jueves, 12 de febrero de 2009

El estado moral de Tahití… y de Darwin

Por STEPHEN JAY GOULD
(1993)

La precocidad infantil es un fenómeno misterioso y fascinante. Pero no debemos olvidar sus límites; la edad y la experiencia confieren ciertas ventajas. Por dulces que resulten, las composiciones que Mozart escribió a los cuatro o a los cinco años no son inmortales obras maestras. Incluso disponemos de una palabra que designa este tipo de «obras literarias o artísticas creadas durante la juventud del autor» (Oxford English Dictionary): juvenilia. El término nunca ha podido librarse de cierto matiz despectivo; indudablemente, los artistas esperan experimentar un sustancial progreso ontogénico. John Donne, en el segundo empleo registrado del término (1633), dio este título a sus primeros trabajos: Iuuenilia: or certaine paradoxes and problemas.

No debería colocarme a mí mismo en compañía tan augusta, pero siento la necesidad de hacer una confesión. Mi primera obra fue un poema sobre los dinosaurios escrito a los ocho años de edad. El mero recuerdo de su primera estrofa me produce escalofríos:
Había una vez un Triceratops
que con sus cuernos daba grandes porrazos.
Un día sacudió a un alosaurio
que se alejó sin un gruñido.
(Pero tiemblo todavía más al recordar su destino final. Envié el poema a mi héroe de entonces, Ned Colbert, conservador de los dinosaurios del Museo Norteamericano de Historia Natural. Quince años más tarde, cuando ya asistía a su curso como estudiante de postgrado, a Colbert se le ocurrió poner orden en sus viejos archivos, descubrir el poema y compartirlo una tarde, para regocijo general, con todos mis compañeros de clase.)

Veamos ahora una cuestión trivial sobre el mismo tema: ¿cuál fue el primer trabajo publicado de Charles Darwin? ¿Una especulación sobre asuntos evolutivos? ¿Tal vez un relato sobre descubrimientos científicos a bordo del Beagle? No, el biólogo más eminente y revolucionario de la historia, el subversor del orden establecido, publicó su primer trabajo en el número de 1836 del South African Christian Recorder. Se trata de un artículo escrito en colaboración con Robert FitzRoy, a la sazón capitán del Beagle, sobre «El estado moral de Tahití». (El catálogo oficial de las publicaciones de Darwin cita una obra anterior: un opúsculo compuesto por las cartas que Darwin dirigió al profesor Henslow desde el Beagle, impreso por la Cambridge Philosophical Society en 1835. Pero este folleto fue editado exclusivamente para su distribución privada entre los miembros de la sociedad, en lo que sería el equivalente de las modernas fotocopias. «El estado moral de Tahití» es la primera aparición pública de Darwin en letras de imprenta, y los biógrafos consideran este artículo su primera publicación, pese a que el trabajo es en su mayor parte obra de FitzRoy, con largos extractos intercalados y convenientemente reconocidos de los diarios de Darwin.)

Por aquel entonces, el gran explorador ruso Otto von Kotzebue había avivado una antigua y extendida controversia, al declarar que los misioneros cristianos habían resultado mucho más nocivos que benéficos, destruyendo las culturas nativas (y a menudo actuando cínicamente como tapadera de ambiciones colonialistas) bajo el disfraz del «progreso». FitzRoy y Darwin escribieron un artículo para rebatir los argumentos de Kotzebue, y para defender la bondad de la obra de los misioneros ingleses en Tahití y Nueva Zelanda.

