viernes, 31 de julio de 2009

Eduardo Punset ¿divulgador científico?

Como suelo hacer muchas tardes después de comer, voy a un pub, cerca de donde vivo, a tomar el café o alguna caña y suelo ojear alguna que otra publicación. Echo un vistazo a un número anterior (el 1131) de la revista XL Semanal y me encuentro con un texto escrito por Eduardo Punset, que responde a una pregunta en la sección «Excusas para no pensar». Y me llama la atención en el cuarto párrafo estas palabras:

«... ¿Que está ocurriendo con lo que los expertos llaman la ‘identidad social’? ¿Se sienten más afines o más alejados de su identidad nacional? ¿Se han aproximado a valores agresivos legados por nuestros antepasados los chimpancés o, por el contrario, prevalecen ahora valores eróticos que heredamos de otra especie afín como los bonobos?...»

Releo de nuevo, por si he leído mal, «nuestros antepasados los chimpancés» o «prevalecen ahora valores eróticos que heredamos de... los bonobos». Pero... ¿este Punset no es el del programa de TVE2 Redes? ¿No presume de divulgador científico? Pues, menudo «patinazo» ha dado.

Que yo sepa, chimpancés y humanos estamos biológicamente emparentados, compartimos más de un noventa por ciento del material genético y, además, tenemos antepasados comunes de hace unos ocho millones de años (según se estima); pero, nosotros no descendemos de ellos.

¡Menudo divulgador científico estás hecho, Punset! Y encima te pagan por ello en la televisión pública.

jueves, 30 de julio de 2009

Filosofía del anarquismo español

Introducción

El anarquismo español es más conocido por su trayectoria práctica que por su aportación a la historia de las ideas, pero ello no significa que carezca de un pensamiento propio y haya sido una imitación mecánica de las doctrinas libertarias gestadas en el extranjero. De la misma manera que las teorías de Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Godwin y demás grandes representantes de la cosmovisión ácrata llevan la impronta de la idiosincrasia de sus respectivos países, la filosofía libertaria hispana es inseparable del trasfondo histórico, social y cultural de nuestro país. De otra manera no se explicaría el carácter y desarrollo altamente singulares del anarquismo español, tan distinto en múltiples aspectos al de los demás países. Poner en duda o relativizar la originalidad del movimiento libertario español es incurrir en una visión abstracta de su esencia y de su verdadero significado.

Lo primero que hay que señalar en este contexto es que si el anarquismo echó raíces tan profundas en España fue porque encontró unas condiciones socioculturales más propicias a su expansión que las que existían en otros países. Ésta es también la razón de que el anarcosindicalismo español haya sido el único movimiento de masas en todo el mundo. Ya el impacto que el revolucionario italiano Giuseppe Fanelli produjo sobre el grupo de obreros madrileños fue más temperamental e instintivo que discursivo, ya por la sencilla razón de que las lenguas francesa e italiana utilizadas por el emisario de Bakunin eran entendidas sólo a medias por sus oyentes, como cuenta Anselmo Lorenzo en sus Memorias. Mucho antes de que las ideas anarquistas penetraran en la Península como cuerpo cerrado de doctrina, había en nuestro país una tradición antiautoritaria muy arraigada que, sin utilizar el término «anarquía» ni contener todos los principios de esta ideología, tenía, en aspectos esenciales, una gran afinidad con ésta. O como ha escrito Américo Castro en su obra La realidad histórica de España: «El fascismo y el comunismo, el socialismo y el régimen constitucional, fueron inyectados en la sociedad española como resultado de conspiraciones venidas de fuera; el anarquismo fue, por el contrario, emanación y expresión de la estructura, de la situación y el funcionamiento de la vida social de los españoles… Lo serio y grave del anarquismo español es su auténtica españolidad… El anarcosindicalismo —a diferencia del comunismo— contiene un mínimo de ideología extranjera y un máximo de espontaneidad española». Dicho con nuestras propias palabras: mientras todas esas ideologías fueron un fenómeno exógeno, las raíces genéticas del anarquismo español fueron endógenas.

Teoría y praxis del anarquismo español: obreros e intelectuales

Al hablar de la filosofía de nuestro anarquismo hay que dejar bien sentado que no se trata de una filosofía elaborada por eruditos y hombres de estudios ni de lo que comúnmente se entiende por este concepto, como sinónimo de disciplina o actividad académica. Que yo sepa, no hay ningún teórico anarquista español que haya ocupado una cátedra de filosofía o se haya calificado a sí mismo de «filósofo», aunque muchos de ellos reunían, por la clarividencia y profundidad de sus escritos, las condiciones para ello. A diferencia del marxismo, que nace en los pozos de ciencia germanos, lo que el anarquismo hispano ha producido de teoría se ha gestado fuera de las aulas universitarias y ha sido la obra de publicistas y escritores autodidactas de origen obrero y, por añadidura, perseguidos y encarcelados casi siempre por la justicia. De ahí que su universidad y su escritorio fueran a menudo la celda carcelaria. Joan Peiró, uno de los más dilectos teóricos del sindicalismo cenetista, empezó a trabajar a los ocho años y fue analfabeto hasta los veintitrés, cuando era ya padre de una hija. Ángel Pestaña era huérfano de padre y madre y se vio obligado a ganarse el sustento desde niño. También a diferencia del marxismo, el número de intelectuales y militantes ácratas con estudios superiores se pueden contar con los dedos de la mano: Serrano y Oteiza, Gaspar Septillón, Tárrida del Mármol, Felipe Alaiz, Fermín Salvochea, Orobón Fernández, Diego Abad de Santillán y no muchos más. Hay que añadir, asimismo, que la obra creada por los teóricos anarquistas de nuestro país ha surgido en medio del tráfago de la lucha cotidiana, en modo alguno en la apacible atmósfera de un British Museum o de un cómodo despacho al abrigo de las necesidades materiales, la persecución y la represión. En su vil panfleto contra Proudhon, Miseria de la filosofía, Marx, para humillarle y restregarle su título de «Herr Doktor», le tachó de autodidacta. Pues bien, creo que uno de los mayores elogios que se pueden rendir a los hombres de pluma salidos del seno del movimiento libertario español es el de haber sostenido una pugna heroica y a veces sobrehumana para superar su indigencia cultural y elevarse a las cimas del saber.

