo tiempo no nos preguntamos además si es posible otra alternativa y, en el caso de que exista, si sus consecuencias no serían incluso peores.
Quizá la mejor forma de abordar el problema sea comenzar por admitir lo que ya es evidente. En esa línea hay que aceptar que la interpelación de Felipe González frente al triunfalismo bobalicón de López Garrido tenía todo el sentido: “¿Por qué no reconocer, Diego, que Europa se encuentra al borde del abismo?”. Cierto, pero sin duda hay que ir mucho más allá, y buscar la causa de esa inmensa trampa en la que nos hallamos. Hay que reconocer también que la constitución de la Unión Monetaria ha sido un inmenso error, y que tal vez no estaríamos al borde de ese precipicio si no se hubiera aprobado en su día el Tratado de Maastricht. Son esos polvos los que han traído estos lodos. Basta con comprobar la diferente situación en la que se encuentran los países que están fuera de la Eurozona.
Todos los que defendieron entusiásticamente la creación de la Unión Monetaria deberían tener el pudor, al menos, de callarse ante la situación actual y reconocer su equivocación. Únicamente a partir de ahí se podrá empezar a abordar las soluciones. Es verdad que muchos de ellos comienzan a reconocer los enormes defectos que presenta la actual Unión Monetaria, pero los describen como si fuesen algo accidental, caídos del cielo, originados por la incompetencia de los actuales mandatarios y, por lo tanto, de posible solución. Se resisten a aceptar que tales taras se encuentran en el proyecto desde el inicio y que, a estas alturas, resulta muy difícil, por no decir imposible, solucionarlas. Aciertan cuando sitúan como principal problema la ausencia de una unión fiscal, pero se equivocan cuando piensan que se trata de algo viable en los momentos presentes.
Casi todos, por no decir todos, los pertenecientes a esa minoría que criticamos y nos opusimos a la creación de la Unión Monetaria, la hubiéramos aceptado de muy buen grado si hubiese ido acompañada de una unión política y fiscal. El problema es que no se hizo así. Sin duda entonces no resultaba posible, pero mucho menos lo es ahora.
Hay que reconocer que ni las autoridades comunitarias, ni el presidente del Banco Central Europeo (BCE), ni los líderes de los respectivos países están colaborando mucho para que la Unión Monetaria funcione. Pero supongamos que cambia su actitud y se van corrigiendo determinados defectos. Imaginemos que el BCE realiza una política más expansiva en consonancia con la que está realizando el resto de los bancos centrales. Fantaseemos con la idea de que esta institución estaría dispuesta a comprar de forma ilimitada la deuda de los Estados miembros e incluso de que se ponen en funcionamiento los eurobonos. Es difícil de creer que todo ello suceda a corto plazo; pero seamos voluntariosos e imaginativos: si así ocurriese, se habrían solucionado sin duda muchos problemas, pero me temo que, a pesar de ello, la Unión Monetaria seguiría siendo inviable sin una unión fiscal.
Cuando algunos se refieren a la unión fiscal, la jibarizan dejándola reducida a una mera limitación del déficit público en todos los países y a la creación de la figura de un ministro de finanzas europeo, especie de inquisidor orientado a que se cumpla la condición anterior; pero la unión fiscal es mucho más que esto, de tal modo que incluso la entronización de estos elementos prescindiendo de todo lo demás, lejos de ayudar a la solución, puede dificultarla. La unión fiscal implica un presupuesto global que se pueda llamar tal por su cuantía, con potentes impuestos propios, capaces de garantizar servicios y prestaciones públicas homogéneas y, por tanto, con fuerte capacidad redistributiva. La experiencia indica que la unión mercantil y monetaria que se da en el interior de todos los Estados suele generar desequilibrios regionales que solo son asumibles mediante fuertes trasvases de recursos de las regiones ricas a las menos favorecidas, traducción de la política redistributiva que realiza el sector público en el ámbito personal. Buen ejemplo de ello lo tenemos en España con el debate de las balanzas fiscales, en Italia entre el norte y el sur, y en la propia Alemania, cuya unión entre la república federal y la democrática se llevó a cabo con importantes transferencias de fondos de la primera a la segunda.
Hablar de unión fiscal en Europa, en este sentido, es ciencia ficción. Parece impensable que los países ricos, comenzando por Alemania, estén dispuestos a aceptar el grado de política redistributiva interregional que se precisa para compensar los desequilibrios originados en el mercado y por el hecho de tener todos los países miembros la misma moneda. Más allá de la crisis de la deuda y de la deficiente reacción ante ella de las autoridades europeas, el problema es si en estas coordenadas, sin poder ajustar el tipo de cambio, determinados países no están condenados a una recesión permanente y, en consecuencia, antes o después la Unión Monetaria tenderá a desintegrarse.
Si esto es así, no vale adoptar la política del avestruz y, atrincherados en los muchos problemas que se seguirían, no querer siquiera considerar el escenario. Porque si la Eurozona tiene forzosamente que romperse, es muy posible que cuanto antes mejor, ya que el trauma será tanto más agudo cuanto más se demore la decisión. De hecho, por ejemplo nuestro país, después de las operaciones de rescate y de la modificación de la Constitución, está en una situación mucho peor que antes para abandonar el euro. Es por ello por lo que una postura coherente debería al menos, aun cuando dé cierto vértigo, plantear la posibilidad de esa ruptura, considerar las distintas formas de llevarlas a cabo. No todas son iguales ni tienen el mismo coste. Y aventurar con una gran dosis de osadía cómo pueden evolucionar las distintas economías y cómo se pueden minimizar los costes. Osadía que, por supuesto, no tiene por qué ser mayor que la de aquellos que aseguran que es preferible mantenerse en esta parálisis y que ya escampará.