Los dos compañeros de viaje empiezan por señalar con tristeza que, a la llegada del Beagle a Ciudad de El Cabo, advirtieron la existencia de fuertes sentimientos hostiles a los misioneros:
Una brevísima estancia en el cabo de Buena Esperanza basta para convencer al extranjero de paso de que en Suráfrica impera una virulenta animadversión contra los misioneros. La causa de un sentimiento tan lamentable es algo que probablemente sólo conozcan los habitantes de El Cabo. Nosotros únicamente podemos dar cuenta de este hecho; y afligirnos por ello.
Tras una defensa general de las actividades evangelizadoras, FitzRoy y Darwin pasan a referirse a casos concretos de su propia cosecha, especialmente al mejorado «estado moral» de Tahití:
Opiniones aparte ... sería deseable ver lo que se ha hecho en Otaheite (ahora llamado Tahití) y en Nueva Zelanda para convertir a los «bárbaros» ... El Beagle permaneció una parte del pasado mes de noviembre en Otaheite o Tahití. No he visto en ninguna otra parte del mundo comunidad más ordenada, pacífica e inofensiva. Todo el mundo parecía ansioso por complacer, risueño y feliz por propia naturaleza. Mostraban respeto por los misioneros, y una absoluta buena voluntad hacia ellos... y aquéllos parecían plenamente merecedores de tales sentimientos.
Como es obvio, FitzRoy y Darwin tuvieron en cuenta un posible argumento contrario: el de que los tahitianos siempre habían sido tan decentes, y que la acción de los misioneros no había ejercido gran influencia sobre sus buenas cualidades, juzgadas según el criterio europeo. El artículo es en buena parte un argumento contra tal interpretación, y una defensa de los sustanciales «progresos» auspiciados directamente por la obra de los misioneros. Darwin, en particular, presenta dos argumentos, ambos extraídos directamente de su diario. Primero, el sentimiento cristiano de los tahitianos parece profundo y genuino, no «un mero escaparate» que se exhibe únicamente en presencia de los misioneros. Darwin recuerda un incidente ocurrido en uno de sus viajes en compañía de nativos al interior de la isla, lejos de la vigilancia de los religiosos. (Este incidente debió impresionar sobremanera a Darwin, pues lo relata en varias cartas a sus familiares, ya de vuelta a casa, y lo incluye también en su Viaje del Beagle):
Antes de tumbarnos para dormir, el tahitiano de más edad se arrodilló y entonó una larga oración. Parecía rezar como debería hacerlo un cristiano, con una adecuada reverencia hacia Dios, sin ostentación excesiva de piedad, sin temor al ridículo. Al amanecer, tras sus oraciones matinales, mis compañeros prepararon un excelente desayuno a base de plátanos y pescado. Ninguno de ellos lo probó sin antes bendecir brevemente la mesa. Una experiencia similar habría resultado muy provechosa para aquellos viajeros que insinúan que los tahitianos sólo rezan en presencia de los misioneros.
Segundo, y más importante, las cualidades de los tahitianos han sido creadas, o fomentadas en gran medida, por la actividad de los misioneros. Antes de que llegara la civilización occidental, afirma Darwin, formaban un pueblo bastante dudoso.
En líneas generales, pienso que el estado de la moralidad y de la religión en Tahití es muy estimable ... Los sacrificios humanos, las guerras más sangrientas, el parricidio y el infanticidio, el poder de los cultos idólatras, y un sistema impregnado de una lujuria sin parangón en los anales del mundo; todo ello ha sido abolido. La hipocresía, el libertinaje, la intemperancia, se han visto muy reducidos gracias a la introducción del cristianismo.
(En referencia a la cuestión de la libertad sexual de las mujeres, durante tanto tiempo objeto de comentarios y leyendas entre los viajeros de los Mares del Sur, desde el capitán Cook hasta Fletcher Christian, FitzRoy observa: «después de tan poco tiempo de trato, apenas me atrevo a formular una opinión general; pero puedo afirmar que no he presenciado conductas indecorosas». FitzRoy, sin embargo, admite que «no puede esperarse que la naturaleza humana sea superior en Tahití a la naturaleza pecadora del hombre en otras partes del mundo». Después, Darwin hace una aguda observación sobre la hipocresía de los viajeros occidentales que no guardan la consideración debida a los misioneros a consecuencia de su propia frustración en este terreno: «Realmente pienso que, decepcionados por no encontrar un terreno tan propicio como antaño para el libertinaje, y tal como era de esperar, no dan crédito a una moralidad que no desean practicar».)

