sábado, 13 de abril de 2024

Exilio de la filosofía

 Por HELENO SAÑA

Profundamente impresionado por la conducta serena de su maestro Sócrates horas antes de beber la cicuta, Platón escribió su obra Fedón para demostrar que la filosofía sirve no sólo para llevar una vida virtuosa, sino también para morir con dignidad y grandeza. Esta es, también, por lo demás, la lección que Platón nos quiere transmitir: educar al hombre para que éste pueda afrontar siempre con altitud moral los desafíos, embates y reveses del humano vivir.

Filosofar es siempre tener en la mente un ideal o telos que rebase la facticidad del mundo, parte, a priori, de una concepción o intencionalidad teleológica. Todo proceso reflexivo digno de este nombre está impulsado siempre por la búsqueda de lo todavía no-alcanzado. En este sentido es trascendencia de lo dado, o si se quiere, metafísica, esto es, meditación sobre temas y anhelos situados más allá de la physis o realidad física que nos circunda. «¿Quiénes sino los filósofos pueden guiarnos?» se preguntaba con razón Hannah Arendt en uno de sus escritos póstumos.

El pensamiento antiguo concebía la sabiduría como madurez y perfección moral, teleiosis. En esa fase genética del pensamiento universal, la labor teórica tenía como meta la purificación moral o katharsis. Y todo sistema de ideas que no partiera de este planteamiento era considera como vano e indigno.

Hoy nos encontramos a mil leguas de este idealismo. Lo que caracteriza el pensamiento moderno no es la preocupación por lo que en lenguaje pre-moderno se llamaba 'camino de perfección', sino la obsesión de dominar el espacio externo por medio de la ciencia y la técnica. O para decirlo con las palabras de Erich Fromm: «Mientras que en los comienzos de la cultura occidental tanto griegos como judíos veían en el perfeccionamiento de las cosas».

Una filosofía consagrada a elevar moralmente al ser humano, existe hoy sólo a escala residual. De ahí que lo que predomina tanto dentro como fuera de los recintos académicos sea el pragmatismo, el empirismo, el materialismo y el neopositivismo. Subsiste ciertamente una filosofía profesional que ex officio sigue teorizando sobre las grandes cuestiones de la humanidad, pero se trata de una actividad que en general no trasciende del reducido ámbito pedagógico en que se desenvuelve.

El pensamiento filosófico atraviesa desde hace mucho tiempo una profunda crisis, pero ello no impide que algunos de sus representantes logren convertirse en celebridades públicas y adquirir fama de grandes pensadores. Pero con escasas excepciones se trata de productos comerciales fabricados en común por los departamentos de marketing de las grandes casas editoras y los medios de comunicación de masas. Y lo mismo cabe decir de las modas filosóficas que determinados círculos y grupos de presión lanzan al mercado con gran despliegue publicitario. Eso explica que la cultura esté dominada cada vez más por lo que Adorno y Horkheimer denominaron 'industria de la cultura'.

Lo que en todo caso escasea de manera creciente es una filosofía consagrada desinteresadamente a la búsqueda de la verdad y el bien, y lo que todavía queda de ella es silenciado y condenado al ostracismo. De ahí que verdadera filosofía y exilio se hayan convertido en sinónimos.

No se trata en absoluto de un fenómeno nuevo. El drama de la filosofía ha consistido, desde sus orígenes, en concebir modelos emancipativos muy alejados del horizonte histórico y mental de la época en que se gestan. Precisamente porque la filosofía aspira siempre a un mundo mejor y más humano, está en conflicto permanente con el statu quo.

Pero es paradójicamente en épocas a la deriva como la nuestra que la filosofía es más necesaria que nunca. No voy a decir que el mundo debería estar regido por los filósofos, como pensaba Platón, pero sí digo que un mundo que destierre la filosofía al desván de los trastos inútiles está condenado a hundirse en el reino de las sombras tan magistralmente descrito por Platón en su Politeia.

