Bacterias cada vez más resistentes
En 40 años se ha pasado de anunciar «el fin de las enfermedades infecciosas» a pronosticar que «de nuevo, matarán sin freno». La capacidad de las bacterias para resistir a los antibióticos empieza a ir más rápido que el hallazgo de nuevos remedios. El uso poco racional de los fármacos y la automedicación agravan el problema.
Por MARÍA CORISCO
El Mundo-Magazine
(domingo, 11 de marzo de 2012)
(domingo, 11 de marzo de 2012)
«El mundo está al borde de perder las curas milagro y se dirige hacia una era preantibióticos, en la cual muchas infecciones comunes no tendrán cura y, de nuevo, matarán sin freno». El mensaje apocalíptico como pocos, nos llegaba hace ahora un año y la agorera no era otra que la mismísima directora de la Organización Mundial de la Salud, Margaret Chan. Pocos meses después, el comisario europeo de Sanidad, John Dally, reconocía que 25.000 europeos mueren cada año víctimas de enfermedades infecciosas porque no se han logrado encontrar un antibiótico eficaz para ellos. Y, en España, cada vez va siendo más habitual que los microbiólogos de los hospitales se devanen los sesos tratando de averiguar cuál es el antibiótico —o cóctel de ellos—, que logre detener y curar según qué infecciones especialmente rebeldes.
Esto sucede hoy 70 años después de que la penicilina abriera las compuertas del universo antibiótico, y cuando apenas ha transcurrido medio siglo desde que la comunidad científica se felicitara porque, albricias, se había encontrado por fin «la bala mágica» —según terminología de la época— con la que combatir las infecciones. De hecho, allá por 1970, Jesse Leonard Steinfeld, a la sazón cirujano general de EEUU —máxima autoridad sanitaria del país—, anunció que estábamos «ante el fin de las enfermedades infecciosas». ¿Qué ha podido suceder para que, en tan poco tiempo, hayamos pasado de la euforia al temor? Sencillamente, que, enardecidos por los millones de vidas salvadas gracias a los antibióticos, se subestimó la principal estrategia de supervivencia de las bacterias: las resistencias.
Las bacterias son seres vivos, microorganismos que llevan millones de años adaptándose y evolucionando para conseguir sobrevivir. Están por todas partes y, de hecho, en nuestro organismo hay un sinfín de ellas —más incluso que células—, aunque habitualmente no nos causan ningún daño. Pero también hay bacterias patógenas, que son las causantes de enfermedades infecciosas bacterianas. Para luchar contra ellas disponemos, desde hace unas décadas, de unas armas tremendamente eficaces: los antibióticos. Pero, gracias a su capacidad de adaptación, las bacterias, siguiendo con el símil bélico, han ido aprendiendo a conocer nuestras armas y a diseñar estrategias para defenderse de ellas. En suma, a resistir los antibióticos.
«La resistencia es algo consustancial a las bacterias», asegura el doctor Jesús Blázquez, miembro de la Red Española de Investigación en Patología Infecciosa (REIPI) e investigador del Centro Nacional de Biotecnología. Con él coincide el doctor Juan J. Picazo, catedrático de Microbiología Médica y jefe de Servicio de Microbiología Clínica del Hospital Clínico San Carlos de Madrid, quien apostilla que «llevan millones de años resistiendo las situaciones más adversas».
Esto lo han conseguido, señala Picazo, gracias a una ventaja y a una desventaja biológicas: «La ventaja biológica es su elevadísima capacidad de multiplicación; la desventaja, que, cuando se multiplican, a veces se equivocan. A estos errores se les denomina mutaciones. Y resulta que algunas de estas mutaciones. Y resulta que algunas de estas mutaciones confieren resistencia a los antibióticos».
Y es ahí cuando, puro Darwin, entra la selección del más fuerte: «Gracias a una de esas mutaciones», prosigue el médico del Hospital Clínico San Carlos, «puede surgir una bacteria que resista a un antibiótico; esa será la bacteria que sobreviva y la que, al reproducirse nuevamente, transferirá esa resistencia a toda su descendencia».
Pero además, en los últimos años se ha visto que, como si de cromos se tratara, también las bacterias se intercambian ADN. Para ellas, la forma más sencilla de adquirir una resistencia es tomarla prestada de otras que ya la tienen; de forma muy simple, al intercambiar material genético entre sí, las bacterias pueden también pasarse resistencias de unas a otras.
En realidad, el fenómeno de la resistencia no es nuevo, ni muchísimo menos. Ya en 1945, poco después de que se comercializara la penicilina, de que le nombraran sir y de que le concedieran el Nobel, Alexander Fleming advertía en una entrevista concedida al New York Times de que el abuso de este fármaco «acabará inevitablemente provocando el desarrollo de bacterias resistentes». Un año después ya pudo verse en un hospital londinense que el 14% de los estafilococos aislados de enfermos tenían la capacidad de producir una enzima que destruía a este antibiótico.