En este interesante artículo se dan cita un gran número de argumentos, pero la idea dominante puede ser resumida, con toda seguridad, en una sola palabra: paternalismo. Sabemos lo que es bueno para los primitivos; y, gracias a Dios, en Tahití van respondiendo y mejorando, y en sus acciones y costumbres se van europeizando. Alabemos a los misioneros por su labor ejemplar. Un comentario, de nuevo de FitzRoy, ejemplifica esta idea de forma especialmente molesta (a nuestros ojos contemporáneos) debido al sentimiento de superioridad que trasluce, incluso respecto a la realeza:
La Reina y un nutrido cortejo pasaron unas horas a bordo del Beagle. Su conducta fue sumamente correcta, y sus modales exquisitos. A juzgar por los informes anteriores, y según lo que pudimos presenciar, considero que van mejorando año a año.
Ahora, pues, podemos volver al tema inicial: la cuestión de los juvenilia. ¿Debemos situar este artículo sobre «El estado moral de Tahití», el primerísimo de Darwin, en la categoría de las obras de las que un autor se avergüenza más tarde? ¿Revisó Darwin sus opiniones sobre los pueblos y civilizaciones no occidentales? ¿Acabó por considerar su anterior paternalismo como un desvarío propio de la bisoñez de su juventud? Así lo aseguraría gran parte de la literatura hagiográfica, y siempre podrán hallarse fragmentos aislados, aquí y allá, que avalen tal interpretación (puesto que Darwin era un hombre complejo que, a lo largo de su vida, abordó materias muy profundas, y lo hizo en ocasiones de modo contradictorio).

Sin embargo, y como idea general, yo me inclinaría por la versión contraria. No creo que Darwin revisara jamás de forma seria sus opiniones antropológicas. Su actitud básica persistió: «ellos» son inferiores, aunque redimibles. Lo que sí cambió, con el discurrir de su vida, fue la fórmula de su argumentación. Dejó de explicar su actitud en términos de cristianismo tradicional y obra evangelizadora. Su vehemente entusiasmo paternalista fue apaciguándose mediante una creciente comprensión (cinismo sería una palabra demasiado fuerte) de las debilidades de la naturaleza humana en todas las culturas, incluida la suya. (Observamos los primeros frutos de esta sabiduría en su comentario, citado con anterioridad, sobre el motivo por el que los viajeros, frustrados sexualmente, no otorgaban crédito a los misioneros.) Sin embargo, en lo que respecta al progreso cultural, su fe en la existencia de una jerarquía, con los europeos blancos situados en la cumbre y los nativos de distintos colores en el furgón de cola, no se modificó.

