sábado, 30 de abril de 2011

¿Quién mató a Karen Silkwood?

[Ahora que la energía nuclear empieza de nuevo a ser cuestionada, tras la catástrofe de Fukushima, y que algunos grupos ecologistas se han percatado que el uranio y el plutonio son bastante más letales que el CO2, no está de más recordar a una trabajadora norteamericana que perdió su vida por denunciar a la chapucera y peligrosa industria de la energía atómica. Nos referimos a Karen Silkwood, una sindicalista que denunció las deplorables condiciones de seguridad de la central nuclear en que trabajaba, donde sufrió varias veces exposición (alguna de ellas nada fortuita) al plutonio. Su corta vida, que acabó con un extraño accidente de tráfico con tan sólo 28 años, fue llevada al cine en 1983 con la película Silkwood, en donde Meryl Streep interpretaba magistralmente el papel de Karen.

A continuación reproduzco una entrada tomada prestada del blog Octubre Rojo en la que se da cuenta de su desgraciada existencia. También aprovecho para denunciar lo poco que han cambiado las cosas con respecto al suicidio colectivo que supone de este engendro llamado energía atómica: hoy, sin ir más lejos, los principales medios se hacen eco de la fuga de 25.000 litros de agua radioactiva en la central de Ascó I. 14 trabajadores fueron rociados por esta agua contaminada, pero no pasa nada: los operarios estuvieron expuestos a dosis de radioactividad que estaban en los límites de lo permitido. Lo mismo que le decían sus jefes a Karen Silkwood.]




El 13 de noviembre de 1974, Karen Silkwood falleció en un accidente automovilístico bajo circunstancias altamente sospechosas, mientras acudía a una reunión con un reportero del New York Times y un dirigente sindical en Oklahoma City. Tenía 28 años.

A comienzos de los años 70 Karen Silkwood comenzó a trabajar en una central nuclear situada cerca de Crescent (Oklahoma) y propiedad de la compañía Kerr-McGee, y se afilió al Atomic Workers Union (Sindicato de Empleados Atómicos). Tiempo después el sindicato le asignó la tarea de investigar cuestiones relacionadas con la seguridad de la planta y la salud de los empleados.



Ella descubrió numerosas violaciones de las normas de seguridad y de protección de la salud en la planta, incluyendo la exposición de los trabajadores a sustancias radiactivas, el almacenaje incorrecto de residuos, etc

La compañía Kerr-McGee fue demandada por contaminación al medio ambiente y falta de seguridad para sus empleados. En el verano de 1974 Silkwood le entregó a la Comisión de la Energía Atómica de EEUU una lista detallada de violaciones de normas de seguridad. Declaró ante la Comisión que ella misma había estado expuesta a la radiación en una serie de incidentes que la compañia nunca había explicado.

Se comprobó que los guantes que había utilizado Silkwood estaban contaminados con plutonio. No obstante, aunque parezca extraño, la compañía no había registrados índices de pérdidas ni había dado ninguna explicación que respondiera a cómo habían sido contaminados estos elementos de trabajo. Además, se encontró plutonio en su propia casa, en la cocina, en el baño y en el dormitorio.

Entre las numerosas irregularidades denunciadas estaba también una deficiente capacitación de sus empleados, que con frecuencia realizaban tareas para las que estaban mal preparados, o que la compañía no cumplía los estandares de calidad en la producción del combustible, o que incluso habían falsificado datos de las inspecciones.

Meryl Streep y Kurt Rusell en la película
Silkwood de 1983


La compañía actuó con una increíble maldad intentando desacreditar a Silkwood por todos los medios. Llegaron a decir que Silkwood se había contaminado a propósito (!) con la intención de perjudicar a la compañía.

El 13 de noviembre de 1974, Silkwood acudía a una reunión con un reportero del New York Times y un dirigente sindical en Oklahoma City. Se creía que llevaba consigo documentos que probaban acusaciones por falsificaciones de controles de calidad de barras de combustible. Ella misma había declarado con antelación que tenía reunida numerosa documentación para apoyar las acusaciones en el juicio.

Gente que la vió antes de coger el coche para acudir a la reunión, testificó que llevaba consigo una carpeta y un paquete con documentos. Sin embargo, nada de esto fue hallado después del accidente...

La historia de Karen Silkwood fue llevada al cine en 1983, con una película titulada precisamente Silkwood, dirigida por Mike Nichols y con Meryl Streep de protagonista. La película tuvo bastante éxito y recibió cinco nominaciones a los Oscar de ese año, aunque no ganó ninguno. (...)

Durante años la familia de Karen Silkwood estuvo pleiteando para exigir responsabilidades a Kerr-McGee, apoyándose sobre todo en que la autopsia de Silkwood revelaba que estaba contaminada con plutonio. Finalmente en 1986 las partes llegaron a un acuerdo, y la familia recibió una indemnización de 1'38 millones de dólares, pero a cambio la compañía no reconocía ninguna culpabilidad.

Tumba de Karen Silkwood en Kilgore (Texas)


domingo, 24 de abril de 2011

Una esvástica sujeta a un Cristo

Un simple detalle en una fotografía. Casi invisible en toda la instantánea, pero ahí está. En primer término, en el brazo izquierdo de uno de los legionarios que el pasado jueves sujetaba la imagen del Cristo de la Buena Muerte, procedente de la Iglesia de Santo Domingo de Guzmán, en Málaga.

Debajo del Cristo, un brazo y en él, una esvástica tatuada en la piel del legionario, quien alza la cabeza mientras canta uno de los himnos que acompaña la procesión.

Quizá el anónimo miembro de la Legión pensó que nadie vería esa marca nazi en su piel, pero el objetivo del fotógrafo de AFP, Jorge Guerrero, captó el dibujo y la simbología en su epidermis.

El diario La Gaceta utilizó la misma imagen en su portada de los días 22 y 23, aunque borró el símbolo nazi. Esta instantánea, de la agencia EFE, había sido manipulada por este diario de Intereconomía, para ocultar que uno de los legionarios llevaba tatuada una esvástica en el brazo.


Y caminaba sobre las aguas

¡No! Si encima hay que creérselo. Los creyentes se lo creen todo.



Sin olvidar que los muertos resuciten y las vírgenes se queden embarazadas o que alguien escriba un libro inspirado por un arcángel en una cueva.

sábado, 23 de abril de 2011

¿Libertades castellanas medievales?

La famosa frase de Pi y Margall, «Castilla fue entre las naciones de España la primera que perdió sus libertades en Villalar bajo el primer rey de la Casa de Austria», daba a entender una falsa creencia que aún prevalece, que tras la derrota comunera el pueblo castellano perdió sus derechos, unos derechos entonces inexistentes en un régimen de transición del feudalismo al absolutismo.

Aunque hubiese ciudades y villas que tenían representación en Cortes, eran minoría (en el siglo XV se quedaron en dieciocho, tras la conquista de Granada), el resto eran municipios de señorío, cuyos señores feudales (laicos y eclesiásticos) gobernaban a su antojo. En los municipios de realengo (los pocos que tenían representación en Cortes y cuyo señor era el rey), estaban gobernados por una minoría perteneciente al patriciado urbano, que en el caso castellano eran miembros de la baja nobleza (la incipiente burguesía era inexistente). Además estaban sometidos a la autoridad de un representante del rey, el corregidor, al que debían mantener.

Durante la llamada Reconquista las localidades que había entre los ríos Duero y Tajo (la Extremadura castellana) obtuvieron unos privilegios, los fueros, con la finalidad de atraer repobladores, y se regían en concejo abierto. Pero eso duro poco, según se avanzaba hacía el Sur, el poder del rey y los nobles se hacía más fuerte, y los concejos abiertos se hacían cada vez más restringidos, quedándose en manos de una minoría de caballeros e hidalgos descendientes de aquellos campesinos ricos que podían mantener un caballo y el armamento necesario: los llamados «caballeros villanos». Había una expresión muy castellana que decía: «Donde hay reyes no hay leyes». Esas eran las «libertades» que tenía el pueblo castellano, en Villalar no se perdió nada.

Hace un año hablé de la conexión que había entre los comuneros y su pasado medieval, y, en especial, su carácter urbano.


¿Qué hubiese supuesto el triunfo de la rebelión comunera, un nuevo régimen más democrático e igualitario? Primero hay que tener en cuenta que el movimiento «revolucionario» era diverso, había representantes de todos los estamentos sociales del momento, lo que implica una disparidad, y hasta confrontación, de intereses. La medievalista francesa Adeline Rucquoi publicó, conjuntamente con varios autores más, un libro en 1993 Valladolid en el Mundo. La Historia de Valladolid, que salió en fascículos a traves del periódico El Mundo. En este retazo del capitulo octavo, «Valladolid medieval (1120-1367)», nos puede dar una idea de lo que podría haber sido:

Las crisis de finales del siglo XIII y de las primeras décadas del XIV no parece pues haber afectado profundamente a Valladolid que, no sólo consiguió mantenerse sino que aprovechó las dificultades de la Corona para obtener mayor independencia.

La vida política urbana se vio sin embargo afectada por la lucha que entabló un sector de la población, enriquecido durante la segunda mitad del siglo XIII, para acceder al gobierno municipal, reservado, desde el privilegio de Alfonso X, a las diez casas oligárquicas de los linajes de Tovar y de Reoyo. Aprovechando sin duda la crisis general y cierto descontento popular, los mercaderes, plateros, peleteros y demás representantes de los oficios de mayores ingresos en la villa consiguieron de la reina María de Molina, durante la minoría de Fernando IV, que se anulasen los privilegios concedidos a los caballeros en el Fuero Real y se constituyeron en un verdadero partido popular, la Voz del Pueblo.

En marzo de 1320, dos meses después que los linajes de Tovar y de Reoyo y la Voz del Pueblo nombraran representantes para llegar a un acuerdo, la reina María de Molina, que necesitaba desesperadamente el apoyo de la ciudad, devolvió a los caballeros sus privilegios, que incluían el monopolio de los cargos municipales.

Un año después, en marzo de 1321, poco antes de su muerte, la reina confirmó el compromiso establecido, que reservaba a los representantes de la Voz del Pueblo la mitad de los oficios concejiles, mientras los linajes se repartían la otra mitad.

Ignoramos las circunstancias de este acuerdo y en particular si hubo, como en numerosas ciudades europeas en la misma época, violencias y disturbios; en cambio, la élite de los no-privilegiados había conseguido, mediante el apoyo popular, el acceso al gobierno municipal.

Entre 1321 y 1332 sin embargo, los mercaderes y artesanos enriquecidos que habían accedido al poder municipal no debieron de cumplir las expectativas suscitadas cuando encabezaban la Voz del Pueblo. Privadas del beneficio de su «revolución», las capas populares reaccionaron al cabo de unos años e intentaron llevarla a cabo reuniéndose a campana tañida, distribuyéndose cargos y rentas municipales, e irrumpiendo en las sesiones del concejo. A petición del concejo —oficial—, el rey tuvo que intervenir: en marzo de 1332, las reuniones populares de los «menestrales y otras gentes menudas» fueron prohibidas y se devolvió el monopolio del ejercicio del poder en Valladolid a los linajes de Tovar y de Reoyo. La presencia en el concejo, posteriormente al privilegio real, de los mercaderes que habían conseguido desempeñar oficios públicos a raíz de la «revolución» de 1320-1321, sólo se explica por su integración en alguno de los dos linajes; entre 1321 y 1332, los linajes vallisoletanos perdieron pues su carácter de «familias de sangre» para convertirse en «familias espirituales», en bandos.

A partir de 1332, los linajes se repartieron por mitad los oficios municipales: regidurías a partir de mediados del siglo XIV, alcaldías, escribanías de la villa y luego «del número», procuradurías en Cortes, fielatos, aposentadurías, guías, tasadurías, montanerías, andadurías, pregonerías, así como los dos cargos de «conservadores» de la universidad.

La «revolución» de 1320-1332 y la Voz del Pueblo vallisoletana no fueron acontecimientos aislados: en Italia y en Flandes, por esas mismas fechas, los «burgueses» enriquecidos consiguieron también forzar el acceso a los gobiernos urbanos, con el apoyo de las masas populares. Sin embargo, al contrario de lo que ocurrió en otras ciudades europeas, en Valladolid la apertura de la oligarquía a nuevos miembros no fue un hecho efímero, sino que se erigió en sistema; no hubo así, como en Florencia por ejemplo, nuevos disturbios a finales del siglo XIV.

ADELINE RUCQUOI

Con este texto se puede «matar dos pájaros de un tiro»: Primero se carga de un golpe la tesis defendida por los historiadores Joseph Pérez en Los Comuneros y José Antonio Maravall en Las comunidades de Castilla, que defiende la revuelta comunera como un preámbulo —del siglo XVI— de las modernas revoluciones liberales como la inglesa, la americana y la francesa. Ya que el texto narra de unos sucesos acaecidos en Valladolid dos siglos antes, durante el siglo XIV, con caracterísitcas similares a alguna de las circunstancias de la revuelta comunera. (hay que recordar que fue en la comunidad de Valladolid donde las posturas comuneras más radicales fueron defendidas). Rebelión coetánea de la de los comuneros de Castilla del siglo XVI, también fue la de los agermanados de Valencia y Mallorca, en cuya represión participaron, para ganarse el favor real, algunos ex comuneros como el marqués de Los Vélez. O como en el anterior siglo XV fueron en Galicia las guerras irmandiñas. Hechos históricos que ignoran la tesis de los dos historiadores mencionados, en la que los «izquierdosos» y nacionalistas de hoy en día se basan para justificarse.

En la revuelta comunera incidieron varios factores: el descontento de la nobleza castellana al ver que un rey extranjero repartía cargos entre los cortesanos flamencos; la oposición de las ciudades y villas de realengo a sufragar los gastos del Imperio alemán; los levantamientos antiseñoriales de varios municipios (que empujo a buena parte de la alta nobleza a pasarse al bando imperial); y el deseo de una mayor democratización en los gobiernos urbanos. Unas élites se basan en las clases populares para acceder al poder. Lo cual conecta directamente a la Edad Media con el mundo moderno. La burguesía se apoyo en el proletariado para acceder al poder durante el siglo XIX. O las llamadas guerras de «liberación nacional» del Tercer Mundo, que sirvieron para sustituir en el poder las burguesías nativas a las coloniales. Y el poder real en nuestras democracias representativas actuales, sustituyamos «linajes» y «banderías» medievales por los partidos políticos, los cuales se turnan o reparten cargos públicos…

Y así «se mata» también el segundo: el texto está muy en consonancia con el texto del Grupo Anarquizante Stirner «¡QUE ARDAN TODAS LAS PATRIAS!». Vincula directamente con el 23 de Abril y el nacionalismo castellanista, u otros similares de apariencia pseudorrevolucionaria.

