A la edad de 10 años, James Arness me aterrorizó en su papel de zanahoria gigantesca y voraz en The Thing [«El enigma de otro mundo»] (1951). Hace unos meses, más maduro, más sabio y un tanto aburrido, contemplé su reposición en televisión con una sensación dominante de irritación. Reconocí en la película lo que realmente era, un documento político que expresaba los peores sentimientos de América durante la guerra fría: su héroe, un rudo militar que tan sólo desea la destrucción total del enemigo; su villano, un ingenuo científico liberal que desea averiguar más acerca de él; la zanahoria y su platillo volante, un obvio sucedáneo de la amenaza roja; las famosas palabras finales de la película —el apasionado ruego de un periodista de «vigilar el cielo»— una invitación al miedo y el reaccionarismo.
En medio de todo esto, se entrometió una idea científica por analogía y nació este ensayo, lo desvaído de las supuestamente absolutas distinciones taxonómicas. El mundo, se nos dice, está habitado por animales dotados de un lenguaje conceptual (nosotros) y otros que no lo tienen (todos los demás). Pero los chimpancés resulta que hablan. Todas las criaturas son o bien plantas o bien animales, pero Mr. Arness tenía un aspecto bastante humano (aunque terrorífico) en su papel de vegetal móvil y gigantesco.
O plantas o animales. Nuestra concepción básica de la diversidad de la vida se basa en esta división: Y no obstante representa poco más que un prejuicio basado en nuestro status como animales terrestres de gran tamaño. Ciertamente, los organismos macroscópicos que nos rodean en tierra pueden ser situados inequívocamente si consideramos plantas a los hongos por estar arraigados, (a pesar de que no fotosintetizan). No obstante, si flotáramos como criaturas diminutas del plancton oceánico, careceríamos de semejante distinción. A nivel unicelular, la ambigüedad campa por sus respetos: hay «animales» móviles con cloroplastos funcionales; células simples como las bacterias que carecen de relaciones claras con ninguno de los grupos.
Los taxónomos han codificado nuestros prejuicios reconociendo tan sólo dos reinos para todos los seres vivientes —Plantae y Animalia. Tal vez los lectores consideren una clasificación inadecuada como una cuestión trivial; después de todo, si caracterizamos adecuadamente los organismos, ¿qué importa que nuestras categorías básicas no expresen la riqueza y la complejidad de la vida demasiado bien? Pero una clasificación no es un perchero neutral; expresa una teoría de las relaciones, que controla nuestros conceptos. El, hierático sistema de plantas y animales ha distorsionado nuestra visión de la vida— y ha impedido que comprendamos algunas de las principales características de su historia.
Hace varios años, el ecólogo de Cornell R. H. Whittaker propuso un sistema de cinco reinos para la organización de la vida (Science, 10 de enero de 1969); su modelo se ha visto recientemente respaldado y expandido por la bióloga de la Universidad de Boston, Lynn Margulis (Evolutionary Biology, 1974). Su crítica a la dicotomía tradicional comienza con las criaturas unicelulares.
El antropocentrismo tiene un alcance, en sus consecuencias, notablemente amplio, que va desde la explotación a cielo abierto hasta la matanza de ballenas. En la taxonomía popular, tan, sólo nos lleva a, realizar exquisitas distinciones entre-criaturas que nos son próximas y grandes distinciones entre los organismos más distantes y «simples». Cada nuevo bulto en un diente define un nuevo tipo de mamífero, pero tendemos a apelotonar todas las criaturas unicelulares en un solo grupo como organismos «primitivos». No obstante, los especialistas están ahora discutiendo que la distinción fundamental entre los seres vivos no es la existente entre los animales y las plantas «superiores»; es una división en el seno de las criaturas unicelulares, las bacterias y las cianofíceas de un lado y otros grupos de algas y protozoos en el otro (amebas, paramecios y similares). Y ninguno de los dos grupos, según Whittaker y Margulis, puede ser denominado en justicia planta o animal; necesitamos de dos reinos nuevos para los organismos unicelulares.