La labor teórica de los anarquistas españoles constituye una síntesis fecunda entre acción y reflexión, entre trabajo manual y creación intelectual. Y precisamente porque emana de las mismas fuentes de la vida real, es humanamente más veraz y profunda que los tratados de laboratorio surgidos en otros pagos y en otras ideologías. O como Eleuterio Quintanilla, en el curso de una polémica con Luís Araquistáin, afirmaba: «Todas las sutiles tesis académicas del socialismo, las disquisiciones profundas de teóricos y hombres de gabinete, carecerían de eficacia virtual sin el realismo actuante que les prestó y le presta la organización obrera». Por su condición social humilde y por el tiempo que tenían que dedicar a sus quehaceres laborales y a su militancia, no estaban ciertamente en condiciones de acumular el bagaje de conocimientos que podían adquirir los intelectuales procedentes de la burguesía, como Anselmo Lorenzo dijo en una de sus primeras intervenciones públicas ante un auditorio de próceres liberales: «Vosotros poseéis la ciencia de que nosotros carecemos, porque mientras erais libres para acudir a la universidad, nosotros estábamos en el taller y en la fábrica, sujetos al yugo de la necesidad». Pero en cambio poseían un conocimiento que los mandarines académicos y los profesionales de la intelligentsia no han poseído nunca o raramente: el conocimiento que da la experiencia del contacto directo con los problemas, las cuitas y los sinsabores ligados a lo que Simone Weil denominó la condition ouvriêre, condición que, por cierto, los grandes jerifaltes del marxismo sólo conocían de lejos, como la gran judía francesa les reprocharía con amargo sarcasmo en su famoso libro del mismo título. ¿Por qué eran leídos nuestros autores anarquistas? Se les leía porfié eran lo que mi buen amigo Julián Gómez del Castillo llama desde hace años, desde su perspectiva cristiana, «la voz de los sin voz», esto es, porque sabían articular los sentimientos, desengaños e ilusiones que el pueblo llano llevaba incrustados en el fondo de sus entrañas sin poder exteriorizarlos. Creo, en efecto, que uno de los grandes méritos que hay que adjudicar al pensamiento ácrata español es el de haber cumplido superlativamente con la función mediadora o intercesora que, según Jean-Paul Sartre, corresponde al escritor: «L’écrivain est médiateur par excellence» (Qu’ est-ce que la littérature?) Y si pudieron cumplir con esta misión fue porque desde el primer momento y sin apenas excepciones emplearon un lenguaje directo, claro y apto para ser entendido por el más humilde de sus lectores. No sólo en esto siguieron el ejemplo del venerable Pí y Margall, traductor de Proudhon y tan cercano al ideario ácrata por su federalismo y su amor a las clases trabajadoras: «Y pues trato de convencer, no de seducir, lo digo en el lenguaje sencillo y claro que a la verdad corresponde» (Las nacionalidades). Su habitual vehículo de expresión era la prensa y la tribuna, pues no pocos de los periodistas y hombres de letras más destacados fueron, a la vez, elocuentes oradores, como Fernando Tárrida del Mármol, Eleuterio Quintanilla, Eusebio Carbó, Felipe Alaiz, Teresa Claramunt, Soledad Gustavo (Teresa Mañé) y su hija Federica Montseny. También en este aspecto se diferencian radicalmente de la producción teórica marxista, que desde el propio Marx hasta el último de sus epígonos arrastra el lastre de la terminología abstrusa y el aparato conceptual altamente abstracto e hipersubjetivo de su mentor Hegel. En cambio, lo que nuestros autores anarquistas han llevado al papel o transmitido de palabra es un fiel reflejo de lo que Albert Camus, libertario e hijo de madre española, llamó, en L’homme révolté, «la pensée de Midi».

Igualdad

La esencia del anarquismo hispano está preconfigurada, en lo esencial, en la figura de Don Quijote, como he subrayado una y otra vez en mis escritos, últimamente en el libro autobiográfico Don Quijote in Deutschland. Creo, en efecto, con razón o sin ella, que el personaje literario creado por Cervantes encarna, como ningún otro y a nivel individual, los valores humanos y espirituales que el anarquismo español intentará llevar colectivamente a la práctica tres siglos después. Una de las muchas afinidades electivas que existen entre la ética quijotesca y el anarquismo hispano es el sentido de la igualdad. De «amigo» y «hermano» trata el hidalgo a su escudero, a quien dice: «Quiero que aquí a mi lado y en compañía desta buena gente te sientes, y que seas una mesma cosa conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y bebas por dondo yo bebiere: porque de la caballería andante se puede decir lo mesmo que del amor se dice: que todas las cosas iguala». Para saber lo que la igualdad es, el anarquista español no necesita consultar textos extranjeros, sino que lo aprende directamente a través del ethos individual y colectivo de su propio país, como ha escrito Salvador de Madariaga en su libro Anarquía o jerarquía: «La igualdad es en España una verdadera pasión. No hay quizás en el mundo pueblo que la sienta con más sencillez y naturalidad: Esta pasión de la igualdad es la verdadera fuente de la dignidad que tanto admira en nuestro pueblo a los extraños». Se trata de aquella igualdad que Calderón reivindica en El alcalde de Zalamea, cuando a la insolente pregunta del capitán a Juan Crespo (¿Qué opinión tiene un villano?), éste le responde: «Aquella misma que vos». En España ha existido siempre una democracia natural, un rasgo de nuestra personalidad que el anarquista hereda también de nuestro patrimonio espiritual. Ya en 1521, fray Alonso de Castrillo escribía en su Tratado de república que «salva la obediencia de los hijos a los padres y el acatamiento de los menores a los mayores de edad, toda la otra obediencia es por natura injusta, porque todos nacimos iguales y libres». El 12 de abril de 1824, Manuel José Quintana escribía a Lord Holland: «Vosotros tuvisteis vuestro Cromwell, los americanos a Washington, los franceses a Napoleón. Nuestro país, milord, no produce esta clase de hombres: nosotros somos más iguales: nadie descuella entre los demás».

No puede sorprender, por ello, que la defensa y la reivindicación de la igualdad figuren, desde el primer momento, en todos los documentos y tomas de posición del anarquismo español. Es también el caballo de batalla que a nivel teórico utiliza para combatir la democracia meramente formal introducida por la burguesía y exigir no sólo la igualdad política, sino también la igualdad económica y social. Su argumentación es tan simple como contundente: el advenimiento de la burguesía al Poder ha puesto fin a la hegemonía de la nobleza y del absolutismo monárquico como fuerzas rectoras de la sociedad, pero sin suprimir las diferencias de clase, como Anselmo Lorenzo escribiría en el «Manifiesto a los Trabajadores de la Región Española» publicado el 23 de agosto de 1886: «El título de ciudadano es hoy tan contrario a la igualdad como lo fue en su origen… La democracia encubre una vana esperanza, y como única realidad sólo significa la sanción por los trabajadores de la tiranía, de la explotación y del despojo de que son víctimas». De ahí que subrayasen la necesidad de trascender la revolución política burguesa por medio de una revolución socioeconómica basada en al propiedad colectiva de los medios de producción y en la implantación de un sistema económico de estructura autogestionaria y dirigido por las clases trabajadoras. Ésta es, en síntesis, la concepción que los anarquistas españoles tienen de la igualdad, aunque sus planteamientos y esquemas no sean siempre convergentes, como veremos más adelante.