 La Clave
Nº 42, 1-7 febrero 2002

miércoles, 10 de abril de 2024

No hay concordia sin memoria. Declaración de historiadores de Castilla y León

Los historiadores, investigadores y profesores de Castilla y León abajo firmantes mostramos públicamente, gracias al ofrecimiento del blog Conversación sobre la Historia, nuestro enérgico rechazo a la proposición de «Ley de Concordia» que plantean los grupos de PP y Vox a las Cortes de Castilla y León por considerar que desvirtúa las políticas de memoria democrática actualmente vigentes y porque se basa en una visión mistificadora de la historia de España en el periodo de 1931 a 1978.

La Junta tramita esta ley derogando su propio decreto de memoria histórica y democrática de 2018 sin justificar los motivos para ese cambio legal más allá de la apelación a una «concordia» que, como tal, no aparece ni en la Constitución ni en el Estatuto de Castilla y León. Pero la lectura de la proposición de ley evidencia un claro propósito de frenar y dar marcha atrás en las políticas de memoria democrática que, con demasiada lentitud, se han ido abriendo paso en España y, más aún, en Castilla y León. La Junta de Castilla y León fue de las últimas comunidades autónomas en legislar sobre estos asuntos y sólo en el período 2019–2022 prestó apoyo y dio participación a las asociaciones y familiares de las víctimas de la Guerra Civil y del franquismo, las cuales, a lo largo de las últimas décadas y muchas veces sin ayuda institucional alguna, han debido hacerse cargo de las exhumaciones (es la comunidad donde más se han hecho), investigaciones y homenajes a las mencionadas víctimas.

Algunas asociaciones memorialistas ya han manifestado su rechazo y el Gobierno va a tomar medidas legales contra la proposición de ley. Por nuestra parte, como investigadores y estudiosos de la historia contemporánea de España, señalamos nuestras discrepancias con la citada proposición de ley, que apela a un supuesto «rigor histórico» y un «criterio científico» que, en nuestra opinión, brillan por su ausencia. Como tampoco los vimos en la reciente declaración de bien de interés cultural de la «Pirámide de los italianos» por parte de la Consejería de Cultura, tratándose de un mausoleo ubicado en el puerto de El Escudo a la memoria de Mussolini y de las tropas italianas que envió para apoyar a los sublevados, en una zona donde aún proliferan otros monumentos, cartelas y símbolos franquistas, a los que la mayoría PP-VOX en las Cortes pretende otorgar la misma protección, apelando a supuestos valores culturales y sin la más mínima contextualización histórica.

1.- Si bien es cierto que, como dice la proposición de ley, no existe un relato totalmente consensuado entre historiadores sobre la II República, no lo es menos que hay un amplio acuerdo en el ámbito académico al considerar que fue un régimen democrático con alternancia política, elecciones libres y amplio catálogo de libertades y derechos ciudadanos. Su normalidad −no exenta de conflictos, como en otros países− se rompió a raíz del golpe militar del 18 de julio de 1936, que originó la Guerra Civil, dio lugar a un baño de sangre y propició la implantación de una dictadura opresiva durante casi cuarenta años. Así que integrar los años de la II República en el mismo periodo de la Guerra civil, la Dictadura franquista y la primera transición, sugiriendo una continuidad homogénea en cuanto a conflictos, persecuciones y violencias, resulta altamente distorsionador de la realidad histórica y supone casi tanto como equiparar democracia y dictadura (palabra que no aparece en el texto de la proposición de ley).

Y no se trata de idealizar la República, a la que tocó compartir con los demás países occidentales una época convulsa, polarizada y de grave crisis económica, sino de asumir que, con todos sus defectos y errores, fue, como expresaba la ley que declaró el 2006 «año de la memoria histórica» en España, «el antecedente más inmediato y la más importante experiencia democrática que podamos contemplar al mirar nuestro pasado».

2.- La investigación histórica, que muchas veces ha debido recurrir a testimonios orales para averiguar la verdad de unos hechos ocultos o tergiversados por la documentación oficial, ha acreditado un total de unas 16.000 víctimas mortales, como mínimo, debidas a la represión franquista en las provincias de Castilla y León, ya fuera por sentencia de consejo de guerra, asesinato extrajudicial o muerte en cárceles o campos de concentración. Un zarpazo represivo tanto más brutal cuanto que la sublevación del llamado «ejército nacional» triunfó en casi toda la región en las primeras horas y no hubo frente de guerra más que en el norte de León, Palencia y Burgos durante el primer año de la contienda. Baste señalar que las cifras de nuestra región fueron unas cuatro veces más que las de Galicia, que también fue retaguardia.

