Por HELENO SAÑA
Cuanto más viejo me hago y más experiencia acumulo, más persuadido estoy de que la vida sólo adquiere su pleno sentido cuando la vinculamos a un ideal que trascienda el área escueta y limitada de nuestro yo. Pensar sólo en sí mismo me ha parecido siempre una forma de la autorreducción y la autonegación. He vivido y moriré con la profunda convicción de que lo único que puede darnos la paz de espíritu que siempre anhelamos es el intento de ser buenos. Y creo asimismo que todo modo diferente u opuesto de conducta no conduce más que al extravío y la alienación, como le ocurre hoy frecuentemente al individuo medio de la sociedad de consumo.
No se trata de seguir o asumir miméticamente los principios de una doctrina religiosa, de un sistema de ideas o de una ideología, sino de elegir voluntariamente y por convicción propia una determinada manera de ser y de obrar. La moral deontológica, desde la mosáica a la kantiana, es por sí sola insuficiente para movilizar nuestra buena voluntad y nuestros buenos sentimientos, ya por el hecho de que nos llega en forma de imposición externa. Sin nuestra participación interior, toda moral o credo religioso acaba por convertirse en letra muerta o en rito mecánico. También en el plano de la conducta ética, la verdad se halla en el interior del hombre, como sabía ya San Agustín, o en las «raisons de coeur» de que nos habla Pascal.
He llegado desde hace tiempo a la conclusión de que la forma más bella de ser felices es la de contribuir a la felicidad de nuestros semejantes. Quienes no comprendan este principio ético o norma de conducta no comprenderán tampoco lo que es la verdadera dicha. Yerran quienes creen que la felicidad es un bien fundamentalmente individual o solipsista; se trata, al contrario, de un bien vinculado intrínsecamente a los demás. Si recuerdo todo esto es porque el mundo moderno ha conducido a un embotamiento de nuestra sensibilidad comunitaria. El culto al egoísmo y al propio Yo no ha hecho olvidar que vida verdadera y digna de este nombre es siempre vida compartida y en común.
El concepto de lo que Aristóteles llamaba vida buena o lograda se ha externalizado y perdido la dimensión interior y espiritual que el Estagirita —siguiendo aquí a Sócrates y Platón— le adjudicaba. La mayoría de la gente parte del supuesto de que la felicidad consiste en tener éxito, y ello en sentido estrictamente cuantitativo y externo. Ello es por lo demás lógico en una sociedad que lo reduce todo a números, estadísticas, sondeos demoscópicos, estudios de mercado, gráficos comparativos, términos medios y listas de 'best sellers', esto es, a competencia y lucha de todos contra todos. Lógico es asimismo que esta misma sociedad tenga a menos todos aquellos atributos y modos de ser que no se dejan contabilizar, como la conciencia moral, el amor al prójimo, la honestidad, el espíritu de sacrificio, la humildad, la generosidad o la grandeza de espíritu. A diferencia de las actividades externas y tasables, estas virtudes no afloran a la superficie y permanecen alojadas en el interior de las personas que las ejercen. Quien obra bien no compite, sino que sigue únicamente los impulsos de su corazón y los dictados de su conciencia. Y quien espera recompensa o trofeos por sus buenas acciones tampoco comprenderá lo que es la verdadera felicidad, cuya esencia es la de no buscar otra compensación que la de haber hecho el bien. Eso es también lo que pensaba Montaigne: «Pero las acciones virtuosas son demasiado nobles de por sí para buscar otra recompensa que la de su propio valor» (Ensayos, II). El gran solitario francés, imbuido de estoicismo y de cultura clásica, no hacía más que expresar lo que había proclamado siempre la 'philosophia perennis', una tradición interrumpida por la llegada de la burguesía y su apología del individualismo posesivo y de la codicia material. Es a partir de ese momento que el valor del hombre empieza a ser medido por el volumen de su cuenta bancaria.
Freud adjudicaba al hombre dos instintos básicos: el erótico y el tanático. Pero no menos profunda es su inclinación a la vulgaridad y a la autodegradación. Eso explica que haya un gran número de personas que no viven realmente, sino que se limitan a vegetar y a contentarse con el 'Ersatz' (sustituto) que la moda y la publicidad le ofrecen. Son quienes no comprenden que existe una jerarquía de valores y que renunciar a lo elevado y hermoso significa renunciar a la verdadera plenitud.
LA CLAVE
Nº 294 / 1-7 diciembre 2006
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