Contra la política

Pero los anarquistas españoles rechazan no sólo la política burguesa, sino la política en sí y por principio, y ello porque consideran que lejos de contribuir a la emancipación del proletariado, la obstruye. O, como Tárrida del Mármol escribía en su prefacio al libro de Anselmo Lorenzo Vía Libre, aparecido en 1905: «Los partidos políticos, llámense republicanos, socialistas, demócratas cristianos o socialdemócratas, no hacen sino retardar el progreso social, y son tanto más temibles cuanto más cuentan en su seno con hombres de positivo valor, dotados, unos, de habilidad pérfida, otros, de funesta sinceridad en el error». Ello explica que, a la inversa del socialismo y el comunismo de extracción marxista, combatan como contraproducente la fundación de partidos políticos y se declaren partidarios de la acción directa de los sindicatos como método de lucha y de organización. Esta eversión a los partidos políticos forma parte del ideario anarquista español desde los tiempos iniciales de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), pero no puede disociarse tampoco el pésimo papel que los partidos políticos españoles habían desempeñado desde las Cortes de Cádiz. Aquí también, pues, la experiencia endógena resulta tan o más decisiva que el doctrinarismo exógeno. Por lo demás, la crítica de los anarquistas a los partidos políticos no era muy distinta a la que habían manifestado los regeneracionistas, Joaquín Costa o la generación del 98. Baste recordar en este contexto lo que Ortega y Gasset había declarado en uno de sus discursos políticos: «La España oficial consiste, pues, en una especie de partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos Ministerios de alucinación». Ésta fue también la época en que figuras intelectuales y literarias como Unamuno, Pío Baroja, Azorín, Ramiro de Maeztu o Blasco Ibáñez se sentían atraídos en mayor o menor medida por el anarquismo. El novelista valenciano inmortalizará a Fermín Salvochea en su obra La bodega, Pío Baroja escribió su novela Aurora roja inspirándose en los militantes libertarios José Prat y Ricardo Mella, y Unamuno confiaba a Federico Urales: «En otro orden de cosas, mis lecturas de economía (más que de sociología), me hicieron socialista, pero pronto comprendí que mi fondo era y es, ante todo, anarquista».

Estado y revolución

Mientras el modelo socialdemócrata concebido por Ferdinand Lassalle, Karl Kautsky, Eduard Bernstein y otros ideólogos alemanes postulaba la conquista del Estado como la condición previa para la emancipación de las clases trabajadoras y la transición del capitalismo al socialismo, los libertarios españoles se pronuncian desde el primer momento por su supresión aquí y ahora y su sustitución inmediata por la anarquía u orden no estatal. Con ello adoptan una posición opuesta no sólo a la de la socialdemocracia alemana y a la de los partidos de la II Internacional, sino también a la de Marx/Engels, ya que si bien éstos eran también enemigos del Estado, consideraban que el desarrollo de las fuerzas de producción y las contradicciones inmanentes del propio capitalismo conducirían por sí mismas a su paulatina extinción. De ahí que, partiendo de su concepción dialéctica de la historia y de su «socialismo científico», combatieran con gran virulencia el inmediatismo o voluntarismo revolucionario del anarquismo, como hizo Engels en su panfleto «Los bakuninistas en acción». Pero en abierta contradicción con su visión dialéctica y su crítica al Estado como instrumento del dominio de unas clases sobre otras, los padres del marxismo afirmaron que la transición del capitalismo a la sociedad sin clases o «reino de la libertad» tenía que pasar por una fase provisional o intermedia basada en la dictadura del proletariado, una aberración teórico-práctica rechazada no sólo por los anarquistas, sino también por las cabezas más lúcidas del socialismo tanto internacional como hispano.

El antiestatismo de la acracia española corresponde, de una parte, a las doctrinas clásicas del anarquismo, pero en él interviene también la experiencia tradicionalmente negativa que el hombre hispano ha tenido en su trato con el Estado. La oposición al Estado es en nuestro país muy anterior a la aparición en la Península de las ideas de Proudhon, Bakunin o Kropotkin, y empezó en realidad a partir del momento en que los primeros bandoleros del país se echaron al monte para tomarse la justicia por su cuenta. El primer intento de sustituir el Estado arbitrario e injusto por el autogobierno popular se produce en Fuente Ovejuna, en pleno reinado de los Reyes Católicos, cuando sus habitantes, hartos de la opresión del comendador Hernán Gómez del Guzmán, se levantan en armas y matan al tirano y a sus secuaces. Esta rebelión contra el Estado cruel y prepotente, que Lope de Vega convertirá en una de las grandes obras del teatro universal, no es en modo alguno un episodio aislado de la historia de nuestro país, sino la regla. Y ello no deja de ser lógico, como señal Gerald Brenan en su bello libro El laberinto español, «la larga y amarga experiencia que los españoles tienen del funcionamiento de la burocracia les ha llevado a subrayar la superioridad de la sociedad sobre el gobierno, de la costumbre sobre la ley, del juicio de los vecinos sobre las formas legales de la justicia». ¿Es una casualidad que nuestro máximo héroe literario sea un hidalgo que quiere implantar la justicia espontáneamente y a título personal? Claro que no, como no lo es que España haya sido el país de los guerrilleros.


Por lo demás, la oposición al Estado no es un invento de los anarquistas, sino uno de los fenómenos más extendidos de la historia universal, desde las luchas sociales en el antiguo mundo grecorromano y los levantamientos de los campesinos y de las sectas religiosas en la Edad Media hasta el liberalismo moderno, que a menudo ha postulado tesis antiestatales concluyentes con el ideario ácrata. Y para comprobar esta afinidad de principio basta leer a Thomas Payne, Henry David Thoreau o Herbert Spencer, cuya obra Man versus the State (El individuo contra el Estado) fue leída siempre con gran interés por los anarquistas, especialmente por Ricardo Mella. ¿Qué es la obra de William Godwin Enquiry Concerning Political Justice (Investigación acerca de la Justicia Política) sino la profesión de fe de un liberal con conciencia social? No pocos anarquistas españoles iniciaron sus actividades militantes en las filas del liberalismo federalista, entre ellos Serrano y Oteiza, Ricardo Mella, Soledad Gustavo o Ferrer Guardia. O como señalaba Federica Montseny al autor catalán Agustí Pons: «Creo que es de suma importancia subrayar el hecho de que el anarquismo entroncó con una plana ya existente: el federalismo» (Converses amb Frederica Montseny). Podría quizá añadirse que algunos anarquistas estuvieron vinculados a la masonería, empezando por Ferrer Guardia.