Pero resulta obligatorio que el análisis de esa prospección quede pospuesto al artículo de la próxima semana.
Republica.es, 21 octubre 2011 (2)
Nos preguntábamos al final del artículo de la semana pasada si no habría llegado el momento de explorar otro escenario alternativo a la Unión Monetaria (UM), porque si esta unión resulta imposible y debe romperse, mejor que sea cuanto antes y de la manera menos traumática. El problema consiste en saber si países tan heterogéneos como los que componen hoy la Eurozona pueden mantener durante mucho tiempo el mismo tipo de cambio sin que se generen desequilibrios tan fuertes que impidan el normal funcionamiento de la economía.
De hecho, antes de la creación del euro, Europa había hecho ya dos intentos de integración monetaria. El primero, a principio de los setenta, fue la Serpiente Monetaria, formada por un número reducido de países bastante homogéneos y que, a pesar de ello, fracasó dado que necesitaban practicar políticas económicas diferentes. El segundo lo constituyó el Sistema Monetario Europeo, que a principio de los noventa también se frustró. Gran Bretaña e Italia debieron abandonarlo; algunos países se vieron en la obligación de devaluar (España cuatro veces), y en la práctica todas las divisas entraron en libre flotación, ya que se estableció una distancia entre las bandas del +/- 15%. Ambos fiascos debieron haber cuestionado entonces y, por supuesto, deben cuestionar ahora la viabilidad de la UM.
El 6 de diciembre de 1996 en un artículo en el diario El Mundo transcribí un grafico ilustrativo en el que se representaba en los treinta años anteriores la evolución de los tipos de cambio de los principales países que iban a componer la UM. La disparidad era enorme. La peseta se había depreciado con respecto al marco en un 556% y, a su vez, el dracma lo había hecho casi en un 400 % en relación a la peseta, de manera que en esas tres décadas el valor del marco se había multiplicado casi por diez en términos de dracmas. Estas cifras constituían entonces y siguen constituyendo el mejor alegato contra la UM. A partir de la experiencia pasada, resulta difícil creer que el tipo de cambio marco-dracma puede permanecer fijo indefinidamente. Y lo mismo se puede afirmar del resto de las monedas.
Los continuos realineamientos producidos en las cotizaciones de las divisas durante todos esos años indicaban tan solo una necesidad, la de adaptarse a las distintas circunstancias económicas de los países, entre las que se encuentran las tasas de inflación. Los defensores del euro aducían que todas esas diferencias desaparecerían tan pronto como se crease la UM, ya que esta, según ellos, forzaría la convergencia, al menos nominal, entre las variables económicas. Los años transcurridos desde la creación del euro han desmentido estas apreciaciones. Las tasas de inflación entre los países miembros han sido divergentes. España, al igual que otra serie de naciones, ha ido acumulando año tras año diferenciales en el nivel de precios con respecto a Alemania y perdiendo competitividad frente a ella y frente a otra serie de países, por el único motivo de no poder modificar el tipo de cambio. Tales desviaciones se traducen inmediatamente en cuantiosos déficits en las balanzas de pago, con el consiguiente endeudamiento exterior y, en contrapartida, un notable superávit en la balanza por cuenta corriente de Alemania.
Algunas naciones, entre las que se encuentra España, llegaron a alcanzar en 2008 un déficit en la balanza por cuenta corriente de alrededor del 10% del PIB. En nuestro país, el sector exterior ha sido siempre un factor de estrangulamiento de la actividad económica y del crecimiento, por lo que ha resultado preciso realinear cada cierto tiempo el tipo de cambio consiguiendo así que nuestra economía volviese a ser competitiva en el mercado exterior. La última vez, a principio de los noventa con cuatro devaluaciones sucesivas que fueron las que permitieron salir de la crisis.
Algunos, principalmente desde la esfera académica, sitúan como alternativa a la devaluación monetaria, de cara a recuperar la competitividad perdida, la deflación salarial. Sin duda, este último procedimiento es mucho más injusto puesto que hace recaer todo el peso del ajuste sobre los trabajadores y, además, de forma muy desigual; pero es que encima es muy dudoso que pueda funcionar. En primer lugar, porque tanto salarios como precios son resistentes a la baja y aunque las retribuciones de los trabajadores se reduzcan como efecto de la crisis, tal como está ocurriendo, resulta altamente improbable que puedan absorber una minoración tan elevada como la que representaría una devaluación de la moneda. Por otra parte, no hay ninguna garantía de que la disminución de las rentas salariales se traslade a precios. Más bien lo que se ha constatado, tanto antes como después de la crisis, es más bien lo contrario. Aun en los momentos presentes, la economía española continúa presentando tasas de inflación por encima de la media de la Eurozona.
Es cierto que en estos últimos años el déficit exterior se ha corregido de forma significativa, del 10 al 4%, lo que representa sin duda un cambio cuantitativamente muy importante, aun cuando el 4% siga siendo un nivel muy elevado, como indica el hecho de que el 3%, porcentaje al que ascendía esta variable a principio de los noventa, nos pareciese entonces insostenible y debía de serlo cuando forzó cuatro devaluaciones.