Fijémonos en la gran obra de madurez de Darwin, El origen del hombre (1871). Darwin, a modo de resumen, escribe:
Las razas difieren también en constitución, en aclimatación y en su propensión a ciertas enfermedades. Sus características mentales son asimismo muy distintas; sobre todo en lo que se refiere a sus sentimientos, pero también, en parte, a sus facultades intelectuales. Cualquiera que haya tenido oportunidad de comparar se habrá sorprendido del contraste que existe entre los taciturnos e incluso malhumorados aborígenes de Suramérica y los negros, festivos y parlanchines.
Pero el pasaje más llamativo aparece en un contexto diferente. Darwin argumenta que las discontinuidades presentes en la naturaleza no contradicen la idea de evolución, ya que la mayoría de formas intermedias se encuentran hoy extintas. Sólo hay que pensar, nos dice, en cuan mayor será la distancia que separe a los simios de los seres humanos cuando tanto los simios superiores como los hombres inferiores sean exterminados:
En algún momento del futuro, no muy lejano si lo medimos en siglos, las razas humanas civilizadas exterminarán y reemplazarán, casi con toda seguridad, a las razas salvajes del mundo entero. Al mismo tiempo, los simios antropomorfos … serán sin ninguna duda exterminados. En aquel momento la brecha crecerá, pues limitará por un lado con un hombre en una fase más civilizada, cabe esperar, que la del caucasiano, y por el otro lado con algún simio de tan baja condición como el babuino. Ahora, en cambio, el negro o el australiano por un extremo, y el gorila por el otro, constituyen los respectivos límites.
La extendida (y falsa) idea sobre el igualitarismo de Darwin se nutre en gran medida de la práctica de citar de modo selectivo. Darwin se sentía muy atraído por ciertos pueblos, menospreciados con frecuencia por los europeos, y algunos autores posteriores han extrapolado de forma falaz dicho interés a una supuesta actitud general. Durante el viaje del Beagle, por ejemplo, habló con entusiasmo de los esclavos negros del Brasil:
Resulta imposible ver a un negro y no sentir una inmediata simpatía hacia él; expresiones tan risueñas, francas, honestas, cuerpos tan hermosos y musculados; no puedo ver a ninguno de estos exiguos portugueses, con su rostro sanguinario, sin casi desear que Brasil siga el ejemplo de Haití.
Pero con respecto a otros pueblos, en especial los fueguinos del extremo austral de Suramérica, Darwin sólo sentía desdén: «Creo que si el mundo fuera explorado exhaustivamente, no podría hallarse una clase más baja de hombre». Más tarde, al proseguir viaje, Darwin elaboró algo más sus opiniones:
Su piel roja, inmunda y grasienta, sus cabellos enmarañados, su voz disonante, sus gesticulaciones violentas y carentes de toda dignidad. Al observar a tales hombres, uno apenas puede creer que sean criaturas como nosotros, nuestro prójimo puesto en nuestro mismo mundo … ¿No es un tema habitual de reflexión el dudoso placer que pueden extraer de la vida algunos de los animales menos dotados? Con mucha más razón, pues, podemos preguntarnos lo mismo con respecto a estos hombres.
En lo que concierne a las diferencias sexuales, tan a menudo utilizadas como analogía solapada de las diferencias raciales, Darwin escribe en El origen del hombre (y en directa analogía con las variaciones culturales):
Por lo general se admite que cualidades como la intuición, la rapidez en la apreciación y, quizá, la capacidad de imitación, se encuentran más acentuadas en las mujeres; pero por lo menos algunas de estas facultades son características de las razas inferiores, y por ende de un estado de civilización más bajo y primitivo. La diferencia fundamental entre el poderío intelectual de cada sexo se manifiesta en el hecho de que el hombre consigue más eminencia, en cualquier actividad que emprenda, de la que puede alcanzar la mujer (tanto si dicha actividad requiere pensamiento profundo, poder de raciocinio, imaginación aguda o, simplemente, el empleo de los sentidos o las manos).
Darwin atribuye estas desigualdades a la lucha evolutiva que deben librar los machos por el éxito en el apareamiento: «Por consiguiente, estas facultades han sido puestas a prueba, han sido objeto de selección de forma continua durante el progreso de la masculinidad». Después, en un pasaje notable, expresa su alivio por el hecho de que las innovaciones evolutivas de cada sexo tienden a transmitirse, por herencia, a ambos sexos (no fuera a suceder que la disparidad entre hombres y mujeres se hiciera todavía mayor en virtud del éxito exclusivo de los machos):
De hecho, es una suerte que la ley de transmisión equitativa de los caracteres a ambos sexos haya regido, de forma general, para la clase entera de los mamíferos; de otro modo, es probable que el hombre hubiera adquirido tanta superioridad en capacidad mental sobre la rnujer como la del pavo real sobre la pava en relación a su plumaje ornamental.
Así pues, ¿etiquetamos a Darwin como racista y sexista impenitente a lo largo de toda su trayectoria, desde las ingenuidades de su juventud hasta las profundas reflexiones de su madurez? Actitud tan estricta y nada compasiva de poco va a servirnos si deseamos comprender y buscar enseñanzas en nuestro pasado. En lugar de ello voy a interceder por Darwin en dos terrenos; uno genérico, el otro personal.

El argumento genérico es obvio y sencillo de exponer. ¿Cómo podemos censurar a alguien por el hecho de repetir un prejuicio propio de su época, por mucho que deploremos hoy en día tal actitud? La creencia en la desigualdad racial y sexual constituía un credo clásico e incuestionable entre los varones de clase alta de la sociedad victoriana, seguramente tan controvertido como el teorema de Pitágoras. Darwin construyó una lógica distinta para explicar una certidumbre compartida por todos, y sobre ello sí podemos emitir algún juicio. Pero no veo qué objeto pueda tener la crítica virulenta de la aceptación, en gran parte pasiva, de las creencias populares. En lugar de eso, analicemos por qué un desatino tan potente y pernicioso pudo instalarse en las conciencias de entonces como certidumbre indiscutida.

