miércoles, 14 de julio de 2010

La Gran Revolución

Por Piotr A. Kropotkin
La celebración del bicentenario de la Revolución francesa sirvió, como era de esperar, para ensalzar las virtudes del Estado moderno, que se tiene por descendiente de aquella revolución, y para enfatizar el papel trascendental de Francia en la Historia de la Humanidad. Como se ve, el Estado francés entró en una suerte de trance místico político y los fastos propios de tal evento fueron rituales indecorosos en honor de la servidumbre que ejerce, heredada directamente del absolutismo feudal.
Con ocasión del Primer Centenario de la Revolución de 1789, se organizaron, asimismo, actos parecidos a mayor gloria del Estado. Por entonces Piort Kropotkin, indignado por la artera falsedad con que se presentaban los hechos, cogió la pluma para salir al paso de la unánime interpretación de la revolución que se estaba entronizando. Como primera providencia redactó un texto que habría de publicarse como folleto, en 1892, con el título de La Grande Revolution, y que es el que aquí presentamos. Posteriormente profundizó en el tema hasta completar un extenso y riguroso estudio que le llevó cerca de ochocientas páginas, publicado en 1909 con el mismo título.
Pero a pesar de sus desvelos por mostrar la falsedad y las tergiversaciones de la historia oficial y por rescatar del olvido y el silencio interesado hechos poco gratos a la memoria de la ideología dominante, su obra fue también silenciada durante mucho tiempo. Tuvo que ser otro historiador libertario, Daniel Guérin, quien rescatase y profundizase en la interpretación kropotkiana de la revolución. En la actualidad ya resulta más difícil obviar la concepción libertaria de la revolución francesa y su denuncia del papel de la burguesía, pretendidamente revolucionaria, para perpetuar su dominación en detrimento del pueblo, el verdadero protagonista de la Revolución.
Ignacio de Llorens

Francia ha celebrado el centenario de la Revolución.

Después de haber corrido, desde hace ya mucho tiempo, un tupido velo sobre esta revolución y vilipendiado a quienes ofrecieron su entusiasmo, así como su indómita energía y sus propias vidas, a la gran causa de la emancipación del género humano, la burguesía se acoge hoy a la revolución como si fuese su obra; el día de la toma de la Bastilla se ha convertido en fiesta nacional y el centenario de 1789 ha sido glorificado con una exposición que pasará a los anales de la historia.

Los trabajadores se han dejado llevar por la corriente. Las grandes fiestas tienen siempre algo contagioso: «la joie de vivre» se apodera de las masas, hasta los más indiferentes se sienten involucrados, y el 14 de julio la Francia campesina y la Francia obrera celebran la fiesta con la Francia oficial.

Efectivamente, el 14 de julio es una gran fiesta revolucionaria en la historia de la humanidad. Ese día el París de los «pies descalzos» se sublevó. Comprendió su fuerza y mostró a las generaciones futuras que los gobiernos mejor establecidazos caen ante el empuje que proviene de lo más profundo del pueblo. ¿Qué fueron los grandes días del 48 y del 71, sino repeticiones del 14 de julio? ¿Acaso nuestros corazones no palpitan todavía con la narración de los preparativos del golpe de Estado de la Cour, con el despertar de los suburbios preparando sus picos, quemando las concesiones feudales y marchando al asalto de la sombría fortaleza que amenazaba París con sus cañones y en cuyas torres gemían las víctimas del Antiguo Régimen? ¡Cuántos jóvenes de todas las nacionalidades han sentido el fuego revolucionario prender en sus venas al recuerdo de estos hechos!

Se ha celebrado la fiesta de la Revolución, pero todavía no se ha dicho la verdad sobre ella. Esta insurrección popular es más importante en la historia universal que los siglos de evolución que la habían precedido. Remitámonos, pues, a los hechos, cada vez más sumergidos bajo la marea de mentiras oficiales y de leyendas burguesas inventadas para ocultar al pueblo las enseñanzas revolucionarias que pudiera obtener de esta gran epopeya.