Y como colofón, una frase de la España revolucionaria de Karl Marx sobre la revuelta comunera: «La oposición a la camarilla flamenca era sólo la sobrefaz del movimiento; en el transfondo estaba la defensa de las libertades de la España medieval frente a las injerencias del moderno absolutismo.» Y esas libertades eran libertades feudales.

Sobre los concejos medievales castellanos y su mitificación por parte de los nacionalistas de “izquierda”

[Supongo que en un día como hoy, 23 de abril (en el que el nacionalismo de izquierda congregado en la campa de Villalar de los Comuneros y la superficial progresía que le sigue manipula los hechos del pasado para reclutar nuevos adeptos a la causa “castellanista”), se volverá a airear el mito de los concejos medievales de Castilla como órganos de libertad y democracia directa. Ya el año pasado pudimos leer en la propaganda de las organizaciones convocantes cosas como que en la Castilla de la Baja Edad Media: “Las gentes (...) disfrutaron durante varios siglos de una estructura social fundamentada en el “Concejo Abierto” o asamblea popular soberana que realizaba la gestión de todos los bienes comunales.(...) Los bienes comunales pertenecían al común de los vecinos y estos constituidos en asamblea soberana tenían la capacidad de decisión y de gestión, sin subordinarse a ningún otro núcleo de toma de decisiones o centro de poder, siempre y cuando todos estos recursos fueran destinados al autoabastecimiento en forma de bienes de uso y nunca productos destinados al mercado”. Pero esta descripción de un concejo medieval como si fuera la asamblea de una colectividad anarquista de los tiempos de la Guerra Civil, no puede estar más alejada de la realidad histórica medieval, marcada por el dominio del sistema feudal del cual el concejo era un apéndice. Tampoco habría que olvidar que la aparición de los concejos medievales se produce en el contexto de una guerra de religión, lo que se llamó la Reconquista.

El texto que sigue, elaborado por los medievalistas de la Universidad de Valladolid
J. A. Bonachía y J. C. Martín Cea, ataca esta imagen mitificada del concejo medieval que fue difundida por los liberales (que también crearon su particular novela romántica sobre la Revuelta Comunera del siglo XVI) y deja claro que el concejo tiene muy poco de democrático, que estaba dominado por un señor feudal que era propietario de tierras y ganados. No hay, pues, nada de ese “comunismo libertario” medieval que algunos quieren ver. Además, la poca representación que tenía el “común” en los concejos estaba en manos de la clase acaudalada, o sea, de la burguesía. Por otra parte, habría que aclarar que el término “concejo abierto” es un término jurídico moderno que se refiere a la organización de núcleos de población que por su escaso número de habitantes son considerados inferiores al municipio, según se recoge en la Constitución Española de 1978. Usar el adjetivo “abierto” para los concejos medievales tan sólo alimenta el confusionismo.

Lo que sigue es un extracto del texto. Quien quiera leerlo al completo lo tiene aquí:
http://centros.uv.es/web/departamentos/D210/data/informacion/E125/PDF196.pdf

Por cierto, la negrita es de mi cosecha.]

(...) la valoración del municipio en el Antiguo Régimen y el proceso de constitución de las oligarquías han centrado la atención de un gran número de historiadores, que, desde diversas perspectivas, han abordado su estudio desde bien entrado el siglo XIX.

Así, en 1877 A. SACRISTÁN y MARTÍNEZ publicaba sus Municipalidades de Castilla y León. Estudio histórico-crítico; algunos años más tarde, E. De HINOJOSA y NAVEROS sacaba a la luz su Origen del régimen municipal en León y Castilla, fruto de una conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid, en el curso 1895-1896. Como buenos representantes de su época, el municipio y el concejo abierto aparecían en sus textos como un símbolo de libertad, autonomía y democracia vecinal, hasta el punto de construir una imagen idílica que reflejaban frases tan rotundas como la siguiente: «el municipio leonés y castellano de los siglos X al XIII es esencialmente democrático» (E. de Hinojosa). Para estos autores, el municipio medieval castellano era, ante todo, un fenómeno institucional, ajeno a su entorno social, que básicamente había sido heredado del mundo tardorromano; un fenómeno democrático, puro, participativo, que sólo comenzaría a erosionarse a partir del siglo XIV, al irrumpir en escena el afán centralizador de la Monarquía.

Este mito, inspirado en el espíritu liberal y desarrollado al amparo de la pujante Historia del Derecho y de las Instituciones decimonónica, ha lastrado durante varias décadas las investigaciones efectuadas por sucesivas generaciones de medievalistas hispánicos, hasta el punto de convertirse en un referente clásico en la historiografía de mediados de los cincuenta, recogido en autores tan significativos como C. SÁNCHEZ ALBORNOZ, J. Mª LACARRA, J. Mª FONT RIUS. Se trataba no sólo de enfatizar la singularidad de la Península Ibérica sino de demostrar, también, que la llamada marea feudal había quedado varada en las laderas del Pirineo. Con estos antecedentes, no resulta extraño que el propio C. SÁNCHEZ ALBORNOZ se atreviera a manifestar la «gran sorpresa» que le produjo la donación que el concejo de Ávila realizó a favor de un particular, Velasco Velázquez, en 1283, de parte de su término concejil, y a interpretarla como un exponente de las «libertades de la democracia de Castilla en el siglo XIII» y de «la fuerza colosal de la organización municipal y parlamentaria de los concejos castellanos hasta Alfonso XI» (c. Sánchez-Albornoz). Lejos de ser una mera anécdota, este tipo de afirmaciones gozaron de gran credibilidad tanto en la España de la Autarquía como en la Escuela de Buenos Aires, creada en su exilio argentino por el viejo maestro del medievalismo hispánico. Sus tesis pueden verse reflejadas con nitidez en trabajos tan relevantes como el de R. GIBERT sobre El concejo de Madrid. Su organización en los siglos XII al XV o el de Mª del C. CARLE Del concejo medieval castellano-leonés, verdaderos compendios de instituciones municipales, en los que se concede enorme importancia a aspectos tales como el número de funcionarios y cargos concejiles, su tipología, competencias, salarios, el funcionamiento institucional de los ayuntamientos, etc.

Habrá que esperar, por tanto, a mediados de los años setenta para que, al tiempo que se produce el proceso de normalización de la vida pública española, comiencen a percibirse los primeros cambios de tendencia en el estudio del régimen municipal. Es entonces cuando empieza a manifestarse con fuerza la idea de que las instituciones locales no son realidades inmóviles o ajenas al entorno social, sino que se encuentran incardinadas de pleno dentro del contexto feudal. Se abría así, como dice J. Mª MONSALVO, un doble desafío para las nuevas generaciones de medievalistas hispánicos: por un lado, la necesidad de desmitificar las visiones idílicas pergeñadas en el pasado y, por otro, la urgencia de reemplazarlas por nuevas categorías de análisis más completas y elaboradas. Poco a poco, y gracias a trabajos como el de M. GONZALEZ JIZMENEZ sobre Carmona, el de C. ESTEPA sobre León o los de J. A. BONACHIA y T. F. RUIZ sobre Burgos, el viejo tópico de los concejos libres y democráticos comienza a derrumbarse; el concejo deja de ser un ente institucional y abstracto y se inserta con toda normalidad en las estructuras de poder feudales.

En el curso de los años ochenta, numerosas monografías siguieron la senda trazada por estos trabajos pioneros; tanto es así que, con el tiempo, acabará conformándose un modelo de análisis de las instituciones concejiles en Castilla, en el que, primero, se aborda el estudio del marco natural, después, el de las bases socio-económicas locales y, por fin, el examen de las instituciones municipales concretas; repaso que, generalmente, concluye con unas reflexiones más o menos breves sobre la hacienda municipal. En cualquier caso, tanto en este tipo de trabajos generales como en otros de enfoque más puntual, la tónica dominante apunta hacia la profundización en facetas hasta entonces menos desarrolladas, que tienden a ahondar en la relación de los diversos poderes concejiles con la sociedad feudal dominante. Ese es el caso de las nuevas y sólidas interpretaciones sobre el origen y formación de los grupos oligárquicos (J. Mª MÍNGUEZ, A. BARRIOS, etc.), sobre las particularidades de la conformación de los señoríos castellanos (C. ESTEPA) o, sobre el carácter colectivo del ejercicio del poder local sobre el conjunto del territorio dependiente, que dará lugar a la constitución de una forma específica de dominación feudal a la que algunos autores han calificado con el expresivo nombre de señorío concejil (J. A. BONACHÍA, M. SANTAMARÍA LANCHO, J. MARTÍNEZ MORO, etc.). (...)

Gracias a estos estudios, hay algunas conclusiones que poco a poco han ido cobrando cuerpo en el seno de la historiografía castellana hasta el extremo de ser mayoritariamente admitidas en la actualidad. De forma sintética, pueden destacarse algunas de ellas:

a) Así, frente a la concepción que se había defendido tradicionalmente, las oligarquías han dejado de contemplarse como una novedad radical de los siglos bajomedievales. Hoy no se discute que su formación es el resultado de un proceso histórico que arranca desde el mismo instante en que comienzan a producirse importantes estratificaciones sociales en el seno de las comunidades aldeanas (fines del siglo X-siglo XI). A este respecto, las consideraciones generales realizadas por J. Mª MINGUEZ han sido particularmente esclarecedoras, al apuntar, con datos fehacientes, cómo en el seno de las primeras comunidades podía detectarse con nitidez una clara polarización social entre unos pocos, los futuros caballeros villanos, que detentaban fortunas y cargos públicos y otros muchos, integrantes del común de la población campesina, relegados a un papel secundario en lo económico y en lo político.

b) En este mismo sentido, tampoco parece cuestionarse en estos momentos la íntima relación que se establece entre la ostentación del poder político en el municipio y la posición que ocupan los integrantes de las oligarquías en la estructura social; o, si se quiere, resulta cada vez más evidente que lo político no puede desvincularse de los aspectos sociales y económicos. Es más, si por algo se caracteriza la caballería villana de Castilla que se está gestando en los siglos plenomedievales es precisamente por su posición económica como medianos o grandes propietarios —tanto de tierras como de ganados— y por su progresivo control del poder político concejil, sin olvidamos naturalmente de lo que ha sido la base esencial utilizada para su promoción en la escala feudal: la especialización militar como combatientes a caballo. Por lo demás, hay que subrayar que este proceso de aristocratización y consolidación de la posición política dominante por parte de los grupos antes citados se produce siempre de forma paralela a la creación y desarrollo del propio sistema concejil.

c) Otro aspecto en el que se ha avanzado profundamente en los últimos años es la consideración de que la institución concejil no es un fenómeno ajeno al universo feudal, sino que se encuentra plenamente inserta e involucrada en él. A fin de cuentas, éste era el argumento central de partida de la renovación producida en los años setenta; un argumento que enfatizaba la definición y consideración de la caballería villana como parte integrante de la clase señorial feudal y que arrumbaba, de una vez por todas, las tesis sobre la inexistencia de feudalismo en Castilla.

(...)

La función de todo gobernante consiste principalmente en imponerse sobre los gobernados, pero con el menor coste posible y con el mayor grado de aceptación hacia sus dictados. La actuación de los dirigentes no puede cimentarse exclusivamente sobre la coacción o la imposición por la fuerza, sino que busca fomentar el más amplio consentimiento hacia su función y, a través de él, procurar la obediencia de los subordinados. En la medida en que esto se consiga, utilizando para ello la cobertura ideológica y los mecanismos de propaganda que sean necesarios, su autoridad será menos discutida, se atenuarán los posibles conflictos latentes y se avanzará hacia la consecución de su ideal de la paz social. Por el contrario, desde la perspectiva de quienes sufren el ejercicio de dicho poder, la respuesta no es uniforme, oscilando entre el acatamiento obediente a las decisiones del poder público, la oposición más a menos abierta a ellas, pero sin cuestionar el orden social vigente o la revuelta o la insurrección, cuando no encuentran otra alternativa.

Precisamente por todo ello el estudio del poder urbano nunca estaría completo si no se tienen presentes a los sectores integrados en el común y en tal sentido es fundamental ahondar en el análisis de sus formas de organización, en sus actitudes políticas, en sus líderes y en sus aspiraciones, en sus cauces de participación institucional en los órganos de gobierno, etc. No seríamos justos, sin embargo, si no reconociéramos que se están produciendo en esta dirección importantes avances, como los derivados de las recientes aportaciones de J. Mª MONSALVO, M. DIAGO HERNANDO o Mª I. Del VAL VALDIVIESO, por citar algunas de las más representativas y originales. Gracias a ellos, podemos conocer mejor las fórmulas organizativas empleadas por los pecheros en algunos concejos bajomedievales, así como las vías utilizadas para acceder en la medida de lo posible a los centros de poder local. En este orden de cosas, habrá que prestar atención a hipótesis tan sugerentes como la que habla de la constitución de una élite dentro del común de perfiles potencialmente revolucionarios; se trata, según Mª I. Del VAL, de un sector acaudalado y pudiente, constituido fundamentalmente por comerciantes, que, apoyado en su propia riqueza, pretende alcanzar un puesto político relevante; para ello, previamente se ha constituido en portavoz de la colectividad, se ha arrogado su representación política en collaciones, cuadrillas y otras asambleas vecinales y no duda en utilizar las luchas del conjunto de la población en su propio beneficio, enfrentándose con la oligarquía. Su actitud alcanza su máxima intensidad en torno a 1520 y acaba saldándose en un fracaso con la derrota de las Comunidades.


