En el militarismo, concebido en toda su amplitud, se dan la mayoría de los males que puede sufrir la humanidad. Desde la violencia propiamente dicha, a la dominación, el patriarcado y cualquier tipo de injusticia. En un plano paralelo también influye de manera decisiva, entre otras muchas más cosas, en la sobreexplotación y agotamiento de los recursos naturales —el 'ecocidio'—, siendo un gran agente defensor del modelo económico capitalista.
JOSEP CUTILLAS
(Miembro del Grupo Antimilitarista Tortuga)
La acción más visible y conocida de los ejércitos tiene, en la mayoría de casos, intereses económicos, geopolíticos y geoestratégicos. No son pocas las misiones en el exterior en las que participa, sin ir más lejos, el ejército español apoyando al bloque de nuestros «aliados» de la OTAN. Bajo el eufemismo de «intervenciones humanitarias» y bajo el paraguas del «terrorismo internacional» como excusa, se han producido (y se siguen produciendo) gravísimas intervenciones contra países enteros, con la única intención de controlar sus recursos naturales; un ejemplo extraordinario lo tenemos en las guerras por el petróleo.
Pero no solo de petróleo viven los países del Primer Mundo. En general, cualquier recurso valioso puede ser rapiñado pasando por encima de gobiernos y naciones. El caso de los fosfatos en el Sahara Occidental o el coltán en África son buenos ejemplos. Recientemente el caso del litio en Bolivia nos recuerda que estas prácticas lejos están de concluir. Cabe criticar este modelo desarrollista de la economía de consumo que, deliberadamente, ignora el límite de los recursos finitos de la Tierra y pretende un crecimiento sin fin, como se dijo, a costa del expolio de otros países y del reparto desigual.
Los países ricos
Como es sabido, los países ricos adquieren, producen y consumen todo tipo de bienes que necesitan para continuar con su irrefrenable desarrollo. En ese contexto, quizá puede parecer desmesurado decir que lo militar condiciona de una manera importante buena parte del desarrollo científico-tecnológico. Sin embargo, tal afirmación es un hecho, como lo evidencia, por ejemplo, el desarrollo actual de la industria aeroespacial y del transporte.
Del lobby aeroespacial en concreto poco podemos decir que no sea sobradamente conocido. Todas las grandes compañías involucradas en el desarrollo de aviones y vuelos al espacio tienen contratos multimillonarios con los grandes ejércitos para el desarrollo de modelos militares. En íntima retroalimentación con lo anterior, los niveles de movilidad y transporte que se han alcanzado en el mundo desarrollado provocan que frecuentemente sea más rentable importar insumos de países muy lejanos que autoabastecerse con la producción local, hecho que, en definitiva, propicia una etapa más avanzada —y globalizada— del capitalismo.
Todo ello, obvia decir, trae de la mano ingentes niveles de contaminación.
Siguiendo la cadena de acciones y consecuencias, todas entrelazadas entre sí, llegamos a la estación de término consistente en que, para mantener este nivel de desarrollo, hace falta mucha energía.
Dejando aparte la cuestión del petróleo y sus derivados, que los ejércitos consumen con profusión y sin restricción alguna (y que, como se dijo, es causa de innumerables operaciones bélicas en la actualidad), hay un desarrollo que, inicialmente, fue intrínsecamente militar, y que posee efectos devastadores: la energía nuclear. Esta, a pesar de la oposición y controversia que despierta, continuamente se nos vende como la solución de todas nuestras necesidades energéticas. No importa lo evidente de las trágicas consecuencias de seguir utilizándola, tanto en la vertiente civil como, por supuesto, en la militar.
Ejército y economía
Además de ser valedor y sostenedor de todo el sistema económico, el militarismo también forma parte de la propia economía, especialmente en lo que tiene que ver con el denominado «complejo militar-industrial» y la voluminosa industria del comercio de armas. Esta se constituye en un sector económico de primer orden, siendo un negocio tan lucrativo como opaco e insuficientemente regulado, en el que concurren intereses estratégicos, políticos, industriales, bancarios y socio-laborales. Las cifras del comercio de armas son tan elevadas, como éticamente deleznables. Otra forma de interacción entre economía y ejército es el negocio de las reconstrucciones después de la guerras que ellos mismos han desencadenado.
Por otra parte, los ejércitos son grandes acaparadores de territorio. El Ejército español, por ejemplo, actualmente es el segundo terrateniente estatal, teniendo puesto en venta más de un millón de metros cuadrados de patrimonio en desuso. Posee grandes extensiones dedicadas a instalaciones y campos de maniobras, y mantiene el derecho de declarar cualquier zona como «de interés para la defensa», y de limitar, e incluso prohibir, los usos de la misma. Todo ello sin pagar múltiples impuestos, ya que cuenta con un régimen especial de exenciones. De esta manera el Ejército controla treinta espacios naturales, con más de 150.000 hectáreas, que usa para fines nada ecológicos, y en exclusiva. Este hecho tradicionalmente ha despertado la contestación ciudadana. Por ejemplo, ya son más de treinta las marchas antimilitaristas contra el uso del Polígono de las Bardenas Reales (Navarra) como espacio donde los militares ensayan sus bombardeos. En Alicante, sin ir más lejos, vamos por la 17ª edición de la marcha contra la instalación de radares militares en la Sierra de Aitana.
Un gran contaminador
Los ejércitos son grandes agentes contaminantes en todos los procesos: en la producción de armas y proyectiles, en el acaparamiento de territorio y recursos, en su elevadísimo consumo de combustibles procedentes de fuentes no renovables, en la construcción y mantenimiento de sus instalaciones y necesidades logísticas, en la generación de residuos. Por descontado, a la hora de llevar a cabo acciones bélicas. Ningún ejército, incluyendo el español, escapa a esta cuestión. El ejército de EEUU, por ejemplo, es considerado responsable de la contaminación más atroz y extendida del globo. Curiosamente, este papel protagonista en uno de los principales problemas del planeta no viene acompañado de ningún tipo de medidas a escala global para reducir su impacto. En los acuerdos mundiales para abordar el calentamiento global y el cambio climático, los ejércitos no aparecen como un agente contaminador que se deba tener en cuenta, ni se exige la reducción de sus emisiones, ni se ejerce sobre los mismos ningún tipo de observación o control. Cabe destacar, como remate, los efectos directamente devastadores sobre el medio ambiente de la guerra, en la cual es frecuente que la destrucción y contaminación del territorio sean ejes del ataque al enemigo, convirtiendo así grandes extensiones en directamente inhabitables.
Mucho más agudas, si cabe, son las consecuencias en conflictos en los que se emplean agentes químicos o bacteriológicos, como en los casos históricos del Rif, la Primera Guerra Mundial o Vietnam, sin olvidar escenarios del presente en los que esta práctica, por desgracia, aún persiste. Son todavía peores las consecuencias de la existencia de armamento nuclear, tanto en su desarrollo —en el desierto de Nevada, Kazajistán o diversos atolones del Pacífico— como cuando ha sido utilizado como arma contra población civil —en Nagasaki e Hiroshima—, sin olvidar el empleo todavía vigente de la munición de baja radioactividad llamada «uranio empobrecido».
Por todo lo dicho, el militarismo, desde un punto de vista amplio, incide en la realidad y en el mantenimiento del mundo en el que vivimos, teniendo consecuencias nefastas sobre los seres humanos, pero también sobre todos los seres vivos y el medio ambiente en general. Todo forma parte de un engranaje que engrasa el modelo que nos toca vivir, pero al que estamos obligados a ofrecer alternativas.
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