La mentira burguesa y la mentira jacobina desnaturalizan la obra del pueblo durante la Revolución. Intentemos, pues, restablecer el verdadero sentido popular de la misma.

Dos grandes corrientes prepararon e hicieron la Revolución. Una ha sido glorificada en los discursos oficiales. Compete a nosotros mencionar a la otra, silenciada conscientemente porque fue la anarquista.

La primera, toda ella Idea, nació de la burguesía; la segunda, toda Acción, fue germinando en el seno de las masas populares —entre campesinos, en el campo; entre los proletarios, en las grandes ciudades—. Y cuando estas dos corrientes convergieron en un objetivo en un principio común, cuando se prestaron un apoyo mutuo, entones estalló la Revolución.

Se derribaron súbitamente instituciones que habían necesitado siglos enteros para arraigar en la sociedad y que parecían tan estables, tan inmutables, que los reformadores más fogosos no habían osado tocar. La Revolución fue la caída, el hundimiento de todo cuanto conformaba la vida social, religiosa, política y económica de Francia desde hacía siglos, de las ideas adquiridas, de las nociones corrientes sobre cada una de las más complejas manifestaciones y relaciones del género humano.

Y fue la aparición de nuevas concepciones sobre las más diversas relaciones entre todos los ciudadanos, ideas nuevas que se difundieron por Europa, trastornando el mundo civilizado, legando al siglo siguiente su pauta, sus problemas, su ciencia, su desarrollo económico y moral.

Pero, ¿cuál fue la idea que brotó en el seno de la burguesía? Para juzgarla a tenor de su importancia, su valor y su esencia, examinemos sus resultados.

Los Estados centralizados, civilizados, organizados que se reparten Europa y las mesnadas humanas fincadas en sus territorios, son el producto de la burguesía revolucionaria de 1789. Este mecanismo extraordinario que a partir de una orden dictada desde una capital cualquiera, pone en movimiento a millones de hombres equipados para la guerra y a millones de bocas de fuego deseosas de vomitar la muerte, arrasar con sangre los campos de batalla, sembrar la devastación en los campos y el duelo en las familias; estos territorios cubiertos de una red de administradores obedientes a las órdenes de una voluntad central, nombrados por las cámaras de representantes; ¡esa obediencia de los ciudadanos a la ley!, ese culto a la ley, al parlamento, al juez y sus agentes; esa red de escuelas mantenidas o dirigidas por el Estado para fortalecer el culto al poder y la obediencia pasiva; esos reyes de las finanzas que guardan en sus bolsas los destinos de los pueblos según les convenga estimular o apaciguar el ardor bélico de sus gobernantes; esta industria que tritura bajo sus engranajes al trabajador que la nación le entrega a discreción; ese comercio que acumula las riquezas en las manos de los acaparadores del suelo, la mina y la fábrica; en fin, esta ciencia que a pesar de favorecer el pensamiento, centuplicando las fuerzas productivas de la humanidad, quiere, a su vez, someterla al derecho del más fuerte; todo esto no existía antes de la Revolución, y todo esto constituía el sueño del burgués inglés y francés antes de 1789.

Habían concedido y estudiado toda esta organización política y económica, mucho antes de que se dejara oír el fragor revolucionario. Encontramos estas ideas en los escritos —libros y panfletos— de donde los hombres de acción de la Revolución obtuvieron su inspiración, su energía razonada.

La burguesía francesa sabía lo que quería; su ideal fue crear una constitución moldeada a partir de la inglesa: reducir al rey a la simple tarea de escriba notarial; poner el poder en manos del Parlamento burgués; concentrar el gobierno a la manera de la Antigua Roma y absorber los impuestos, la justicia, la fuerza militar, la escuela, el comercio de todo el territorio; proclamar la libertad de las transacciones comerciales; dar carta blanca a la explotación del trabajador sin defensa alguna contra el explotador. Todo ello bajo la protección del Estado, favoreciendo el enriquecimiento de los particulares y la acumulación de grandes fortunas en nombre de la igualdad en el sometimiento y de la libertad de acaparar.

