Por Desmond Morris
[...] La patética y operística corrida de toros, último remanente de una era bárbara y pasada, todavía deshonra nuestra civilización.
El hecho de que la matanza de toros haya sobrevivido cuando las otras formas de matanza urbana como espectáculo han sido eliminadas requiere una explicación. El enorme toro que embiste ha sido siempre considerado como el símbolo de la fuerza bruta y la potencia viril animal. Para un hombre, matar tan terrible bestia significaba una prueba tal de heroísmo que este acto adquirió un significado religioso desde los primeros tiempos. En cierto modo se convirtió en la suprema encarnación ceremonial del primitivo valor del hombre para afrontar la caza. Los cultos al toro se extendían por todo el mundo antiguo y fueron unos de los principales rivales del cristianismo. Restos de esta idea de la matanza ritual de la gran bestia sobrevivieron en los tiempos medievales, cuando los bravos caballeros demostraban su habilidad hiriendo al toro con lanzas desde sus monturas. Esta práctica fue prohibida por el Papa en el siglo XVI, no porque fuera un espectáculo cruel en el que los caballos a menudo resultaban destripados y los toros morían lentamente, sino porque muchos de los mejores nobles terminaban seriamente heridos. Tal era la prioridad papal. El edicto fue poco efectivo, pero finalmente, en el siglo XVIII, eran tantos los caballeros útiles que caían muertos por los toros que se prohibió a la aristocracia que siguiera con esta práctica.
Su lugar fue ocupado por los hombres del matadero de Sevilla. Como no tenían caballos, luchaban a pie, lo cual brindaba un espectáculo mucho más audaz. Allí nació el matador. Pronto descubrió que podía ganar mucho más dinero matando a sus toros en una plaza pública que en la privacidad del matadero. Como entretenimiento preliminar dejaban a caballos viejos y agotados en la arena para que los toros los cornearan. El hecho de que miles de espectadores disfrutaran con estos baños de sangre es uno de los aspectos más preocupantes de la personalidad humana. En la mayoría de nosotros, el impulso de cazar puede ser transformado sin dificultad en algún equivalente simbólico, pero la facilidad con que puede reaparecer en su forma originaria es sorprendente. La corrida de toros no es un evento ocasional, sino un importante deporte, con unas cuatrocientas plazas de toros en todo el mundo. La mayoría de ellas está en España, pero hay más de ochenta en México y otras en Venezuela, Perú, Colombia, Ecuador y Bolivia, así como también hay unas pocas en el sur de Francia. Por alguna razón, parece ser un deporte estrictamente católico, a pesar del edicto papal. Portugal también tiene plazas de toros, pero allí al toro se le ahorra el momento culminante de su tormento y no se le mata en la arena (aunque se lo mata poco después).
Sólo en España, se celebran por lo menos mil corridas anuales en las que mueren unos cuatro mil quinientos toros. La muerte le llega a cada toro después de unos quince minutos. Mientras el espectáculo se desarrolla, la costumbre tradicional es cocinar los testículos del primer toro muerto y servírselos a los dignatarios presentes mientras observan cómo muere el último toro. Esto indica que la verdadera naturaleza de la corrida no es la de ver al toro como toro, sino como a un símbolo primordial. Es el símbolo el que es derrotado, no un animal que sufre y al que se tortura hasta la muerte.
Puede argumentarse que este contrato no es tan duro como podría parecer. Al toro bravo se le permite vivir cuatro o cinco años, el doble que al típico toro de matadero para consumo, y durante esos años goza de todos los placeres que un bovino puede desear. Como no tiene idea de lo que le va a ocurrir, una vez en la arena su adrenalina corre tan rápido que, como un soldado en la batalla, apenas si siente las heridas que le infligen. Su muerte no es peor que la que sufre un búfalo destrozado por una jauría de perros salvajes.
Ésta es la defensa de la corrida de toros. Pero para el observador objetivo es difícil disfrutar de las expresiones que se ven en las caras de los espectadores. El toro tal vez sufra un poco menos de lo que dicen los adversarios de estos espectáculos, pero ¿cómo pueden las mentes que hay tras las caras del excitado público sentir más placer al ver morir al magnífico animal que al verlo seguir con vida? Si pueden tomar tanta distancia con respecto a los demás seres vivientes, es que la humanidad está por encima de la naturaleza. Si el toro es un símbolo de la naturaleza, entonces estamos llevando a cabo una y otra vez su destrucción ritual y disfrutando con su caída. El significado de este hecho para el futuro de nuestra biosfera es, cuando menos, alarmante.
El contrato animal, 1990.
1 comentario:
Ya se ha dado el primer paso para poner punto y final a tal vergonzoso espectáculo. Y ha empezado en Cataluña. Esperemos que continúe en más sitios...
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