Sin duda obliga el criterio de no discriminación a la hora de reconocer y dar justicia y reparación a todas las víctimas de la violencia política sin discriminación alguna, pero no podemos asumir que a día de hoy las instituciones democráticas españolas no otorguen una atención prioritaria a las víctimas del terror franquista y a sus familiares, puesto que durante décadas, incluso en democracia, fueron desatendidas y ni siquiera pudieron tener en muchos casos el duelo y las honras fúnebres debidas en una sociedad civilizada, mientras que las otras, los llamados «caídos por Dios y por España», recibieron ayudas y atención memorial de las instituciones desde el primer momento.

Esta atención específica a las víctimas de la violencia franquista, que es la médula de las normas estatales y autonómicas hoy vigentes sobre memoria democrática, está ausente en la proposición de ley  que comentamos, en la cual se mezclan indebidamente todo tipo de víctimas desde 1931 a 1978, haciendo incluso una innecesaria referencia a las víctimas del terrorismo posterior (innecesaria no porque no deban tener la misma consideración, sino porque ya gozan de ella desde hace años y existe legislación al respecto). Lo que es una muestra de olvido y desprecio intolerable.

3.- Tampoco nos parece de recibo tratar de evitar la difusión de información «que pueda revelar la identidad de las personas involucradas en el proceso de recuperación, incluyendo las víctimas, sus familiares y cualquier persona que participe en el mismo» (Art. 4.4), lo que es tanto como impedir el conocimiento de los hechos históricos, el derecho a la verdad y la libertad de investigación, sin perjuicio de lo establecido por las leyes para la protección de datos personales.

4.- Consideramos un retroceso respecto del decreto de 2018 que la nueva «Comisión de exhumaciones» establecida en la proposición de ley excluya a las asociaciones de memoria histórica, a la universidad, a las Cortes y otros estamentos, a los que se otorgaba una función consultiva en el decreto de 2018, para hacer depender todas las competencias resolutivas de un organismo integrado exclusivamente por altos funcionarios de la Junta de Castilla y León y dos representantes de los municipios.

Arduo o imposible es lograr la concordia de todos los españoles y españolas, más aún si se intenta mediante «centros de estudio» o leyes quiméricas. La concordia se ejerce más que se legisla sobre ella; de lo contrario resulta una expresión vacía de contenido que de una u otra forma conduce al olvido de las víctimas y de los orígenes de la Dictadura. No tan difícil debería ser consensuar una memoria histórica entre cuantos compartimos los valores democráticos y de convivencia amparados por la Constitución. En todo caso, es un deber moral y una obra de justicia que nos obliga a todos atender las demandas de todas las víctimas de la violencia política, empezando por las de la Guerra Civil y la Dictadura franquista, que son las que más tiempo llevan esperando.

Por todo lo cual, los abajo firmantes exigimos a los grupos de PP y Vox de las Cortes de Castilla y León la retirada de la proposición  de Ley de Concordia.

  FUENTE: https://conversacionsobrehistoria.info/2024/04/03/no-hay-concordia-sin-memoria-declaracion-de-historiadores-de-castilla-y-leon/

viernes, 1 de marzo de 2024

Patricentrismo y matricentrismo

 

Por HELENO SAÑA

La emancipación de la mujer es uno de los temas más debatidos de nuestro tiempo, también y quizá especialmente en nuestro país. En general —como demuestran los sondeos demoscópicos— la mayoría de los varones son partidarios de la igualdad de derechos entre ambos sexos y rechazan, por ello, la discriminación de la mujer. Aunque en la práctica la mujer siga siendo víctima de toda clase de vejaciones, agresiones y abusos —tanto en el plano físico como psíquico—, es esperanzador que el sexo masculino vaya reconociendo que no tiene el menor motivo para tratar a la mujer como un ser inferior. Hay que preguntarse, de todos modos, si la mujer habrá alcanzado su plena emancipación cuando haya dejado de ser discriminada por el hombre. Creo que no. Creo efectivamente que la emancipación de la mujer presupone no sólo la paridad de derechos con el hombre, sino la superación de todo el sistema patricéntrico de valores que ha regulado hasta ahora y sigue regulando la vida occidental y demás regiones del globo. Este patricentrismo, basado esencialmente en la voluntad de poder, el afán de dominio, la violencia, las guerras y otras patologías, es el origen y causa de la civilización inhumana y brutal en la que estamos inmersos.