Cuando se presentó la ocasión de realizar su sueño, la burguesía, segura de su saber y de su ideal político, sin la más mínima duda sobre el conjunto o los detalles, se esforzó en su realización con una energía tenaz y consciente, de la que nunca ha dispuesto el pueblo, falto de un ideal elaborado susceptible de oponer al ideal burgués.

Empero, para poner por obra sus propósitos era necesaria la fuerza, la fuerza psíquica y el sacrificio, el desprecio a la muerte en manos del enemigo. Era necesario poner en pie a las masas para el asalto de las viejas instituciones, para realizar la tarea de demolición. Era necesario que existiera, al lado del torrente de ideas, un torrente de acción.

Este torrente nació en el seno del pueblo. La burguesía lo ayudó al comienzo e hizo una llamada a la fuerza popular para atacar la monarquía, aunque para dominarla más tarde, cuando el pueblo atacase los privilegios del Tercer Estado.

Así pues, es justamente toda esta poderosa participación popular la que se procura ignorar en los discursos oficiales. Esta sublevación que duró cuatro años y que permitió a la burguesía combatir y vencer a la realeza, apenas es mencionada, y cuando no queda más remedio es para hacerle reproches, se la califica de «excesos lamentables, excesos de bandidos».

La obra de ésos a los que nuestros abuelos trataron de anarquistas, la obra que fue, de hecho, anarquista tanto por su esencia como por sus procedimientos, y que los historiadores burgueses silencian, intentaremos darla a conocer a los anarquistas de hoy, lamentando no poder entrar en todos los detalles, pues cada uno tiene su importancia, ya que el estudio de las luchas pasadas es la mejor enseñanza para los luchadores de mañana.


La idea de la burguesía en materia política consistía en el gobierno representativo, en un Estado omnipotente gestor de toda la vida del ciudadano, un Estado tal y como lo habían concebido los jurisconsultos de la Antigua Roma.

En materia económica la idea no era menos clara. La burguesía francesa había leído y estudiado a Turgot, Adam Smith, los creadores de la economía política, y sabía que en Inglaterra sus teorías se habían aplicado, y la burguesía británica exportaba a sus vecinos del otro lado del canal su poderosa organización económica y política. La burguesía soñaba con la explotación de las riquezas de la tierra que todavía permanecía improductiva en manos de los señores. Para ello contaba con los pequeños burgueses campesinos como aliados, numerosos en los pueblos, antes incluso de que la Revolución multiplicara su número. Vislumbraba ya el gran desarrollo de la industria y de la producción más allá de los océanos, a las colonias, los mercados de América, las grandes empresas y las fortunas coloniales.

Pero era necesario, de entrada, romper los lazos que sometían al campesino a la gleba, era necesario que fuese libre para abandonar el pueblo e ir a la ciudad, para así, cambiando de amo, suministrar el oro al industrial, en lugar del insignificante diezmo que pagaba al señor, privándose para ello hasta del propio pan.

Era conveniente ordenar las finanzas del Estado: impuestos más fáciles de recaudar y que aportasen mayores sumas al Tesoro.

Era necesario lo que hipócritamente se denominó «libertad de comercio y de industria». Nada de oficios inmundos, de gremios, ni de maestros de oficio dificultando la explotación. Nada de vigilantes entorpeciendo la industria naciente, nada de aduanas interiores ni de leyes prohibitivas. Entera libertad de transacciones.

Y para llegar hasta allí la burguesía debía destruir el poder de la Corte, de la aristocracia y del clero, organizar el Estado y asumir la dirección.

En esto consiste el programa de la burguesía en las vísperas de la Revolución, programa bien definido, como puede verse, donde todo se sostiene, se armoniza, se complementa.