Con todo, lo más grave es que esta sustancial reducción del déficit exterior tiene como principal, si no como única, causa el estancamiento económico. Son la atonía y el débil pulso de la demanda interna los que, de un lado, fuerzan a los empresarios a salir a los mercados exteriores intensificando las exportaciones y, de otro y quizá lo más importante, a que las importaciones se reduzcan drásticamente. Pero bastará el mínimo atisbo de recuperación de la economía para que de nuevo se dispare el déficit de la balanza de pagos y el sector exterior actúe una vez más como estrangulador del crecimiento económico.
Por lo que se ve, la única alternativa a la devaluación pasa por el estancamiento de la actividad, cuando no por una permanente recesión, por niveles de desempleo inasumibles a medio plazo, caída de la recaudación fiscal, incremento del déficit público, especulación contra la deuda, reducción de salarios y destrucción progresiva de lo poco que queda del Estado de bienestar. ¿Constituye este panorama una verdadera alternativa?
Hay quien señala los inconvenientes que presentan las devaluaciones. Qué duda cabe que, como todas las medicinas, son amargas, pero totalmente necesarias llegado a cierto punto de la enfermedad. En esta ocasión, al tener que abandonar el euro, los problemas se multiplican casi exponencialmente, comenzando porque, en su ceguera, los padres de la criatura no previeron ni determinaron ningún procedimiento de marcha atrás. Pero lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible… Esos problemas, sin embargo, deberemos dejarlos para hablar de ellos la próxima semana.
Republica.es, 28 octubre 2011 (3)
Apareció hace días en la prensa. Un millonario británico, Simon Wolfson, ha creado un premio de 250.000 libras para el economista que diseñe el mejor plan para que un país abandone el euro. Como el mismo Wolfson ha declarado, la finalidad del galardón radica en no caminar a ciegas en una hipotética situación que se desea que no ocurra pero que aparece como posible.
El tabú comienza a romperse y se impone la racionalidad de considerar que quizá sea inevitable la vuelta atrás, por muy duro que este camino parezca. La prudencia exige diseñar escenarios alternativos. No todos son igual de traumáticos. Desde luego, es distinto el abandono en solitario de un solo país que la ruptura del euro con el retorno de todos los Estados a sus antiguas monedas. La primera opción sería la más dura para el país en cuestión, mientras que la última podría ser la menos penosa. Entre ambos extremos se pueden intercalar diferentes posibilidades, desde la salida ordenada y de forma conjunta de todas las naciones que en estos momentos tienen dificultades hasta la opción contraria, la de que sean Alemania y aquellos países como Holanda, Austria y Finlandia, tradicionalmente pertenecientes al área del marco, los que dejen la Eurozona.
El aspecto más problemático y que puede acarrear mayores costes en este nuevo escenario de abandono o ruptura de la Unión Monetaria (UM) se encuentra en los activos y pasivos, principalmente en las modificaciones que pueden experimentar los créditos denominados en euros. La UM ha generado una gran extravagancia. Los países, las empresas y los particulares al endeudarse en euros lo hacían al mismo tiempo en moneda nacional y en divisa extranjera. Tal igualdad se rompe en el momento en que se abandona la Eurozona.
La salida por parte de un solo país, que iría acompañada de la devaluación de su moneda, pondría en graves aprietos a aquellas entidades, comenzando por el propio Estado, que tuviesen deudas nominadas en euros, hasta el extremo de que sería muy posible que no pudieran pagar la totalidad de ella y tuvieran que aplicar una quita, o declararse en suspensión de pagos. Sin duda, una situación muy grave. Pero ¿acaso resulta distinta para Grecia la situación actual, cuando se está previendo una quita del 50%? ¿Es que tal vez la depreciación de su moneda alcanzaría este nivel? Llegado a este límite de insolvencia ¿no sería mejor para este país abandonar la UM? Grecia no es un caso aislado y mucho menos constituye el origen de todos los males. Se trata más bien de un dique y no demasiado fuerte. Si los mercados se han cebado contra el país helénico es por ser el eslabón más débil; pero de no estar en el euro sería otro el que le sustituyese, y así un país tras otro hasta llegar muy posiblemente a Francia.
El panorama es bastante diferente si lo que consideramos es la fractura de la Eurozona, puesto que forzosamente al desaparecer esta divisa los créditos denominados en ella tendrían que convertirse a moneda nacional, y lo más lógico es que se utilizasen los tipos de cambio empleados para hacer la conversión en el momento en que se creó la UM. Las monedas entrarían a continuación en libre flotación, y se realinearían, devaluándose (o revaluándose) unas frente a otras. Es de suponer que, por ejemplo, la peseta se apreciaría frente al escudo o al dracma y se depreciaría frente al franco o al marco.
Esta evolución en los tipos de cambio acarrearía modificaciones en el valor de los activos y pasivos que hasta la desaparición de la UM habían estado nominados en euros. Modificaciones cuyo signo e importancia dependerían de las monedas propias de los prestatarios y prestamistas. Tal vez un ejemplo ayude a entender este escenario. Supongamos que un banco español posee en su activo deuda española, francesa y portuguesa. De cara a la entidad, la deuda española mantendría estable su valor mientras que se apreciaría el de la deuda francesa y se depreciaría el de la portuguesa.