Pluralismo doctrinal: diálogo y debate

La visión que los anarquistas españoles han tenido de su ideal ha sido todo lo contrario de unívoca y se ha caracterizado por su carácter plurívoco. Eso explica que el diálogo y el debate hayan sido uno de los rasgos centrales del movimiento libertario hispano. Muchos anarquistas se han definido como colectivistas, otros como individualistas, la mayoría de ellos han buscado una síntesis armónica entre ambos conceptos. Tárrida del Mármol, distanciándose de las disputas semánticas surgidas en Francia en torno a los términos «anarquista» y «libertario», optó, como después Ricardo Mella y otros, por la «anarquía sin adjetivos». Rafael Farga Pellicer, convencido de que la voz «anarquía» tenía para el común de la gente una connotación negativa, acuñó el término de «acracia». Por parecidos motivos, José Serrano y Oteiza prefería el término «autonomía», como explicaría en su artículo «Nuestra política»: «Los medios materiales de regirse esta sociedad (la sociedad del porvenir, la de la armonía universal) son: autonomía, el pacto y la federación, asentados en la propiedad colectiva, que es el principio justo de la propiedad. Esta es la sociedad donde el orden es permanente. Esta es —y no las simplezas que por ahí se propalan—, la aborrecida anarquía». Por su parte el militante Miguel Rubio introducía en España el concepto de «anarquismo comunista», que a partir del Congreso de Zaragoza de mayo de 1936 pasaría a denominarse «comunismo libertario», una construcción terminológica y conceptual que nunca ha llegado a ser popular.

Al estallar la I Guerra Mundial, un sector minoritario se enfrentó al internacionalismo y neutralismo abstractos por el que abogaba la mayoría y se declaró aliadófilo, entre ellos Federico Urales, Ricardo Mella y Eleuterio Quintanilla. Tras la fundación de la Federación Anarquista Ibérica (FAI), en 1927, surgieron continuas polémicas y tensiones entre faístas y cenetistas o sindicalistas puros. Las diferencias doctrinales y estratégicas entre ambos sectores condujeron al surgimiento de una corriente escisionista encabezada por Ángel Pestaña y los firmantes del Manifiesto de los Treinta opuestos a la pretensión de los miembros de la FAI y sus simpatizantes de subordinar el sindicalismo de masas de la CNT a la ideología anarquista. Durante la II República, la minoría faísta, rompiendo con la línea posibilista y pragmática de Salvador Seguí y sus discípulos, adoptó una actitud maximalista, pronunciándose por lo que Juan García Oliver llamaría «gimnasia revolucionaria».

El pluralismo doctrinal que acabamos de describir someramente ha creado a las organizaciones confederales serios problemas, obstaculizando su unidad de acción y sembrando no pocas veces la confusión, pero es, de otro lado, la prueba fehaciente de la libertad de pensamiento y de expresión que ha predominado en sus filas. La cultura dialógica forma parte intrínseca del movimiento libertario español, el cual se ha revelado también en este aspecto como heredero de Sócrates y su concepto de la verdad como fruto de la comunicación interpersonal y el logos compartido. De ahí también el papel preeminente que el anarquismo hispano ha asignado al debate asambleario y de base. La misma riqueza de criterios y puntos de vista ha reinado en el ámbito de la letra impresa, en la que se buscará en vano una concepción monolítica del anarquismo. Por lo demás, toda la pedagogía de esta doctrina ha consistido en enseñar al obrero a pensar y discurrir por su cuenta.

Materia y espíritu

No creo que sea posible entender la historia del anarquismo español sin tener en cuenta su profunda dimensión espiritual, su profundo sentido ético y su entrega total a un ideal superior. Como los demás movimientos e idearios surgidos en el contexto de la lucha de clases, los libertarios hispanos concedieron desde el primer momento una importancia fundamental a las reivindicaciones económicas y a la defensa de los derechos laborales y sociales del asalariado, pero sería un grave error deducir de ello que este aspecto material de su lucha constituía la motivación central de su labor teórica y militante. Lo contrario es cierto. Lo que los obreros de la Federación Española, la CNT y demás organizaciones anarcosindicalistas anhelaban no era en primer término vivir mejor, sino vivir más noble y dignamente. Juan Peiró no se contradecía a sí mismo cuando hablaba de la «espiritualidad revolucionaria» que alentaba al sindicalismo representado por él y sus compañeros de organización. Los sindicalistas de la CNT luchaban ciertamente por mejoras económicas, pero personalmente despreciaban el dinero y los bienes materiales. Eso explica, entre otras cosas, que a diferencia de lo que ocurría en las filas del socialismo y el comunismo, los cargos retribuidos fueran considerados como incompatibles con la ética ácrata. Este hábito fue también una de las cosas que más impresionaron al escritor alemán Hans Magnus Enzensberger al escribir su libro El corto verano de la anarquía.

La espiritualidad a que nos estamos refiriendo procede en línea directa del idealismo de Sócrates, Platón, Aristóteles, los estoicos y la filosofía griega en su conjunto, basada, como se sabe, en el concepto del bien (agathon) como meta suprema de la existencia humana y como fundamento de la verdad (aletheia) y la felicidad (eudaimonia). En abierto contraste con la antropología pesimista del cristianismo, de Hobbes, de Freíd y de otras corrientes de pensamiento generalmente conservadoras, el anarquismo hispano comparte enteramente la visión optimista que los griegos tenían del hombre y la naturaleza. Como más tarde Rousseau y otros representantes de la Ilustración, consideran que el hombre es bueno por naturaleza y que si se desvía del camino del bien y elige el del mal no es por causas antropológicas, sino por circunstancias externas. O como diría Federica Montseny a su interlocutor Agustí Pons: «El anarquismo tiene confianza en el hombre. Cree que cuando éste se porta mal es porque está condicionado por causas sociales o enfermedades ajenas a su naturaleza». De los griegos y del humanismo moderno heredan también la fe en la padeia o educación, que asumen en general a través del tratado pedagógico de Rousseau Emile ou de l’education y, más directamente, de la enseñanza racionalista o laica impartida en la Escuela Moderna de Ferrer Guardia, en la Escuela Neutra de Guijón y en otros centros pedagógicos inspirados en el ideario ácrata o filoácrata. Pero tampoco en el ámbito educacional prevaleció el pensamiento único, sino la diversidad de criterios. Como prueba de ello baste señalar las diferencias existentes entre el modelo anticlerical introducido por Ferrer Guardia y la variante de la Escuela Neutra, en la que, como sugiere ya el nombre, los temas religiosos o antirreligiosos no formaban parte de las clases, una praxis que tenía por fin no influenciar prematuramente a los alumnos inculcándoles dogmas ideológicos antes de que aprendieran a razonar por su cuenta. De la fe de los anarquistas españoles en el hombre como animal racional y capaz de regirse a sí mismo sin ser obligado a ello por instancias ajenas a su voluntad y a su autodeterminación, nacerá su visión de una sociedad autogestionada basada en la libre y voluntaria asociación y en los principios de la cooperación, la solidaridad y la ayuda mutua.