Ciertamente sería injusto decir que la burguesía se movió exclusivamente por intenciones estrictamente egoístas.

Los mejores representantes del Tercer Estado habían bebido en la sublime fuente de la filosofía del siglo XVIII, que llevaba en germen todas las grandes ideas surgidas después. El espíritu eminentemente científico de esta filosofía, su carácter profundamente moral (a la vez que ridiculizaba la moral convencional), su confianza en la inteligencia, la fuerza y la grandeza del hombre libre viviendo entre iguales, su odio a las instituciones despóticas, todo ello se encuentra en los revolucionarios. ¿De dónde, pues, habrían obtenido la fuerza de convicción de la que hicieron gala durante la lucha? Hay que reconocer que los que más trabajaron en la realización del programa de enriquecimiento creyeron sinceramente que el enriquecimiento de los particulares sería el mejor medio de enriquecer la nación en general.

Pero, por grandes que fuesen las ideas sobre libertad, igualdad, progreso libre, que inspiraron a los más sinceros de los representantes de la burguesía de 1789-1793, es por su programa práctico, por las aplicaciones de la teoría por lo que les debemos juzgar.

La idea abstracta permanece vaga ¿Cómo se traduce en los hechos de la vida real? Observemos a los socialistas de hoy en día, que vuelcan su inspiración, su entusiasmo en la grandeza de la idea común: la felicidad de las masas. No obstante, ¡qué gran diversidad de concepciones en sus propias teorías para la puesta en práctica de este ideal! Para unos el socialismo supone la emancipación del género humano, mientras que para otros no es más que una reforma salarial. Entre ambos extremos es posible distinguir toda la variedad de matices que se quiera. La idea abstracta puede dar lugar a programas muy diferentes: no es pues por la idea, sino por el programa como debe juzgarse al autor.

En efecto, sí es de justicia reconocer que la burguesía de 1789 se inspiró en las ideas de libertad, igualdad y emancipación económica, política y religiosa, estas ideas —de las cuales se nutrían— se traducían por el doble programa que acabamos de esbozar: libertad ilimitada de utilizar las riquezas de todo género y de explotar el trabajo humano, sin garantía alguna para las víctimas de esta explotación, y centralización de los poderes para garantizar y asegurar la libertad de explotación, es decir el Estado jacobino, copia del romano.

¿Y el pueblo? ¿Cuál era su Idea?

También el pueblo se había nutrido de la filosofía del siglo. Las ideas de los grandes filósofos desmenuzadas, sistematizadas, desarrolladas y popularizadas en Francia, se infiltraron imperceptiblemente en los cerebros de quienes sufrían tirando del arado, junto al yunque o en la mina. También ellos se inspiraron en los grandes principios de libertad, aspiraban a un futuro de felicidad para todos. Cuando releemos la literatura de la época, nos sorprendemos de la gran cantidad de ideas netamente socialistas —plenamente comunistas—, lanzadas al pueblo por burgueses como Sieyès o como Brissot, que dijo —antes que Proudhon—: «La propiedad, en eso consiste el robo».

Una vaga inspiración de comunismo y de anarquía se abría paso en los sectores populares. Bastaría con releer a Rousseau —los escritos filosóficos y las novelas leídas en la época— para convencerse.

Pero, mientras para la burguesía todas las ideas de liberalización se traducían en un programa elaborado de organización política y económica, estas mismas ideas se presentaban al pueblo sólo como una serie de negaciones, sin prestar atención en lo que saldría en lugar de las instituciones abolidas. Se diría, incluso, que quienes hablaban al pueblo —como buena parte de los socialistas de nuestros días— evitaban conscientemente tener que precisar. A sabiendas o no, parece que se dijeran: «¡Para qué hablar al pueblo de la manera como se organizará más adelante! Basta con que disponga de la fuerza de ataque, la energía para ir al asalto de las viejas instituciones. Eso es todo lo que hay que pedirle, nosotros nos encargaremos más tarde de ver cómo nos las arreglaremos».

