El 31 de julio se cumplieron cien años del asesinato de Jean Jaurès
Renaud Dély
Son más de 8.000 personas las que se aprietan en el calor húmedo de la sala del Circo Real de Bruselas. Y es posible que haya otros tantos fuera, inmóviles, atentos, con el oído alerta al no haber podido entrar en el recinto de la reunión. En la tribuna, un ejército de banderas rojas flanquea a los oradores. Son las 20.45 horas de este 29 de julio de 1914, cuando Emile Vandervelde, secretario del Partido Obrero belga, declara abierta la reunión con retraso. Entre aclamaciones, saluda «a los miembros del buró socialista internacional que han venido a deliberar por la paz y la fraternidad de los pueblos».
Y pasa rápidamente la palabra a Jean Jaurès. El diputado de la SFIO [Sección francesa de la Internacional Obrera] se pone en pie. Sobre ese fondo púrpura se recorta su silueta maciza. Como cada vez que le abruma la angustia, una punzante migraña no le da tregua desde por la mañana. La reunión en la que Jaurès ha participado desde primera hora de la tarde en la cercana Casa del Pueblo ha se ha prolongado largo y tendido. Con sus iguales y camaradas europeos, ha pasado revista a los medios de salvaguardar la paz. Y han aparecido las primeras disensiones. La fraternidad socialista ha empezado a agrietarse. La alemana Rosa Luxemburg ha arremetido contra el austriaco Adler y el checo Nemec. Les ha reprochado que bajen los brazos ante el ascenso del nacionalismo entre sus pueblos. Y les ha acusado de estar dispuestos a plegarse y resueltos a hacerle la guerra a Serbia. El presidente del partido socialista alemán, Hugo Haase, la tranquiliza. Ha pintado con lirismo el cortejo de 10.000 trabajadores pacifistas que han atravesado las calles de Berlín el día anterior.
Rosa Luxemburg y Jean Jaurès han caído una en brazos del otro. El conclave ha concluido con la decisión de que el congreso de la Internacional previsto en Viena tendrá finalmente lugar en París y se verá precedido de una gran manifestación por la paz. Con el asentimiento de Rosa Luxemburg, Jaurès ha redactado la declaración del buró. La fecha de la manifestación se ha fijado para el 9 de agosto. Pero ¿habrá tiempo todavía?
Se comprende, así pues, que el diputado por Carmaux se muestre cariacontecido en el momento de tomar la palabra. En el momento de ponerse en pie, la sala, febril, grita: «¡Viva Jaurès!», «¡Viva Francia!», «¡Viva la República!». Jaurès se hace de un golpe con la sala: «¡Ciudadanos, les diré a mis compatriotas, a mis camaradas de partido en Francia, con qué emoción he escuchado aclamar, yo, que he sido denunciado como un sin patria, el nombre de Francia, el recuerdo de la Gran Revolución!»
Entre risas, el orador se mofa de las palinodias de una diplomacia impotente, en un momento en que se responde a las órdenes de movilización, en San Petersburgo lo mismo que en Viena: «Se negocia, parece que se contentarán con sacarle un poco de sangre a Serbia y no un poco de carne; tenemos todavía un respiro para garantizar la paz». Luego, con un tono casi hastiado, Jaurès se transmuta en filósofo y se interroga en voz alta: «Cuando han pasado por los pueblos veinte siglos de cristianismo, cuando desde hace cien años han triunfado los principios de los derechos del hombre, ¿es posible que millones de hombres, sin saber por qué, sin que los dirigentes lo sepan, se desgarren unos a otros sin odiarse?»
El tribuno recupera su vigor. La voz truena, zumba, se encabrita. Grandilocuente, se vuelve poeta fúnebre esbozando los contornos de «la Muerte, dispuesta a hacerse visible, que camina» y avanza junto a «las parejas felices de nuestras ciudades». Un murmullo recorre el público. «Lo que más me aflige», suspira, «es la falta de inteligencia de la diplomacia». Ronda la guerra. Y la sala, hundida en la penumbra, toma reflejos de cementerio. Y luego, de un golpe, Jaurès se repone. Ya que el cañón todavía no retumba, eso significa que aún hay esperanza, la esperanza sigue ahí. El orador la resucita. Se burla de la debilidad de los gobernantes que «llevan a los pueblos al borde del abismo y en el último momento, titubean. Estos titubeos de los dirigentes tenemos que aprovecharlos para organizar la paz». El socialista se lanza entonces a una ferviente defensa del gobierno francés, ese gabinete Viviani que él no ha querido, pero que le parece cada vez más que actúa en favor de la paz: «Tengo derecho a decir delante de todo el mundo que en la hora presente el gobierno francés es el mejor aliado de la paz de este admirable gobierno inglés que ha tomado la iniciativa de la conciliación y da a Rusia consejos de prudencia y paciencia».