Si decido repartir la culpa de los males sociales del pasado de manera individual, no quedará nadie digno de estima en algunos de los períodos más fascinantes de nuestra historia. Por ejemplo, y hablando a título personal, si tacho de inaceptable a todo antisemita victoriano, el repertorio musical y literario digno de mi aceptación resultaría triste y exiguo. Pese a que no albergo ni sombra de simpatía por los inquisidores activos, no puedo repudiar a todos los individuos que aceptaron de forma pasiva los criterios más arraigados de su sociedad. En lugar de ello, rechacemos estos criterios, e intentemos comprender las motivaciones de los hombres de buena voluntad.

El argumento personal es más complejo, y requiere un considerable conocimiento biográfico. Las actitudes son una cosa, y las acciones otra distinta (y por sus actos los conocerás). ¿Qué es lo que hacía Darwin con sus actitudes morales relativas a las razas, y de qué manera sus acciones entraban en contradicción con la moral de sus contemporáneos? Bajo este apropiado punto de vista, Darwin es digno de nuestra admiración.

Darwin no era defensor de la desigualdad en tanto que imperativo biológico de imposible erradicación, sino que fue un meliorista [1] en el marco de la tradición paternalista. Ambas posturas pueden llevar a declaraciones desdeñosas sobre los pueblos inferiores, pero sus consecuencias prácticas son muy distintas. El meliorista puede desear la eliminación de tradiciones culturales, y puede mostrarse cruel e inflexible en su falta de estima por las diferencias, pero ve a los «salvajes» (en palabras de Darwin) como «primitivos» debido a sus circunstancias sociales,. y.como, seres capaces de «mejorar» (léase «occidentalizarse»). Él determinista, sin embargo, considera que una cultura «primitiva» es reflejo de una inferioridad biológica inalterable. Y en tal caso, ¿cuál es la política social que se deriva de ello en una era de expansión colonialista: eliminación, esclavitud, dominación perpetua?

Incluso en relación a sus aborrecidos fueguinos, Darwin comprendía la pequeña diferencia intrínseca entre ellos en su desnudez y él, adornado con sus insignias. Atribuía sus limitaciones a un ambiente natural hostil y esperaba, con su habitual estilo paternalista, que en última instancia fueran mejorando. En la página de su diario del Beagle correspondiente al 24 de febrero de 1834, escribió:
Su país es una masa quebrada de rocas feroces, de colinas arduas, de bosques inútiles, un paisaje oculto bajo la niebla y las tormentas inacabables … ¡Qué adversas condiciones para que los poderes superiores de la mente entren en juego! ¿Qué puede hallar ahí la imaginación para pintar, la razón para comparar, el entendimiento para discernir? Arrancar una lapa de la roca no precisa ni siquiera de astucia, la cualidad más baja de la mente … Aunque esencialmente sean la misma criatura, qué poco debe parecerse la mente de uno de estos seres a la de un hombre instruido. ¡Cuan grande es la escala de progreso que separa las facultades de un salvaje fueguino de las de sir Isaac Newton!
La última línea sobre los fueguinos (en Viaje del Beagle) emplea a modo de resumen una frase muy interesante y reveladora: «Pienso que en este extremo de Suramérica el hombre existe en un estado de progreso inferior al de cualquier otra parte del mundo». Uno puede lamentar el paternalismo, pero «estado inferior de progreso» por lo menos apuesta por algún tipo de fraternidad en potencia. Darwin, además, advirtió la viga en el ojo de sus compañeros de tripulación, al escribir sobre sus creencias irracionales y compararlas con las de los fueguinos:
Cada familia [fueguina] o tribu tiene un brujo o hechicero … [Sin embargo] no creo que nuestros fueguinos sean mucho más supersticiosos que algunos de los marineros; un viejo contramaestre, sin ir más lejos, creía con toda firmeza que las sucesivas galernas que encontramos en el cabo de Hornos obedecían al hecho de haber tenido fueguinos a bordo.
Tengo que señalar una preciosa ironía, y referir (de forma sucinta) una historia extraña y maravillosa. De no haber sido por el paternalismo, el Beagle jamás hubiera zarpado, y es probable que Darwin no hubiera acudido a su cita con la historia. Lamentemos el paternalismo, riámonos de él, sobrecojámonos por su influencia; pero concedamos que éste tuvo un efecto sumamente benéfico, aunque indirecto, sobre Darwin. El capitán FitzRoy había realizado un viaje anterior a la Tierra del Fuego. Allí «adquirió», mediante compras y trueques, a cuatro nativos fueguinos, que se llevó consigo a Inglaterra para realizar un casquivano experimento sobre la «mejora» de los salvajes. Llegaron a Plymouth en octubre de 1830, y allí permanecieron hasta que el Beagle se hizo de nuevo a la mar, en diciembre de 1831.