Es difícil saber cuál sería el resultado de esta reestructuración de activos y pasivos, ya que las consecuencias serán distintas según sean los agentes. Es evidente que los activos de aquellas entidades con monedas fuertes, por ejemplo las alemanas, perderían valor ya que la devaluación de las otras divisas implicaría una quita silenciosa y gradual de los distintos títulos, quita de cuantía diferente según fuese diferente también la depreciación de las otras monedas. Pero en realidad este proceso de pérdida de valor de la deuda (quita) no sería muy distinto del que ya han llevado a cabo EE UU, Japón o Inglaterra por haberse devaluado su divisa con respecto al euro. Es decir, en la actualidad los bancos alemanes (pero también los de todos los otros países de la Eurozona, incluidos los españoles) han soportado quitas muy cuantiosas -que han pasado desapercibidas por ser graduales y unidas a la depreciación del tipo de cambio-, en los activos que poseían, nominados en dólares, en yenes o en libras. Curiosamente, a nadie se le ocurre afirmar que estos países han suspendido pagos. Todo lo contrario. Obtienen sin ningún problema los recursos que necesitan de los mercados y a un tipo de interés parecido al que paga Alemania.
La razón principal del trato que reciben estos Estados se halla en que cada uno de ellos cuenta con un banco central, dispuesto a respaldar totalmente su deuda, lo que no ocurre en la Eurozona, pero que sí le sucedería a cada uno de sus miembros una vez que hubiesen abandonado la UM. En este comportamiento de los mercados se produce un cierto espejismo porque, tal como se ha expuesto, los bancos centrales pueden garantizar que se pagará la deuda, pero no el valor de la misma, ya que la moneda puede depreciarse, y tal vez como resultado de la actuación del propio banco central.
La quita que representa la conversión de las deudas en euros a moneda nacional y posterior devaluación de esta no tendrían por qué ser más nocivas para los acreedores que las que se van a producir si se mantiene la UM. Por otra parte, es muy posible que la desconfianza de los mercados se redujese una vez que las devaluaciones se hubiesen llevado a cabo. Los países que tuviesen que devaluar su moneda contarían a su favor con un banco central propio y también con el apoyo del resto de los países cuya divisa se fuese a revalorizar, ya que tampoco sería conveniente para ellos que tal cosa ocurriese en demasía.
Un requisito imprescindible para el abandono o ruptura de la UM es que se haga con nocturnidad y alevosía, es decir, de improviso. Lo que realmente tendría consecuencias dramáticas es que constituyese una muerte anunciada, que la decisión se adoptase cuando todo el mundo estuviese convencido de que se produciría y los recursos hubieran emigrado ya a las naciones más favorecidas. El sigilo y la sorpresa constituyen condiciones necesarias, como necesario sería que los países implicados introdujeran, aunque fuese provisionalmente, mecanismos de control de cambios. Pero la celeridad con que ha de instrumentarse la decisión no tendría por qué suponer demasiada dificultad dado el desarrollo actual de la tecnología.
Sin duda son muchas las incógnitas que subsisten acerca de cómo evolucionarían determinados parámetros tras la ruptura de la UM, pero no más que las que existen en el supuesto de que la eurozona continúe, ni de las que había cuando se acordó sustituir por el euro todas las monedas. Jamás se había hecho un experimento igual.
Aquellos que de forma catastrofista pintan la ruptura de la UM como el Apocalipsis, amenazando con no se sabe qué carreras de devaluaciones competitivas e incluso con la guerra, habrá que recordarles que una cosa son las devaluaciones competitivas, aquellas que se realizan con la finalidad de robar de forma espuria un trozo de pastel al vecino, y otra las devaluaciones necesarias que pretende tan solo retornar a la competitividad perdida, equilibrando la evolución de los precios exteriores a la de los interiores. Las primeras pueden ser malas pero peor es no acometer las segundas. Por otra parte las devaluaciones, competitivas o no, ya se están practicando por parte de todos los países, comenzando por China, terminando por EEUU, y pasando por Japón, Gran Bretaña y otros muchos países más. Los únicos que no las hemos practicado somos los que permanecemos esclavos de la política paranoica de Alemania. Y en cuanto a la guerra por motivos económicos… de haber alguna posibilidad en los momentos actuales, que no parece haberla, no habría que mirar a Europa (unida o separada) sino a China y a EEUU y a sus simétricos desequilibrios en la balanza de pagos.
El Público, 1 octubre 2011
Cuantas más medidas se toman en la eurozona, peor es la situación, pero nadie se atreve a cambiar el escenario. Da vértigo, aunque nada peor que la inacción, una especie de muerte lenta. Con estos parámetros, no parece que muchos países tengan solución. ¿Por qué no imaginar otro campo de juego? ¿Qué ocurriría si de improviso Grecia, Irlanda, Portugal, Italia, Bélgica y España decidiesen dejar el euro, y por imposición legal convertir todos los activos y pasivos denominados en euros a moneda nacional al tipo de cambio que adoptaron al entrar en la eurozona?
Dejemos volar la imaginación. Desde luego habría que introducir –al menos provisionalmente – medidas de control de cambios. Las monedas en libre flotación, aunque fuese una flotación sucia, se depreciarían con respecto al euro; unas más, otras menos, hay que suponer que en una relación parecida a los diferenciales que se está pagando por las correspondientes deudas, lo que constituiría una quita automática pero no explícita. Se podría pensar que en consecuencia estos países perderían la confianza de los mercados, pero ¿más que ahora? Quizá no, ya que, una vez producida la devaluación, el riesgo de una futura pérdida se reduciría y además los respectivos bancos centrales podrían luchar contra la especulación. Muy posiblemente en un principio subirían los tipos de interés nominales, pero también lo haría la inflación con lo que los tipos reales tal vez permaneciesen iguales o incluso se reducirían y, gracias a las modificaciones en los tipos de cambio, ganaríamos competitividad. Desde luego, las dificultades económicas serían grandes, pero al menos la luz se divisaría al final del túnel.