Las bacterias y las cianofíceas o algas verde-azuladas carecen de las estructuras internas u «orgánulos», de las células superiores. Carecen de núcleo, cromosomas, y mitocondrias (las «fábricas de energía» de las células superiores). Estas células sencillas son denominadas «procariótidas» (a grosso modo, antes del núcleo, del griego karyon que significa «grano»). Las células con orgánulos son denominadas «eucariótidas» (nucleadas verdaderas). Whittaker considera esta distinción «la separación más clara y más efectivamente discontinua del mundo viviente». Existen tres argumentos diferentes que enfatizan la división:
La reproducción asexual produce copias idénticas a las células madre, a menos que intervenga una nueva mutación para producir algún cambio de menor cuantía. Pero las mutaciones de este tipo son infrecuentes y las especies asexuales no tienen la suficiente variabilidad para presentar un cambio evolutivo significativo. Durante dos mil millones de años, las alfombras de algas siguieron siendo alfombras de algas. Pero la célula eucariótida hizo del sexo una realidad; y, menos de mil millones de años más tarde aquí estamos la gente, cucarachas, caballitos de mar, petunias y chirlas.
Deberíamos, en resumen, utilizar la distinción taxonómica de orden más elevado de que dispongamos para reconocer la diferencia entre los organismos unicelulares procariótidos y eucariótidos. Esto establece dos reinos entre las criaturas unicelulares: Monera para los procariótidos (bacterias y algas verdeazuladas). Protista para los eucariótidos.
Entre los organismos multicelulares, Plantae y Animalia pueden permanecer en su sentido tradicional. ¿De dónde sale entonces el quinto reino? Consideremos los hongos. Nuestra hierática dicotomía nos obligó a introducirlos en el reino Plantae, presumiblemente por estar enraizados a un lugar único. Pero su similitud con las verdaderas plantas termina con esta equívoca característica. Los hongos superiores mantienen un sistema de tubos superficialmente similares a los de las plantas; pero mientras que en las plantas fluyen los nutrientes, en los tubos de los hongos fluye el propio protoplasma. Muchos hongos se reproducen combinando los núcleos de varios individuos en un tejido multinucleado carente de fusión nuclear. La lista podría alargarse, pero todo lo que pueda añadirse palidece frente a un hecho cardinal: los hongos carecen de fotosíntesis. Viven enclavados en su fuente de alimentos y se alimentan por absorción (a menudo excretando enzimas para la digestión externa). Los hongos, por lo tanto, constituyen el quinto y último reino (Fungi).
Como argumenta Whittaker, los tres reinos de la vida multicelular representan una clasificación ecológica además de morfológica. Las tres formas principales de ganarse la vida en nuestro mundo están bien representadas por las plantas (producción), los hongos (reducción), y los animales (consumo). Y como otro clavo más del ataúd de nuestra autoestima, me apresuro a señalar que el ciclo fundamental de la vida va de la producción a la reducción. El mundo podría pasarse muy bien sin sus consumidores.
Me gusta el sistema de cinco reinos porque desvela una historia sensata acerca de la diversidad orgánica. Distribuye la vida en tres niveles de complejidad creciente: los unicelulares procariótidos (Monera), los unicelulares eucariótidos (Protista), y los multicelulares eucariótidos (Plantae, Fungi y Animalia). Más aún, según vamos ascendiendo a través de los niveles, la vida se vuelve más diversa, como se podía esperar, ya que la complejidad creciente en el diseño produce mayores oportunidades de variación del mismo. El mundo contiene más tipos distintamente diferentes de protistas que de moneras. En el tercer nivel, la diversidad es tan grande que necesitamos tres reinos diferentes para abarcarla. Finalmente, me gustaría subrayar que la transición evolutiva de un nivel a otro ocurre más de una vez; las ventajas de una creciente complejidad son tantas que muchas líneas independientes convergen sobre las pocas soluciones posibles. Los miembros de cada reino se ven unidos por una estructura común a todos ellos, no por una unidad de descendencia. Según el punto de vista de Whittaker las plantas evolucionaron al menos cuatro veces a partir de antecesores protistas, los hongos al menos cinco veces, y los animales al menos tres veces (los peculiares mesozoos, las esponjas y todo lo demás).