Estos tipos también se reclaman herederos de los
concejos medievales castellanos
.

viernes, 22 de abril de 2011

Fiestas de la matanza en Croacia o el «Reino de Dios»

Hoy, Viernes Santo (en el mundo cristiano católico y protestante), se conmemora la crucifixión del creador del cristianismo, se recuerda sus últimos momentos: La Pasión. Pero pocos o ninguno de sus seguidores, en especial los de la numerosísima Iglesia Católica, se acuerdan de un pasado oscuro y cruel en el que en nombre del «Maestro crucificado» cometieron grandes atrocidades con otros seres humanos, inclusive también otros cristianos. Y no sólo en el lejano pasado medieval o el moderno, también en el reciente: el pasado siglo XX.

También hoy como ayer pongo algo sobre el mismo país europeo católico al que me referí ayer: la Croacia de Ante Pavelic. En este capítulo titulado «Fiestas de la matanza en Croacia o el "Reino de Dios"» extraído del segundo volumen del libro de Karlheinz Deschner La política de los Papas en el siglo XX, nos habla del régimen
atroz antisemita que hubo en el país ilírico, entre los años 1941-1943, y que tuvo el ferviente apoyo de la misma Santa Sede.

Y pensar, que el compañero JR fuese denunciado, antaño, por el mismísimo arzobispado de Toledo (el Primado de España) por hablar de cosas nefastas e históricas como ésta... ¡Penoso e injusto!

La santa patrona de Croacia

La catolización de los Balcanes constituye, al igual que la acción misionera en Rusia, un antiguo objetivo de Roma. A finales del siglo XIX y a principios del XX se intentó su consecución de modo cada vez más enérgico. Primero con el apoyo de los Habsburgo, después con el apoyo adicional de la Alemania guillermina y finalmente con la ayuda de Mussolini y de Hitler.

La lucha se desplegó en el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, llamado Reino de Yugoslavia desde el año 1929 y en el que vivían 5,5 millones de ciudadanos ortodoxos, 4,7 millones de católicos y 1,3 millones de musulmanes. Aquí se desfogaron violentamente viejas rivalidades étnicas y religiosas, especialmente entre serbios ortodoxos (pravoslavos) y croatas católicos. A ese respecto, estos últimos servían para Roma de estratégica cabeza de puente, pues, como decía jactanciosa la Deutsche Presse de Praga que daba el tono en aquellos tiempos, la Iglesia romana mantenía una continua ofensiva contra el cristianismo ortodoxo. Por una parte estaba, eso sí, dispuesta «a unirse con la Iglesia Ortodoxa, mientras ésta fuera de buena fe. Por otra, sin embargo, no estaba dispuesta a una «confraternización confusa y peligrosa... a costa de la Iglesia Católica».

Antes de la Segunda Guerra Mundial, la Iglesia Católica disfrutaba de plena igualdad de derechos en Yugoslavia. Su prensa, sus escuelas y sus colegios florecían. Lo mismo sus hospitales y asociaciones. En suma, pese a no haber concordato alguno, disfrutaba como concede el mismo a. Koroshek dirigente de los católicos croatas, «plena libertad de acción».

El concordato, casi ultimado en 1935 tras penosas negociaciones, disponía entre otras cosas que se abolieran aquellas disposiciones del reino que le fueran contrarias (Art. 35) y que todos los asuntos no negociados en el concordato se trataran según el derecho canónico católico (Art. 37. Apt. 1). La totalidad de los grupos religiosos, incluidos muchos católicos croatas, pero en especial el de los ortodoxos serbios, rechazaron por ello aquel concordato. De ahí que después de que fuera aprobado por la Skupshtina, la cámara de diputados, el 23 de julio de 1937, el santo sínodo de la Iglesia Ortodoxa excomulgase a todos los ministros ortodoxos y a aquellos miembros del parlamento que votaron en su favor, obligando al gobierno a dejar las cosas como estaban anteriormente.

Con todo, hasta el Manual de Historia de la Iglesia admite que «La vida de la Iglesia florecía. El auge se hacía notar de modo especial en la prensa, en el sistema escolar y asociativo, en la acción pastoral y en las órdenes religiosas». Más aún, todavía el 4 de enero de 1941 Civiltá Cattolica toma esta cita del órgano de prensa del arzobispado de Sarajevo, Katholicki Tjednik: «En el banato croata se atienden los deseos de la Iglesia y se respetan nuestras tradiciones cristiano-católicas... No existe la más mínima prevención ni sombra de desconfianza... Las relaciones con la Iglesia son, no ya correctas sino amistosas... Al clero pastoral, tanto si ejercen su ministerio como si están jubilados se les ha aumentado el sueldo. Muchos institutos católicos se han beneficiado de subvenciones».

A despecho de ello, los 19 obispos católicos de Yugoslavia estaban indignados y en octubre de 1937 declararon que «En cualquier caso el episcopado sabrá defender los derechos de la Iglesia Católica y de los seis millones de católicos de este estado y ha adoptado las medidas necesarias en pro de la reparación de todas las injusticias». Especialmente dolidos estaban Pío XI y su Secretario de Estado, Pacelli, que había participado en la elaboración del concordato y a quien la fortuna había mimado con el éxito a la hora de concluir otros acuerdos. Por ello, en un discurso ante el consistorio en diciembre de 1937 amenazó sin ambages: «Llegará el día (no, a él no le agrada decirlo así, pero tiene un concepto muy claro al respecto) en que no serán pocos los que lamenten seriamente haber desdeñado la obra magnánima y generosa que el Vicarius Christi les ofreció».

Evidentemente Pacelli sabía muy bien de qué hablaba. Su amenaza no era humo de pajas. En 1941 esa amenaza se cumplió en proporciones que casi superan a las peores masacres de la Edad Media cristiana.

Los cómplices fascistas del Papa habían previsto ya la desmembración de Yugoslavia como mínimo desde el año 1939. Tomando lo sucedido en Albania como modelo planearon una invasión rápida, a manera de un golpe de mano, y la fundación de un estado croata bajo protección italiana. «Las intenciones de Mussolini», anota Ciano el 8 de enero de 1940, apuntan «cada vez con más fuerza hacia Croacia». Y el 21 de abril el ministro de AA EE esboza este modo «aproximado» de proceder: «Alzamiento, ocupación de Zagreb, llegada de Pavelic. Petición a Italia para que intervenga. Establecimiento de un Reino de Croacia. Oferta de la corona al rey de Italia».

Ahora bien, Hitler, con su codiciosa mirada fija en Rusia, deseaba «tranquilidad en los Balcanes» pese a su complejo antiserbio, que se remontaba a 1914, y los italianos se plegaron a ello. Y sin embargo, un golpe de estado preparado desde tiempo atrás y que puso en el trono yugoslavo al rey Pedro II, que contaba 17 años de edad, desbarató las intenciones de Hitler, desató su cólera contra aquella «pandilla de conspiradores serbios» y le hizo tomar la resolución de «cauterizar» definitivamente aquel «absceso purulento de los Balcanes», aquel «avispero» de «serbios lanzabombas», ordenando apenas comenzada la campaña de Serbia, que la aviación destruyera Belgrado en sucesivas oleadas de bombardeos («Mediante ataques ininterrumpidos, diurnos y nocturnos».

En una «Apelación al pueblo alemán» del 6 de abril, justo cuando comenzaban los ataques, Hitler hizo responsables de los mismos a la «camarilla de criminales» serbios, las «mismas criaturas que precipitaron al mundo a una desdicha indecible mediante el atentado de Sarajevo», acentuando sin embargo que «no hay motivo alguno para que el pueblo alemán luche contra croatas o eslovenos». Ocurría más bien que alemanes e italianos —estos últimos se apoderarían en breve de amplios territorios de Yugoslavia— colaboraban con el movimiento católico-fascista de Croacia, con el partido Ustasha («Ustasha» = los rebeldes). Su precursor espiritual, el publicista y político Ante Starcevic, muerto en 1896, dirigente del Partido Croata de la Justicia, defendía el parecer de que no había en realidad serbios y de que todo lo que llevara el nombre de serbio debía desaparecer. Consecuente con ello escribía que «Los serbios son asunto del matadero». Los ustashas del naciente Estado Independiente de Croacia procedieron según el modelo ofrecido por aquel su mentor ancestral, a quien glorificaron como «Padre de la Patria», «el mayor de los ideólogos políticos de Croacia» y «paradigma del combatiente ustasha».

Su caudillo (Poglavnik) era Ante Pavelic, nacido en 1889 en Herzegovina y doctorado en Derecho en 1915, otrora abogado en Zagreb. El 7 de enero de 1929, al día siguiente de la proclamación de la «Dictadura Real» de Alejandro I, Pavelic, el antiguo oficial austríaco Slavko Kvaternik y otros fundaron la Ustasha, aquella liga de combatientes de tendencia nacionalrevolucionaria cuyo estatuto, redactado de nuevo en 1932, estipulaba como objetivo primordial el «Alzamiento armado» para liberar Croacia del «yugo extranjero». Cada uno de sus miembros tenía que jurar «por el Dios omnipotente y por todo aquello que me es sagrado» prestar obediencia (Punto 11 del Estatuto). Los capellanes de la Ustasha prestaron más tarde su juramento ante dos velas, el crucifijo, un puñal y un revólver. Y es que lo que se cocía no era sólo un saldo de cuentas nacionalista con los odiados serbios, hegemónicos desde el Tratado de Versalles, sino también una «guerra santa», una guerra de religión que justificaba cualquier clase de terror y que «incluía como símbolos y como medios de lucha la biblia y la bomba en estrecha compañía» (Hory/Broszat).

Elementos para el juramento ustacha

Apenas fundado el Partido de la Rebelión, Pavelic se puso a buen recaudo desapareciendo camino de Viena y de Bulgaria junto a sus más estrechos compinches. Finalmente la Italia fascista le dio asilo y cobertura. Mientras un tribunal serbio lo condenaba a muerte en ausencia, Mussolini ponía a disposición de la familia Pavelic una casa en Bolonia, casa que sirvió durante años de cuartel central de los ustashas. Con la ayuda del jefe de la policía secreta, Conti, y del ministro de la policía, Bocchini, el mandamás de aquella tropa conspiradora organizó —en la Toscana y en las Islas Lípari— el entrenamiento de croatas exiliados y de ustashas fugitivos para futuras acciones criminales. Disponía de algunas emisiones de Radio Bari, editaba el diario Ustasha, en lengua croata, y así estableció contactos con los centros de propaganda nacionalista croata de Viena, Berlín, los USA y Argentina. Simultáneamente llamaba la atención del mundo hacia sus nobles metas haciendo explotar bombas en los trenes Viena-Belgrado, con una intentona de revuelta más seria en la sierra de Velebit —rápidamente sofocada— y con una serie de atentados especiales.

Entre los primeros atentados, que causaron viva emoción, se cuenta el asesinato de N. Ristovic, editor del periódico proyugoslavo de Zagreb, Jedinstvo («Unidad»), a quien abatieron en agosto de 1928, a plena luz del día, en un café de la ciudad; asimismo el asesinato del redactor jefe del diario Novosti, A. Siegel, el 22 de marzo de 1929. A su más directo colaborador, G. Percec, Pavelic lo hizo encarcelar por la policía en Arezzo y tras someterlo a interrogatorios y torturas lo abatió a tiros con su propia mano. Su víctima más prominente, sin embargo, fue el rey yugoslavo Alejandro. Un primer atentado en otoño de 1933 contra este regente, que gozaba del aprecio incluso de muchos croatas, pudo ser abortado por la policía secreta yugoslava en Zagreb. Un año más tarde, sin embargo, concretamente el 9 de octubre de 1934 y justo cuando el monarca puso el pie en Marsella, en el país de sus aliados franceses, fue asesinado juntamente con el ministro francés de AA EE, L. Barthou, estando ambos aún en el barrio portuario. El asesino, un sicario de Pavelic, fue linchado allí mismo por la multitud. Ahora pesaban ya sobre éste dos condenas a muerte, por parte francesa y yugoslava. Los fascistas italianos, no obstante, después de encarcelar preventivamente a Pavelic, volvieron a ofrecerle una nueva vivienda en Siena y una nueva pensión estatal de 5.000 liras mensuales.

Un memorial sobre la «Cuestión Croata», que Pavelic redactó y firmó de su propia mano en 1936, no llegó a manos del ministerio de AA EE alemán hasta el año de 1941, cuando se estaba preparando la campaña en Yugoslavia. Aquel documento de 30 páginas, que incluía entre los enemigos fundamentales de los ustashas al poder estatal serbio, a la «francmasonería internacional» y a los judíos, beneficiarios parásitos del «caos nacional», elogia a Hitler como «el más grande y el mejor de los hijos de Alemania», como «el más poderoso paladín del derecho vivo, de la auténtica cultura y de la civilización superior», esperando «de la nueva Alemania... comprensión para su heroica lucha». Todavía el 6 de abril de 1941, cuando Belgrado comenzó a arder bajo los terroríficos e ininterrumpidos bombardeos alemanes y el doceavo ejército del mariscal de campo List penetraba en el sur de Serbia desde Bulgaria, Pavelic lanzó una proclama a las tropas croatas desde una emisora secreta para que dirigieran sus armas contra los serbios. «Desde este momento luchamos codo a codo con nuestros nuevos aliados, alemanes e italianos». Sobre las afirmaciones de un experto en el sentido de que la Wehrmacht hitleriana «fue recibida amistosa e incluso entusiásticamente en Eslovenia y Croacia» apenas se puede arrojar la sombra de la duda.

Más o menos hacia el anochecer del 10 de abril, cuando los alemanes ocuparon Zagreb, capital del antiguo Banato, tuvo lugar, en presencia de Pavelic, la proclamación de la «Croacia Independiente». «La providencia de Dios y la voluntad de nuestro gran aliado, así como la lucha secular del pueblo croata unida a la abnegación de nuestro caudillo Ante Pavelic y del Movimiento Ustasha en la patria y en el extranjero, han dispuesto que hoy, antes de la Resurrección del Hijo de Dios, resucite también nuestro Estado Independiente de Croacia». La proclama se iniciaba con el nombre de Dios y finalizaba con «¡Dios asista a los croatas! ¡Al servicio de la patria!». Iba firmada por el antiguo oficial del ejército de su real e imperial majestad de Austria, Kvaternik, «Lugarteniente del Poglavnik y comandante en jefe de las fuerzas armadas», quien parecía por esos días como si fuera a descabalgar a Pavelic.

