Por JORDI MUNDO
El pasado 4 de octubre falleció el filósofo Jesús Mosterín. Nacido en Bilbao en 1941, estudió filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y se doctoró en la Universidad de Barcelona. Completó su formación y realizó tareas de investigación en Alemania (estudió lógica matemática en el Institut für Mathematische Logik und Grundlagenforschung de la Universidad de Münster), en Estados Unidos (en el Massachusetts Institute of Technology) y Francia. Desarrolló su actividad como profesor, investigador y conferenciante en instituciones académicas europeas, asiáticas y americanas. Fue catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Barcelona y Profesor de Investigación en el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España.
En el quehacer de Jesús Mosterín como filósofo destaca su gusto por la formalización y la dilucidación lingüística, y un esfuerzo muy logrado de claridad expositiva y parsimonia metodológica que coadyuvaron a introducir y prestigiar la tradición analítica en el contexto filosófico hispanoamericano. Su obsesión por hacerse comprender y por contribuir a difundir las nociones fundamentales de la ciencia contemporánea y los problemas epistemológicos y ético-sociales derivados de la misma le llevaron a embarcarse en proyectos que sin duda constituyeron una parte esencial de su concepción de la filosofía y de la ciencia, y que le convirtieron en un divulgador excepcional que nunca perdió el hilo de los últimos descubrimientos en la investigación científica.
Uno de los méritos menos discutibles del trabajo intelectual de Jesús Mosterín en el último tercio del siglo XX fue precisamente el de contribuir a consolidar una estimable tradición de filosofía de la ciencia escrita en lengua castellana. Sin embargo, esta aportación, valiosa en sí misma, debe evaluarse fundamentalmente a través del modo en que cristalizó. Mosterín cultivó con empeño la lógica y la matemática, con textos especializados tan bien recibidos en su momento como Lógica de primer orden (1970), Teoría axiomática de conjuntos (1971) y Un cálculo deductivo para la lógica de segundo orden (1979). La preocupación por la filosofía de la ciencia en general (Conceptos y teorías en la ciencia, 1984; Diccionario de lógica y filosofía de la ciencia, en colaboración con Roberto Torretti, 2002), y muy particularmente por la filosofía de la física y la filosofía de la biología, vertebró el conjunto de su obra. En ellas exploró la frontera entre ciencia y filosofía, la interrelación entre experiencia empírica y modelización matemática, la estructura de los conceptos y las teorías científicas como redes conceptuales. Son textos en los que realizó exposiciones elegantes, concisas y claras de problemas epistemológicos fundamentales. Muchos de ellos tenían la hechura de obras en construcción que fue remodelando en cada nueva edición, puesto que, como advertía en el prólogo de la tercera edición de Conceptos y teorías en la ciencia, «la filosofía de la ciencia todavía está en plena ebullición y las cosas aún no están maduras para síntesis definitivas (en contraste con la lógica formal, por ejemplo)» [1].
A Jesús Mosterín se le reconoce filosóficamente también por su tratamiento de los asuntos conectados por la cuestión de la racionalidad, siendo Racionalidad y acción humana (1978) uno de sus primeros trabajos con mayor impacto dentro y fuera de la filosofía. Esta obra significó la primera cala teórica seria en una senda que fue culminando en contribuciones que abarcaron nuevos campos y ofrecieron retazos de lo que apuntaba a la elaboración de una cierta cosmovisión racional, como en Filosofía de la cultura (1993) y La naturaleza humana (2006). Para Mosterín la evolución natural y la evolución cultural se proyectan por vectores diferenciados, mas se incardinan en un solo mundo. Este supuesto conlleva un ataque en absoluto inconsciente a concepciones promotoras del irracionalismo y el nihilismo de cátedra que en los últimos decenios han florecido por doquier en la academia. En esta línea, mostró una insólita variedad de intereses intelectuales, que desarrolló con su sólita vehemencia, combinando filosofía de la ciencia, lógica matemática, lingüística y racionalidad. Baste recordar su libro La ortografía fonémica del español (1981), en el que proponía nada menos que una reforma de la ortografía tradicional española que se ajustara al principio fonémico, como ilustración de su vocación de abordar racionalmente problemas socialmente controvertidos.