El sistema de tres niveles y cinco reinos puede parecer, a primera vista, un registro de progreso inevitable en la historia de la vida. La diversidad creciente y las transiciones múltiples parecen reflejar una progresión determinada e inexorable hacia cosas más elevadas. Pero el registro paleontológico no ofrece respaldo alguno para tal interpretación. No ha habido progreso regular alguno en el desarrollo más elevado del diseño orgánico. Por el contrario, hemos experimentado vastas extensiones de poco o ningún cambio y una explosión evolutiva que creó la totalidad del sistema. Durante los primeros dos tercios a cinco sextos de la historia de la vida, tan sólo los moneras habitaron la tierra, y no podemos detectar progreso regular alguno de procariótidos «inferiores» a «superiores». De modo similar, no ha habido ninguna adición a los diseños básicos desde que la explosión cámbrica llenó nuestra biosfera (aunque podemos argumentar una mejora limitada dentro de algunos diseños: vertebrados y plantas vasculares, por ejemplo).
Más bien, la totalidad del sistema de la vida surgió en el transcurso de alrededor del diez por ciento de su historia, que rodeó a la explosión del Cámbrico hace unos 600 millones de años. Me atrevería a identificar dos eventos fundamentales: la evolución de la célula eucariótida (haciendo posible una ulterior complejidad aportando variabilidad genética a través de una reproducción sexual eficiente) y la saturación del cañón ecológico (de los eucariótidos multicelulares).
El mundo de la vida era tranquilo anteriormente y ha sido relativamente tranquilo desde entonces. La reciente evolución de la consciencia debe ser considerada como el evento más cataclísmico desde la explosión del Cámbrico aunque sólo sea por sus efectos geológicos y ecológicos. Los eventos importantes en la evolución no requieren el origen de nuevos diseños. Los flexibles eucariótidos continuarán produciendo novedad y diversidad siempre que uno de sus más recientes productos se controle lo suficientemente bien como para asegurar el futuro del mundo.
En medio de todo esto, se entrometió una idea científica por analogía y nació este ensayo, lo desvaído de las supuestamente absolutas distinciones taxonómicas. El mundo, se nos dice, está habitado por animales dotados de un lenguaje conceptual (nosotros) y otros que no lo tienen (todos los demás). Pero los chimpancés resulta que hablan. Todas las criaturas son o bien plantas o bien animales, pero Mr. Arness tenía un aspecto bastante humano (aunque terrorífico) en su papel de vegetal móvil y gigantesco.
O plantas o animales. Nuestra concepción básica de la diversidad de la vida se basa en esta división: Y no obstante representa poco más que un prejuicio basado en nuestro status como animales terrestres de gran tamaño. Ciertamente, los organismos macroscópicos que nos rodean en tierra pueden ser situados inequívocamente si consideramos plantas a los hongos por estar arraigados, (a pesar de que no fotosintetizan). No obstante, si flotáramos como criaturas diminutas del plancton oceánico, careceríamos de semejante distinción. A nivel unicelular, la ambigüedad campa por sus respetos: hay «animales» móviles con cloroplastos funcionales; células simples como las bacterias que carecen de relaciones claras con ninguno de los grupos.