La obra creadora

Los detractores del anarquismo español no han cesado de trazar un cuadro sombrío sobre su identidad, presentándolo como un movimiento basado en la violencia, el odio y el terror e identificándolo con el caos y el desorden permanentes. No necesito subrayar que esta imagen burda, unilateral y guiñolesca divulgada por los sectores conservadores y reaccionarios, los socialistas de derecha y los comunistas ha servido a menudo de coartada para justificar la represión a que de continuo ha estado sometida la militancia ácrata. Sería tan estúpido como deshonesto negar que han existido individuos que pretendiendo sublimar sus deformaciones de carácter y traumas psicosomáticos, se han servido de la ideología ácrata para practicar la violencia y el terror. Pero precisamente porque su actuación y sus métodos contradecían los principios más elementales de esa doctrina, sus representantes más solventes los han desautorizado siempre de manera inequívoca, a su cabeza Salvador Seguí: «Hay que repetir mil veces, si ello es preciso, que los postulados de justicia social no están en la recámara de una pistola». Y también: «Estamos convencidos, y con nosotros todo espíritu equilibrado, de que el terrorismo es una manifestación mórbida y decadente que nos retrotrae a estados primitivos de convivencia». Y no de otro modo se expresaron Ángel Pestaña, Juan Peiró, Ricardo Mella, Eleuterio Quintanilla y otras figuras excelsas del anarquismo hispano. Más aún: no pocos de ellos se apartaron en determinados momentos de la lucha activa para dejar bien sentado su disentimiento con fórmulas y tácticas de combate ajenas o contrarias a lo que ellos entendían por anarquismo. José Prat escribía al respecto en una carta a Vladimiro Muñoz: «Sea porque nuestras ideas hayan sido mal explicadas, o sea porque han sido mal comprendidas, lo cierto es que vamos de degeneración en degeneración… Yo no transijo con este pseudoanarquismo jesuítico que mata al pueblo indefenso por las calles, o se echa a hacer moneda falsa o a vaciar pisos, y es por esto que me aparto».

Por una mezcla de ignorancia y mala fe, se ha silenciado, tergiversado o incomprendido a menudo la obra creadora del anarquismo de nuestro país, obra que a mi juicio y al de quienes lo han juzgado objetivamente y sin partidismos reduccionistas, constituye su verdadera y auténtica esencia. Lo que sobresale de él es, en efecto, su dimensión poiética o constructiva, no la dimensión exclusivamente negativa que le achacan sus enemigos. Negar eso significa negar la propia realidad y que los anarquistas ibéricos han realizado en el campo de la emancipación sindical, social y cultural de la clase obrera, obra que culmina en las colectividades libertarias fundadas y administradas durante la guerra civil por la militancia confederal. No es éste el lugar ni el momento para referirme a este tema, del que por lo demás he hablado últimamente in extenso en el libro Die libertäre Revolution. Me limitaré, por ello, a señalar que si los militantes confederales pudieron socializar importantes sectores de la economía y mantener las colectividades hasta el final de la contienda en medio de grandes problemas técnicos y contra la hostilidad del gobierno Negrín y el Partido Comunista de España, fue gracias a su elevado nivel ético, humano y cultural. De otra manera no se explica que el propio Trotski, en un momento de noble sinceridad, reconociera en sus Escritos sobre España la superioridad política y cultural de la Revolución española sobre la soviética.

La cultura

En una entrevista concedida al periódico CNT a finales de 1994, la profesora e historiadora estadounidense Lily Litvak afirmaba con plena razón: «No hay otra ideología que haya adjudicado tanta importancia a la cultura como el movimiento libertario». Este juicio de valor reza especialmente para el anarquismo español, una de cuyas metas esenciales ha sido, en efecto, desde los tiempos fundacionales, la promoción y divulgación de la cultura en sus diversas ramificaciones. Ya en una de sus primeras declaraciones de principios, los militantes de la Federación Regional Española pedían la «enseñanza integral» como premisa para la emancipación de las clases trabajadoras: «Queremos la enseñanza integral para todos los individuos de ambos sexos en todos los grados de la ciencia, de la industria y de las artes, a fin de que desaparezcan esas desigualdades intelectuales, en su casi totalidad ficticias, y que los efectos destructores que la división del trabajo produce en la inteligencia de los obreros, no vuelvan a reproducirse». Saliendo al paso de los grupos que confundían la Revolución con la dinamita y las pistolas, el militante Juan Llunas declaraba, en el congreso celebrado en Sevilla en 1882 por la Federación de Trabajadores de la Región Española: «Con las armas de la razón y la inteligencia, instruyéndonos e ilustrándonos; en una palabra, por medio de la revolución científica, no en motines y asonadas, buscaremos la realización de nuestros ideales». Me apresuro a consignar que uno de los aspectos fundamentales de la cultura libertaria española fue la reivindicación de los derechos de la mujer y su dignificación como ser libre: «La mujer es un ser libre e inteligente, y, como tal, responsable de sus actos, lo mismo que el hombre; pues si esto es así, lo necesario es ponerla en condiciones de libertad para que se desenvuelva según sus facultades», se podía leer en uno de los primeros documentos de los internacionalistas españoles. Declaraciones análogas a favor de la emancipación femenina tanto en el plano personal como social constituyen una de las constantes programáticas del movimiento libertario español.

Los ideales culturales y pedagógicos postulados por la acracia hispana fueron acogidos con inmenso interés por importantes sectores del proletariado urbano y rural. Eso explica el gran número de círculos culturales, ateneos, escuelas y otros centros de formación obrera fundados por iniciativa anarquista, así como la ingente proliferación de revistas, semanarios y periódicos surgidos a lo largo y ancho de la geografía nacional y dirigidos y redactados por los propios trabajadores. La sed de aprender era tan grande que incluso los obreros iletrados que no estaban en condiciones de leer los libros, folletos y artículos de prensa procuraban instruirse y superar su analfabetismo acudiendo a las conferencias y a las reuniones de sus compañeros de clase, como testimonia Juan Díaz del Moral en su libro Historia de las agitaciones campesinas andaluzas en relación a los campesinos andaluces a principios del siglo XX: «Se leía siempre; la curiosidad y el afán de aprender eran insaciables; hasta de camino, cabalgando en caballerías, con las riendas o cabestros abandonados, se veían campesinos leyendo; en las alforjas, con la comida, iba siempre algún folleto. Es verdad que el 70 u 80 por ciento no sabía leer; pero el obstáculo no era insuperable. El entusiasta analfabeto compraba su periódico y lo daba a leer a un compañero, a quien hacía marcar el artículo más de su gusto; después rogaba a otro camarada que le leyese el artículo marcado, y al cabo de algunas lecturas terminaba por aprenderlo de memoria y recitarlo a los que no lo conocían».