Pese a ello, el triunfalismo continuó siendo durante años la tónica: se sabía de las resistencias, pero, explica el doctor José Ramón Paño, de la Unidad de Microbiología del Hospital Universitario de La Paz, «el ritmo de generación de nuevos antibióticos era más rápido que la velocidad de las bacterias para ir adaptándose a ellos, de manera que siempre teníamos por delante nuevas opciones antibióticas.
En los últimos años, sin embargo, el descubrimiento y desarrollo de nuevos antibióticos prácticamente se ha paralizado, mientras que las bacterias han seguido aprendiendo. «Cada vez más patógenos van adquiriendo los mecanismos de resistencia para evitar que les haga daño este o aquel antibiótico», asegura el doctor Paño. «Y, por eso, cada vez hay menos opciones para poder tratar determinar enfermedades».
Resistencias
Según datos presentados por la Sociedad Española de Enfermedades Infecciosas y Microbiología Clínica (SEIMC) en 2009, España es uno de los países que, en comparación con Europa y el resto del mundo, presenta más problemas en cuanto a resistencias a antimicrobianos. Entre un 10% y un 25% de los neumococos (bacteria que provoca infecciones como la meningitis o la neumonía) son resistentes a la penicilina y a la eritromicina; entre un 25% y un 50% de los Staphylococcus aureus (uno de los patógenos humanos más frecuentes y que es la causa de infecciones quirúrgicas, de catéteres vasculares, neumonías, etcétera) son resistentes a la meticilina, y entre un 25% y un 50% de Escherichia coli (la causa más frecuente de infecciones urinarias e intraabdominales) son resistentes a las quinolonas.
Mientras que en Suecia la tasa de resistencia a un grupo de antibióticos empleados en el tratamiento de enfermedades respiratorias como la neumonía neumocócica es sólo el 2%. Hay distintas razones, desde climáticas hasta de mayor contacto físico, que se apuntan para explicar el porqué aquí —y, en general, la zona mediterránea—, tenemos más resistencias que en los países del norte de Europa. La causa principal parece ser que el consumo de antibióticos está más restringido entre los nórdicos: mientras ellos ocultan sus armas y sólo las utilizan cuando es preciso, en España s emplean con mayor ligereza, dando opción a las bacterias a aprender a enfrentarse a ellas y a terminar siendo intratables.
Es algo a lo que el doctor Jesús Rodríguez Baño, jefe del Servicio de Enfermedades Infecciosas del hospital Virgen Macarena de Sevilla, se enfrenta cada día. «Las decisiones sobre los tratamientos con antibióticos que se tienen que tomar en el día a día son cada vez más difíciles», explica. «Antes, se consideraba que los pacientes con mayor probabilidad de tener resistencias bacterianas eran aquellos que habían estado hospitalizados y tratados previamente con antibióticos; hoy, esta posibilidad se ha generalizado, de forma que te tienes que plantear el tema de las resistencias incluso en pacientes que llegan desde su casa a Urgencias.
Para que lo entendamos, el doctor Rodríguez Baño pone el ejemplo de un cuadro común: persona que acude a urgencias con pielonefritis (infección del tracto urinario, potencialmente grave, pero también frecuente). «Antes se le prescribía un antibiótico y te quedabas tranquilo, pero ahora surge la duda, porque el aumento de las resistencias ha sido tremendo», relata. «La sensación que tenemos es la de “a ver con qué acertamos”, de forma que tenemos que ir dando el salto a medicamentos antes reservados sólo para aquellas infecciones con mayor riesgo de resistencia».
Superbacterias
Uno de los problemas es que, de inicio, los médicos tienen que trabajar a ciegas: ante un cuadro de infección —y mientras se espera que lleguen los resultados que confirmen a qué se enfrentan, si hay resistencias y de qué tipo— el paciente recibe un tratamiento con el que se intenta cubrir los microorganismos más habituales en dicha infección. Pese a que se está trabajando intensamente en conseguir test de diagnóstico rápido, la realidad es que, todavía, en la práctica clínica diaria no hay test cuyo uso se haya generalizado y que resulte de utilidad.
«Por eso seguimos medicando empíricamente, sin saber hasta dos o tres días después qué es lo que estamos tratando», señala el doctor Rodríguez Baño. «Si la infección no es muy severa, tienes opción de modificar la medicación; pero, si el paciente está muy grave, que aciertes en el tratamiento —es decir, que utilices un antibiótico para el que no haya resistencias— puede determinar su supervivencia. De forma que tratamos de evaluar cuidadosamente a cada paciente, su historia, el medio del que procede, el tipo de infección… Es una complejidad terrible».
Esta situación entronca con la aparición de las superbacterias, microorganismos resistentes a muchísimos antibióticos, si no a todos. Han sido, digamos, las más privilegiadas en ese proceso de selección del más fuerte, porque en sus distintas mutaciones han ido adquiriendo todas las resistencias, sumando unas tras otras en su ADN hasta lograr ser intratables.