No se hablaba al pueblo del futuro. Da la impresión que se temía enfriar su energía revolucionaria, y no se apelaba más que a su sentimiento. Se denunciaban los abusos y se le decía: «¡Sublévate! ¡Todo cambiará para bien!» ¡Cuántos socialistas y anarquistas se mueven todavía de esta manera! Impacientes por acelerar el día de la revuelta, consideran como teorías adormecedoras toda tentación de organización futura.

De este modo, la idea popular se expresaba mediante negaciones: «¡Queremos las listas de impuestos! ¡Abajo los diezmos! ¡Abajo Madame Veto! ¡A la horca con los aristócratas!» Pero: ¿para quién la tierra libre? ¿Para quién la fuerza del Estado (que pasó de manos de Madame Veto a las de los jacobinos, un poder asimismo extraordinario)?

Puede dudarse, incluso, de que estas preguntas fuesen siquiera planteadas. Y aunque se habló de ello más tarde, durante la Revolución, fue para convertir al pueblo —pervertirlo sería el termino más apropiado— al ideal burgués.

No obstante, por fuerte que sea la idea, un abismo la separa aún de la acción. Así pues, la burguesía es impotente si el pueblo no acude a prestarle su apoyo, su aliento revolucionario, sus revueltas, su Jacquerie [1], que permitiera a los burgueses derribar el Antiguo Régimen.

Los historiadores nos han hablado con énfasis del 14 de julio, del impulso revolucionario de los burgueses conforme se preparaba la Revolución. Pero esto no es más que una leyenda surgida después. Lo que más nos ha chocado, por el contrario, en la totalidad de estudios sobre la revolución es la simpleza de la burguesía hacía el poder real, su simpleza antes de 1789, su simpleza después de 1789 y hasta junio de 1792. ¡Para un Eprémesnil que hubo, cuántos miles de lacayos!

Antes incluso de que la Revolución empezase a rugir, de que la nación entera ardiese, de que el pueblo rompiese sus cadenas, la actitud de la burguesía en relación al rey es ya nauseabunda. Baste simplemente con leer en La Revolution de Edgar Quinet (cap. I, p. 342) las siguientes líneas:

«En 1792, el club de los jacobinos es completamente monárquico; pretende expulsar a Billaud-Varennes porque se ha atrevido a poner en tela de juicio la monarquía. Al mismo tiempo, Robespierre, poco más de tres meses antes de la caída de la monarquía, pregunta con toda seriedad "¿Qué es la República?". Durante todo el intervalo de la Legislativa, cuando habiendo abandonado la tribuna se dedica a la educación del pueblo desde su periódico, lo que defiende a ultranza no es otra cosa que la constitución monárquica. Ni una sola palabra que pueda preparar al pueblo al cambio que va a producirse. El 7 de julio de 1792, es decir, diez días antes de la proclamación de la República, los republicanos profieren un juramento por el que abominan de la República» [2].

Si esto ocurría en 1792 ¿qué sería, pues, en 1789? Para nosotros no cabe duda de que la fuerza de ataque vino del pueblo sublevado. Sin él no pudo haber revolución.

Afirmando que los campesinos y los proletarios de las ciudades hicieran ellos solos la revolución, entramos en contradicción con los historiadores. De creerles, la burguesía habría dado prueba de un temperamento revolucionario desde un principio y habría arrastrado al pueblo. Pero si releemos a estos historiadores sin prestar atención en sus declamaciones, si buscamos los hechos más que las conclusiones, nos sorprenderemos precisamente de lo contrario, de la cobardía de la burguesía.