Hoy como ayer existe un inmenso exceso de patricentrismo y un terrible déficit de matricentrismo, término este último que empleo como sinónimo de amor, de ternura, de espíritu de paz y de voluntad de reconciliación. Con ser más que justas, las reivindicaciones del movimiento feminista predominante me parecen asombrosamente superficiales y restrictivas, ya por el solo hecho de que pretenden conseguir la emancipación de la mujer sin salirse del sistema de valores hoy vigente. Y lo que digo sobre el movimiento feminista en general, reza también para los varones que favorecen la emancipación de la mujer sin plantearse al mismo tiempo la necesidad de poner fin a las estructuras represivas del orden actual, condición previa para la liberación tanto de la mujer como del hombre. A esta progresía masculina de clase media ilustrada y de medias tintas ideológicas, pertenece en lugar destacado el señor Zapatero, que por algo ha declarado públicamente ser un feminista. Desgraciadamente y en contradicción abierta con el supuesto feminismo de que alardea, la política realizada hasta ahora por él es patricentrista de los pies a la cabeza. Patricentrista porque está al servicio de un macrocosmos económico, social y político basado no sólo en la desigualdad entre ambos sexos, sino en la desigualdad entre unas personas y otras. Auténtica emancipación es algo más que poder ser ministra en un Gobierno o ganar lo mismo que el colega en la fábrica o en la oficina; significa vivir en un mundo humano y justo en el que se hayan eliminado o reducido al mínimo las lacras de la sociedad actual, desde los principios agresivos de competencia y rivalidad a la explotación de unas clases por otras. Mientras subsistan estas injusticias, la mujer vivirá, lo mismo que el hombre, en estado de alineación y dependencia, aunque no sea maltratada por ningún varón y gane más que ahora. La mujer sigue siendo hoy víctima de la violencia del varón, pero lo es también de la violencia estructural ejercida por el modelo vigente de sociedad, un tema, este último, que tanto el movimiento feminista al uso como los medios de comunicación y las tribunas supuestamente 'progresistas' silencian o relegan a segundo plano. Existe no sólo la discriminación y la opresión de la mujer a nivel interpersonal, sino también la que ejerce el sistema a través de su dominio sobre la totalidad social. Se ha comparado a menudo —no sin razón— el movimiento feminista con la lucha reivindicativa del proletariado en la época clásica de la lucha de clases, en la que por cierto participaron también las mujeres. Pero mientras el feminismo actual sólo lucha contra la discriminación de la mujer sin cuestionar los principios del orden imperante, la clase obrera no se limitaba a exigir condiciones laborales y retributivas más justas, sino que su meta final era la supresión del capitalismo, un criterio que era compartido también por la militancia femenina más representativa de entonces, desde Louise Michel a Rosa Luxemburg.

No me queda más que decir que la liberación de la mujer sólo es factible por medio de una lucha en común con el hombre, y viceversa, el hombre no podrá liberarse sin unirse a la mujer. El sistema hace todo lo posible por separarlos, pues sabe que mientras ambos sexos se opongan uno al otro, no se opondrán contra él. Una vez más, divide et impera.