Tampoco resultaría descabellado pensar que Francia, al quedarse sola con Alemania y ante la revalorización del euro, decidiese abandonar también la Unión Monetaria y a su vez el país germano perdería las ventajas comparativas de las que goza en la actualidad. Pero quizá lo más probable es que no hiciese falta llevar a cabo todos estos planes a la práctica, porque la simple insinuación de esta posibilidad en el Consejo sería suficiente para que Alemania cambiase de postura y estuviese dispuesta a introducir las reformas adecuadas.
Republica.es, 14 octubre 2011 (1)
El pasado sábado 1 de octubre, escribí en el diario Público un pequeño artículo con idéntico título al escogido para esta columna. El número de correos y opiniones recibidas me han convencido de que se trata de un tema sensible. Dado el tasado número de líneas con que cuenta el espacio dedicado al consejo editorial en el citado diario, y que, por tanto, solo me permitió dar algunas pinceladas sobre el tema, sin poder matizar muchas de las afirmaciones realizadas, he decidido dedicar el artículo de esta semana (y por lo menos el de la próxima) en República al mismo asunto, ya que las páginas virtuales no imponen las mismas limitaciones que las páginas escritas.
Estos artículos, al igual que el del día uno, tienen como única finalidad servir de revulsivo. La misma forma que adopta el título, a modo de interrogación, indica bien a las claras que no se trata de defender una tesis perfectamente definida, sino de plantear una posibilidad que casi todo el mundo se niega siquiera a considerar. Es tabú. Da vértigo.
Resulta fácil relatar los enormes costes, dificultades y problemas que pueden seguirse de tal decisión, pero eso nadie lo niega. La cuestión no puede plantearse en esos términos, si al mismo tiempo no nos preguntamos además si es posible otra alternativa y, en el caso de que exista, si sus consecuencias no serían incluso peores.
Quizá la mejor forma de abordar el problema sea comenzar por admitir lo que ya es evidente. En esa línea hay que aceptar que la interpelación de Felipe González frente al triunfalismo bobalicón de López Garrido tenía todo el sentido: “¿Por qué no reconocer, Diego, que Europa se encuentra al borde del abismo?”. Cierto, pero sin duda hay que ir mucho más allá, y buscar la causa de esa inmensa trampa en la que nos hallamos. Hay que reconocer también que la constitución de la Unión Monetaria ha sido un inmenso error, y que tal vez no estaríamos al borde de ese precipicio si no se hubiera aprobado en su día el Tratado de Maastricht. Son esos polvos los que han traído estos lodos. Basta con comprobar la diferente situación en la que se encuentran los países que están fuera de la Eurozona.
Todos los que defendieron entusiásticamente la creación de la Unión Monetaria deberían tener el pudor, al menos, de callarse ante la situación actual y reconocer su equivocación. Únicamente a partir de ahí se podrá empezar a abordar las soluciones. Es verdad que muchos de ellos comienzan a reconocer los enormes defectos que presenta la actual Unión Monetaria, pero los describen como si fuesen algo accidental, caídos del cielo, originados por la incompetencia de los actuales mandatarios y, por lo tanto, de posible solución. Se resisten a aceptar que tales taras se encuentran en el proyecto desde el inicio y que, a estas alturas, resulta muy difícil, por no decir imposible, solucionarlas. Aciertan cuando sitúan como principal problema la ausencia de una unión fiscal, pero se equivocan cuando piensan que se trata de algo viable en los momentos presentes.
Casi todos, por no decir todos, los pertenecientes a esa minoría que criticamos y nos opusimos a la creación de la Unión Monetaria, la hubiéramos aceptado de muy buen grado si hubiese ido acompañada de una unión política y fiscal. El problema es que no se hizo así. Sin duda entonces no resultaba posible, pero mucho menos lo es ahora.
Hay que reconocer que ni las autoridades comunitarias, ni el presidente del Banco Central Europeo (BCE), ni los líderes de los respectivos países están colaborando mucho para que la Unión Monetaria funcione. Pero supongamos que cambia su actitud y se van corrigiendo determinados defectos. Imaginemos que el BCE realiza una política más expansiva en consonancia con la que está realizando el resto de los bancos centrales. Fantaseemos con la idea de que esta institución estaría dispuesta a comprar de forma ilimitada la deuda de los Estados miembros e incluso de que se ponen en funcionamiento los eurobonos. Es difícil de creer que todo ello suceda a corto plazo; pero seamos voluntariosos e imaginativos: si así ocurriese, se habrían solucionado sin duda muchos problemas, pero me temo que, a pesar de ello, la Unión Monetaria seguiría siendo inviable sin una unión fiscal.
Cuando algunos se refieren a la unión fiscal, la jibarizan dejándola reducida a una mera limitación del déficit público en todos los países y a la creación de la figura de un ministro de finanzas europeo, especie de inquisidor orientado a que se cumpla la condición anterior; pero la unión fiscal es mucho más que esto, de tal modo que incluso la entronización de estos elementos prescindiendo de todo lo demás, lejos de ayudar a la solución, puede dificultarla. La unión fiscal implica un presupuesto global que se pueda llamar tal por su cuantía, con potentes impuestos propios, capaces de garantizar servicios y prestaciones públicas homogéneas y, por tanto, con fuerte capacidad redistributiva. La experiencia indica que la unión mercantil y monetaria que se da en el interior de todos los Estados suele generar desequilibrios regionales que solo son asumibles mediante fuertes trasvases de recursos de las regiones ricas a las menos favorecidas, traducción de la política redistributiva que realiza el sector público en el ámbito personal. Buen ejemplo de ello lo tenemos en España con el debate de las balanzas fiscales, en Italia entre el norte y el sur, y en la propia Alemania, cuya unión entre la república federal y la democrática se llevó a cabo con importantes transferencias de fondos de la primera a la segunda.