Uno de los fueguinos murió de viruela poco después, pero los demás fueron instalados en Walthamstow y recibieron instrucción sobre la lengua, la religión y las costumbres inglesas. Suscitaron un interés generalizado, que llegó al extremo de motivar un requerimiento oficial para la celebración de una audiencia con el rey Guillermo IV. FitzRoy, comprometido a fondo con su experimento paternalista, proyectó el siguiente viaje del Beagle con el objetivo fundamental de devolver a los tres fueguinos a su tierra, junto a un misionero inglés y a un gran cargamento de artículos absolutamente disparatados e inútiles (entre ellos bandejas de té y juegos de exquisita porcelana), donados, con la mejor voluntad y la ingenuidad más profunda del mundo, por las mujeres de la parroquia. FitzRoy planeaba establecer en los confines de Suramérica una misión, con el propósito de iniciar la gran labor de progreso con aquellas criaturas, las más humildes de la Tierra.

FitzRoy habría fletado un barco de su propio bolsillo para devolver a York Minster, Jemmy Button y Fuegia Basket [2] a su hogar. (Los nombres de FitzRoy para sus cargos rayan en la irrisión paternalista. A quién le gustaría llamarse Chrysler Building, el equivalente secular moderno norteamericano de York). Pero el Almirantazgo, presionado por los poderosos familiares de FitzRoy, aparejó finalmente el Beagle y puso a aquél de nuevo al mando, esta vez con la compañía de Darwin. A éste le gustaron los tres fueguinos, y su prolongado y estrecho contacto con ellos contribuyó a convencerle de que todos los seres humanos comparten, independientemente de sus diferencias culturales, una biología común. Más tarde, en Él origen del hombre (1871), Darwin iba a recordar:
Las mentes de los nativos americanos, los negros y los europeos difieren tanto entre sí como las de cualesquiera otras tres razas que puedan nombrarse; sin embargo, mientras convivía con los fueguinos a bordo del Beagle, me vi constantemente sorprendido por un gran número de pequeños rasgos de carácter que revelaban cuan similar era su mente a la nuestra.
El noble experimento de FitzRoy se saldó, como era de prever, con un desastre. Atracaron en las vecindades del hogar de Jemmy Button, construyeron cabañas como sede de la misión, plantaron hortalizas europeas y desembarcaron a mister Matthews, avatar de Cristo entre los paganos [3], junto a los tres fueguinos. Matthews duró unas dos semanas. Su porcelana fue rota, su huerto fue pisoteado y, finalmente, FitzRoy le ordenó regresar al Beagle. En último término, lo desembarcaría en Nueva Zelanda, donde se encontraba su hermano misionero.