Los taxónomos han codificado nuestros prejuicios reconociendo tan sólo dos reinos para todos los seres vivientes —Plantae y Animalia. Tal vez los lectores consideren una clasificación inadecuada como una cuestión trivial; después de todo, si caracterizamos adecuadamente los organismos, ¿qué importa que nuestras categorías básicas no expresen la riqueza y la complejidad de la vida demasiado bien? Pero una clasificación no es un perchero neutral; expresa una teoría de las relaciones, que controla nuestros conceptos. El, hierático sistema de plantas y animales ha distorsionado nuestra visión de la vida— y ha impedido que comprendamos algunas de las principales características de su historia.
Hace varios años, el ecólogo de Cornell R. H. Whittaker propuso un sistema de cinco reinos para la organización de la vida (Science, 10 de enero de 1969); su modelo se ha visto recientemente respaldado y expandido por la bióloga de la Universidad de Boston, Lynn Margulis (Evolutionary Biology, 1974). Su crítica a la dicotomía tradicional comienza con las criaturas unicelulares.
El antropocentrismo tiene un alcance, en sus consecuencias, notablemente amplio, que va desde la explotación a cielo abierto hasta la matanza de ballenas. En la taxonomía popular, tan, sólo nos lleva a, realizar exquisitas distinciones entre-criaturas que nos son próximas y grandes distinciones entre los organismos más distantes y «simples». Cada nuevo bulto en un diente define un nuevo tipo de mamífero, pero tendemos a apelotonar todas las criaturas unicelulares en un solo grupo como organismos «primitivos». No obstante, los especialistas están ahora discutiendo que la distinción fundamental entre los seres vivos no es la existente entre los animales y las plantas «superiores»; es una división en el seno de las criaturas unicelulares, las bacterias y las cianofíceas de un lado y otros grupos de algas y protozoos en el otro (amebas, paramecios y similares). Y ninguno de los dos grupos, según Whittaker y Margulis, puede ser denominado en justicia planta o animal; necesitamos de dos reinos nuevos para los organismos unicelulares.
Las bacterias y las cianofíceas o algas verde-azuladas carecen de las estructuras internas u «orgánulos», de las células superiores. Carecen de núcleo, cromosomas, y mitocondrias (las «fábricas de energía» de las células superiores). Estas células sencillas son denominadas «procariótidas» (a grosso modo, antes del núcleo, del griego karyon que significa «grano»). Las células con orgánulos son denominadas «eucariótidas» (nucleadas verdaderas). Whittaker considera esta distinción «la separación más clara y más efectivamente discontinua del mundo viviente». Existen tres argumentos diferentes que enfatizan la división:
1) La historia de los procariótidos. Nuestra evidencia más antigua de vida data de rocas de unos tres mil millones de años de edad. Desde entonces hasta hace al menos mil millones de años, toda la evidencia fósil apunta hacia la existencia exclusiva de organismos procariótidos; durante dos mil millones de años, las alfombras de algas cianofíceas fueron las formas de vida más complicadas sobre la Tierra. A partir de ahí, las opiniones difieren. El paleobotánico de la UCLA J. W. Schopf cree disponer de evidencias de la existencia de algas eucariótidas encontradas en rocas australianas de alrededor de mil millones de años de edad. Otros opinan que los orgánulos de Schopf son en realidad los productos de degradación post mortem de células procariótidas. Si estos críticos están en lo cierto, entonces carecemos de evidencia acerca de la presencia de eucariótidos hasta casi el final mismo del Precámbrico, justamente antes de la gran «explosión» del Cámbrico hace 600 millones de años. En cualquier caso, los organismos procariótidos ostentaron el dominio de la Tierra durante entre dos tercios y cinco quintos de la historia de la vida. Con toda justicia, Schopf etiqueta al precámbrico como la «era de las algas verde-azuladas».No se pueden producir cambios evolutivos de importancia si los organismos no mantienen una gran cantidad de variabilidad genética. El proceso creativo de la selección natural opera preservando variantes genéticas favorables en el seno de una reserva muy amplia. El sexo puede aportar variaciones a esta escala, pero una reproducción sexual eficiente requiere el embalaje del material genético en unidades discretas (cromosomas). Así, en los eucariotas, las células sexuales tienen la mitad de los cromosomas que las células somáticas normales. Cuando se unen dos células sexuales para producir un descendiente, se completa la cantidad original de material genético. El sexo entre los eucariotidos, por otra parte, es infrecuente y poco eficiente. (Es unidireccional, implicando la transferencia de unos pocos genes de una célula donante a una receptora.)