«Otras superbacterias que estudiamos son las supermutadoras o hipermutadoras», explica el doctor Blázquez. «Pueden producir miles de veces más mutaciones por generación que una bacteria normal. Es como si jugaran muchos décimos de lotería: posiblemente la mayoría de esas mutaciones sean letales para ellas, pero, en una población de cientos de miles de millones basta con que salga una adelante para que tenga éxito y se reproduzca».
Por si no tuviéramos bastante con nuestras superbacterias patrias, en los últimos años han surgido un nuevo inconveniente, esta vez fruto de la globalización. Se trata de la detección de nuevas bacterias multirresistentes que los pacientes occidentales adquieren —y después propagan— en los viajes de turismo sanitario a la India o a Pakistán para recibir tratamientos médicos baratos.
En Europa se han encontrado ya unas bacterias de la familia Enterobacteriacea que tienen un nuevo gen, el NDM-1, que les confiere una gran resistencia a la mayoría de los antibióticos. Este gen es cada vez más habitual en los hospitales de estos países asiáticos y se está exportando a Europa y EEUU, lo que hace temer que se extienda pronto por todo el mundo.
«Cada vez es más frecuente que nos encontremos con sorpresas», corrobora el doctor Rodríguez Baño. «Desde hace dos o tres años, vemos a perronas que han adquirido una infección en un hospital de otro país, con una bacteria muy resistente, y se la pasa al paciente de la cama de al lado, a un familiar, o a un vecino. Esto va in crescendo».
Precisamente por ello, en las UCI españolas se hacen cultivos de vigilancia para asegurar que no entran bichos de esta naturaleza. «Y, a veces», confirma el médico del Virgen Macarena de Sevilla, «nos encontramos con personas que, pese a no tener especiales factores de riesgo, son portadoras de un microbio muy resistente. A esas personas se las aísla para evitar que se disemine este microbio por el hospital».
Bien, pues el panorama parece sombrío, especialmente si tenemos en cuenta que la investigación en el desarrollo de nuevos antibióticos prácticamente se ha paralizado. Estos fármacos curan una infección en cuestión de días, lo que los hace mucho menos rentables que aquellos que se utilizan de por vida en enfermedades crónicas. «Es legítimo que las farmacéuticas no estén interesadas en invertir en algo que no les es rentable», señala el doctor Paño, «pero de lo que se trata es de incentivar a estas compañías para que investiguen en un problema de salud».
Más allá de la investigación, los expertos apuestan por medidas que nos conciernen a todos. Entre ellas, la principal es la de hacer un uso racional de los antibióticos: ya que utilizarlos da la oportunidad a las bacterias de aprender a vencerlos, reservemos su uso para aquellas circunstancias en las que pueden tener una utilidad, es decir, para cuando la infección es bacteriana y no vírica. «Si tratas una infección por virus —por ejemplo, una gripe— con un antibiótico, no sólo no te curas, sino que ayudas a las bacterias a hacerse resistentes a ese antibiótico; y el daño causado por un antibiótico que tomaste por algo que no necesitabas puede tener un impacto más adelante, cuando verdaderamente precises esa medicación y no te haga efecto porque tus bacterias han generado resistencias a él», explica el doctor Paño. Aun así, señalan los expertos, en nuestra cultura —o incultura— sanitaria persiste la idea de que los antibióticos son la mejor medicina para cualquier enfermedad, y es frecuente que los pacientes los demanden a sus médicos.
Un lavado de manos
La automedicación es otro caballo de batalla: ya el propio Fleming, visionario como pocos, mostró sus reticencias a que la penicilina tuviera una formulación en comprimidos que permitiera que los pacientes pudieran, en su propio domicilio, administrársela a conveniencia propia. Y no le faltaba razón: demasiado a menudo, cuando notamos una mejoría tras el inicio del tratamiento con antibióticos, dejamos de utilizarlos, o no seguimos fielmente las pautas de dosificación; con ello propiciamos que las bacterias reciban dosis que no son letales y que aprendan a desarrollar resistencias.
Las medidas pasan también por algo tan aparentemente sencillo como evitar la transmisión de bacterias de unas personas a otras. Como explica el doctor Blázquez, «en el ámbito hospitalario siempre van a darse resistencias; a menudo los pacientes hospitalizados apenas tienen defensas y las únicas armas son los antibióticos. Lo que sí se podría hacer es tratar de que las personas al cuidado de esos pacientes no transmitan bacterias resistentes de unos a otros. Un simple lavado de manos puede salvar muchas vidas».
Podemos hacer cosas, sí, pero para quedar en tablas, no para ganar la guerra. «No podemos encontrar un antibiótico para el que no se llegue a generar una resistencia», reconoce el doctor Blázquez. «Lo único que podemos hacer es cuidar los antibióticos que tenemos, utilizarlos en el momento adecuado y en las dosis justas, e intentar buscar algunos más. Estamos luchando contra la evolución, y esa es una batalla perdida».
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