Por KARL POLANYI
Este nuevo mundo de «motivaciones económicas» se basó en una falacia. En sí mismas, el hambre y la ganancia no son motivaciones más «económicas» que el amor y el odio, el orgullo o el prejuicio. Ninguna motivación humana es económica per se. No hay tal cosa como una experiencia económica sui generis en el sentido en que el hombre puede tener una experiencia religiosa, estética o sexual. Estas últimas dan lugar a motivaciones que en general apuntan a evocar experiencias similares. Respecto a la producción material estos términos carecen de un significado evidente.
El factor económico, que está a la base de toda vida social, no da lugar a incentivos más definidos que la ley igualmente universal de la gravitación. Si no comemos ciertamente perecemos, del mismo modo que pereceríamos si fuésemos aplastados por una roca que nos cayera encima. Pero las punzadas del hambre no se traducen automáticamente en un incentivo para producir. La producción no es un asunto individual, sino colectivo. Si un individuo tiene hambre, no hay nada definido para él. Desesperado, podría atracar o robar, pero tal acción difícilmente puede ser llamada productiva. Para el hombre, el animal político, las cosas no están dadas por circunstancias naturales, sino sociales. Lo que hizo que el siglo XIX considerara el hambre y la ganancia como motivaciones «económicas» fue simplemente la organización de la producción en una economía de mercado.
El hambre y la ganancia están vinculadas aquí con la producción a través de la necesidad de «obtener un ingreso». Si el hombre tiene que mantenerse vivo dentro de tal sistema, está obligado a comprar bienes en el mercado con la ayuda de ingresos derivados de la venta de otros productos en el mercado. El nombre de estos ingresos —salario, renta, interés— varía en función de lo que se ofrece para la venta: el uso de la fuerza de trabajo, de la tierra o del dinero; el ingreso llamado beneficio —la renumeración del empresario— deriva de la venta de bienes que alcanzan un precio más alto que los bienes que se utilizan para producirlos. Por consiguiente, todos los ingresos derivan de las ventas, y todas las ventas contribuyen —directa o indirectamente— a la producción. Esta última es, en efecto, incidental respecto a la obtención de ingresos. Siempre que un individuo esté «obteniendo un ingreso» está contribuyendo automáticamente a la producción.
Obviamente, el sistema solo funciona si los individuos tienen una razón para entregarse a la actividad de «obtener un ingreso». Las motivaciones del hambre y la ganancia —separada y conjuntamente— le proporcionan tal razón. Estas dos motivaciones están así orientadas a la producción y, en consecuencia, se denominan «económicas». Surge así la apariencia de que el hambre y ganancia son los incentivos en los que debe basarse cualquier sistema económico.
Esta suposición es infundada. Si observamos las sociedades humanas, encontramos que el hambre y la ganancia no aparecen como incentivos de la producción, y cuando lo hacen, están unidas a otras motivaciones poderosas.
Aristóteles tenía razón: el hombre es un ser social, no un ser económico. Al adquirir posesiones materiales, el hombre no busca salvaguardar sus intereses individuales, sino más bien conseguir aceptación social, estatus social, ventajas sociales. Valora las posesiones principalmente como un medio para ese fin. Sus incentivos provienen de ese carácter «mixto» que asociamos con el esfuerzo para obtener la aprobación social, y las actividades productivas son meramente incidentales respecto a ello. La economía del hombre, por regla general, está inmersa en sus relaciones sociales. El cambio hacia una sociedad que, por el contrario, estaba inmersa en el sistema económico, fue un desarrollo completamente novedoso.
(1947)
No hay comentarios:
Publicar un comentario