jueves, 16 de julio de 2009

El vestido como expresión de la cultura pecuniaria

Pero la función del vestido como prueba de la capacidad de pagar no acaba con el hecho de mostrar simplemente que el usuario consume artículos caros en exceso de lo que es necesario para su comodidad física.

El simple derroche ostensible de bienes es eficaz y satisfactorio en la medida en que se practica; es una buena prueba prima facie de éxito pecuniario y, consecuentemente, una prueba prima facie de valía social. Pero el vestido tiene posibilidades más útiles y de mucho mayor alcance que la mera prueba tosca, de primera mano. De derroche ostensible. Sí, además de mostrar que el usuario puede permitirse consumir a placer y antieconómicamente, puede también mostrarse con ello que dicho usuario o usuaria no tiene la necesidad de ganarse la vida, la prueba de su valor social se eleva en grado muy considerable. Por lo tanto, nuestro vestido, para servir su propósito de manera eficaz, debe no sólo ser caro, sino que también debe demostrar claramente a todos los observadores que el usuario no está metido en ningún tipo de trabajo productivo. En el proceso evolutivo mediante el cual nuestro sistema de vestido se ha ido elaborando hasta llegar a una admirablemente perfecta adaptación a su propósito, esta línea subsidiaria de prueba ha recibido la atención debida. Un examen detallado de lo que según el sentir popular se estima como apariencia elegante demostrará que tiende a dar en todo momento la impresión de que el usuario no se dedica habitualmente a realizar ningún esfuerzo útil. No hace falta decir que ningún atuendo puede considerarse elegante, ni siquiera decente, si muestra efectos del trabajo manual por parte del usuario, ya sea por su desgaste o por su suciedad. El efecto agradable de una ropa limpia y sin mancha se debe principalmente, si no por entero, a que está sugiere una vida de ocio, de exención de todo contacto personal con procesos industriales de cualquier tipo. […]

El vestido de las mujeres va todavía más allá que el de los hombres en lo que se refiere a demostrar quien lo usa se abstiene de todo empleo productivo. No se necesitan argumentos para probar la afirmación de que los estilos más elegantes de sombreros femeninos llegan aún más lejos que el sombrero de copa de los hombres en lo que se refiere a hacer imposible el trabajo. El zapato de la mujer añade el denominado tacón francés a la prueba de ociosidad forzosa que se desprende de su brillo; porque no hay duda de que ese tacón alto hace extremadamente difícil aun el trabajo manual más simple y necesario. Lo mismo puede decirse, y aun en mayor grado, de la falda y el resto de las ropas que caracterizan el atuendo femenino. La razón sustancial de nuestro tenaz aferramiento a la falda es precisamente ésta: es cara e impide a su usuaria todo movimiento, incapacitándola para todo esfuerzo útil. Lo mismo puede afirmarse de la costumbre femenina de llevar el cabello excesivamente largo.

[…] Apliquemos esta generalización al vestido femenino y expresemos la cuestión en términos concretos: tacón alto, la falda, el sombrero aparatoso e inútil, el corsé, y en general, la falta de consideración por la comodidad de la usuaria —cosa que es característica obvia del atuendo de todas las mujeres civilizadas— son otras tantas pruebas de que en el esquema de la vida civilizada moderna la mujer todavía es, en teoría, económicamente dependiente del hombre; de que, acaso en un sentido altamente idealizado, sigue siendo esclava del hombre. La razón vulgar que se da para explicar todo este ocio ostensible y este atuendo de las mujeres se basa en el hecho de que siguen siendo siervas en las que, en el proceso de diferenciación de funciones económicas, se ha delegado la función de mostrar la capacidad de pago de su amo.

Thorstein Veblen. Teoría de la clase ociosa, 1899.

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