Hace 20 años, Frédéric Kazigwemo masacraba a los allegados de Cécile Mukagasana, vecina de la pequeña aldea de Mbyo dónde, como en numerosas localidades ruandesas, víctimas y verdugos cohabitan intentando difícilmente reconciliarse.
Entre abril y julio 1994, unos 800.000 ruandeses, principalmente de la minoría tutsi, fueron asesinados a lo largo de una centena de días por sus vecinos, colegas y, a veces, amigos hutu.
Frédéric, con un grupo de hutus armados de machetes y lanzas, mató a varias personas, entre ellos dos miembros de la familia de Cécile.
«Al principio era difícil vivir aquí pues el marido de esa mujer mató a miembros de mi familia», dice Cécile que fabrica canastas de mimbre sentada al lado de la esposa de Frédéric mientras sus hijos juegan en el pasto.
Frédéric fue juzgado por un tribunal tradicional gacaca, instancia judicial instaurada en 2001, y condenado a una pena reducida tras haber admitido su culpabilidad y haberse disculpado.
Al igual que Cécile volvió a vivir a Mbyo convertido en «aldea de la reconciliación» según una ONG cristiana.
Esa organización ayuda a víctimas y verdugos a reconstruir sus viviendas a cambio del perdón y de la participación en actividades comunes con el objetivo de alentar la cohabitación y favorecer la reconciliación, para nada evidentes.
«Antes de pedir perdón mi corazón no estaba en paz. A veces veía las caras de los que maté. Ahora no las veo más», confiesa Frédéric.
En las aldeas de Ruanda, las víctimas cohabitan a menudo obligadas con los que masacraron a sus familias hace 20 años.
«Los tribunales gacaca hicieron mucho por la justicia y para juzgar a los asesinos, pero también necesitamos que haya reconciliación», explica Dieudonné Gahizi-Ganza, fundador de Best Hope Rwanda, una ONG que aconseja a las víctimas de violaciones y a los hijos de las víctimas y de los asesinos.
«Los traumatismos pueden a veces transmitirse de una generación a otra», señala.
«HIJO DE LA DESGRACIA»
Jean-Baptiste Habyarimana, secretario ejecutivo de la comisión nacional para la Unidad y la Reconciliación de Ruanda, recuerda que «después del genocidio había más de 300.000 huérfanos y 500.00 viudas. Para ellos no es fácil superar la situación».
Vestine Mukandahiro, que vive en un suburbio de Kigali, tuvo que reconciliarse con su propia hija, nacida de una violación durante el genocidio.
Ella tenía 13 años cuando en 1994 la casi totalidad de su familia fue asesinada a machetazos. Había logrado escaparse pero fue alcanzada por los asesinos que la violaron.
«Después de su nacimiento pensaba que no iba a poder vivir con mi propia hija porque cada vez que miraba su rostro pensaba en la violación», cuenta Vestine.
En su aldea la tratan como a «una prostituta» por haber aportado un «hijo de la desgracia» a la comunidad, dice.
Veinte años después, Ruanda continúa el difícil trabajo de reconciliación a pesar de las matanzas, cuyo recuerdo impregna a toda la sociedad ruandesa y que ha sido reavivado por la proximidad de las conmemoración del genocidio.
Las palabras hutu y tutsi han sido suprimidas de todos los documentos oficiales pero siguen presente en el espíritu de la gente.
La generación posgenocidio, que no ha sabido nada de las matanzas, también debe enfrentar el traumatismo colectivo.
«Nuestra generación debe hacer un gran esfuerzo para estar segura que lo que sucedió jamás va a volver a ocurrir», dice Yvette, 19 años, que participa en el Club Nunca Más, donde los de su generación conversan sobre el genocidio.
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