La Clave
Nº 266, 19-25 mayo 2006

sábado, 17 de febrero de 2024

Libertad o libertinaje

Por HELENO SAÑA

A la libertad pertenecen no sólo derechos, sino también deberes, en primer término el de respetar la de los demás. No cumplir con esta segunda dimensión de la libertad significa atentar contra la de los otros, como nos enseñan no sólo las teorías políticas basadas en el concepto de democracia, sino también las reglas más elementales de la educación, el civismo y la convivencia interhumana. Por desgracia aumenta el número de personas que se saltan a la torera estos imperativos éticos y se creen autorizadas a hacer lo que les da la real gana, sin importarles lo más mínimo las consecuencias que su conducta puedan tener para sus semejantes y conciudadanos. La tan cacareada 'sociedad civil' se está convirtiendo de manera creciente en un sociedad incivil dominada por la desconsideración, el atropello y la arbitrariedad. El «todo está permitido» de Iván Karamazov ha dejado de ser una frase de novela para convertirse en pura realidad.

Todo dentro de la ley, se comprende. Para eso estamos en la sociedad permisiva, ¿no? Y lo peor es quizá que nos estamos acostumbrando a ello, como si los malos modales, el egoísmo, los empujones, la grosería o la agresividad verbal o física fueran consustanciales a la naturaleza humana. ¿Qué ha pasado, qué está pasando? Muchas cosas que quienes hemos alcanzado cierta edad no podíamos prever. Sí, tenemos la libertad política que bajo la dictadura echábamos de menos y añorábamos, pero en cambio estamos asistiendo desde hace tiempo a un visible deterioro de la libertad en el ámbito de lo cotidiano, convertida cada vez más en libertinaje. No sé si me equivoco pero pienso que una vida colmada significa algo más que poder ejercer sin trabas los derechos políticos e incluye cosas no menos importantes y decisivas como la de sentirse a gusto con la gente que uno trata y se relaciona, sea en la calle, en el lugar de trabajo, en el seno de la familia, en la escuela, en el barrio donde uno vive, en la tertulia de café o en los parques y lugares de recreo. La felicidad presupone ante todo la paz interior, la cual, a su vez, depende en alto grado de la paz que reine en el entorno social en que uno está inmerso. Ese entorno funciona hoy como una guerra sorda de todos contra todos, y eso explica que quien más quien menos viva en estado de crispación, alteración y preocupación casi permanente. Ya el simple acto de salir a la calle como peatón, como conductor de coche o como usuario de los transportes públicos va unido al riesgo potencial de ser víctima de algún percance desagradable y de tropezar con el malhumor, la insociabilidad y la mala baba de alguno de los muchos conciudadanos que insatisfechos de sí mismos y de su vida se dedican a fastidiar al prójimo. Las carreteras, las aceras y el asfalto de las ciudades se han convertido en una jungla salvaje llena de las amenazas y los peligros más insospechados. También en las grandes urbes de nuestro tiempo el «hombre es un lobo para el hombre», como según Hobbes ocurría en la fase primitiva de la historia. De ahí el desasosiego, la tensión nerviosa y la desconfianza reinantes. Pero también el hogar y el recinto familiar están dejando de ser el remanso de paz que fueron en otros tiempos, como en otras cosas demuestra el número ascendente de matrimonios rotos, la violencia de género y los antagonismos a menudo insalvables y definitivos entre padres e hijos.

El signo distintivo de la libertad bien entendida —que es la única forma legítima de libertad—, radica en su autolimitación voluntaria. Hoy se tiende, por el contrario, a acentuar y reclamar su carácter ilimitado, una exigencia que inevitablemente aboca al abuso. La desmesura que Simone Weil asignaba a la vida moderna reza también y especialmente para la libertad. Está sucediendo lo que Kant quería evitar: que el prójimo fuera degradado a mero objeto de nuestros fines egoístas. El ego del individuo medio es cada vez mayor, mientras disminuye la disposición a reconocer y tener en cuenta el de los otros. La libertad pierde con ello su esencia original para degenerar en una variante más de la prepotencia.

No sé adónde vamos a parar ni veo una salida al problema que estoy analizando aquí someramente. Lo único claro es que no podemos seguir así, a menos que nos pongamos de acuerdo para echar definitivamente por la borda el resto de cultura y de civismo que nos queda. Y eso es lo que probablemente ocurrirá si no hacemos un esfuerzo último para comprender que la libertad es un bien común y no un privilegio o monopolio de quienes no vacilan en abusar de ella

La Clave
Nº 224, agosto 2005