FitzRoy volvió un año y un mes más tarde. Allí encontró a Jemmy Button, quien le dijo que York y Fuegia le habían robado todas las ropas y herramientas y habían partido en canoa hacia su región natal. Jemmy, mientras tanto, había «revertido» completamente a su estilo anterior de vida, aunque todavía recordaba algo de inglés y expresó enorme gratitud a FitzRoy, al tiempo que le entregaba algunos obsequios para sus amigos más especiales: «un arco y una aljaba llena de flechas para el maestro de Walthamstow … y dos puntas de lanza fabricadas especialmente para mister Darwin». En un admirable ejemplo de buena cara ante el mal tiempo, FitzRoy supo encontrar el lado más positivo de un desastre que le afectaba personalmente. A modo de conclusión, escribió:
Tal vez, en el futuro, algún náufrago reciba ayuda y trato generoso por parte de los hijos de Jemmy Button; inspirados, sin duda y de forma casi inevitable, por las historias que habrán oído contar sobre hombres de otras tierras; y también por una idea, por muy vaga que esta sea, sobre su deber hacia Dios así como hacia su prójimo.
Pero el argumento más sólido en el que cimentar nuestra admiración por Darwin no reside en el carácter relativamente compasivo de sus creencias, sino en la forma de acción que eligió a partir de sus convicciones. No podemos servirnos de una nomenclatura política moderna (al estilo de Bork contra Marshall en relación con la lucha por los derechos de las minorías) para designar el espectro ideológico del pasado. Los objetivos igualitarios no existían para los políticos de los tiempos de Darwin. Bajo los criterios actuales, todos eran racistas. En el marco de dicho espectro ideológico, aquellos a los que hoy juzgamos con más dureza pretendían utilizar esta inferioridad como excusa para el pillaje y la esclavización de los pueblos, mientras que aquellos a los que retrospectivamente más admiramos defendían un principio moral de igualdad de derechos y de no explotación, con independencia de la condición biológica de los pueblos.

Darwin se alineaba con estos últimos, junto a los dos norteamericanos mejor considerados de la historia moderna: Thomas Jefferson y Abraham Lincoln, compañero espiritual de Darwin (pues compartían la misma fecha de nacimiento). Jefferson, aunque se expresaba sin gran confianza, escribió: «Afirmo, por lo tanto, como simple sospecha, que los negros … son inferiores a los blancos tanto física como mentalmente». Pero no deseaba que esta sospecha sirviera para justificar políticas de desigualdad social forzosa: «Sea cual sea el alcance de sus talentos, éste no constituye la medida de sus derechos». En cuanto a Lincoln, muchas fuentes han recogido sus escalofriantes (y frecuentes) declaraciones sobre la inferioridad negra. Aun así, es el héroe nacional número uno por la clara distinción que efectúa entre valía biológica y juicios de valor acerca de cuestiones morales o de política social.

Darwin era también un ferviente y activo abolicionista. Algunos de los pasajes más emotivos jamás escritos contra el tráfico de esclavos figuran en el último capítulo de Viaje del Beagle. Tras recalar en Tahití, Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica (donde FitzRoy y Darwin presentaron su fragmento de juvenilia a un periódico local), y antes de emprender rumbo directo a Inglaterra, el buque de Darwin hizo una última escala en Brasil. Darwin escribió:
El 19 de agosto dejamos finalmente las costas del Brasil. Gracias a Dios no visitaré nunca más un país esclavista … Cerca de Río de Janeiro vivía enfrente de una señora mayor que guardaba torniquetes para aplastar los dedos de sus esclavas. También pasé un tiempo en una casa en la que un joven sirviente mulato era injuriado, maltratado y perseguido cada día, cada hora, lo bastante como para quebrar el espíritu del más rastrero de los animales. He visto como un niño pequeño, de seis o siete años, era golpeado por tres veces en la cabeza con una fusta de caballo (antes de que yo pudiera intervenir), en castigo por haberme servido un vaso de agua no lo bastante limpio … Estaba presente cuando un hombre de gran corazón se disponía a separar para siempre a hombres, mujeres y niños pequeños de un gran número de familias que habían vivido juntos durante mucho tiempo.
En las líneas siguientes, Darwin deja la descripción y da inicio a la crítica y a un alegato en pro de una acción positiva:
Ni siquiera voy a referirme a las numerosas y nauseabundas atrocidades que realmente he oído contar; y tampoco hubiera hecho mención de los repugnantes pormenores anteriores de no haber conocido a tanta gente cegada hasta tal punto por la alegría innata de los negros que hablan de la esclavitud como de un mal menor.