2) Una teoría acerca del origen de la célula eucariótica. Margulis ha despertado gran interés en los últimos años con su moderna defensa de una vieja teoría. La idea parece patentemente absurda al principio, pero rápidamente pasa a retener la atención, si no a obtener el asentimiento. Yo, desde luego, me siento muy atraído por ella. Margulis argumenta que la célula eucariótida surgió como una colonia de procariótidos, que, por ejemplo, nuestro núcleo y mitocondria tuvieron su origen como organismos procariótidos independientes. Algunos procariotas modernos pueden invadir células eucariótidas y vivir como simbiontes en su interior. La mayor parte de las células procariótidas tienen un tamaño aproximadamente igual al de los orgánulos eucariótidos; los cloroplastos de los eucariótidos fotosintéticos son notablemente similares a las células de algunas algas verdiazuladas. Finalmente, algunos orgánulos tienen sus propios genes autorreplicadores, residuos de su primitivo status independiente como organismo completo.
3) La significación evolutiva de la célula eucariótica. Los defensores de la contracepción tienen a la biología firmemente de su lado al argumentar que el sexo y la reproducción sirven fines diferentes. La reproducción propaga una especie, y no existe método más eficaz para hacerlo que la gemación asexual y la fisión empleadas por los procariótidos. La función biológica del sexo, por otro lado, es promover la variabilidad mezclando los genes de dos (o más) individuos. (El sexo va normalmente combinado con la reproducción porque resulta práctico llevar a cabo la mezcla en un descendiente).
La reproducción asexual produce copias idénticas a las células madre, a menos que intervenga una nueva mutación para producir algún cambio de menor cuantía. Pero las mutaciones de este tipo son infrecuentes y las especies asexuales no tienen la suficiente variabilidad para presentar un cambio evolutivo significativo. Durante dos mil millones de años, las alfombras de algas siguieron siendo alfombras de algas. Pero la célula eucariótida hizo del sexo una realidad; y, menos de mil millones de años más tarde aquí estamos la gente, cucarachas, caballitos de mar, petunias y chirlas.
Deberíamos, en resumen, utilizar la distinción taxonómica de orden más elevado de que dispongamos para reconocer la diferencia entre los organismos unicelulares procariótidos y eucariótidos. Esto establece dos reinos entre las criaturas unicelulares: Monera para los procariótidos (bacterias y algas verdeazuladas). Protista para los eucariótidos.
Entre los organismos multicelulares, Plantae y Animalia pueden permanecer en su sentido tradicional. ¿De dónde sale entonces el quinto reino? Consideremos los hongos. Nuestra hierática dicotomía nos obligó a introducirlos en el reino Plantae, presumiblemente por estar enraizados a un lugar único. Pero su similitud con las verdaderas plantas termina con esta equívoca característica. Los hongos superiores mantienen un sistema de tubos superficialmente similares a los de las plantas; pero mientras que en las plantas fluyen los nutrientes, en los tubos de los hongos fluye el propio protoplasma. Muchos hongos se reproducen combinando los núcleos de varios individuos en un tejido multinucleado carente de fusión nuclear. La lista podría alargarse, pero todo lo que pueda añadirse palidece frente a un hecho cardinal: los hongos carecen de fotosíntesis. Viven enclavados en su fuente de alimentos y se alimentan por absorción (a menudo excretando enzimas para la digestión externa). Los hongos, por lo tanto, constituyen el quinto y último reino (Fungi).
