La participación política como terapia
Diego Díaz
En un documental sobre los indignados de la Plaza Syntagma de Atenas una mujer que participa en el movimiento dice a la cámara que, aunque suene mal decirlo, nunca ha sido tan feliz como desde el estallido de la crisis. Pese a la precariedad y las estrecheces económicas, ahora ya no está sola frente al televisor contemplando cómo todo se desmorona, sino que participa, se siente útil y ha multiplicado sus relaciones sociales.
Creo que algo parecido le ha pasado en España a mucha gente desde el 15-M. Muchos ciudadanos han descubierto que acudir a las asambleas, las charlas políticas y las manifestaciones puede ser tan gratificante como el gimnasio, el yoga o las clases de inglés. A pesar de los sinsabores de los inevitables conflictos internos, de la sensación de que nunca somos suficientes para la que está cayendo y de lo tediosas que pueden llegar a ser las interminables reuniones semanales, la «activismoterapia» rebaja la sensación de impotencia. Desahoga, canaliza la frustración y nos conecta con otros seres humanos con las mismas preocupaciones, esperanzas e ilusiones que nosotros. Puede unir a las parejas que la practican juntos más que un crucero romántico por el Mediterráneo y permite reencontrarse en la lucha a padres e hijos que hacía tiempo que no tenían mucho que decirse en las comidas y cenas familiares.
Quizá desde los tiempos de la Transición no había tantas personas dedicadas al activismo en nuestro país. El maestro Guillermo Rendueles suele decir que uno de los mayores éxitos del neoliberalismo en sus décadas de mayor apogeo cultural fue precisamente despolitizar a la sociedad y aislar los problemas colectivos, convirtiéndolos en problemas individuales que allá cada uno se apañase en la consulta del médico y con una buena dosis de antidepresivos.
Frente a la interiorización de la culpa y de la condición de perdedor como algo natural, la resistencia de los de abajo siempre ha pasado por romper el aislamiento que nos separa de nuestros iguales y convertir el sufrimiento individual en fuerza colectiva que impugne el relato oficial de los gobernantes. Recordemos que en inglés sindicato es sencillamente union. Y es que unirse a otros semejantes para luchar puede ser mucho más terapéutico que los consejos del mejor psicólogo, psiquiatra, coach o maestro yogui. En un espléndido libro sobre las trabajadoras de IKE en el Gijón de la desindustrialización, Rendueles se refiere a ellas como un grupo de terapeutas silvestres, y apunta los indudables beneficios de la lucha sindical para la salud mental, frente a aquellas otras muchas obreras de la fábrica que optando por la salida, teóricamente más racional, de aceptar la indemnización y marcharse a sus casas, terminaron entrando en un itinerario de depresión y medicalización.
El apoyo mutuo, no solo material, sino también psicológico y emocional, está en el ADN de todos los movimientos sociales: desde los colectivos de gays y lesbianas al movimiento obrero. Nos quieren en soledad, como dice la canción de Nacho Vegas, pero además avergonzados por pecados que no son nuestros. En los años noventa el colectivo Madres unidas contra la Droga politizó el sufrimiento de muchas mujeres que padecían en solitario la adicción de sus hijos y el estigma de «malas madres». Las madres contra la droga comenzaron pidiendo más medios sanitarios para atender a sus hijos y menos policías para reprimirlos, y terminaron denunciando que la situación de los toxicómanos tenía unos claros culpables políticos y económicos que al contrario que sus hijos nunca terminaban en prisión.
Hoy las asambleas de parados, de afectados por las preferentes o las de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca representan esa mezcla de espacio de lucha y de terapia colectiva que históricamente han sido los movimientos populares. Frente a la vergüenza y la culpabilidad, la PAH ha venido politizando el sufrimiento individual de miles de familias, salvándoles no solo de perder su casa, sino también su cordura e incluso su vida. Ante un relato oficial de la crisis en el que no hay más culpables que unos ciudadanos irresponsables y derrochadores que han «vivido por encima de las posibilidades», la PAH nos ha explicado que el origen del problema no está en una suma de decisiones erróneas, sino en todo un sistema económico que hizo de un derecho básico como la vivienda un negocio más.
En un contexto marcado por la demolición de los derechos sociales más básicos y la desfachatez de unos líderes que han saqueado lo público, y encima nos toman por estúpidos, el sistema está haciendo de la activismoterapia no ya una opción más, sino la única alternativa que nos queda para no caer en la resignación, el cinismo o la emigración, vete tú a saber dónde.
20/01/15
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