M. BAKUNIN
Yo soy un fanático amante de la libertad, que considero como el único medio con el cual se pueda desarrollar y engrandecer la inteligencia, la dignidad y la felicidad del hombre. Pero no aquella libertad —magnificada por la escuela de J.J. Rousseau…— que considera el sedicente derecho de todos, representado por el Estado, como el límite del derecho de cada uno, lo que nos lleva, siempre y necesariamente, a reducir el derecho de cada uno a cero. ¡No! Yo hablo de la única libertad que es digna de este nombre, de la libertad que consiste en el pleno desarrollo de todas las posibilidades materiales, intelectuales y morales que se hallan en estado de facultad latente en cada uno; de la libertad que no reconoce otras restricciones sino las que le son trazadas por las leyes de nuestra propia naturaleza, por lo que, hablando en propiedad, no hay restricciones ya que estas leyes no nos son impuestas de algún legislador fuera de nosotros, situado al lado o sobre nosotros; aquellas nos son inmanentes, inherentes, constituyen la base misma de todo nuestro ser… Yo hablo de aquella libertad de cada uno que, lejos de pararse como frente a un límite delante de la libertad del prójimo, encuentra en ella, al contrario, su confirmación y su extensión al infinito; de la libertad ilimitada de cada uno por la libertad de todos, de la libertad en la solidaridad, de la libertad en la igualdad, de la libertad triunfante sobre la fuerza bruta y sobre el principio de autoridad, que otra cosa no fue sino la expresión ideal de esta fuerza; de la libertad que, después de haber derrocado todos los ídolos celestiales y terrenales, fundará y organizará un mundo nuevo, el de la unidad solidaria, sobre las ruinas de todas las Iglesias y todos los Estados.
Soy un partidario convencido de la igualdad económica y social, porque sé que fuera de esta igualdad, la libertad, la justicia, la dignidad humana, la moralidad y el bienestar de los individuos, como la prosperidad de las naciones, no serán más que mentiras. Pienso que la igualdad debe establecerse en el mundo mediante la organización espontánea del trabajo y de la propiedad colectiva de las asociaciones productoras libremente organizadas y federadas en la comuna, no a través de la acción suprema y tutelar del Estado.
Es este el punto que divide principalmente los socialistas y colectivistas revolucionarios de los comunistas autoritarios, partidarios de la iniciativa absoluta del Estado. La finalidad es la misma: los dos partidos desean igualmente la creación de un nuevo orden social fundado únicamente sobre la organización del trabajo colectivo, inevitablemente a cada uno y a todos por la fuerza misma de las cosas, en condiciones económicas iguales para todos debido a la apropiación colectiva de los instrumentos de producción.
Solamente que los comunistas imaginan poder llegar a ello a través del desarrollo y la organización de la potencia política de las clases trabajadoras, principalmente del proletariado de la ciudad, y con la ayuda del radicalismo burgués; mientras que los socialistas revolucionarios, enemigos de todo ligamen y de toda alianza equívoca, piensan, por el contrario, que sólo pueden alcanzar este fin a través del desarrollo y la organización de las potencias no políticas sino sociales —y por consecuencia antipolíticas— de las masas trabajadoras, sea de la ciudad o del campo, incluidos a la vez todos los hombres de buena voluntad de las clases superiores que, rompiendo con su pasado, quieren unirse a ellos sinceramente y aceptar íntegramente su programa. De aquí, pues, los dos métodos diferentes. Los comunistas creen que deben organizar las fuerzas trabajadoras para adueñarse del poder político de los Estados. Los socialistas revolucionarios se organizan para destruir, o si se quiere una palabra más gentil, para liquidar los Estados. Los comunistas son partidarios del principio y de la práctica de la autoridad, los socialistas revolucionarios sólo tienen fe en la libertad. Los unos y los otros son igualmente partidarios de la ciencia que debe matar la superstición y sustituir la fe: pero los primeros quisieran imponerla, los otros se esfuerzan en propagarla de modo que los grupos humanos, convencidos, se organicen y se agrupen espontáneamente, libremente, de abajo arriba, por un movimiento íntimo y conforme a sus reales intereses, pero no según un plan ya trazado e impuesto a las masas ignorantes de alguna inteligencia superior. Los socialistas revolucionarios piensan que hay mucha más razón práctica y discernimiento en las aspiraciones instintivas y en las necesidades reales de las masas populares, que en la inteligencia profunda de todos aquellos doctores y tutores de la humanidad que con todas las tentativas frustradas para hacerla feliz, aún insisten en intervenir con sus esfuerzos… Los socialistas revolucionarios piensan que la humanidad se ha dejado gobernar demasiado tiempo, y que la fuente de sus desgracias no es ésta u otra forma de gobierno sino en el principio y en el hecho mismo de la existencia de un gobierno.
(Oeuvres. Tomo IV… Preambule pour la Seconde Livraison
de L’Empire Knouto-Germanique… París, 1910).
de L’Empire Knouto-Germanique… París, 1910).
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