Hablar de unión fiscal en Europa, en este sentido, es ciencia ficción. Parece impensable que los países ricos, comenzando por Alemania, estén dispuestos a aceptar el grado de política redistributiva interregional que se precisa para compensar los desequilibrios originados en el mercado y por el hecho de tener todos los países miembros la misma moneda. Más allá de la crisis de la deuda y de la deficiente reacción ante ella de las autoridades europeas, el problema es si en estas coordenadas, sin poder ajustar el tipo de cambio, determinados países no están condenados a una recesión permanente y, en consecuencia, antes o después la Unión Monetaria tenderá a desintegrarse.
Si esto es así, no vale adoptar la política del avestruz y, atrincherados en los muchos problemas que se seguirían, no querer siquiera considerar el escenario. Porque si la Eurozona tiene forzosamente que romperse, es muy posible que cuanto antes mejor, ya que el trauma será tanto más agudo cuanto más se demore la decisión. De hecho, por ejemplo nuestro país, después de las operaciones de rescate y de la modificación de la Constitución, está en una situación mucho peor que antes para abandonar el euro. Es por ello por lo que una postura coherente debería al menos, aun cuando dé cierto vértigo, plantear la posibilidad de esa ruptura, considerar las distintas formas de llevarlas a cabo. No todas son iguales ni tienen el mismo coste. Y aventurar con una gran dosis de osadía cómo pueden evolucionar las distintas economías y cómo se pueden minimizar los costes. Osadía que, por supuesto, no tiene por qué ser mayor que la de aquellos que aseguran que es preferible mantenerse en esta parálisis y que ya escampará.
Pero resulta obligatorio que el análisis de esa prospección quede pospuesto al artículo de la próxima semana.
Republica.es, 21 octubre 2011 (2)
Nos preguntábamos al final del artículo de la semana pasada si no habría llegado el momento de explorar otro escenario alternativo a la Unión Monetaria (UM), porque si esta unión resulta imposible y debe romperse, mejor que sea cuanto antes y de la manera menos traumática. El problema consiste en saber si países tan heterogéneos como los que componen hoy la Eurozona pueden mantener durante mucho tiempo el mismo tipo de cambio sin que se generen desequilibrios tan fuertes que impidan el normal funcionamiento de la economía.
De hecho, antes de la creación del euro, Europa había hecho ya dos intentos de integración monetaria. El primero, a principio de los setenta, fue la Serpiente Monetaria, formada por un número reducido de países bastante homogéneos y que, a pesar de ello, fracasó dado que necesitaban practicar políticas económicas diferentes. El segundo lo constituyó el Sistema Monetario Europeo, que a principio de los noventa también se frustró. Gran Bretaña e Italia debieron abandonarlo; algunos países se vieron en la obligación de devaluar (España cuatro veces), y en la práctica todas las divisas entraron en libre flotación, ya que se estableció una distancia entre las bandas del +/- 15%. Ambos fiascos debieron haber cuestionado entonces y, por supuesto, deben cuestionar ahora la viabilidad de la UM.
El 6 de diciembre de 1996 en un artículo en el diario El Mundo transcribí un grafico ilustrativo en el que se representaba en los treinta años anteriores la evolución de los tipos de cambio de los principales países que iban a componer la UM. La disparidad era enorme. La peseta se había depreciado con respecto al marco en un 556% y, a su vez, el dracma lo había hecho casi en un 400 % en relación a la peseta, de manera que en esas tres décadas el valor del marco se había multiplicado casi por diez en términos de dracmas. Estas cifras constituían entonces y siguen constituyendo el mejor alegato contra la UM. A partir de la experiencia pasada, resulta difícil creer que el tipo de cambio marco-dracma puede permanecer fijo indefinidamente. Y lo mismo se puede afirmar del resto de las monedas.
Los continuos realineamientos producidos en las cotizaciones de las divisas durante todos esos años indicaban tan solo una necesidad, la de adaptarse a las distintas circunstancias económicas de los países, entre las que se encuentran las tasas de inflación. Los defensores del euro aducían que todas esas diferencias desaparecerían tan pronto como se crease la UM, ya que esta, según ellos, forzaría la convergencia, al menos nominal, entre las variables económicas. Los años transcurridos desde la creación del euro han desmentido estas apreciaciones. Las tasas de inflación entre los países miembros han sido divergentes. España, al igual que otra serie de naciones, ha ido acumulando año tras año diferenciales en el nivel de precios con respecto a Alemania y perdiendo competitividad frente a ella y frente a otra serie de países, por el único motivo de no poder modificar el tipo de cambio. Tales desviaciones se traducen inmediatamente en cuantiosos déficits en las balanzas de pago, con el consiguiente endeudamiento exterior y, en contrapartida, un notable superávit en la balanza por cuenta corriente de Alemania.
Algunas naciones, entre las que se encuentra España, llegaron a alcanzar en 2008 un déficit en la balanza por cuenta corriente de alrededor del 10% del PIB. En nuestro país, el sector exterior ha sido siempre un factor de estrangulamiento de la actividad económica y del crecimiento, por lo que ha resultado preciso realinear cada cierto tiempo el tipo de cambio consiguiendo así que nuestra economía volviese a ser competitiva en el mercado exterior. La última vez, a principio de los noventa con cuatro devaluaciones sucesivas que fueron las que permitieron salir de la crisis.