Proclamación del Estado Independiente de Croacia

Éste tuvo aún tiempo para presidir el 10 de abril una parada militar de su guardia, unos 300 hombres, en Pistoya (Toscana), acudir por la noche a Roma, llamado por Mussolini, y telegrafiar el 11 al Führer expresándole su «agradecimiento y lealtad» («La Croacia Independiente vinculará su futuro al del nuevo orden europeo que Vd., Führer, y el Duce han creado»). Cruzó la frontera yugoslava por Rjeka en la noche del 12 al 13, llegó a Zagreb en la noche del 14 al 15 y nombró su primer gabinete el 17 de abril. Se había convertido en Jefe de Estado, de Gobierno y de Partido, así como en comandante supremo de las tropas. Gobernaba como dictador —en dependencia, eso sí de sus poderosos aliados, cuyos regímenes copió en gran medida— sobre tres millones de croatas católicos, dos millones de serbios ortodoxos, casi medio millón de bosnios musulmanes y sobre otras etnias más reducidas, incluidos 40.000 judíos.

El Poglavnik con el Führer

El 18 de abril el ejército yugoslavo presentó su rendición incondicional y Serbia fue sometida al control de los ocupantes alemanes. Casi dos tercios del Reino de Yugoslavia fueron a formar parte del «Estado Independiente de Croacia», integrado por el núcleo básico de territorios croata-eslavones, por toda Bosnia (hasta el Drina) y por Herzegovina, juntamente con una parte de la costa de Dalmacia. Unos 102.000 kilómetros cuadrados en total.

Pavelic, desde luego, cedió en mayo casi la mitad de Yugoslavia a los países colindantes. Por el norte, a Alemania, cuya frontera discurría ahora a sólo 20 km. de Zagreb. Por el nordeste a Hungría, por el Sur a Bulgaria y Albania. Por el sudoeste, el oeste (con una población mayoritariamente croata) y el nordeste a Italia. El 7 de mayo Pavelic viajó a este último país acompañado de sus ministros y algunos dignatarios eclesiásticos como el obispo Salis-Sewis, vicario general del arzobispo Stepinac, a ofrecer la denominada Corona de Zvonimir, el último rey croata independiente en el siglo XI, a Víctor Manuel III, en favor del insignificante duque de Spoleto. Éste no fue coronado nunca ni jamás puso los pies en su reino, pero sí que se presentó en audiencia al Vaticano el 17 de mayo en calidad de rey de Croacia designado con el nombre de Tomislav II.

Allí se presentó también, al día siguiente, el Poglavnik, el asesino múltiple y varias veces condenado a muerte con su numeroso séquito: Pavelic «rodeado de sus bandidos», anotaba tan sólo unas semanas antes de la visita, el propio ministro de AA EE italiano conde Ciano. Las cesiones territoriales de Pavelic en favor de Italia, que practicaba a la sazón la brutal política del «Mare Nostrum», cayeron «en toda Croacia», según informaba el general Glaise von Horstenau el 21 desde Zagreb, «como un golpe demoledor... y por donde quiera que uno vaya oye proferir amenazas contra los italianos». La prensa católica del país en cambio se expresaba conmovida por la atención y cordialidad del papa Pío XII, quien saludó a Pavelic y a sus forajidos en una audiencia privada especialmente ceremoniosa —una «gran audiencia»— y los despidió calurosamente con los mejores augurios para los «ulteriores trabajos...».

Los «trabajos ulteriores» apuntaban inequívocamente al exterminio cultural, económico y material de los serbios y de la Iglesia Ortodoxa Serbia. Se trataba, en suma, de una recatolización implacable que dejaba traslucir un plan cuidadosamente preparado.

De ahí que allá donde los ortodoxos constituían una minoría sus iglesias fueran transformadas y puestas al servicio del catolicismo por orden del episcopado competente. Donde los pravoslavos predominaban numéricamente sus iglesias fueron, en general, totalmente destruidas. No menos de 299 templos ortodoxos fueron derruidos, —después de ser saqueados— víctimas de la cruzada católica, 172 de ellos en las provincias de Lika, Kordun y Banja. Muchas otras iglesias fueron convertidas en almacenes, en mataderos, en retretes públicos y en establos. La Iglesia Católica se quedó con la totalidad del patrimonio de la Ortodoxa. Sólo en 1942 volvió a ser oficialmente tolerada poniendo a su cabeza al obispo Maximov Germogen, hombre del agrado de Pavelic y a quien Tito mandó fusilar en 1945. Eso, claro está, después de que una parte de los serbios hubiera sido deportada o liquidada y de que los países extranjeros aliados, para bochorno de Roma, protestasen de forma excesivamente ruidosa.

Ya en el otoño de 1941 fue rapazmente confiscado el patrimonio de los judíos. Estos fueron prontamente expulsados de todos los institutos culturales; poco después de los cuerpos de funcionarios y de las profesiones académicas. La «judería indeseable» fue confinada en campos de concentración y finalmente deportada a Auschwitz. Y es que ya un decreto «Para la protección de la sangre aria y del honor del pueblo croata», datado el 30 de abril de 1941 y concebido exactamente según las normas del Reich nazi, había preparado tácitamente su exterminio.

Ya en abril los serbios fueron homologados a los judíos. Los primeros tenían que llevar un brazalete azul con la letra «P», (inicial de Pravoslavo = ortodoxo). Los judíos, la estrella de David. En Zagreb los serbios sólo podían habitar en los barrios reservados a los judíos. A unos y a otros se les prohibía caminar por las aceras. En todas las oficinas, negocios, restaurantes, tranvías y autobuses colgaba el letrero de «¡Prohibida la entrada a serbios, judíos, nómadas y perros!».

Ustachas uniformados listos para entrar en acción

Propio de esos «trabajos ulteriores», (Pío XII), era también que apenas fundado el nuevo régimen pusieran en cautiverio al patriarca ortodoxo serbio, Dr. Gavrilo Dozic, y al más importante de los teólogos ortodoxos, el obispo Dr. Nikolaj Velimirovic, quienes no salieron libres hasta el final de la guerra. En noviembre de 1941 los italianos encarcelaron también al obispo ortodoxo serbio de Dalmacia, Dr. Irinej Djordjevic, quien también desapareció de la vida pública hasta 1945.

Otros cinco obispos y al menos 300 sacerdotes de los ortodoxos fueron asesinados. El octogenario metropolitano de Sarajevo, P. Simonic fue estrangulado mientras el arzobispo católico de la ciudad, Ivan Saric, no sólo escribía por entonces odas en honor del «idolatrado caudillo», sino que elogiaba en su hoja episcopal los métodos revolucionarios «al servicio de la verdad, de la justicia y del honor». Al obispo Platov, de Banja Luka, que contaba 81 años, se le herraron los pies como a una caballería y se le obligó a caminar hasta que cayó inconsciente. Después, a él y al sacerdote Dusan Subotic les fueron arrancados los ojos, les fueron cortadas las narices y las orejas mientras un fuego les estuvo quemando el pecho hasta que les dieron el golpe de gracia. En Zagreb, donde residían el cardenal primado católico y el legado papal Marcene, el metropolitano ortodoxo Disitej fue torturado hasta quedar demente.

Los dirigentes de los musulmanes, tolerados por la católica Croacia, (había, incluso, milicias ustashas musulmanas; el mismo Hitler hallaba simpatía para el Islam, una «religión de hombres», y practicaba una «política positiva frente a los musulmanes») protestaron el 13 de noviembre en Zagreb contra la «matanza de sacerdotes y personas dirigentes, sin juicio ni tribunales, contra los fusilamientos masivos de personas que eran a menudo totalmente inocentes, mujeres y niños entre ellos». Es más, los dirigentes musulmanes no sólo escribieron que «La propaganda en favor del catolicismo se ha hecho tan intensa que recuerda a la Inquisición española», sino que dudaban incluso de que «lo que está ocurriendo entre nosotros tenga precedentes en la historia de cualquier otro pueblo...».

Por todas partes se exhortaba a los serbios a convertirse. «Cuando os hayáis convertido a la fe católica», prometía el obispo Axamovic de Djakovo, «se os dejará vivir en paz en vuestras casas». Unos cuantos cientos de miles se convirtieron, pero fueron más los que murieron a manos de las milicias ustashas, una agrupación combatiente similar a las SS militares, pero que ejercían adicionalmente de policía política.

En Mostar, Herzegovina, cientos de serbios fueron arrastrados hacia el Neretva, atados unos a otros con alambre, fusilados y arrojados al río. Igual suerte corrieron los serbios en Otoka, en Brcko del Save. Incontables fueron los que acabaron sus días en la siniestra prisión de Gospic. Unas 500 personas acarreadas a la prisión de Glina fueron asesinadas en el bosque de Kihalci y apenas soterradas. Poco después fueron asesinados allí mismo 56 traficantes de ganado, al parecer tan sólo para poderse apropiar de su dinero. También en Doboj dio comienzo el fusilamiento de serbios acaudalados. En el distrito de Bielovar los ustashas obligaron el 28 de abril de 1941 al sacerdote Bozin, al maestro Ivankovic y a otros 250 hombres y mujeres, campesinos la mayoría, a abrir una zanja; después les ataron las manos por detrás de la espalda y los enterraron vivos. Aquella misma noche estrangularon en Vukobar a 180 serbios y los arrojaron al Danubio. Pocos días después, en Otocac, 331 serbios fueron también obligados a abrir una zanja, siendo después asesinados con hachas. Punto culminante de estos actos de fe fue la liquidación de un antiguo diputado serbio, el Pope Branco Dobrosalvjevic, ante cuyos ojos hicieron literalmente trizas a su hijo mientras él mismo hubo de pronunciar las oraciones para agonizantes. Después de ello le arrancaron a él el cabello, la barba y la piel; le saltaron los ojos y lo torturaron hasta la muerte. Lo mismo sucedió en Svinjica (Banjia). En Mliniste, distrito de Glamost, fueron crucificados el antiguo miembro del parlamento Luka Avramovic y su hijo. En Kosinj, adonde los ustashas llevaron a la fuerza a 600 serbios, una madre tuvo que recoger en un cuenco la sangre de sus cuatro hijos. En las cercanías de Sarajevo aldeas enteras fueron exterminadas y en algunos lugares como Vrace se produjeron fusilamientos masivos de campesinos serbios.

Cuando Pavelic, ya bendecido por el Papa, recibió el 26 de junio en audiencia al episcopado croata y el arzobispo Stepinac expresó «de todo corazón sus respetos», prometiendo asimismo «una colaboración abnegada y fiel en pro del más esplendoroso de los futuros para nuestra patria». La católica Croacia, en tan sólo seis semanas, había asesinado ya a tres obispos y a más de cien sacerdotes y monjes ortodoxos juntamente con unos 180.000 serbios y judíos.

Ya al mes siguiente, los ustashas, «furias del averno», «demonios encarnados», (Hory/Broszat) abatieron a más de 100.000 hombres, mujeres y niños serbios en las cárceles, las iglesias, las calles y los campos. La iglesia de Glina, en Bosnia, fue convertida en un matadero humano. «El baño de sangre duraba desde las 10 de la noche hasta las 4 de la mañana y continuó a lo largo de ocho días. Aquellos verdugos hubieron de mudarse de uniforme porque estaban empapados de sangre. Más tarde se hallaron niños ensartados con los miembros aún retorcidos por el dolor». Iniciadores de la carnicería fueron el ministro de justicia Dr. Mirko Puk y el prior del convento de los franciscanos de Cuntic, Hermenegildo, alias Castimir Hermann. Como ya ocurrió en Glina, la iglesia serbia sirvió una vez más de cárcel y de degolladero de hombres y mujeres serbios.

Como dijo el enviado especial de Ribbetrop, Neubacher, los serbios se convirtieron en «caza mayor». Las listas de muertos son casi inacabables. Cualquier sargentillo de nada se dedicaba a la caza del hombre y comunicaba rápidamente sus éxitos a las autoridades al objeto de ser condecorado. El comandante ustascha, Von Vojnic, telefoneaba así a Belgrado: «La caza ha sido hoy muy abundante. 500 en total». En tan sólo ocho meses iniciales del régimen clerofascista el número de víctimas de los ustashas habría ascendido a 350.000. Pero la cruzada duró todo el año siguiente e incluso se prolongó tal vez hasta los primeros meses de 1943.

Ustachas decapitando a un serbio en Jasenovac

Eran habituales las ejecuciones en masa mediante el procedimiento de segarle la garganta a las víctimas. A veces se las descuartizaba y más de una porción acabó colgada en una carnicería con el rótulo de «carne humana». Algunas de las atrocidades casi hacen empalidecer las fechorías de los verdugos alemanes de los campos de concentración. Los ustashas se recreaban con juegos de tortura en sus orgías nocturnas, introduciendo agujas candentes bajo las uñas, echando sal en las heridas abiertas, mutilando las más distintas partes del cuerpo y compitiendo noblemente en el arte de segar cuellos. Incendiaron iglesias llenas de gente, empalaron niños en Vlasenica y Kladany, cortaron a golpes de sable narices y oídos, saltaron ojos. Los italianos fotografiaron a un ustasha de cuyos hombros colgaban sendas cadenas de lenguas y ojos humanos.

Cuando Curzio Malaparte entrevistó al Poglavnik notó la presencia de un cesto de mimbre sobre su escritorio. «Por el cesto entreabierto aparecía un revoltijo de bichos de mar o algo parecido. “¿Ostras de Dalmacia?”, pregunté. A. Pavelic levantó la tapa y me enseñó el amasijo que tenía el aspecto de una masa de ostras viscosa, como de hiel. Me respondió con una sonrisa fatigada y amable diciendo: “un regalo de mis fieles ustashas. ¡Cuarenta libras de ojos humanos!”». Incluso si Malaparte hubiera exagerado macabramente, el hecho caracteriza certeramente la naturaleza del estado terrorista dirigido por aquel hombre a quien Pío XII bendijo incluso en su lecho de muerte.