Con una eficaz analogía en la que alude a su propia tierra, Darwin combate el típico argumento que invoca la benevolencia en el trato:
Suele aducirse que el propio interés impide un trato excesivamente cruel; como si el propio interés protegiera a nuestros animales domésticos, por otra parte menos susceptibles de despertar las iras de sus salvajes patrones que los degradados esclavos.
Aunque las he leído cientos de veces, todavía no puedo abordar las líneas finales de Darwin sin que la fuerza de su prosa me estremezca de pies a cabeza, y sin que me envuelva una oleada de orgullo por tener un héroe intelectual dotado, además, de tan admirables cualidades humanas (una combinación no demasiado frecuente):
Aquellos que sienten simpatía por el amo y frialdad de corazón por el esclavo no parecen ponerse nunca en el lugar de este último; ¡qué sombrías perspectivas, sin la menor esperanza de cambio! Imagínese a usted mismo ante la posibilidad, siempre planeando sobre su cabeza, de que su mujer y sus hijos (aquellos objetos que la naturaleza empuja a llamar propios incluso a un esclavo) sean arrancados de su lado y vendidos al mejor postor como si fueran ganado. ¡Y tales actos son perpetrados y justificados por hombres que profesan amar al prójimo tanto como a sí mismos, hombres que creen en Dios y que rezan para que se haga su Voluntad sobre la Tierra! Le enciende a uno la sangre, pero también le encoge el corazón, pensar que los ingleses y nuestros descendientes americanos, con su orgulloso grito de libertad, hemos sido y somos tan culpables.
Por lo tanto, y si tuviéramos que formar un tribunal más de 150 años después del suceso (una idea bastante absurda, en cualquier caso, aunque parece que nos veamos empujados a tal anacronismo), pienso que a Darwin se le permitiría franquear las puertas del Paraíso, tal vez con una breve estancia en el purgatorio para reflexionar acerca del paternalismo. ¿Cuál, pues, es el antídoto contra el paternalismo y sus versiones modernas, todas ellas resultantes del insuficiente aprecio por las diferencias humanas (combinado con una ecuación excesivamente inmediata que equipara las características propias, en gran medida accidentales, a la virtud universal)? ¿Cuál, si no el estudio directo, justo y profundo de la diversidad cultural, que además constituye, al margen de sus virtudes relativas a la educación moral, la materia más fascinante del mundo? Esta es la auténtica cuestión. La cuestión que subyace en nuestro valioso movimiento moderno en defensa del pluralismo en el estudio de la literatura y la historia, en defensa del conocimiento de la cultura y la obra de las minorías y de los grupos despreciados, convertidos en invisibles por el saber tradicional.

No puedo negar que en ocasiones se hayan perpetrado abusos en nombre de esta buena causa, por parte de gente dedicada con excesiva pasión a su defensa; ¿qué hay de nuevo en ello? Pero el empeño de algunos reaccionarios todavía más entusiastas por distorsionar y caricaturizar este movimiento, tildándolo de fascismo de izquierdas pero «correcto políticamente», equivale a una cínica cortina de humo destinada a ocultar una lucha por el poder y por el control de los planes de estudio. Sí, Shakespeare ante todo y para siempre (y Darwin también). Pero enseñemos también la excelencia de las técnicas de rastreo de los pigmeos y de la supervivencia de los fueguinos bajo las condiciones climáticas más duras del mundo. La dignidad y la inspiración se revelan bajo muchas formas. ¿Preferiría alguien el vocinglero patriotismo de George Armstrong Custer a la elocuencia del jefe Joseph [4] tras la derrota?

Pensemos, para acabar, en una última frase darwiniana, tal vez la mejor, tomada del capítulo sobre la esclavitud de Viaje del Beagle. Aprendemos sobre la diversidad no sólo para aceptarla, sino también para comprender:
Si la miseria de nuestros pobres no es causada por las leyes de la naturaleza sino por nuestras instituciones, cuan grande es nuestro pecado.
Ocho cerditos. Reflexiones sobre historia natural

NOTAS:

[1] El meliorismo es una doctrina filosófica según la cual el mundo tiende a mejorar y el hombre puede contribuir a ello con su esfuerzo.

[2] Catedral de York, Botón de Palanca y Cesto Fueguino.

[3] En la mitología hindú, «avatar» es una de las diversas encarnaciones de un dios.

[4] Jefe de los nez percé, amerindios de la frontera entre Estados Unidos y Canadá.

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