Incansablemente, Jaurès aboga por una inaccesible complicidad entre París y Berlín. «Nunca he dudado en atraer sobre mi cabeza el odio de nuestros chovinistas por mi voluntad obstinada, y que no flaqueará jamás, de un acercamiento franco-alemán», explica. Antes de hacer del proletariado instrumento de este acercamiento y último baluarte contra la guerra: «¿Queréis que os diga la diferencia entre la clase obrera y la clase burguesa? La clase obrera odia colectivamente la guerra, pero no la teme individualmente, mientras que los burgueses, colectivamente celebran la guerra, pero la temen individualmente. Por eso, cuando los burgueses chovinistas han conseguido que amenace tormenta, se amedrentan y preguntan si no van a actuar los socialistas para impedirla». En un extremo del estrado, Rosa Luxemburg parece asentir con un discreto cabeceo.
Concluye Jaurès con un último llamamiento, patético, a movilizarse: «Hombres humanos de todos los países, esta es la obra de paz y de justicia que hemos de acometer». «Hombres humanos», la expresión todavía resulta elocuente y conmueve. La sala se levanta de un salto. La multitud le aclama. Los hombres lanzan al aire sus sombreros, las pocas mujeres presentes agitan sus pañuelos. Ha reaparecido la esperanza cuando todo parecía perdido. Gracias al timbre de Jaurès, la paz, tenue, frágil, casi imperceptible, ya no parece completamente inaccesible.
El tribuno vuelve a su lugar. Sentado a su derecha, el socialista Charles Rappoport le lanza una mirada de admiración. Jaurès ya no tiene dolor de cabeza. Como por milagro, la migraña ha desaparecido. Agotado, regresa al barrio de la estación del Mediodía y a su habitación del Hotel de l'Espérance.
Al día siguiente, en el curso de una última reunión del buró de la Internacional Socialista (IS), Jaurès parece de nuevo optimista. Como si el baño de masas de la víspera la hubiera revigorizado. Visita el museo de los primitivos flamencos antes de saltar a su tren para París, que parte a las 13.01 de la estación de Mediodía. Durante las cuatro horas de trayecto, la fatiga le atenaza de nuevo. En cuanto llega a la estación del Norte, compra un ejemplar de Le Temps. La noticia de la movilización rusa se despliega en primera plana. Su espalda se comba, pero Jaurès no renuncia. Desembarca en el Palais Bourbon [sede de la Asamblea Nacional], con una maleta marrón en una mano, y un cartel en la otra, donde se lee: «Contra la guerra, por la paz». Informa al grupo socialista de las decisiones del buró de la IS, luego le recibe el primer ministro, René Viviani, que le tranquiliza y adormece su vigilancia. Al salir de la entrevista, Jaurès le susurra al diputado que le acompaña. «Sabe usted, si estuviéramos en su lugar, no sé qué más podríamos hacer para garantizar la paz...» De vuelta a L´Humanitè [diario del que es fundador y director], todavía tiene fuerzas para redactar un editorial. El último. Con el título «Necesaria sangre fría», rechaza «el nerviosismo que avanza» y «la inquietud que se propaga» y concluye: «El peligro es grande, pero no es invencible».
El 31 de julio, Jaurès se levanta pronto, como siempre. A lo largo de toda la jornada, corre de aquí para allá, del Palais-Bourbon al Quay-d´Orsay [sede del Ministerio de Exteriores]. Lucha por la paz. Por la noche, antes de consagrarse a la redacción de su artículo, baja a reponer fuerzas. Son las 21.40 horas. El cielo es pesado. Los grandes bulevares están repletos de gente. Con algunos periodistas, Jaurès se sienta a la mesa, con la espalda contra la ventana. Se toma un trozo de tarta de fresa. Tras la cortina que hace las veces de entrada, avanza una mano armada. El hombre que sostiene el revólver se llama Raoul Villain. Tiene 29 años. Es un estudiante de arqueología que milita en un grupo nacionalista, la liga de los Jóvenes Amigos de Alsacia-Lorena. Resuenan dos tiros. Y enseguida los primeros gritos: «¡Le han disparado a Jaurès! ¡Han matado a Jaurès!»
* Renaud Dély (1969) dirigió entre 2002 y 2006 la sección de política del diario parisino Libération, del que fue también redactor jefe, editorialista y director adjunto. También desempeñó puestos de responsabilidad en el semanario Marianne y en la radio pública France Inter. Desde 2011 dirige la redacción del semanario Le Nouvel Observateur. Entre sus libros se cuentan Histoire secrète du Front National (Grasset, 1999) y Les tabous de la gauche (Bourin Éditeur, 2006).
27/07/14
No hay comentarios:
Publicar un comentario