Como argumenta Whittaker, los tres reinos de la vida multicelular representan una clasificación ecológica además de morfológica. Las tres formas principales de ganarse la vida en nuestro mundo están bien representadas por las plantas (producción), los hongos (reducción), y los animales (consumo). Y como otro clavo más del ataúd de nuestra autoestima, me apresuro a señalar que el ciclo fundamental de la vida va de la producción a la reducción. El mundo podría pasarse muy bien sin sus consumidores.
Me gusta el sistema de cinco reinos porque desvela una historia sensata acerca de la diversidad orgánica. Distribuye la vida en tres niveles de complejidad creciente: los unicelulares procariótidos (Monera), los unicelulares eucariótidos (Protista), y los multicelulares eucariótidos (Plantae, Fungi y Animalia). Más aún, según vamos ascendiendo a través de los niveles, la vida se vuelve más diversa, como se podía esperar, ya que la complejidad creciente en el diseño produce mayores oportunidades de variación del mismo. El mundo contiene más tipos distintamente diferentes de protistas que de moneras. En el tercer nivel, la diversidad es tan grande que necesitamos tres reinos diferentes para abarcarla. Finalmente, me gustaría subrayar que la transición evolutiva de un nivel a otro ocurre más de una vez; las ventajas de una creciente complejidad son tantas que muchas líneas independientes convergen sobre las pocas soluciones posibles. Los miembros de cada reino se ven unidos por una estructura común a todos ellos, no por una unidad de descendencia. Según el punto de vista de Whittaker las plantas evolucionaron al menos cuatro veces a partir de antecesores protistas, los hongos al menos cinco veces, y los animales al menos tres veces (los peculiares mesozoos, las esponjas y todo lo demás).
El sistema de tres niveles y cinco reinos puede parecer, a primera vista, un registro de progreso inevitable en la historia de la vida. La diversidad creciente y las transiciones múltiples parecen reflejar una progresión determinada e inexorable hacia cosas más elevadas. Pero el registro paleontológico no ofrece respaldo alguno para tal interpretación. No ha habido progreso regular alguno en el desarrollo más elevado del diseño orgánico. Por el contrario, hemos experimentado vastas extensiones de poco o ningún cambio y una explosión evolutiva que creó la totalidad del sistema. Durante los primeros dos tercios a cinco sextos de la historia de la vida, tan sólo los moneras habitaron la tierra, y no podemos detectar progreso regular alguno de procariótidos «inferiores» a «superiores». De modo similar, no ha habido ninguna adición a los diseños básicos desde que la explosión cámbrica llenó nuestra biosfera (aunque podemos argumentar una mejora limitada dentro de algunos diseños: vertebrados y plantas vasculares, por ejemplo).
Más bien, la totalidad del sistema de la vida surgió en el transcurso de alrededor del diez por ciento de su historia, que rodeó a la explosión del Cámbrico hace unos 600 millones de años. Me atrevería a identificar dos eventos fundamentales: la evolución de la célula eucariótida (haciendo posible una ulterior complejidad aportando variabilidad genética a través de una reproducción sexual eficiente) y la saturación del cañón ecológico (de los eucariótidos multicelulares).
El mundo de la vida era tranquilo anteriormente y ha sido relativamente tranquilo desde entonces. La reciente evolución de la consciencia debe ser considerada como el evento más cataclísmico desde la explosión del Cámbrico aunque sólo sea por sus efectos geológicos y ecológicos. Los eventos importantes en la evolución no requieren el origen de nuevos diseños. Los flexibles eucariótidos continuarán produciendo novedad y diversidad siempre que uno de sus más recientes productos se controle lo suficientemente bien como para asegurar el futuro del mundo.
Desde Darwin.
Reflexiones sobre Historia Natural
Capítulo 13 (1977)
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