Aquel terror de cruzada medieval causó gran conmoción incluso entre los fascistas italianos, quienes distribuyeron masivamente octavillas contra el gobierno croata e incluso soliviantaron a los serbios contra él. Es más, aquí y allá les dieron protección y no sólo a ellos sino también a los judíos. El general Mario Roatta, comandante de la segunda división italiana que estigmatizó el «exterminio a gran escala de la población serbia ortodoxa y de las, en general, bien acomodadas familias judías» y también la liquidación en aquella «cruzada croata» o mediante «lo que ellos denominan campos de concentración», informa de que los ustashas penetraron a menudo en territorios militarmente ocupados por los italianos pues «querían cometer allí, con grave peligro de la población, nuevos excesos. El mando italiano dispuso en situación de combate a varias secciones y a la artillería, bloqueándoles así el acceso, y les hizo saber que abriría de inmediato el fuego contra ellos en el caso de que intentaran avanzar». El total de personas salvadas por las tropas italianas se estima en unos 600.000, entre ellos algunos miles de judíos huidos de la persecución ustasha y de la nazi.

Hasta los propios alemanes protestaron; diplomáticos, militares, miembros del partido; incluso el servicio de seguridad de las SS. Algunos enviaron sus «estremecedores» informes al mando superior del Ejército, al ministerio de AA EE, a la oficina central de seguridad del Reich, al cuartel general del Führer. Fustigaron el «terror ustasha», el «monstruoso terror de los ustashas»; informaron a cada paso de los «asesinatos e incendios que, sin la menor duda, tienen lugar en gran número»; «sucesos en verdad horribles»; la «absurda degollina contra la población serbia»; «las atrocidades cometidas, a veces de la manera más bestial, ... incluso en la persona de ancianos, mujeres y niños», «atrocidades repetidas una y otra vez» etc., respecto a lo cual algunos informadores, como el representante del legado alemán en Zagreb, el consejero Von Troll-Obergfell, «documentaron parcialmente aquel material con fotos adjuntas».

El general E. Glaise von Horstenau, quien ya en junio de 1941 había manifestado al pro-pio Pavelic sus «serios reparos contra los excesos de los ustashas», confirmándoselos «mediante numerosos datos concretos», informó simultáneamente al mando superior de la Wehrmacht que «todo el país está atenazado por la sensación de una profunda inseguridad jurídica».

El 17 de febrero de 1942, el jefe de la policía y de los servicios de seguridad, persona en verdad poco sospechosa de excesiva sensibilidad, informaba así al jefe de las SS del Reich: «El número de pravoslavos degollados o torturados hasta la muerte, con métodos extremadamente sádicos, por parte de los croatas se estima como mínimo en unos 300.000... A este respecto hemos de anotar que en último término ha sido la Iglesia Católica la que ha inducido esas atrocidades de los ustashas a causa de sus medidas tendentes a la conversión por la fuerza, para cuya puesta en práctica se ha valido de aquéllos... El hecho es que los serbios afincados en Croacia y convertidos a la Iglesia Católica pueden seguir viviendo sin ser molestados... de lo cual se desprende que la tirantez serbo-croata es también, y no en último lugar, una lucha de la Iglesia Católica contra la pravoslava».

Félix Benzier, jefe de la legación alemana en Belgrado, informa así el 16 de septiembre de 1942 al ministerio de AA EE: «No cabe duda de que desde la fundación de ese estado hasta el día de hoy... las persecuciones contra los serbios han costado la vida a 500.000 personas, según las estimaciones más prudentes». Y el comandante en jefe de la región del sudeste, el capitán general A. Löhr, quien el 27 de febrero de 1943 exigió enérgicamente del mando superior de la Wehrmacht la instauración de un régimen distinto en Croacia, pudo informar incluso de que «a consecuencia de los actos de terror de los ustashas contra la población pravoslava... según datos de los propios ustashas habrían sido asesinados unos 400.000 serbios».

Ustacha con un trofeo serbio

Un memorándum exigido por Hitler y que le fue enviado conjuntamente, el 1 de octubre de 1942, por el jefe de la legación alemana en Zagreb, S. Kasche (fusilado después de la guerra), por el general Glaise von Horstenau (que terminó sus días suicidándose) y por el comandante en jefe de la región sudeste, Löhr (también ejecutado), recomendaba por una parte que se apoyara sin condiciones al régimen de Pavelic y por la otra que se le urgiera para que el gobierno y los ustashas «se apartasen de su objetivo de exterminio total de todos los pravoslavos del territorio croata». Es más, el mando superior de la Wehrmacht aconsejó finalmente a Hitler que rompiera con el régimen.

No fueron pocas las veces en que las tropas alemanas atacaron también a los ustashas. Un telegrama del servicio de seguridad con fecha del 12 de abril de 1942 informa que «en distintos lugares de la frontera serbo-croata se han producido serios choques y enfrentamientos armados entre tropas alemanas de protección de las fronteras y unidades ustashas», acentuándose al respecto que las luchas «han sido provocadas... por las masacres contra los serbios». Y en junio de 1942 el comandante de la división de infantería alemana 718 mandó desarmar y detener a toda una compañía del regimiento ustasha mandado por el coronel Francetic porque «sobre esta compañía pesaba la vehemente sospecha... de haber cometido nuevas atrocidades antiserbias en la comarca de Romanja». Y no olvidemos que los propios alemanes aplicaron, y muy especialmente en Yugoslavia, la medida de fusilar rehenes, primero uno de cada cien, después uno de cada cincuenta. En Kraljevo, por ejemplo, fusilaron a 1.700 (a causa de las bajas propias); en Kragujevac, a 2.300. Con todo, cuando el legado Kasche comparó el asesinato de rehenes por parte del regimiento de reclutas Brandeburgo con las atrocidades ustashas el general Bader protestó, el 18 de junio de 1942, con estas palabras. «El fusilamiento de 257 serbios es, ante todo, una consecuencia de la pérdida de dos sargentos nuestros» y rechazó como «una ofensa» cualquier comparación con «las atrocidades de los ustashas».

Tal era la situación en ese Estado reciamente católico, un Estado sin embargo que, según resumía un enlace del servicio alemán de inteligencia en Zagreb el 7 de agosto de 1941, era rechazado por «sectores considerablemente amplios de la propia población croata...incluso por nacionalistas croatas y hasta por antiguos miembros de la Ustasha». Los propios militares croatas (los Domohrane) armonizaban poco con el partido y compañías enteras se pasaron al campo de los partisanos. De hecho, Pavelic, cuyo entero poder se basaba en su mando dictatorial sobre los ustashas y en sus excelentes relaciones con la Iglesia, sólo podía apoyarse en una minoría del pueblo croata.

Los serbios, en cambio, incluso aquellos muy alejados de la ideología comunista, afluían en torrente a las filas de los partisanos de Tito. La «causa más importante de que las actividades bandidescas se propaguen como un incendio», radicaba, según un informe que el jefe de la policía y de los servicios de seguridad envió con fecha del 17 de febrero de 1942 a Himmler, «en las atrocidades... perpetradas por las unidades de los ustashas croatas... contra los pravoslavos». Y el enviado especial, H. Neubacher, «enemigo del Estado nº 1» en Zagreb a causa de su oposición a la degollina de serbios, juzga lo siguiente: «La dominación ustacha en Croacia ha dado el mayor de los impulsos a la causa de Tito».

Y es que donde el catolicismo ejerce un fuerte dominio, el comunismo avanzaba y sigue avanzando: en Croacia y en Sudamérica. En la misma Europa occidental los partidos comunistas más poderosos actúan en países casi puramente católicos, en Francia e Italia, verbigracia. Croacia y Montenegro se convirtieron en el escenario principal de la lucha partisana dirigida por Tito, mientras que Serbia formaba parte de «las posiciones más débiles del comunismo balcánico».

Finalmente el mismo Ribbentrop hubo de dar la orden al jefe de la legación alemana en Zagreb de que «se presentase inmediatamente ante el Poglavnik y le expresase la profunda extrañeza del gobierno del Reich a causa de «los atroces excesos» de «elementos criminales» de los ustashas. Y cuando el plenipotenciario especial, Neubacher, trajo repetidamente a colación en el cuartel general del Führer «sucesos realmente aterradores en mi vecindad croata», el propio Hitler le replicó que también le «había dicho al Poglavnik que semejante minoría étnica no se puede exterminar sin más: ¡es demasiado numerosa!» Es más, Hitler opinaba que «¡Acabaré con ese régimen, pero no ahora!». Sentía una comprensión cínica por la degollina y en oposición a todas las ideas de «orden» y «pacificación» que imperaban en la mente de los ocupantes no era partidario de «impedir que los croatas... hicieran de las suyas contra los serbios». «El Reich seguirá colaborando con el Poglavnik y su gobierno», resolvió Hitler a principios de septiembre de 1943, con lo cual, aunque por motivos bien diferentes (¡fueron justamente las atroces enormidades del estado ustasha las que le obligaron a mantenerse unido a él hasta el final!) se hallaba una vez más en óptima armonía con el alto clero croata y con Pío XII.

Pues las acciones de los croatas eran acciones de la Iglesia Católica y mucho menos determinadas por la biología, por la raza, que por motivos directamente híperconfesionales. Pues de hecho se quería restablecer el antiguo estado croata, vasallo del pontífice, erradicando todos los elementos confesionalmente extraños para tener un «pueblo limpio». El propio estatuto que los ustashas impusieron al estado veía el «centro de gravedad de la fuerza moral del pueblo croata... en una vida regulada por la familia y la religión», considerando que la reconstrucción «sólo podía ser obra de hombres de honor, moralmente incorruptos», que «combaten el ateísmo, la blasfemia y el habla procaz».

Desde el principio hasta el final, régimen e Iglesia mantuvieron una estrecha colaboración. Ya dice mucho sobre ello que el primer día de la existencia de aquél, el 11 de abril de 1941, las autoridades ustashas dieran a conocer por radio Zagreb que la población urbana recibiría a través de los sacerdotes de las parroquias las directivas necesarias, también sobre la conducta a seguir con la potencia ocupante. Numerosos clérigos pertenecían desde hacía años al movimiento ustasha, entre ellos el arzobispo de Sarajevo, Ivan Saric. También era ése el caso de muchos paladines de la Acción Católica. Los «cruzados» croatas (Krizari) contaban con 30.000 miembros y a lo largo de un año tuvieron más de 3.000 reuniones en iglesias, con comunión mensual, oras de plegaria etc. Algunos de sus dirigentes lo eran también de los ustashas y activistas destacados del partido que ocuparon de inmediato las posiciones clave en la administración del país y en la policía o bien se convirtieron en gobernadores, prefectos policiales, inspectores de la distribución de alimentos etc. Obispos y sacerdotes tenían escaño en el Sobor, el parlamento ustasha, que convocaba al Espíritu Santo con el himno «Veni creator». Había sacerdotes sirviendo como oficiales en la guardia personal de Pavelic y algunos campos de concentración tenían como jefes a monjes franciscanos. Hasta las monjas, cuyo pecho estaba parcialmente cubierto de condecoraciones ustashas, saludaban al modo fascista y desfilaban en las marchas inmediatamente después de los militares. En correspondencia con ello los dirigentes ustashas tenían siempre prestas en sus labios las palabras de Dios, religión, papa e Iglesia. El mismo Ante Pavelic no sólo viajaba al cuartel general del Führer y al Berghof (donde Hitler, en junio de 1941 le recomendó «una política de intolerancia a lo largo de 50 años), sino que iba como peregrino hacia Pío XII. Era desde luego católico de gran celo, absolutamente adicto a Roma, siempre rodeado de sacerdotes de los que uno era preceptor de sus hijos. Tenía su confesor particular y una capilla en su palacio. En centenares de fotos se le puede ver rodeado de obispos, sacerdotes, monjes, monjas o seminaristas. Apenas instaurado su terrorífico régimen solicitó su reconocimiento por parte del papa. «De rodillas ante Su Santidad» y besando «la diestra consagrada», Pavelic, declaraba así como «hijo fidelísimo»; «¡Santo Padre! Cuando la benévola providencia de Dios permitió que tomase en mi mano el timón de mi pueblo y de mi patria resolví firmemente y deseé con todas mis fuerzas que el pueblo croata, siempre fiel a su glorioso pasado, también permanezca fiel en el futuro al apóstol Pedro y a sus sucesores y profundamente compenetrado con la ley del evangelio se convierta en el Reino de Dios».

¡El Reino de Dios!

El padre Bralo arengando a las tropas

Un año después, en el aniversario de los acuerdos de Roma por los que Pavelic había cedido a Italia una parte de Yugoslavia de suma importancia económica y estratégica, confesó con toda razón que «La ideología común y que nosotros profesamos fue sellada en Roma». El ministro para el culto y la enseñanza lo formuló así: «Mataremos a una parte de los serbios; expulsaremos a otra e integraremos el resto en el pueblo croata una vez haya hecho suya la religión católica».

La prensa católica del pretendido «Reino de Dios» encareció su entusiasta simpatía por los ustashas. En innumerables artículos celebró «la Croacia nueva y libre como estado cristia-nos y católico», viendo «rediviva en ella la Croacia de Dios y de María de los viejos tiempos...». Cristo y los ustashas, Cristo y los croatas... avanzando juntos por la historia» mientras el favorito del papa, Pavelic, encarecía su fidelidad y loaba a Hitler como «cruzado de Dios». «Gloria a Dios, gracias a Adolfo Hitler y fidelidad sin límite a nuestro Poglavnik Ante Pavelic», así escribía la revista Nedeija de Zagreb el 27 de abril de 1941, sintetizando en una fórmula única todos aquellos conceptos congéneres.

Croacia como Reino de Dios y de María: eso implicaba, naturalmente, el exterminio de los «herejes serbios». «En la Croacia independiente no hay serbios ni tampoco una sedicente iglesia ortodoxa» anunciaba el 29 de julio Radio Zagreb.

«En Croacia no puede haber ni serbios ni ortodoxos y los croatas se encargarán de que ello sea así». La hoja episcopal del arzobispo Saric de Sarajevo proclamaba con toda franqueza que debía predicarse el evangelio «con la ayuda de cañones, ametralladoras, tanques y bombas». Estaban a la orden del día los sacerdotes que predicaban que «Hasta ahora, hermanos míos, hemos laborado por nuestra religión con la cruz y el breviario, pero ha llegado el momento del revólver y el fusil». O bien: «Ya no constituye pecado matar a un niño de siete años si vulnera la legislación ustashas. Aunque yo lleve el hábito sacerdotal tengo con frecuencia que echar mano de la ametralladora».

