LUIS NAVARRO
(Universidad de Vigo)
Como cada mañana desde hace unas semanas, comienzo el día triste, leyendo noticias tristes de personas tristes. Me había prometido no participar en este debate social habitual de los veranos de la piel de toro que habitamos. Pero… triste es ver que, tras más de medio siglo de acumular conocimiento sólido sobre ecología del fuego, aún llamemos «maleza» a la vida del bosque. Triste es escuchar, una y otra vez, que «los incendios se apagan en invierno» con «limpiezas» que dejan el monte peinado como un 'green': homogéneo, brillante y, sobre todo, desprovisto de lo que no encaja en la postal. El mensaje cala porque es simple; pero el problema es mucho más complejo. Y, como suele ocurrir, la simplificación sale cara.
Empecemos por lo obvio que rara vez se dice con claridad en tertulias: los fuegos no caen del cielo por generación espontánea. En Europa, alrededor del 96% de los incendios tienen origen humano (negligencias, accidentes, y sobretodo, intencionalidad). España no es una excepción; es la regla. Esto no convierte al bosque en culpable por «tener combustible», del mismo modo que no culpamos a una biblioteca por tener libros cuando alguien enciende una cerilla. El foco debe estar en cómo, por qué y dónde encendemos esa cerilla.
Y sin embargo, en el debate público, la mayoría de las veces se presenta al sotobosque como el enemigo a batir: matorral, brezos, helechos, plántulas… «suciedad» que «hay que quitar». Curiosa forma de nombrar a más de la mitad, invisible para muchos, de un bosque vivo, a esa diversidad que mantiene la humedad, protege el suelo, alimenta a muchos organismos como polinizadores, dispersores de frutos y semillas, herbívoros, da refugio a ingentes cantidades de fauna y además, modula la propagación del fuego dependiendo de su estructura. ¿Por qué demonios no cala en la sociedad el mensaje de que quitar por sistema el sotobosque no es «limpiar», sino empobrecer? La ecología del fuego lleva décadas explicándolo, con una mirada menos moralista y más funcional: el fuego existe, muchos ecosistemas mediterráneos conviven con él, y la cuestión es cómo adaptamos paisajes y sociedades para que los incendios no deriven en catástrofe.
¿Significa eso que no debamos gestionar? Al contrario: gestionemos, sí, pero sin arrasar, sin repetir los errores que nos trajeron hasta aquí ni convertir el monte en un green de postal. La prioridad, pensando en las próximas décadas y sobretodo en las siguientes generaciones, es cortar la cadena humana de igniciones en su origen: educación, vigilancia inteligente y sanciones efectivas para quienes prenden fuego a nuestro mayor tesoro. Solo después, hablemos de gestión ecológica —no de «limpieza»— y discutamos, con datos fehacientes, sobre la necesidad o no de crear mosaicos que rompan la continuidad del combustible, recuperar usos del territorio (el tan manido pastoreo dirigido y silvicultura bien planificada) y de aplicar, donde proceda y con criterios científicos, quemas prescritas y clareos selectivos. Mientras tanto, limpiemos los bosques, sí, pero de plásticos, vidrios y escombros; el sotobosque no es basura, es función. Y un poco de humildad: no somos dioses que todo lo arreglan, y la naturaleza no tiene por qué plegarse a nuestra geometría. Con un clima más extremo, un abandono rural que merece un debate sereno y paisajes cada vez más continuos y homogéneos, nuestra obligación es evitar que el bosque se convierta en una alfombra seca de combustible fino. Nuestra obligación es imbuirnos del conocimiento que la ciencia de verdad genera, no la de bar, tertulia o la de 140 caracteres. Nuestra obligación es, también, cambiar el lenguaje y dejar de llamar «alimañas» a la fauna [salvaje] y «maleza» al sotobosque: el lenguaje no es solo estética, es política pública en potencia. No me hagan caso a mí: la ciencia española en ecología forestal y del fuego es excelente y lleva años diciendo lo mismo, con matices y con datos. Escucharla no es un lujo académico; es una necesidad social. Y fijaos en un detalle: las y los científicos hablan desde los datos, no desde el ombligo. Ya vale de contaminar el debate con opiniones sesgadas y partidistas… Esta es la prevención hacia la que deben orientarse, de verdad, los esfuerzos colectivos: reducir el riesgo sin convertir el monte en un decorado ni empobrecer su biodiversidad.
Termino como empecé, con una tristeza cargada de ironía. Hemos aprendido muchísimo en cuestiones medioambientales en los últimos 50 años y, sin embargo, a veces parece que seguimos discutiendo con las mismas palabras de siempre: «maleza», «alimañas», «limpiar el monte». Quizá haya llegado la hora de actualizar el diccionario, no porque a la naturaleza le importen nuestras palabras, sino porque las palabras que elegimos acaban siendo las políticas que aprobamos. Y ahí sí se decide si tendremos bosques que ardan como una mecha… o paisajes vivos que convivan con el fuego sin convertirlo en tragedia.
martes, 26 de agosto de 2025
Limpiar el monte… ¿hasta que no quede bosque?
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