Algunos, principalmente desde la esfera académica, sitúan como alternativa a la devaluación monetaria, de cara a recuperar la competitividad perdida, la deflación salarial. Sin duda, este último procedimiento es mucho más injusto puesto que hace recaer todo el peso del ajuste sobre los trabajadores y, además, de forma muy desigual; pero es que encima es muy dudoso que pueda funcionar. En primer lugar, porque tanto salarios como precios son resistentes a la baja y aunque las retribuciones de los trabajadores se reduzcan como efecto de la crisis, tal como está ocurriendo, resulta altamente improbable que puedan absorber una minoración tan elevada como la que representaría una devaluación de la moneda. Por otra parte, no hay ninguna garantía de que la disminución de las rentas salariales se traslade a precios. Más bien lo que se ha constatado, tanto antes como después de la crisis, es más bien lo contrario. Aun en los momentos presentes, la economía española continúa presentando tasas de inflación por encima de la media de la Eurozona.
Es cierto que en estos últimos años el déficit exterior se ha corregido de forma significativa, del 10 al 4%, lo que representa sin duda un cambio cuantitativamente muy importante, aun cuando el 4% siga siendo un nivel muy elevado, como indica el hecho de que el 3%, porcentaje al que ascendía esta variable a principio de los noventa, nos pareciese entonces insostenible y debía de serlo cuando forzó cuatro devaluaciones.
Con todo, lo más grave es que esta sustancial reducción del déficit exterior tiene como principal, si no como única, causa el estancamiento económico. Son la atonía y el débil pulso de la demanda interna los que, de un lado, fuerzan a los empresarios a salir a los mercados exteriores intensificando las exportaciones y, de otro y quizá lo más importante, a que las importaciones se reduzcan drásticamente. Pero bastará el mínimo atisbo de recuperación de la economía para que de nuevo se dispare el déficit de la balanza de pagos y el sector exterior actúe una vez más como estrangulador del crecimiento económico.
Por lo que se ve, la única alternativa a la devaluación pasa por el estancamiento de la actividad, cuando no por una permanente recesión, por niveles de desempleo inasumibles a medio plazo, caída de la recaudación fiscal, incremento del déficit público, especulación contra la deuda, reducción de salarios y destrucción progresiva de lo poco que queda del Estado de bienestar. ¿Constituye este panorama una verdadera alternativa?
Hay quien señala los inconvenientes que presentan las devaluaciones. Qué duda cabe que, como todas las medicinas, son amargas, pero totalmente necesarias llegado a cierto punto de la enfermedad. En esta ocasión, al tener que abandonar el euro, los problemas se multiplican casi exponencialmente, comenzando porque, en su ceguera, los padres de la criatura no previeron ni determinaron ningún procedimiento de marcha atrás. Pero lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible… Esos problemas, sin embargo, deberemos dejarlos para hablar de ellos la próxima semana.
Republica.es, 28 octubre 2011 (3)
Apareció hace días en la prensa. Un millonario británico, Simon Wolfson, ha creado un premio de 250.000 libras para el economista que diseñe el mejor plan para que un país abandone el euro. Como el mismo Wolfson ha declarado, la finalidad del galardón radica en no caminar a ciegas en una hipotética situación que se desea que no ocurra pero que aparece como posible.
El tabú comienza a romperse y se impone la racionalidad de considerar que quizá sea inevitable la vuelta atrás, por muy duro que este camino parezca. La prudencia exige diseñar escenarios alternativos. No todos son igual de traumáticos. Desde luego, es distinto el abandono en solitario de un solo país que la ruptura del euro con el retorno de todos los Estados a sus antiguas monedas. La primera opción sería la más dura para el país en cuestión, mientras que la última podría ser la menos penosa. Entre ambos extremos se pueden intercalar diferentes posibilidades, desde la salida ordenada y de forma conjunta de todas las naciones que en estos momentos tienen dificultades hasta la opción contraria, la de que sean Alemania y aquellos países como Holanda, Austria y Finlandia, tradicionalmente pertenecientes al área del marco, los que dejen la Eurozona.
El aspecto más problemático y que puede acarrear mayores costes en este nuevo escenario de abandono o ruptura de la Unión Monetaria (UM) se encuentra en los activos y pasivos, principalmente en las modificaciones que pueden experimentar los créditos denominados en euros. La UM ha generado una gran extravagancia. Los países, las empresas y los particulares al endeudarse en euros lo hacían al mismo tiempo en moneda nacional y en divisa extranjera. Tal igualdad se rompe en el momento en que se abandona la Eurozona.
La salida por parte de un solo país, que iría acompañada de la devaluación de su moneda, pondría en graves aprietos a aquellas entidades, comenzando por el propio Estado, que tuviesen deudas nominadas en euros, hasta el extremo de que sería muy posible que no pudieran pagar la totalidad de ella y tuvieran que aplicar una quita, o declararse en suspensión de pagos. Sin duda, una situación muy grave. Pero ¿acaso resulta distinta para Grecia la situación actual, cuando se está previendo una quita del 50%? ¿Es que tal vez la depreciación de su moneda alcanzaría este nivel? Llegado a este límite de insolvencia ¿no sería mejor para este país abandonar la UM? Grecia no es un caso aislado y mucho menos constituye el origen de todos los males. Se trata más bien de un dique y no demasiado fuerte. Si los mercados se han cebado contra el país helénico es por ser el eslabón más débil; pero de no estar en el euro sería otro el que le sustituyese, y así un país tras otro hasta llegar muy posiblemente a Francia.