El concepto que los anarquistas tenían de la cultura no estaba encaminado primigeniamente a la transmisión de conocimientos en el sentido técnico o epistemológico de la palabra, sino que su objetivo central era el de potenciar y enriquecer al máximo los valores humanos, morales y espirituales del individuo. También y especialmente en ese sentido seguían, dentro del marco de su ideología libertaria, las grandes líneas de la antigua y moderna Ilustración. Eso explica la importancia que el anarquismo español ha adjudicado a la conducta ética del militante. «En Sevilla —escribirá Ricardo Mella— con su enorme Centro Obrero, capaz para miles de hombres, se impuso de tal suerte la moralidad de las costumbres que se tuvo por desterrada la embriaguez. Ningún obrero hubiera osado entonces, ni se le hubiera permitido presentarse embriagado a las puertas del gran caserío popular». La pedagogía ácrata no se limitó a fomentar la pureza de costumbres, sino que procuró al mismo tiempo y ante todo dar al individuo la conciencia de su propio valer, pero no en el sentido burgués y egocéntrico de la palabra, sino como portador de un ideal superior basado en la generosidad y la nobleza de sentimientos que tanto impresionaron a George Orwell apenas hubo pisado territorio español: «They have, no doubt, a generosity, a species of nobility that no really belong to the twentieth century». (Homage to Catalonia). Aquí también el anarcosindicalismo entroncó con rasgos profundamente arraigados en el alma hispana, desde la grandeza y el sentido de la dignidad a la hombría de bien y alteza de miras. ¿Qué ha sido nuestro anarquismo sino la versión moderna y colectiva de nuestra hidalguía? Pero a la cultura libertaria pertenece no sólo el cultivo de esas virtudes interiores, sino también su expresión externa, plasmada, en primer lugar, en la manera grandilocuente y elegante de expresarse, otro rasgo de carácter genuinamente español que Kant analiza y describe en sus escritos antropológicos. Una de las primeras cosas que Anselmo Lorenzo tuvo que explicar a sus compañeros de trabajo en una imprenta de París fue por qué hablaba siempre en tono elevado, a lo que el gran apóstol de la acracia respondió: «Eso es debido a que en España habla lo mismo el obrero que el literato: no hay distinción de clases en el lenguaje. Si vieseis el club de Antón Martín, en Madrid, por ejemplo, os admiraría ver cómo hombres y mujeres de diversas clases sociales discuten políticas e iniciativas revolucionarias como podría hacerlo una reunión de académicos». Anselmo Lorenzo no exageraba, como yo no creo exagerar si digo que tanto por sus valores interiores como por su manera elevada de expresarse, los anarquistas españoles de la época heroica eran la encarnación concreta de la schöne Seele o «alma bella» que Schiller describió en sus Cartas sobre la educación estética del hombre. Si se me permite una nota personal diré que por mi edad yo tuve el privilegio de conocer todavía a no pocos militantes de aquella época, y más de una vez he pensado que mi vocación de escritor nació escuchando a aquellos hombres y mujeres de origen humilde pero de palabra tan cultivada y hermosa.

Durante la Guerra Civil y en la medida en que lo permitieron las difíciles circunstancias materiales y políticas a que se enfrentó desde el primer momento el bando republicano, los anarquistas tuvieron ocasión de llevar a la práctica parte de sus planes y proyectos culturales y pedagógicos, en primer término la lucha contra el analfabetismo y la superación de la división tradicional entre trabajo manual e intelectual. Cabe destacar, en este contexto, la fundación en Madrid, por iniciativa de Eugenio Criado, de la Federación de Trabajadores de la Enseñanza de Castilla y de la Escuela de Campesinos, y en Barcelona, del Consejo de la Escuela Nueva Unificada (CENU) que pasó a dirigir el pedagogo libertario Joan Puig Elías, discípulo de Ferrer Guardia. Por razones de espacio no podemos ofrecer un cuadro siquiera elemental de lo que aquellos hombres y mujeres realizaron en el campo de la educación y la enseñanza. Baste decir que a partir de 1937, ningún niño en Cataluña dejó de ser escolarizado y que en el primer año de guerra fueron construidas 151 escuelas, sin hablar ya de la labor didáctica que a nivel de formación profesional llevaban a cabo las respectivas colectividades. No era tampoco infrecuente que la lucha contra el analfabetismo fuese proseguida en el mismo frente, como ocurrió en la Columna Durruti. El alemán Carl Einstein, que formaba parte de la Columna, escribe en el tercer tomo de sus Obras Completas: «Por la noche, reunidos en torno al fuego, los jóvenes escuchan a los mayores. Muchos de ellos no saben leer ni escribir. Los compañeros les dan clase. La Columna Durruti regresará del frente sin analfabetos, pues se ha convertido en una escuela».

Humanismo obrero

Si tuviera que definir en una fórmula breve la obra realizada por el anarquismo español en el plano cultural, pedagógico, social y sindical no vacilaría un solo momento en calificarla como una de las grandes aportaciones de nuestro pueblo al humanismo europeo y universal. Y ello fue posible porque detrás de ese humanismo militante y obrero había no sólo una filosofía o sistema de ideas, sino también lo que Voltaire llamaba l’esprit des nations y Herder, más propiamente, Volksgeist o «espíritu popular», esto es, una infraestructura humana, moral, emocional y temperamental específicamente española, desde la pasión, la sensibilidad a flor de piel y el orgullo al estoicismo y el espíritu de resistencia que Ganivet nos adjudicaba, sin olvidar el fondo místico de nuestro pueblo y nuestra tendencia a la utopía y los sueños imposibles. Sólo así puede explicarse que el movimiento libertario hispano haya sido totalmente distinto al de los demás países, tanto en sentido cualitativo como cuantitativo.

Heleno Saña.
Revista de Occidente, 304.
Septiembre de 2006.

domingo, 26 de julio de 2009

La Semana Trágica de Barcelona, 1909

En una madrugada, como la de hoy, pero de hace cien años, varios piquetes compuestos de hombres y varias mujeres alentaban a la huelga general contra el matadero que suponía la recién iniciada guerra de Marruecos —a la que iban los de siempre, los hijos de los obreros y las clases populares que no podían pagar una cuota para eximirse del servicio militar obligatorio—, guerra que defendía los intereses del capitalismo oligárquico y caciquil español, que tras la perdida de sus últimos reductos del Imperio en 1898 se metió en la aventura colonial norteafricana, tras unos acuerdos internacionales con las otras potencias europeas que se repartieron el continente africano. En el mes anterior los trabajadores del ferrocarril que unía Melilla con las explotaciones mineras del Rif fueron atacados por las tribus o cabilas rifeñas, y el gobierno central del conservador Maura decidió la movilización general de tropas y reservistas, para proteger estos beneficios económicos y los delirios de grandeza de algunos jefes militares, por eso también se la llamó «la guerra de los banqueros».

Muchos de estos reservistas estaban casados y tenían familias, que quedaban abandonadas y desamparadas al tener que ir éstos a una guerra para defender los privilegios de los ricos. Además, el sentimiento antimilitarista estaba muy arraigado entre la población española después de la desastrosa guerra anterior, la de Cuba. En varias ciudades hubo actos de protesta contra ella, intensificándose la campaña antibélica. En el puerto de Barcelona, en una tarde del domingo 18 de julio de 1909, cuando estaban las tropas dispuestas a embarcar, sus familiares asistían para despedirse de ellos, tras las absurdas e inoportunas arengas patrióticas de los oficiales, empezaron los primeros conatos antibelicistas cuando se presentaron unas cuantas señoronas de la alta sociedad catalana para animar a los soldados y entregarles tabaco y escapularios, lo que creo un gran malestar y el primer tumulto entre la gente sencilla que veía como las madres y esposas de los que no iban al matadero, animaban los que sí iban para defender sus privilegios, y más conociéndose las numerosas bajas que acarreaba el conflicto.