Mosterín consideraba que los problemas filosóficamente importantes debían pensarse a través de la lente de lo que denominó la 'gran filosofía', aquella filosofía que siempre ha estado ligada a la ciencia. Entendía que la forma de acercarse al mundo de filósofos como Platón, Aristóteles, Descartes, Leibniz, Hume o Kant estaba inextricablemente ligada al buen conocimiento de la ciencia de su tiempo. La filosofía ambiciosa es una filosofía que quiere conocer la realidad, por lo que siempre incorpora los resultados de la ciencia, la 'ciencia viva', sostenía. Con este propósito, combinó dos modos de ejercer la filosofía. El primero consistió en un esfuerzo notable por explicar aspectos fundamentales de la historia del pensamiento filosófico. Gran admirador del intento de Bertrand Russell de contar una historia del pensamiento occidental, Mosterín se propuso desarrollar una historia del pensamiento universal. En estos trabajos, Mosterín huye del relato meramente descriptivo y despliega todo su arsenal analítico interdisciplinar, señala inconsistencias y razona con claridad y rigor sus críticas. Se retrotrae por ejemplo al pensamiento arcaico, que considera que no es filosófico ni científico, pero que tiene ya una visión del mundo, una historia del origen de las cosas y reflexiones sobre los enigmas de la vida y de la muerte. Sostiene que los pensadores arcaicos carecían del sentido de la consistencia lógica, de la crítica racional y de la contrastación empírica pero que desarrollaron estrategias cognitivas fundamentales, como la escritura, la aritmética y el calendario. Se trató de un proyecto que entendía el ejercicio de la filosofía como indagación de la historia del pensamiento filosófico, que desarrolló en paralelo con otras líneas de trabajo, pues ya a principios de la década de los ochenta escribió El pensamiento de la India (1982), La filosofía oriental (1983), Aristóteles (1984) y tantos otros sobre la filosofía griega prearistotélica, el pensamiento tardío clásico y el pensamiento filosófico en las grandes tradiciones monoteístas. En todas estas investigaciones prestó atención a aspectos de lingüística, matemática, ecología y sociedad que son menos habituales en otras historias de las ideas. Al presentar al lector la versión remozada de la historia del pensamiento en China, Mosterín afirmaba con su característica convicción: «Ha sido la tradición filosófica occidental (y no otra) la que ha dado lugar a la ciencia moderna. Eso le concede una preeminencia indiscutible en el panorama del pensamiento mundial. Pero, si dejamos de lado los gérmenes científicos que contiene, en todo lo demás no es superior a las tradiciones india y china. En algunos aspectos incluso es inferior. El análisis de la paz y de la guerra por el filósofo chino Mo Di y la comunión con la naturaleza de los taoístas pueden servir como ejemplos. Precisamente la actual preocupación por la paz y por la protección de la naturaleza, asociada a nuestra nueva sensibilidad "ecologista", nos lleva a constatar la insuficiencia de nuestra propia tradición y a abrirnos con generosa curiosidad a otros horizontes culturales» [2].
El segundo modo de practicar la filosofía, fundamental para entender el proyecto intelectual de Mosterín en su conjunto, es concibiéndola como una aventura cognitiva en la que el filósofo piensa sin red —con audacia popperiana, por mencionar a uno sus más admirados filósofos— poniendo a prueba sus propias intuiciones, evaluando críticamente las tradiciones filosófico-científicas heredadas y sacando provecho del formidable caudal de resultados que le ofrece la ciencia actual sobre cómo es el mundo.
Durante los últimos treinta años aplicó este modo de filosofar al análisis de la relación entre los humanos y el resto de animales. Consideraba que el maltrato animal constituía una crueldad inaceptable para con los animales no humanos y que había que desarrollar una argumentación moral consistente, científicamente fundada, para liberar a éstos de un padecimiento que se evidenciaba en todo tipo de dominios antropológicos, económicos, sociales y culturales, desde la ganadería intensiva o la pesca extractiva a la tauromaquia. Mediante iniciativas como el Proyecto Gran Simio o colaborando con el filósofo Peter Singer, abogó por el reconocimiento de derechos de los homínidos no humanos (chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes). Libros como El derecho de los animales (1995), ¡Vivan los animales! (1998) y El triunfo de la compasión. Nuestra relación con los otros animales (2014) constituyen aportaciones capitales para el debate actual que revelan la hondura y originalidad filosóficas de Jesús Mosterín. En estos trabajos de filosofía práctica Mosterín despliega con plenitud su metaconcepción de la relación entre filosofía y ciencia como vía para sintonizar con el mundo; una concepción —en la estela de Russell— que entiende que la disposición humana a la crítica racional tiene que fundarse en una contemplación del Cosmos que nos hace ciudadanos del universo. Su obra constituye un aldabonazo para que los seres humanos (los humanes, como él nos llamaba) entendamos que no estamos solos en el universo, que somos animales entre animales, que el conocimiento de los animales es la base de nuestro propio conocimiento y que asumir nuestra animalidad es la base de una relación armoniosa y responsable con el resto de la biosfera.
Tras salir airoso del primer envite de su enfermedad mortal, hace un par de años Jesús Mosterín escribió un bello artículo, cuyo último párrafo compendia bien su modo de pensar y de hacer filosofía: «Todos los seres vivos somos configuraciones efímeras de las partículas de que estamos hechos, pompas de jabón, fogonazos fugaces, olas en el océano inmenso de la realidad. Biológicamente, y como ya sabía Aristóteles, la única posibilidad de sobrevivir a la muerte, aunque muy provisionalmente, es la reproducción. Nuestros genes siguen su camino en nuestros descendientes (los míos, en mis siete nietos), pero ese es su camino, no el nuestro, e incluso este linaje tiene los días contados. Subjetivamente, la vida es formidable y maravillosa en la medida en que tenga componentes formidables y maravillosos. Cuando ya no los tiene en absoluto, sino todo lo contrario, la vida puede convertirse en una farsa sin sentido cuya única solución es la muerte. La muerte del organismo es valorativamente neutral; no tiene nada de bueno ni de malo. Y es lo más natural del mundo» [3].
Descanse en paz.
08/10/2017
NOTAS:
[1] Mosterín, J. (2000), Conceptos y teorías en la ciencia, 3ª edición, Madrid, Alianza Editorial, p. 11.
[2] Mosterín, J. (2007), China. Historia del pensamiento, Madrid, Alianza Editorial, p. 8.
[3] Mosterín, J. (2015), «Una cita con la parca», El País, 24 de marzo.
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