Ivo Guberina, sacerdote y dirigente de la Acción Católica, amén de capitán de la guardia personal de Pavelic, quería depurar Croacia «de todos los venenos, cualquiera que sea la manera de conseguirlo», «aunque sea con la espada», «aunque preventivamente sin aguardar el momento en que nos ataquen». Y es que consideraba «un deber de todo católico convertirse en instrumento de la perfecta revelación de todo cuanto en el movimiento ustasha hay de esencial y positivo... La Iglesia se sentirá más satisfecha si sus hijos luchan conscientemente en las filas de los ustashas».

El sacerdote B. Bralo, Patrocinador de la siniestra «Legión Negra» (Crna Leggija), una división aérea y cómplice principal del sangriento arzobispo Saric, viajaba por el país, una vez hecho prefecto, pistola al cinto y gritando como un energúmeno: «¡Abajo los serbios!» Participó en la degollina de 180 serbios en Aitpashin Most celebrando después el hecho con una danza de alegría en torno a los asesinados. El jesuíta D. Kamber, quien a mediados de agosto de 1941 calificó a la soldadesca hitleriana de «combatientes por la justicia social y política», era autor de unos Fundamentos de un mundo feliz para las futuras generaciones. Fue jefe de la policía en Doboj, Bosnia, y único responsable de la matanza de cientos de serbios ortodoxos. Otras matanzas corrieron por cuenta del sacerdote N. Pilogrvic de Banja Lúea. En la matanza de 559 serbios, hombres, mujeres y niños, en Prebilovci y Surmanci, Herzegovina, participaron los sacerdotes católicos I. Tomas y M. Hovko. Branimir Zupancic, párroco de Rogoije, masacró a 400 personas. En Trevnic y en los primeros días del régimen cayó muerto a balazos un cura que azuzaba, crucifijo en mano, a una banda de asesinos. Fechorías análogas son imputables a los jesuítas Lipovac y Cvitan; a los franciscanos J. Vukelic, B. Zvonimir, J. Medie y H. Priic. Todos ellos encabezaron cruzadas en Bosnia y fueron responsables de saqueos, incendios y asesinatos de prisioneros.

En la liquidación de los ortodoxos hicieron «méritos» especiales, al decir del arzobispo Stepinac, los hijos de San Francisco de Asís. ¿No estarían predestinados para ello? Pues «sea quien sea el que a ellos acuda, amigo o enemigo, debe ser acogido benévolamente», según reza la segunda regla de la orden franciscana. «No deben ofrecer resistencia a los malvados y si se les golpea en una mejilla deben ofrecer la otra. Si alguno les quita su capa, ellos deben entregarles el sayo por añadidura».

El clero amigo de Croacia

En realidad, los conventos franciscanos llevaban ya tiempo sirviendo de almacenes de armas para los ustashas. En el séquito de Pavelic había franciscanos que ejercían de asesores, verbigracia el organizador de los ustashas, Radoslav Glavas, quien tenía acceso cotidiano ante Pavelic y que fue condenado a muerte en juicio militar celebrado en 1945. Eran franciscanos algunos gobernadores civiles como el padre Simic, quien en la ciudad de Knin respondió así, en mayo de 1941, a la pregunta del comandante italiano de la «División Sassari» de cuáles eran las directrices de su política: «Matar en el tiempo más breve posible a todos los serbios». Y como el general no quería dar crédito a sus oídos y le rogó que repitiera la respuesta, aquel volvió a replicar a bocajarro: «Matar a todos los serbios en el tiempo más breve posible. He ahí nuestro programa».

No es casualidad que el periódico católico eslovaco Gardist, órgano de la «Guardia de Hlinka», cuya impronta clerical lo hacía muy afín a los ustashas, alabase a los franciscanos como «los primeros combatientes de la libertad». Por otra parte, ni los mismos italianos se hacían la menor ilusión. Corrado Zoli, por ejemplo, presidente de la sociedad geográfica de Italia, escribía en septiembre de 1941 estas palabras en un artículo titulado Gli ucellini di Graciae, publicado en el diario Il Resto del Carlino: «Aquel primer franciscano de Asís llamó hermanos y hermanas suyos a los pajarillos, mientras que estos, discípulos y descendientes espirituales suyos, que viven en la NDH, matan rezumando odio a hombres inocentes, sus hermanos ante el padre celestial, hombres de la misma lengua, de la misma sangre, el mismo país natal...; los matan, los entierran vivos, arrojan los muertos a los ríos, en el mar o en despeñaderos...».

De hecho hasta los fascistas italianos «simpatizaban más con los serbios y estaban estrictamente en contra de los católicos», según se quejaba el obispo de Mostar ante su primado. «Los italianos han regresado y se han hecho cargo del gobierno civil y militar. Inmediatamente después las iglesias de los cismáticos han cobrado nueva vida y los sacerdotes ortodoxos han salido de sus escondrijos». Y el propio arzobispo Stepinac observaba «en los territorios croatas anexionados por Italia una decadencia (!) continua de la vida religiosa e incluso cierta tendencia a pasarse del catolicismo al cisma». Y es que el gozo de libertad religiosa en beneficio de los no católicos era algo monstruoso para el primado croata: en bella armonía por lo demás con los principios de otros hermanos en Cristo de su credo: únicamente cuando ella misma es perseguida clama la Iglesia Católica ¡Libertad! Costumbre que la honra desde la Antigüedad.

Para muchos franciscanos croatas, desde luego, los ortodoxos serbios eran carne de matadero y su divisa determinante la formulada por el ministro de AA EE, M. Lorkovic: «El pueblo croata debe exterminar a todos los elementos extranjeros que debilitan sus fuerzas. Esos elementos son los serbios y los judíos». Y tanto más la del franciscano Simic: «Matar a los serbios en el tiempo más breve posible. He ahí nuestro programa». El franciscano B. Dragicevic del monasterio de Shiroki Brijec capitaneaba, apoyado por sus hermanos de orden A. Cvitkovic y A. Jelicic, a los ustashas de su región. El padre A. Cievola, del convento franciscano de Spiit, aparecía en las calles con un revólver y azuzaba al pueblo a la liquidación de los ortodoxos. El franciscano S. Frankovic era asiduo de una florida tropa de degolladores y cuando éstos le preguntaron en Bugojno que cuándo podían confesarse respondió así: «Es demasiado pronto para vosotros. Después que los hayáis liquidado a todos, venid». Y cuando el prefecto de esa localidad quiso confesarse por el asesinato de 14 serbios, el franciscano le dijo: «Confiese Vd. cuando sean cuarenta, yo se lo perdonaré todo». El franciscano T. Soldó fue el organizador de otra masacre en Capijna. De esta manera, las sangrientas orgías de la católica Croacia adquirieron una nota especial respecto a las prácticas liquidatorias de otros estados. «Pues apenas resulta posible imaginarse una expedición de castigo de los feroces cuadros ustashas que no vaya encabezada por un sacerdote, especialmente un franciscano, que los dirija y los enardezca».

Como ya se ha dicho, los franciscanos parecían, en verdad, predestinados para ello. Pues, como reza espléndidamente su segunda regla: «Atendamos todos, hermanos, a lo que dice nuestro Señor (Mt. 5, 44): “Amad a vuestros enemigos y haced el bien a quienes os odian”. También nuestro Señor Jesucristo, cuyos pasos debemos seguir llamó amigo a quien lo traicionó y se entregó voluntariamente a aquellos que lo crucificaron. Así pues, todos aquellos que nos causan injustamente dolor, tribulación, oprobio y ofensas, penas y tormentos, el martirio y la muerte, son amigos nuestros. Debemos amarlos entrañablemente ya que como premio por lo que nos deparan conseguimos la vida eterna».

Los franciscanos se ejercitaron como verdugos en los campos de concentración, surgidos como setas en el «Estado Independiente de Croacia»: en Jasenovac, Jadovno, isla de Pag, Ogulin, Jastrebarsko, Koprivnica, Krapje, Zenica, Stara Gradiska, Djakovo, Lobograd, Tenje, Danica etc. Allí fueron al degolladero incluso millares de niños. Hasta se crearon expresamente campos de concentración para ellos: en Lobor, Jablanca, Miaka, Brocice, Ustice, Sisak, Gornja Rijeka etc. En 1942 y tan sólo en Jasenovac había confinados 24.000 niños de los que la mitad fueron asesinados. Después sin embargo se halló que era más útil guardar cierto miramiento con ellos. Una vez habían sido liquidados la mayoría de los padres, Caritas, presidida por el arzobispo Stepinac, se hacía cargo de los huérfanos («Dejad que los niños se acerquen a mí...») y los convertía en católicos, incluso en sacerdotes de esa Iglesia que dispensa la bienaventuranza en exclusiva. Son innumerables los que ignoran aún a qué destino deben «agradecer» su suerte.

Campo de concentración de Stara Gradiska

El envío a los campos de concentración se efectuaba a espaldas de cualquier tipo de justicia. Como contrapartida, no había ningún recurso jurídico, ninguna apelación contra ello. El internamiento, que conllevaba a menudo una muerte miserable, era una medida preventiva contra «personas indeseables», como decía sin ambages un decreto del 26 de noviembre de 1941, porque podían convertirse en un «peligro para el orden y la seguridad... y podrían amenazar las conquistas de la lucha de liberación del movimiento ustasha».

El «campo de la muerte» de Jasenovac, a orillas del Save, «el Auschwitz croata» en el que murieron unos 200.000 serbios y judíos, tuvo durante algún tiempo como comandante al franciscano Miroslav Filipovic-Majstorovic. Y fueron franciscanos y sacerdotes los que le ayudaban: Brkijanic, Matkovic, Matijevic, Brekalo, Celina, Lipovac etc. En cuatro meses y bajo la dirección del padre franciscano Filipovic fueron liquidadas unas 40.000 personas en Jasenovac, campo famoso por sus decapitaciones en masa. «No pocas de ellas gracias a sus exhibiciones personales como verdugo de “maravillosa” habilidad». Con todo, el «Fray Diablo», que fue ejecutado en 1945, conoció quien lo superase en la persona del becado franciscano Brzica, quien en una sola noche, el 29 de agosto de 1942, fue el protagonista de una noche de decapitaciones en Jasenovac con 1.360 víctimas contra las que se usó un cuchillo especial. Edmond Paris que enumera una «horrible letanía» de atrocidades, sobre todo de los francíscanos, opina que la misma «podría alargarse hasta el infinito».

No es casual que después del hundimiento del «Reino de Dios» fuesen justamente los conventos de franciscanos en el extranjero los que se convirtieron en escondrijos de genocidas: Klagenfurt, en Austria, Módena, en Italia y algún que otro en Francia. «Todos esos conventos acogieron a los ustashas fugitivos». En todas partes hallaron estos asesinos ayuda y apoyo eclesiásticos. Algo harto comprensible, dado que las «hazañas» de los ustashas eran hazañas de la Iglesia.

Lo último queda contundemente demostrado por el papel del presidente de la Conferencia Episcopal Croata, Alois Stepinac. Éste colaboró desde la primera hasta la última hora con aquel régimen, cuyos crímenes censuró «si podemos usar siquiera esa palabra, con mil miramientos». Ya el primer día de la proclamación de la «Croacia Independiente» acudió a la sede del lugarteniente de Pavelic, el general Kvaternik —cuya fama de «carnicero» había llegado a los mismos oídos del Führer alemán— y se le inclinó reverente. El 16 de abril ofreció en el palacio arzobispal una comida en honor del recién retornado Pavelic. Durante la Pascua Florida felicitó en la iglesia al Estado ustasha, «el otro resucitado», y el 28 de abril publicó en su favor una Carta Pastoral. «Aunque los actuales acontecimientos», revelaba Stepinac, «sean muy complejos; aunque los factores que influyen en su desarrollo sean muy diversos, la mano de Dios está visiblemente presente en esta obra».

Pavelic y Stepinac

Y es que, en definitiva Pavelic había declarado ya la guerra a los «Católicos antiguos» y a la Iglesia Ortodoxa Serbia, lo cual suscitaba la natural satisfacción de Stepinac quien recalcaba que «Pavelic es un fiel católico y la Iglesia goza de plena libertad de acción...». De ahí que el primado anunciase la fundación del «Estado Independiente de Croacia» desde el púlpito de la catedral de Zagreb y solicitara de inmediato que el Papa lo reconociese formalmente. Éste, sin embargo mantuvo también, fiel a sus tradiciones, los contactos con el gobierno yugoslavo en el exilio, pues el nuevo estado de cosas no estaba aún regulado desde el punto de vista del derecho internacional. Y a mediados de julio de 1941 el vicario general de Stepinac, J. Lach, resumía así la situación, cumpliendo instrucciones de su superior: «Esta sede episcopal hará cuanto esté en su mano para que se lleven máximamente a efecto las intenciones del gobierno croata, con una única reserva que este ministerio no debiera tomar a mal: que nunca y en ningún caso sea vulnerado el precepto supremo del Evangelio de Cristo». ¿«El principio supremo del Evangelio de Cristo»? El exterminio de todos los disidentes a hierro y a fuego, como antes y desde siempre. Y si no hubieran puesto algún que otro pequeño reparo a Hitler, ¿no se habría sometido también éste a la política religiosa de Roma? Sí, y quizá también él hubiera podido entonces escapar con la ayuda de Dios hacia Sudamérica y morir más tarde en España con la bendición papal: como Pavelic...

Monseñor Stepinac exigió del episcopado una estrecha colaboración con los ustashas. Cursó instrucciones al clero para que celebrase con especial solemnidad cada aniversario de la proclamación del «Estado Independiente de Croacia», así como el cumpleaños de su caudillo, Pavelic, en cuya onomástica todas las iglesias debían cantar asimismo un Te Deum. En enero de 1942 Stepinac fue nombrado por El Vaticano vicario general castrense de los ustashas. Poco después unos 150 sacerdotes se enrolaron como capellanes castrenses en el ejército ustasha. Con motivo de una audiencia ante la curia Stepinac enjuiciaba con marcada benevolencia aquel reino criminal: «Estaba de un humor magnífico y con ánimo plenamente beligerante contra no importa qué enemigos de nuestro país», comunicaba a Zagreb Nicola Rusinovic, el (segundo) representante del régimen ustasha ante El Vaticano. «Ha entregado al Santo Padre un informe de siete páginas mecanografiadas. Me ha hecho partícipe del contenido esencial de las mismas y por ello puedo asegurarte que el informe es plenamente positivo por lo que a nosotros nos atañe... Juzga positivamente la situación del país y alaba el trabajo y los esfuerzos del gobierno. Emplea especialmente las palabras más elogiosas respecto a los intentos y esfuerzos del Poglavnik por restaurar el orden antiguo. Escribe asimismo elogios por su actitud religiosa y su conducta frente a la Iglesia».

