Por FERNANDO BENITO
«En un tiempo no tan lejano todos fuimos africanos.»
PATXI ANDIÓN
Avanzo despacio sobre el pedregoso camino herido de desnudas «cárcavas». Las escasas, pero intensas, lluvias del verano desagarraron la blanca y frágil piel del muy transitado Basilón. Sedientas sabinas me contemplan mientras asciendo por sus últimos repechos que serpean desembocando en la encrucijada de caminos con la que el pétreo páramo nos recibe.
A la izquierda la vereda nos lleva a la cañada real en cuyo margen aún sobrevive un viejo chozo, antiguo cobijo de pastores. Si tomamos el camino de la derecha nos encontramos con el cabezo de la Matacara, la zona más humanizada de nuestro páramo. Al frente un recto cordón secciona el monte en dos y nos conduce a la Casa de los Tatis. Poco amigo de los caminos trillados, elijo una polvorienta senda que en estas fechas las lluvias otoñales tapizan de numerosos hongos. Las peculiares setas nido, o los coloridos apotecios anaranjados no aparecen. Abandono el camino esperando ver al menos los siempre abundantes y enormes parasoles de pie anillado… nada, ni rastro; tampoco de la gigante cabeza de fraile. Los hermosos morados de las nazarenas que el año pasado a pesar de las pocas y tardías lluvias hicieron acto de presencia, tampoco me regalan la vista… de setas de cardo, níscalos y otras rusuláceas que tras las lluvias de finales de agosto despertaron especulativas, mejor ni hablamos. Este año de sequía extrema y unas temperaturas demasiado altas en la entrada del otoño en algo que solo ha existido en el calendario. Camino por seco musgo, también víctima de la sequía, contemplando los numerosos pinos resineros secos o enfermos a los que la falta de agua también debilita, haciéndoles vulnerables a ataques de hongos y nematodos.
Agazapado entre secas ramas, vigilo un pequeño bebedero de agua al que anhelantes de calmar su sed visitan los confiados petirrojos, los señoriales escribanos y los invisibles garrapinos. Los intrépidos carboneros y herrerillos en estos días con inusitado calor para un septiembre que se acerca a su final, se bañan con alegre frenesí. Absorto contemplo el paso sigiloso a tan solo un par de metros de mí, de una jineta (con 'g' o 'j'). Incrédulo ante el bello espectáculo, contengo la respiración por miedo a que el agudo oído del primitivo carnívoro pueda detectar mi presencia. Este vivérrido (familia a la que pertenece) arbóreo, por sus caracteres primitivos aportan valiosos datos para la comprensión de la evolución filogenética de los Carnívoros. Como no podía ser de otro modo puesto que además del eficiente oído, la jineta posee un olfato excepcional y un sentido de la vista muy bueno (aunque no puede distinguir los colores), a los pocos segundos el astuto animal descubre mi presencia. Lejos de mi esperada previsión de huida inmediata, el intrépido animal clava su mirada profunda en mi mirada inquieta; petrificado e inmóvil siento que naturaleza me contempla. Con su lomo claramente encrespado avanza el más hábil de los vivérridos hacia mí. El latido acelerado de mi pecho apaga el cromático cántico de las aves que hasta hace unos segundos reinara en la soledad del monte. Casi reptando con su vientre a tan solo unos centímetros del suelo, sus enormes y móviles orejas desplazadas visiblemente hacia atrás, me sorprende el ver que su trayectoria perfectamente dirigida a mí se desvía ligeramente y esquiva mi escondite manteniendo en todo momento su actitud vigilante. En unos segundos su cuerpo gris parduzco, perfecto para ocultarse en la noche, desaparece de mi campo de visión. Alucinado no sé si más por ver a este animal de hábitos nocturnos, prácticamente inexistentes a plena luz del día, o del extraño comportamiento que hacía mí mostrase.
La gineta es un animal que hasta muy recientemente fue cazado, por lo que no debería mostrar la más mínima confianza ante nuestra presencia. Se tiene constancia de que los romanos tenían jinetas como mascotas en sus casas antes de que los gatos domésticos fuesen traídos de Egipto. En tiempos de Octavio Augusto se introdujo en las Baleares un animal bajo el nombre de 'ictis' para que acabara con las plagas de conejos de las islas. Descartando el gato, el meloncillo y otras mangostas, 'ictis' pudo ser la jineta. También se le llamó 'gato árabe'; se creía que pudieron ser éstos, ya que los jinetes adornaban su montura con piel de este animal, dando origen así a su nombre. De lo que no cabe duda es que la jineta fuese traída de África, donde se domesticó para liberar a los hogares de los roedores. Una vez llegó a la Península se asilvestró de nuevo enriqueciendo nuestra biodiversidad. Además es un animal beneficioso para el hombre y los ecosistemas naturales, por su papel en la regulación de las poblaciones de micromamíferos y por la dispersión de semillas que realiza con sus excrementos.
Existe una curiosa coincidencia entre el hombre y nuestra amiga la gineta. El Homo sapiens también llegó de África a Europa, pero su llegada es muy anterior al de la jineta; la llegada del sapiens a España tuvo como consecuencia el hibridismo con otra especie de Homo, el neanderthalensis, que durante años consideramos inferior y extinto. Hoy todo parece indicar que ni era inferior ni se extinguió, sino que ambos somos una misma especie. Vemos divisiones donde solo hay un necesario mundo diverso. Y llamar extranjera a nuestra jineta sería sin duda una falacia. Pensar en la vida y su evolución es un buen antídoto contra la estupidez humana.
Nº 23 – INVIERNO 2017
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