En el fin de semana siguiente, un Comité de Huelga compuesto por anarcosindicalistas de Solidaridad Obrera (precedente de la CNT), algún miembro del Partido Socialista y el apoyo de republicanos, convocaban a un paro general contra la guerra en Barcelona y otras localidades catalanas, para el lunes 26 de julio de 1909.

En ese día, Barcelona se despertó en plena huelga revolucionaria, todo estaba paralizado, igual que en otros municipios. Ya por la tarde comenzaron los enfrentamientos entre los huelguistas y las fuerzas del orden; la protesta fue adquiriendo un carácter insurreccional no previsto inicialmente. Poco antes de la medianoche arde el primer edificio religioso. Y al día siguiente la ciudad estaba repleta de barricadas, levantadas en las calles.

La huelga se convierte en una rebelión popular, ninguna fuerza política quiso tomar las riendas. No había nada planificado ni ningún objetivo claro, todo era espontáneo, a la vez que caótico e incoherente. Además se suma a este movimiento elementos marginales y del mundillo del hampa. Al comité se le escapa de las manos la huelga.

Uno de los efectos más conocidos, fue la quema de iglesias, conventos y otros edificios religiosos provocada por pequeños grupos dirigidos por gente vinculada al Partido Radical Republicano del demagogo Alejandro Lerroux, «el principe del paralelo» y con la participación de algunos anarquistas. Los hechos no fueron recibidos con desagrado por el pueblo, ya que estaba inculcado el sentimiento anticlerical en las clases populares, que relacionaban directamente a la Iglesia con los ricos. Muchas escuelas regentadas por el clero ardieron también, la enseñanza estaba monopolizada por la Iglesia católica y los valores que inculcaban estos centros eran contrarias a la causa de los derechos de los obreros. El clero español siempre se opuso a toda modernidad y progreso, tenía privilegios fiscales y muchas instituciones benéficas como orfanatos y asilos donde empleaban mano de obra barata que competía con otras empresas que perjudicaba a los obreros con sueldos más bajos y despidos. Los sindicatos católicos eran controlados facílmente por la patronal. Las monjas controlaban centros correcionales femeninos con una rigida disciplina, y cuando se presentó la ocasión, muchas jóvenes obreras participaron en la quema de los conventos. Las ordenes religiosas se inmiscuían en muchos aspectos de la vida de la gente. El clero dirigía oficinas de empleo y actuaba a su vez como patrono. Era obvio, por ende, ese sentimiento popular anticlerical que se dedicó a atacar los edificios pero no a las personas en esos días, que poco después desembocó en la profanación de tumbas, más bien condicionados por el morbo y las leyendas urbanas que hablaban de torturas y tesoros escondidos.

El jueves 29, llegan tropas de refuerzo a reprimir este ensayo de revolución. En los combates hay un centenar de muertos y el último reducto rebelde es sofocado en el sábado 31 de julio. Barcelona quedó aislada, incomunicada del resto de España, desde el ministerio de la Gobernación se difundió por la prensa oficial al resto del país que la rebelión era de corte separatista, que no lo fue, para impedir su expansión entre los trabajadores españoles. La represión no se hizo esperar, más de mil setecientos procesados, de las diecisiete condenas a muerte solamente se llevan a cabo cinco, entre ellas la del pedagogo racionalista Francisco Ferrer Guardia, tras un juicio amañado con pruebas falsas le responsabilizaron de todo ello. El PSOE-UGT convocó a otra huelga general, tras conocerse los hechos, para el dos de agosto y sus dirigentes fueron encarcelados. A estas jornadas se las conocen como la Semana Trágica barcelonesa, y ocurrió hace un siglo exactamente.

No quiero extenderme más, tenía que recordar este hecho histórico.

domingo, 19 de julio de 2009

Comienza una revolución vegetariana


Con estas palabras del título de esta entrada («Comienza una revolución vegetariana»), se abrirá la campaña latinoamericana de PETA (Personas por la Ética en el Trato a los Animales) en octubre próximo. Y con la participación de Lydia Guevara, la nieta del Che de 23 años, como su imagen. Ella es también vegetariana en un país carnívoro, por antonomasia, como Argentina.

sábado, 18 de julio de 2009

Cocinar un cristo para dos personas



Leo en Menéame.net (y acto seguido procedo a caerme de culo de la impresión) la noticia de que Javier Krahe será juzgado, junto a la directora de Lo Más Plus, por haber emitido en 2005 escenas de este cortometraje ¡¡¡de 1978!!!, por "supuesto delito de ofensa contra los sentimientos religiosos". Es curioso hasta donde está llegando la estupidez de lo "políticamente correcto", que en 2005 se juzgue lo que no se juzgó en 1978, en otra época aparentemente "menos laica" que la actual.

Pues nada, aprovecho para hacer un par de observaciones a aquellos que pueden haberse ofendido con esas imágenes:
  • si te ofendes tan fácilmente porque consideras que estas imágenes atentan contra tus creencias, prueba a tener unas creencias menos ridículas
  • volviendo a la observación anterior, si te parece ridículo que algunos tengan supersticiones relacionadas con gatos negros, escaleras o espejos rotos, antes de reirte de ellos reflexiona un poco sobre la base de tus creencias religiosas... encontrarás que no estás tan alejado del que cree en la mala suerte que provocan los gatos negros; y sí, las supersticiones son ridículas, pero por lo que se ve el día menos pensado ya no podremos hacer coñas sobre eso



Y nada, a modo de despedida, aprovecho también para cagarme un poquito en las representaciones ideales de todas las hipotéticas deidades, como no podría ser de otra forma. Entiéndanse tales deposiciones sobre dichos esquemas ideológico-religiosos como algo simbólico , pues la inexistencia de dichas divinidades me impide cagarlas de un modo más físico, tangible y literal.

Saludos y hasta otra.

jueves, 16 de julio de 2009

El vestido como expresión de la cultura pecuniaria

Pero la función del vestido como prueba de la capacidad de pagar no acaba con el hecho de mostrar simplemente que el usuario consume artículos caros en exceso de lo que es necesario para su comodidad física.