Hasta el antiguo Ban del Gran Banato de Croacia, Doctor Ivan Shubashic, fustigó en una reunión de croatas celebrada en Pittsburgh (USA) en diciembre de 1941 los crímenes cometidos por el régimen ustasha «contra nuestros hermanos serbios». El semanario londinense News Review escribía por esos días acerca de Pavelic que «Se le considera unánimemente con el mayor de los criminales del año 1941». Y V. Vilder, miembro del gobierno yugoslavo en el exilio, se quejaba de que: «En el entorno de Stepinac, el arzobispo de Zagreb, se cometen las mayores atrocidades. La sangre fraterna se vierte a raudales... y no oímos que la voz del arzobispo se eleve predicando contra ello con indignación. Leemos en cambio que toma parte en los desfiles de los nazis y los fascistas».

Stepinac se entrevistó en El Vaticano no sólo con Pío XII, sino también con el secretario de Estado Maglione y con otros cardenales y prelados, incluido el futuro Papa Montini (Pablo VI).

El 23 de febrero de 1942, el presidente de la Conferencia Episcopal Croata recibió, rodeado de sus dignatarios y en el portal de la Iglesia de San Marcos, a Pavelic, sobre el que pesaban varias condenas a muerte, y celebró con frases rimbombantes la fundación del Sobor, el parlamento ustasha, del que él mismo y varios prelados más formaban parte. «Los trabajos del parlamento», no obstante, —palabras del (primer) representante de los ustashas ante la Santa Sede, el padre Segvic, dirigidas a Zagreb— «se siguen con atención por parte de la gente del Vaticano» y a ellos se les dedican, incluso, amplios espacios en L' Osservatore Romano.

En mayo de 1943 el arzobispo Stepinac presentó a la Curia un nuevo memorándum en el que acentuaba los méritos de los ustashas respecto a la conversión de los ortodoxos, daba las gracias al clero croata, «sobre todo a los franciscanos», y encarecía al papa que dispensara su afecto a los croatas. Y es que el joven estado mostraba «a la menor ocasión, que desea permanecer fiel a sus gloriosas tradiciones católicas y que en este rincón de la tierra quiere abrir para la Iglesia Católica una perspectiva mejor, más clara». Stepinac escribe asimismo al Papa que no sólo los 250.000 conversos (a los que sólo la violencia y el terror empujaron hacia el insaciable seno de Roma) se podrían perder de nuevo, «sino la entera población católica de este territorio con todas sus iglesias y monasterios».

El nuevo (y tercer) representante ustasha ante El Vaticano, príncipe E. Lobkowicz, informaba así acerca de la visita del Primado católico a Roma (del 26 de mayo al 3 de junio de 1943): «Según lo que he podido saber de distintas fuentes, y según sus propias declaraciones, el arzobispo ha entregado un informe muy positivo sobre Croacia. Subrayó que ha silenciado algunas cosas con las que en modo alguno está de acuerdo, para que Croacia aparezca vista bajo la luz más favorable». Es más, Lobkowicz subraya que «el arzobispo ha justificado y fundamentado las medidas adoptadas contra los judíos», respecto a lo cual conviene añadir que los ustashas, con la ayuda de círculos clericales, asesinaron al 80% de los judíos yugoslavos.

En 1944 el ministerio de la guerra editó un libro de oraciones para soldados El Estado Croata, rebosante de fervientes preces pro régimen, libro dotado del imprimatur arzobispal. Ese mismo año, Stepinac fue condecorado por Pavelic con la «Gran Cruz de la Estrella». El 7 de julio de 1944 Stepinac exigía que «Todos deben aprestarse a la tarea de defender el Estado para engrandecerlo con renovado vigor». E incluso el 24 de marzo de 1945, el primado publicaba un manifiesto en favor de la Gran Croacia y ofreció su palacio como refugio para numerosos asesinos políticos perseguidos por la policía. Eso sí, justamente por entonces él y sus obispos destacaban un escrito de Pavelic dirigido a los americanos en el que éste proponía al comandante supremo de los aliados en la zona del Mediterráneo poner a sus órdenes el ejército ustasha para luchar contra los alemanes, —ofrecimiento que resultó inútil por lo demás— alababa su lucha contra el comunismo y se ofrecía para respaldar a las fuerzas democráticas con todo su poder, ofrecimiento que también fue ignorado por los aliados.

Ejecución multiple en Jasenovac

Los ingleses estacionados en Austria negaron en mayo de 1945 a más de 100.000 soldados croatas el paso por la frontera. Aquel mismo mes más de 10.000 de entre ellos fueron ejecutados en Marburgo del Drau, una de las varias ejecuciones en masa efectuadas bajo Tito, aunque todo ello deba incluirse más bien entre las muchas consecuencias de aquel régimen clero-fascista. El Poglavnik por su parte pudo escapar. Mientras 150.000 de sus hombres seguían en la lucha, huyó con una escolta compuesta por los actores principales: entre ellos 500 clérigos católicos encabezados por el obispo de Banja Luka, J. Gavie y el arzobispo de Sarajevo, I. Saric, que murió en 1960 en Madrid. Acogido en el monasterio de San Gilgen, junto a Salzburgo, juntamente con unos quintales de oro robado, Pavelic fue detenido por los británicos, pero no tardó mucho en ser puesto en libertad en virtud de una «misteriosa intervención». Disfrazado de sacerdote llegó hasta Roma, vivió con los nombres de padre Gómez y padre Benarez en otro convento y en 1948 llegó a Buenos Aires con el nombre de Pablo Aranyoz con no menos de 250 kilogramos de oro y 1.100 kilates de piedras preciosas en su equipaje y en compañía del que había sido enlace del arzobispo Stepinac en el Vaticano, el sacerdote Draganovic, puesto a su disposición por la Commissione d'assistanza pontifica. Después del derrocamiento de Perón el doctor Pavelic escapó en 1957 a un atentado con revólver y también de la policía argentina. Aterrizó, una vez más, en un monasterio de Madrid —en esta ocasión de franciscanos— y murió septuagenario, a finales de 1959, en el hospital alemán de la capital de España, tras recibir la bendición del Papa.

¿Acaso la santa Roma, habitualmente tan bien informada, no sabía nada de las infamias de este hombre, de su estado y de sus clérigos? Sin embargo la radio londinense, la prensa aliada y hasta los mismos periódicos italianos hablaron largo y tendido sobre él y el «Vicario de Cristo» recibió no pocos escritos de protesta. También el Arzobispo de Belgrado doctor Ujcic «había recibido informaciones sobre las masacres... de las más distintas proveniencias... que él remitió a su vez al Vaticano».

Pero Pío XII calló: también había callado sobre Auschwitz y sobre muchas otras cosas. Ahora bien, la «Croacia de Dios y de María» era predominantemente un caso católico. La voz del Papa tenía allí máxima importancia. «Todas nuestras acciones», reconoció el ministro de educación y del culto, M. Budak, «se basan en la fidelidad a la religión y a la Iglesia Católica». El caudillo de aquel país quería realizar el «Reino de Dios» y era un «fiel católico», como reconoció Stepinac. El Estado se esforzaba, otra aseveración de Stepinac, «en ser fiel en todo momento a sus gloriosas tradiciones católicas» y según él, «la Iglesia Católica gozaba de plena libertad de acción».

Por supuesto que en El Vaticano estaban al corriente y probablemente con mayor exactitud que en cualquier otra parte del mundo, si exceptuamos la misma Croacia. Pero su «independencia» era motivo de satisfacción para todos, desde el general de la Orden Premonstratense, el belga Noots, persona muy afín a Pío XII, («él —Noots— conoce nuestra lucha», escribió Rusinovic a Zagreb, «y simpatiza sin reservas con nosotros») hasta los más influyentes monseñores, pasando por los jesuitas.

«La curia jesuita es un fiel reflejo del conjunto del Vaticano», informaba el 12 de junio de 1942 el jesuita Wurster, secretario del representante plenipotenciario de los ustashas ante el Vaticano y camarero secreto de Su Santidad, el príncipe E. Lobkowicz. «El general ama personalmente a los croatas y se alegra de su independencia». Y el mismo Lobkowicz notificaba acerca del general de los jesuitas: «Me ha recibido muy cordialmente y me ha asegurado repetidas veces que me ayudará de todas las formas posibles. Yo pude apercibirme fácilmente de que siente simpatía por nosotros».

El camarero secreto del Papa y representante ustasha pudo hallar también gran simpatía en la persona del arzobispo Spellman, quien pasó una temporada en Roma en 1942 y fue recibido por el Papa en cuatro largas audiencias, estando también él muy al corriente de la situación en Croacia. Éste, íntimo del Papa recibió a Lobkowicz y a su secretario Wurster «con toda amabilidad, diciendo después: “Nada nuevo podéis contarme sobre vuestros asuntos. Estoy perfectamente informado de todo ello y conozco bien la cuestión croata”». Más tarde Spellman repitió «nuevamente que estaba muy bien informado sobre nosotros», mostró «gran comprensión» y, lo que es más, «el hombre de confianza del presidente Roosevelt» se ofreció a entregar a este último el «Libro Gris» croata y una exposición de los principios ustashas. El conocimiento de esos principios puso a Montini, el futuro Papa Pablo VI, al borde del «entusiasmo», expresando con ese motivo el deseo de que «su realización sea tan bien lograda como el libro... Está convencido de «que Croacia es un baluarte» contra el bolchevismo. Afirma que la Santa Sede es consciente de ello y que radica en el interés de todos el que Croacia mantenga las actuales fronteras hacia el Este. Los croatas no podrán mezclarse nunca con los serbios. No obstante dijo también que: «No podéis imaginaros cuántas protestas nos llegan de la misma Croacia a causa de las represalias de las autoridades ustashas, que no hacen distingos entre culpables e inocentes...». Montini sabía muy bien que «en el mundo se ha levantado una gran polvareda respecto a Croacia» y preguntó: «¿Es posible que hayan sucedido tan grandes crímenes?». Con todo concedió al encargado de negocios ustasha la audiencia preferente «propia de un embajador» y ello no es una bagatela si se tiene en cuenta que, como escribe el mismo Lobkowicz, «En El Vaticano se sopesa previamente cada acto y cada palabra por muy sencilla que sea».

Aquel El Dorado del crimen volvió a hallar mucha simpatía y comprensión por parte de monseñor Tardini, el único de los funcionarios dirigentes de la secretaría de estado que conocía directamente a los croatas y a Croacia y que, como él decía, «se había formado muy buena opinión de ellos». Tan buena que añadió dirigiéndose al representante de los croatas, «se admiraba mucho de cómo había podido suceder todo aquello respecto a lo cual sus enemigos propalaban calumnias». No, la «gran polvareda» por causa de Croacia no irritaba al bien informado Tardini. Croacia era todavía un estado joven y «los jóvenes suelen cometer errores que van fatalmente unidos a su juventud. No sorprende por ello que también Croacia haya cometido algunos. Eso es humano, se puede comprender y justificar... Ahora bien, con inteli-gencia, buena voluntad y la ayuda de Dios, podréis superar todas las dificultades».

«Moderación», eso es lo que recomendó asimismo el cardenal secretario de estado, Ma-glione, pues con la moderación se pueden conseguir más cosas que con la violencia. El segundo de a bordo en el Vaticano disponía también de noticias nada «bonitas» sobre aquel paraíso católico y gangsteril, pero pese a ello deparaba un «trato muy cordial» a su encargado de negocios. Lo recibió «con alegría» y a su través recibió asimismo los saludos del «mayor criminal del año 1941» y respondió a los mismos, no sin encarecer que la «Santa Sede» no olvidaba a «sus fieles hijos» de Croacia, pues «para él croata es sinónimo de católico». Identificación más que justificada, tanto más cuanto que Maglione, ¡y estamos ya en 1942!, hallaba muy loables muchas cosas de allí e hizo «alabanzas aún mayores», ya que «sus eminencias, los obispos de Croacia» han demostrado «cuan fuerte es su sentido de la responsabilidad, cuando ésta, en las presentes y especialmente escabrosas (!) circunstancias, gravita pesadamente sobre ellos». En junio de 1943 pensaba ya, según notifica Lobkowicz, «con pesar en el destino del estado croata después de la guerra».

El único, prácticamente, de entre los prominentes de la cuna —si exceptuamos asimismo al cardenal E. Pellegrinetti (que moriría de allí a poco)— que guardaba una actitud más bien hostil para con la «Croacia Independiente» era el lorenés E. Tisserant, prefecto de la Congregación para las Iglesias Orientales, persona que no armonizaba con el papa y que fue mantenido en notable aislamiento durante la guerra. En abril de 1942 concedió cuatro grandes audiencias al encargado de negocios ustasha, Rusinovic y ya en la primera entrevista, el 5 de marzo, el cardenal «con rostro de Michelangelo» y «barba de Moisés», que parecía practicar una especie de juego del «gato y el ratón» con su interlocutor, se manifestó así. «¿Así, pues, sois libres? Pero, ¿no hacéis todo lo que los alemanes quieren, exactamente igual que todos los pueblos de la actual Europa? Y si supierais lo que las autoridades italianas de la costa dicen sobre vosotros lo hallaríais horrible... Los asesinatos, los incendios, el bandidaje asolador y los pillajes están entre vosotros a la orden del día». Cierto que en la segunda audiencia Rusinovic pudo anotarse algún punto ante Tisserant señalando «algunas inexactitudes de las noticias», pero ya en la tercera entrevista, Tisserant le espetó la cifra de «350.000» serbios asesinados. «Preguntó qué se le podía reprochar a los serbios si nosotros mismos hacemos con ellos cosas peores que las que ellos hicieron con nosotros... Después manifestó tener más simpatías por los serbios que por los croatas».