Si la libertad no hubiese tenido otros defensores, estaríamos todavía en el Antiguo Régimen. No sólo antes de 1789 la burguesía soportaba la arbitrariedad y la arrogancia de la corte sin rebelarse, sino que incluso en 1789 y 1790, en plena revolución, su actitud rayaba en el servilismo. El lenguaje de la Asamblea es simplemente indignante, sus apelaciones al rey son concebidas en un estilo de vasallo. Solo empieza a endurecerse a medida que flaquea el poder real, que rodará por los suelos merced a los golpes que le propina el pueblo.

Durante cuatro años, los burgueses no hacen otra cosa que intentar seguir como pueden al pueblo llevado de su ánimo revolucionario. Y cuando en 1793 el pueblo aspira ya a la commune más o menos comunista ¿no es cuando vemos a Robespierre y otros proponer la constitución inglesa?

Pero no nos adelantemos a los acontecimientos y volvamos a 1789.

La leyenda que nos han hecho y rehecho sobre el 14 de julio es de sobras conocida:

«La Asamblea Nacional celebra sus sesiones. Después de dos meses de deliberaciones y rodeos, los tres estamentos: clero, nobleza y Tercer Estado se reúnen. El poder se le escapa a la corte. Entonces se prepara el golpe de Estado. Las tropas emplazadas alrededor de París quieren dispersar la Asamblea. El 11 de julio, la corte se decide a actuar: Necker es destituido del ministerio y desterrado. París lo supo el día 12 y los ciudadanos se echan a la calle llevando la estatua de Necker. En el Palacio Real, Camile Desmoulins hace su discurso. Se sublevan los suburbios, que en 36 horas forjan 50.000 picos. El pueblo se dirige hacia la Bastilla, que no tardó mucho en bajar los puentes levadizos y entregarse… La Revolución se anotó su primera victoria.

»La noticia se difunde en provincias y provoca por doquier levantamientos análogos. Llega a penetrar en los pueblos y los castillos arden. Entonces, el clero y la nobleza renuncian, en la noche del 4 de agosto, a sus derechos feudales. El feudalismo toca a su fin.

»Si los campesinos se sublevan en los campos, no son más que bandidos pagados por la Corte o por los ingleses a quienes interesa mantener el desorden. Asimismo, los patriotas de cada municipio querrán poner fin a la anarquía ejecutando a los bandidos. Y si la revolución dura se debe a que los aristócratas y la Corte no quieren someterse a los grandes principios de 1789. También se proclama la República y los partidos revolucionarios empiezan a degollarse los unos a los otros hasta que Thermidor trae la reacción.»

Hasta aquí la leyenda burguesa.

Pues bien, de principio a fin esta leyenda es falsa: falsa en la narración de los hechos, doblemente falsa en su interpretación.

La Revolución no empieza el 14 de julio. Había empezado hacia enero de 1789, incluso puede datarse en el invierno de 1788.

Si las protestas de los parlamentarios en 1788 tuvieron una cierta importancia, no se debió, por cierto, a los papanatas que se dieron cita después de esas sesiones de justicia. Fue la intervención del pueblo la que le dio un carácter, casi siempre extraordinario, un carácter revolucionario. En muchos sitios los trabajadores de las ciudades, aprovechando las luchas entre gobernantes, se sublevaron con la idea de acabar con los explotadores aristócratas.

La monarquía se subleva también. «La bestia feroz», «el elefante rabioso», así es como Taine trata al pueblo (sin duda en riguroso lenguaje académico), hace escuchar su voz. Era necesario someterlo, cosa que la corte sentía incapaz de hacer sin el apoyo de la burguesía. Se decidió, pues, a convocar a sus representantes.

Por otro lado, después del invierno de 1788, el pueblo ya no pagó impuestos a los señores. Ahora bien, que el pueblo fue animado a ello por los burgueses es completamente cierto. Que la burguesía de 1789 tuvo el buen juicio suficiente para comprender que sin una sublevación popular nunca podría dar cuenta del poder absoluto, es también verdad. Que el pueblo se amotinó espoleado por determinadas deliberaciones de la Asamblea de Notables que ya empezaban a discutir la abolición de los derechos feudales, pues resulta fácil de comprender. Las revoluciones no son fruto de la desesperación, tal y como afirman los blanquistas, quienes creen que del exceso del mal puede salir el bien. Antes al contrario, el pueblo de 1789 había entrevisto la posibilidad de una próxima liberación, y se lanzó a la rebelión con el corazón en la mano.