El simple derroche ostensible de bienes es eficaz y satisfactorio en la medida en que se practica; es una buena prueba prima facie de éxito pecuniario y, consecuentemente, una prueba prima facie de valía social. Pero el vestido tiene posibilidades más útiles y de mucho mayor alcance que la mera prueba tosca, de primera mano. De derroche ostensible. Sí, además de mostrar que el usuario puede permitirse consumir a placer y antieconómicamente, puede también mostrarse con ello que dicho usuario o usuaria no tiene la necesidad de ganarse la vida, la prueba de su valor social se eleva en grado muy considerable. Por lo tanto, nuestro vestido, para servir su propósito de manera eficaz, debe no sólo ser caro, sino que también debe demostrar claramente a todos los observadores que el usuario no está metido en ningún tipo de trabajo productivo. En el proceso evolutivo mediante el cual nuestro sistema de vestido se ha ido elaborando hasta llegar a una admirablemente perfecta adaptación a su propósito, esta línea subsidiaria de prueba ha recibido la atención debida. Un examen detallado de lo que según el sentir popular se estima como apariencia elegante demostrará que tiende a dar en todo momento la impresión de que el usuario no se dedica habitualmente a realizar ningún esfuerzo útil. No hace falta decir que ningún atuendo puede considerarse elegante, ni siquiera decente, si muestra efectos del trabajo manual por parte del usuario, ya sea por su desgaste o por su suciedad. El efecto agradable de una ropa limpia y sin mancha se debe principalmente, si no por entero, a que está sugiere una vida de ocio, de exención de todo contacto personal con procesos industriales de cualquier tipo. […]

El vestido de las mujeres va todavía más allá que el de los hombres en lo que se refiere a demostrar quien lo usa se abstiene de todo empleo productivo. No se necesitan argumentos para probar la afirmación de que los estilos más elegantes de sombreros femeninos llegan aún más lejos que el sombrero de copa de los hombres en lo que se refiere a hacer imposible el trabajo. El zapato de la mujer añade el denominado tacón francés a la prueba de ociosidad forzosa que se desprende de su brillo; porque no hay duda de que ese tacón alto hace extremadamente difícil aun el trabajo manual más simple y necesario. Lo mismo puede decirse, y aun en mayor grado, de la falda y el resto de las ropas que caracterizan el atuendo femenino. La razón sustancial de nuestro tenaz aferramiento a la falda es precisamente ésta: es cara e impide a su usuaria todo movimiento, incapacitándola para todo esfuerzo útil. Lo mismo puede afirmarse de la costumbre femenina de llevar el cabello excesivamente largo.

[…] Apliquemos esta generalización al vestido femenino y expresemos la cuestión en términos concretos: tacón alto, la falda, el sombrero aparatoso e inútil, el corsé, y en general, la falta de consideración por la comodidad de la usuaria —cosa que es característica obvia del atuendo de todas las mujeres civilizadas— son otras tantas pruebas de que en el esquema de la vida civilizada moderna la mujer todavía es, en teoría, económicamente dependiente del hombre; de que, acaso en un sentido altamente idealizado, sigue siendo esclava del hombre. La razón vulgar que se da para explicar todo este ocio ostensible y este atuendo de las mujeres se basa en el hecho de que siguen siendo siervas en las que, en el proceso de diferenciación de funciones económicas, se ha delegado la función de mostrar la capacidad de pago de su amo.

Thorstein Veblen. Teoría de la clase ociosa, 1899.

miércoles, 8 de julio de 2009

jueves, 2 de julio de 2009

El origen del mal

En medio de un bosque vivía un ermitaño, sin temer a las fieras que allí moraban. Es más, por concesión divina o por tratarlas continuamente, el santo varón entendía el lenguaje de las fieras y hasta podía conversar con ellas.

En una ocasión en que el ermitaño descansaba debajo de un árbol, se cobijaron allí, para pasar la noche, un cuervo, un palomo, un ciervo y una serpiente. A falta de otra cosa para hacer y con el fin de pasar el rato, empezaron a discutir sobre el origen del mal.

—El mal procede del hambre —declaró el cuervo, que fue el primero en abordar el tema—. Cuando uno come hasta hartarse, se posa en una rama, grazna todo lo que le viene en gana y las cosas se le antojan de color de rosa. Pero, amigos, si durante días no se prueba bocado, cambia la situación y ya no parece tan divertida ni tan hermosa la naturaleza. ¡Qué desasosiego! ¡Qué intranquilidad siente uno! Es imposible tener un momento de descanso. Y si vislumbro un buen pedazo de carne, me abalanzo sobre él, ciegamente. Ni palos ni piedras, ni lobos enfurecidos serían capaces de hacerme soltar la presa. ¡Cuántos perecemos como víctimas del hambre! No cabe duda de que el hambre es el origen del mal.

El palomo se creyó obligado a intervenir, apenas el cuervo hubo cerrado el pico.

—Opino que el mal no proviene del hambre, sino del amor. Si viviéramos solos, sin hembras, sobrellevaríamos las penas. Más ¡ay!, vivimos en pareja y amamos tanto a nuestra compañera que no hallamos un minuto de sosiego, siempre pensando en ella «¿Habrá comido?», nos preguntamos. «¿Tendrá bastante abrigo?» Y cuando se aleja un poco de nuestro lado, nos sentimos como perdidos y nos tortura la idea de que un gavilán la haya despedazado o de que el hombre la haya hecho prisionera. Empezamos a buscarla por doquier, con loco afán; y, a veces, corremos hacia la muerte, pereciendo entre las garras de las aves de rapiña o en las mallas de una red. Y si la compañera desaparece, uno no come ni bebe; no hace más que buscarla y llorar. ¡Cuántos mueren así entre nosotros! Ya ven que todo el mal proviene del amor, y no del hambre.

—No; el mal no viene ni del hambre ni del amor —arguyó la serpiente—. El mal viene de la ira. Si viviésemos tranquilos, si no buscásemos pendencia, entonces todo iría bien. Pero, cuando algo se arregla de modo distinto a como quisiéramos, nos arrebatamos y todo nos ofusca. Sólo pensamos en una cosa: descargar nuestra ira en el primero que encontramos. Entonces, como locos, lanzamos silbidos y nos retorcemos, tratando de morder a alguien. En tales momentos, no se tiene piedad de nadie; mordería uno a su propio padre o a su propia madre; podríamos comernos a nosotros mismos; y el furor acaba por perdernos. Sin duda alguna, todo el mal viene de la ira.

El ciervo no fue de este parecer.

—No; no es de la ira ni del amor ni del hambre de donde procede el mal, sino del miedo. Si fuera posible no sentir miedo, todo marcharía bien. Nuestras patas son ligeras para la carrera y nuestro cuerpo vigoroso. Podemos defendernos de un animal pequeño, con nuestros cuernos, y la huida nos preserva de los grandes. Pero es imposible no sentir miedo. Apenas cruje una rama en el bosque o se mueve una hoja, temblamos de terror. El corazón palpita, como si fuera a salirse del pecho, y echamos a correr. Otras veces, una liebre que pasa, un pájaro que agita las alas o una ramita que cae, nos hace creer que nos persigue una fiera; y salimos disparados, tal vez hacia el lugar del peligro. A veces, para esquivar a un perro, vamos a dar con el cazador; otras, enloquecidos de pánico, corremos sin rumbo y caemos por un precipicio, donde nos espera la muerte. Dormimos preparados para echar a correr; siempre estamos alerta, siempre llenos de terror. No hay modo de disfrutar de un poco de tranquilidad. De ahí deduzco que el origen del mal está en el miedo.

Finalmente intervino el ermitaño y dijo lo siguiente:

—No es el hambre, el amor, la ira ni el miedo, la fuente de nuestros males, sino nuestra propia naturaleza. Ella es la que engendra el hambre, el amor, la ira y el miedo.