Rusinovic decidió no solicitar más audiencias con Tisserant, «pues veo que con él desperdicio mi tiempo». Y cuando su sucesor Lobkowicz, que había escrito con mayúsculas «¡cuidado enemigo!» bajo el informe de la primera audiencia de su predecesor, habló con el cardenal en diciembre de 1942, anotó lo siguiente: «Después de tales ofensas contra Croacia no es posible mantener ninguna audiencia con el cardenal Tisserant», y no olvidó hacer constar que el «Santo Padre... no comparte la manera como el cardenal Tisserant ve la situación política...».

Eso era bien cierto. Justamente por esos años el Papa concedía una audiencia tras otra a los croatas, a ministros ustashas, a generales, a diplomáticos. Después de recibir al propio Poglavnik, hizo otro tanto con sus embajadores extraordinarios. Primero, en septiembre, al padre Ch. Segvic, a quien mantuvo junto a sí durante más tiempo que el concedido «... a los mismos los arzobispos» y a quien preguntó sobre «todo... cuanto sucedía en Croacia. Me preguntó en especial por el Poglavnik y por los restantes miembros del gobierno, por sus opiniones y su educación religiosa» ¡Siempre al grano! Recibió asimismo a los otros representantes de Pavelic, a N. Rusinovic, que hasta entonces había ejercido como médico en Roma; al príncipe E. Lobkowicz, «como siempre», informa este vástago de una antigua familia de origen bohemio el 22 de octubre de 1942, «con suma benevolencia»; «muy amablemente», refiriéndose a la audiencia del 31 de enero de 1943. Y aludiendo a la concedida al alcalde de Zagreb el 14 de abril escribe que «Tales honores son raros... En esta sala se recibe a los jefes de estado». Sólo tres días antes, el papa había subrayado ante Lubkowicz «la especial importancia de su presencia en Roma», añadiendo el «Recibid mi bendición especial».

Fosa común de Jasenovac

Era evidente que Pío XII tenía por los croatas una predilección más allá de la benevolencia habitual; que les concedía incluso audiencias solicitadas en el último minuto, incluso las no bien justificadas, esforzándose además por «satisfacer todas las exigencias de los ustashas». Ya el 22 de julio de 1941 saludó a cientos de jóvenes croatas, muchos de ellos en uniforme ustasha con su emblema (Una gran «U» con una bomba explotando en su interior). Pío concedió esta audiencia en una «de las salas más sacrosantas del Vaticano», escribía exultante la revista Katolishki Tjednik. «El momento más emocionante fue aquel en que los jóvenes ustashas rogaron al papa que bendijera a su Poglavnik, al Estado Independiente de Croacia y al pueblo croata. Cada miembro recibió una medalla de recuerdo». Después de recibir aquel mismo mes a la colonia croata de Roma, en diciembre de 1942 volvió a conceder nueva audiencia a la juventud ustasha y clamó como despedida: «¡Vivan los croatas!». Los serbios seguían muriendo entretanto. Si ya en el otoño de 1941 el padre Segvic podía informar desde Italia que: «Se han hecho una idea de nosotros como si fuéramos hordas de bárbaros y caníbales», un profesor de la Gregoriana opinaba en la primavera del año siguiente que en Croacia «no hay otra cosa que desorden, horribles asesinatos, tiranía y una situación insufrible. Los ustashas cometen atrocidades que apenas tienen parangón en la historia. No sólo asesinaban a miles de personas inocentes, sino que las torturaban de manera bestial y sádica».

Por esa misma época, el sucesor de Segvic, Rusinovic, que tenía trato diario con «sacerdotes y padres» y también recibía «a gente del Vaticano», se refería a «conocidos representantes diplomáticos» e incluso a sedicentes «amigos de la curia», que hablaban de «actos gangsteriles en Croacia» y afirmaban que «se había reunido una colección de 8.000 fotografías como prueba de los crímenes ustashas perpetrados contra la población serbia». Realmente la secretaría de estado tenía un álbum fotográfico sobre las masacres y las conversiones en masa. En el Vaticano había, por supuesto, una oficina especial para Croacia y su director, monseñor P. Sigismondi confesó expresamente ante Segvic la satisfacción que sentía por las conversiones, reiterando sin embargo —así lo escribe Segvic—, «que justamente por ello nos ataca la prensa americana e inglesa», pues esas conversiones se efectuaban «bajo enorme presión por parte del gobierno». Sigismondi y la Curia recomendaban en cambio «proceder por etapas para evitar los reproches, las calumnias y los escándalos que afectan a la misma Santa Sede...».

Había por último otros contactos directos con el «Reino de Dios» croata. Un hombre de enlace entre el arzobispo de Zagreb y El Vaticano, el profesor de Teología K. Draganovic, miembro del Comité para la Conversión, capellán en el «Campo de la muerte» de Jasenovac y futuro acompañante de Pavelic en su huida hacia Sudamérica. Pero se ha de destacar ante todo al benedictino G. R. Marcene, que ejercía un cargo en Zagreb. Aquel prelado sexagenario, antaño profesor de filosofía de la universidad de su orden en Roma y capellán militar durante la Primera Guerra Mundial., fue prior de la Abadía de Montevergine antes de que Pío XII lo nombrase —y por cierto en la onomástica de Pavelic, como se subrayó en Croacia— representante de la curia en la capital croata con el título de «visitador» pontificio. El «legado apostólico con su blanco atuendo y su rostro característico, redondo y abotargado de bulldog», paisano y amigo personal del napolitano Maglione, ejercía de hecho como nuncio y se convirtió en una figura casi popular en la Croacia clero-fascista. La prensa y la radio realzaban su importancia. Todos sus aniversarios y onomásticas fueron celebrados públicamente, siendo asimismo decano del puñado de diplomáticos acreditados en Zagreb. Siempre se le dejaba paso preferente a los actos oficiales y tomaba parte en manifestaciones públicas. En el parlamento ustasha tenía asiento preferente en la logia de los diplomáticos y aparecía en medio de altos oficiales de Hitler, Mussolini y Pavelic. Con este último pasaba revista conjunta a la juventud ustasha y recorría el territorio en avión militar. Siendo, naturalmente, buen conocedor de la situación informaba frecuente y detalladamente a la «Santa Sede». Por lo demás podía «viajar» a Roma cuantas veces quería y se quedó en Zagreb hasta el día mismo en que las tropas de Tito entraron allí.

Tampoco hemos de olvidar a los curas castrenses del ejército italiano, que en fases determinadas llegó a ocupar más de un tercio del país. A través de estos predicadores de batalla El Vaticano podía informarse mejor que en cualquier otro lugar. Pero Pacelli, el hombre de «elocuencia pentecostal», guardó también silencio acerca de las horribles atrocidades perpetradas en la Gran Croacia católica. Eso a despecho de que la totalidad del mundo no fascista protestase contra ellas. Hasta los dirigentes del catolicismo esloveno escribieron en un memorándum del 1 de marzo de 1942 al obispo católico de Belgrado, Ujshic, a través del cual pensaban hacerlo llegar a Roma, que «En el Estado Independiente de Croacia, todos los obispos y sacerdotes ortodoxos han sido asesinados, o encarcelados o deportados a campos de concentración. Sus iglesias y monasterios han sido destruidos o confiscados. Objetivo central, según propia declaración, de los políticos de Zagreb es el de exterminar a la población serbia de Croacia».

Famila serbia asesinada por los ustachas

Pese a todo ello, mientras los «fieles hijos» de Pacelli practicaban la caza del serbio, el judío y el gitano; mientras degollaban a centenares de miles peor que si fuesen animales y obligaban a otros centenares de miles a convertirse a la fuerza —«sin la menor presión por parte de las autoridades civiles o religiosas», como escribía L'Osservatore Romano— de labios del «Vicario de Cristo» no surgía ni una sola palabra de condena. ¡Al contrario! Así como su secretario de estado se deshacía en puras alabanzas el 21 de febrero de 1942 antes los obispos croatas, él mismo por su parte expresaba por entonces su «enorme satisfacción», sus «sentimientos paternales», e impartía su «bendición apostólica» al episcopado croata. Pío bendijo además al mayor genocida de todos los países satélites, A Pavelic, al comienzo de su siniestra trayectoria política, en el curso de la misma y en su lecho de muerte. También lo recibió en solemne audiencia privada cuando ya pesaban sobre él varias condenas a muerte y todavía en mayo de 1943 se le ofreció la posibilidad de otra recepción aunque ésta no llegó a efectuarse. Pues en su momento, cuando Pavelic quiso viajar a Roma y aprovechar su estancia allí para visitar el Vaticano, el secretario de estado Maglione hizo saber a Zagreb, que «estaba seguro de que no había la menor dificultad para que el Poglavnik visitase al Santo Padre». Todavía en julio de 1943 el Papa en persona manifestó ante el general y ministro ustasha Simcic —a la par que alababa a los croatas «como un pueblo de buenos católicos»— estar «muy contento» por haber tenido «ocasión de hablar con el Poglavnik, de quien decían todos que era un católico practicante».

¡Y tanto que lo era! Podemos además descartar que al Papa se le escapase la ironía con-tenida en la expresión «católico practicante», a él que apenas pronunciaba una sola palabra en público sin haberla meditado antes y que llevaba en la memoria sus discursos. Y también en esta ocasión volvió a repetir al ministro Simcic que, en caso de que Pavelic, viniera a Roma le impartiría «muy gustosamente» su bendición. Y es que cualquier felicitación proveniente de este hombre tan honorable suscitaba viva atención y alegría en Pío, pues, según Falconi, Croacia le pareció siempre, en términos absolutos, «un reino ejemplar, rayano en lo idílico».

También al primado croata le dispensó Pío generosamente su favor. No sólo lo nombró vicario general de los ustashas sino que lo elevó, siendo arzobispo, a cardenal. A un hombre que todavía después de la guerra esperaba «el empleo del arma atómica... para llevar a Moscú y a Belgrado la civilización occidental»: el tribunal nacional supremo lo había condenado ya a 16 años de trabajos forzados. Con todo, incluso después de ello, Pío XII tomó partido por él ante la faz del orbe. ¡Con toda razón! Pues el arzobispo, a quien el papa ensalzaba ahora «como ejemplo de celo apostólico y fortaleza de ánimo cristiano» se había limitado a transigir con lo que el mismo papa había transigido. De aquí que éste escribiera el 12 de enero de 1953: «Aunque esté ausente, nosotros lo abrazamos con amor paternal y deseamos entrañablemente que cada cual sepa que nuestra decisión de distinguirlo con la púrpura romana no tiene otra razón que la de recompensarlo como es de ley por sus grandes méritos». Sus «gran-des méritos» los contrajo Stepinac como primado de un régimen que de 2 millones de ortodoxos serbios, a 240.000 los convirtió violentamente en católicos y a unos 750.000 los asesinó, muchas veces tras ensañarse sádicamente con ellos: entre un 10 y un 15% de la población de la «Gran Croacia».

Cuando el antiguo general alemán Rendulic, que era él mismo de origen croata, mencionó una vez ante Pavelic que según sus informaciones los ustashas habían asesinado a unos 500.000 hombres, Pavelic lo desmintió calificándolo de «calumnia malévola». «Sólo fueron unos 300.000».

En alocuciones públicas, el Papa sólo mencionó el nombre de Croacia una única vez entre 1941 y 1945: no cuando sus «fieles hijos» asesinaban a cientos de miles de personas; cuando ametrallaban, acuchillaban, abatían, decapitaban, ahogaban, estrangulaban, descuartizaban, enterraban o quemaban vivos, o crucificaban serbios; ni cuando les saltaban los ojos, les cortaban las orejas o la nariz. No: la mencionó cuando en 1945 los comunistas comenzaron a tomarse la revancha. Ahora sí se apresuró a decir el 2 de junio: «Desgraciadamente tenemos que lamentar en más de un país homicidios cometidos en la persona de sacerdotes, deportaciones de personas civiles, el asesinato legal sin proceso de ciudadanos o también por venganza privada: y no menos tristes son las noticias que nos llegan de Eslovenia y de Croacia...».

Y sus vasallos le siguen también sus pasos. La revista católica Forschung («Investigación»), que reconoce voluntariamente la existencia de algunos «puntos oscuros» en la Iglesia medieval evita desde hace décadas pronunciarse sobre aquellas fiestas sacrificiales de los católicos croatas. Y si acaso las menciona, lo hace como el Manual de la Historia de la Iglesia, que de las 834 páginas dedicadas al siglo XX le destina una única, iniciada por cierto con esta frase escandalosamente sesgada: «El gobierno del país era muy complaciente con la Iglesia Católica, pero a menudo la obligó (!) a colaborar y la involucró en los enfrentamientos sangrientos de los ustashas croatas con las unidades partisanas (!) serbias». Y a renglón seguido de esta tergiversación, apenas superable por lacónica, grotesca y típica en grado sumo, pasa a encarecer las pérdidas propias: «Estas circunstancias acarrearon el que, al final de la guerra y a raíz también de la expulsión de la población alemana, se produjeran actos de violenta crueldad, incluso contra la Iglesia Católica. Una Carta Pastoral de los obispos tuvo que deplorar el asesinato de 243 sacerdotes y el saqueo o demolición de numerosas iglesias».

Digamos una vez más que estos sacerdotes fueron, en verdad, no tanto víctimas de sus inmediatos asesinos como del catolicismo croata, de su Cruzada y del Papa que la respaldaba.

Una estampa clero-fascista croata

Hace ya más de 20 años que me referí a Pacelli para imputarle una carga de culpas superior quizá a la de todos sus predecesores. «Directa o indirectamente», escribí, «está tan involucrado en los más execrables atrocidades de la era fascista, y por ende de la historia sin más, que no nos deberíamos extrañar si, dadas las tácticas de la Iglesia Romana, lo elevaran a los altares». Pues como dijo Helvetius, sus hagiografías «están engalanadas con el nombre de millares de criminales canonizados».

Por lo demás, los años de su pontificado durante la era post-fascista, justificarían adicionalmente aquella honrosa elevación a los altares. Sería un juego de niños, y ello aunque sólo se tomara en consideración uno cualquiera de esos años y se aplicaran los más estrictos criterios católico-romanos.

KARLHEINZ DESCHNER,
La política de los Papas en el siglo XX. Vol. II (1995).