El panorama es bastante diferente si lo que consideramos es la fractura de la Eurozona, puesto que forzosamente al desaparecer esta divisa los créditos denominados en ella tendrían que convertirse a moneda nacional, y lo más lógico es que se utilizasen los tipos de cambio empleados para hacer la conversión en el momento en que se creó la UM. Las monedas entrarían a continuación en libre flotación, y se realinearían, devaluándose (o revaluándose) unas frente a otras. Es de suponer que, por ejemplo, la peseta se apreciaría frente al escudo o al dracma y se depreciaría frente al franco o al marco.
Esta evolución en los tipos de cambio acarrearía modificaciones en el valor de los activos y pasivos que hasta la desaparición de la UM habían estado nominados en euros. Modificaciones cuyo signo e importancia dependerían de las monedas propias de los prestatarios y prestamistas. Tal vez un ejemplo ayude a entender este escenario. Supongamos que un banco español posee en su activo deuda española, francesa y portuguesa. De cara a la entidad, la deuda española mantendría estable su valor mientras que se apreciaría el de la deuda francesa y se depreciaría el de la portuguesa.
Es difícil saber cuál sería el resultado de esta reestructuración de activos y pasivos, ya que las consecuencias serán distintas según sean los agentes. Es evidente que los activos de aquellas entidades con monedas fuertes, por ejemplo las alemanas, perderían valor ya que la devaluación de las otras divisas implicaría una quita silenciosa y gradual de los distintos títulos, quita de cuantía diferente según fuese diferente también la depreciación de las otras monedas. Pero en realidad este proceso de pérdida de valor de la deuda (quita) no sería muy distinto del que ya han llevado a cabo EE UU, Japón o Inglaterra por haberse devaluado su divisa con respecto al euro. Es decir, en la actualidad los bancos alemanes (pero también los de todos los otros países de la Eurozona, incluidos los españoles) han soportado quitas muy cuantiosas -que han pasado desapercibidas por ser graduales y unidas a la depreciación del tipo de cambio-, en los activos que poseían, nominados en dólares, en yenes o en libras. Curiosamente, a nadie se le ocurre afirmar que estos países han suspendido pagos. Todo lo contrario. Obtienen sin ningún problema los recursos que necesitan de los mercados y a un tipo de interés parecido al que paga Alemania.
La razón principal del trato que reciben estos Estados se halla en que cada uno de ellos cuenta con un banco central, dispuesto a respaldar totalmente su deuda, lo que no ocurre en la Eurozona, pero que sí le sucedería a cada uno de sus miembros una vez que hubiesen abandonado la UM. En este comportamiento de los mercados se produce un cierto espejismo porque, tal como se ha expuesto, los bancos centrales pueden garantizar que se pagará la deuda, pero no el valor de la misma, ya que la moneda puede depreciarse, y tal vez como resultado de la actuación del propio banco central.
La quita que representa la conversión de las deudas en euros a moneda nacional y posterior devaluación de esta no tendrían por qué ser más nocivas para los acreedores que las que se van a producir si se mantiene la UM. Por otra parte, es muy posible que la desconfianza de los mercados se redujese una vez que las devaluaciones se hubiesen llevado a cabo. Los países que tuviesen que devaluar su moneda contarían a su favor con un banco central propio y también con el apoyo del resto de los países cuya divisa se fuese a revalorizar, ya que tampoco sería conveniente para ellos que tal cosa ocurriese en demasía.
Un requisito imprescindible para el abandono o ruptura de la UM es que se haga con nocturnidad y alevosía, es decir, de improviso. Lo que realmente tendría consecuencias dramáticas es que constituyese una muerte anunciada, que la decisión se adoptase cuando todo el mundo estuviese convencido de que se produciría y los recursos hubieran emigrado ya a las naciones más favorecidas. El sigilo y la sorpresa constituyen condiciones necesarias, como necesario sería que los países implicados introdujeran, aunque fuese provisionalmente, mecanismos de control de cambios. Pero la celeridad con que ha de instrumentarse la decisión no tendría por qué suponer demasiada dificultad dado el desarrollo actual de la tecnología.
Sin duda son muchas las incógnitas que subsisten acerca de cómo evolucionarían determinados parámetros tras la ruptura de la UM, pero no más que las que existen en el supuesto de que la eurozona continúe, ni de las que había cuando se acordó sustituir por el euro todas las monedas. Jamás se había hecho un experimento igual.
Aquellos que de forma catastrofista pintan la ruptura de la UM como el Apocalipsis, amenazando con no se sabe qué carreras de devaluaciones competitivas e incluso con la guerra, habrá que recordarles que una cosa son las devaluaciones competitivas, aquellas que se realizan con la finalidad de robar de forma espuria un trozo de pastel al vecino, y otra las devaluaciones necesarias que pretende tan solo retornar a la competitividad perdida, equilibrando la evolución de los precios exteriores a la de los interiores. Las primeras pueden ser malas pero peor es no acometer las segundas. Por otra parte las devaluaciones, competitivas o no, ya se están practicando por parte de todos los países, comenzando por China, terminando por EEUU, y pasando por Japón, Gran Bretaña y otros muchos países más. Los únicos que no las hemos practicado somos los que permanecemos esclavos de la política paranoica de Alemania. Y en cuanto a la guerra por motivos económicos… de haber alguna posibilidad en los momentos actuales, que no parece haberla, no habría que mirar a Europa (unida o separada) sino a China y a EEUU y a sus simétricos desequilibrios en la balanza de pagos.
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