Empero, no bastaba con esperar, era preciso actuar, arriesgar la piel en las primeras revueltas, aquéllas en las que se preparan las revoluciones. Era esto lo que no podía soportar la burguesía, lo que sólo podía venir del pueblo.

Todavía por aquel entonces el motín estaba penado con la horca, los grilletes y la tortura, pero los campesinos ya se sublevaban.

Desde noviembre de 1778, estos motines, ya fuesen individuales o colectivos, empezaron a generalizarse: cada vez se hacían más colectivos a medida que el pueblo se iba enardeciendo más y más. Los intendentes escribían al ministro advirtiéndole que si se tratase de reprimir los motines, la misión sería ya imposible. No se proclamaban grandes discursos, pero se enarbolaban buenos garrotes. Tomados por separado, ninguno de estos motines tenía importancia suficiente; en conjunto, fueron minando los fundamentos del Estado.

En enero se celebraron las elecciones; se redactaron los cuadernos de quejas. Pero el campesino no se deja engañar. Hombre práctico ante todo, no confía en sus representantes: se subleva. Se niega a servir al Señor y al Estado. Aquí y allá un señor es ejecutado por las Jacques. Agrupaciones secretas que surgen espontáneamente en el seno de las masas, sin reglamentos ni organización centralizada, integrados por amigos que se mueven de consuno en ocultos comités. Los recaudadores de impuestos son recibidos a garrotazos, se toman las tierras de los señores y se trabajan.

Y estas revueltas, tanto más terribles cuanto imprevistas, se multiplicaron por toda Francia, sobre todo en el este, el nordeste y el sureste. Taine contabilizó más de trescientas antes del 14 de julio, de las cuales ha encontrado huellas en los archivos nacionales. La cifra de tres mil no sería exagerada si se tiene en cuenta que los archivos fueron quemados en 1793 por orden de la Convención.

Chassin tiene toda la razón de su parte al decir que si París fue vencido el 14 de julio, los derechos feudales debieron desaparecer entonces. Los campesinos ya no los admitían, y hubiese sido necesaria una guerra en regla contra cada pueblo para restablecerlos.

El feudalismo recibió su golpe de muerte mucho antes que el teatro de Versalles retumbase con esos grandilocuentes discursos —sin duda excelentes, pero impotentes— que con tanto esmero nos han conservado los historiadores.

¿Podría París permanecer tranquila mientras la Francia campesina ya se estaba sublevando? Ciertamente, estaba bien custodiada por la tropa, pero también en la ciudad se producían motines. En abril el pueblo se sublevó contra el ínclito Reveillon, y no pasaba semana sin que se diera alguna escaramuza. La burguesía animaba al pueblo, feliz de encontrar en éste un poderoso aliado que le permitiera sostener sus reivindicaciones.

Llega el mes de julio. Los tres estamentos se reúnen, la burguesía obtiene su primera victoria parlamentaria. Pero la Corte prepara el golpe de Estado. Se da la alerta a la tropa, los húsares van a irrumpir en la Asamblea y a dispersar a los representantes…

Después del 18 de Brumario y del 2 de diciembre ya sabemos lo que va a ocurrir. Los representantes protestarán, pero obedecerán, mientras los instigadores son encerrados en la Bastilla. Los revolucionarios burgueses no se harán más ilusiones sobre la valentía de sus mandatarios, y comprenden la necesidad de hacer sublevar al pueblo de París para provocar el golpe de Estado.

En la actualidad repugna a los señores republicanos confesarlo; les repugna tener que reconocer el origen de su poder, pero ello no les impide ejercerlo. Fueron a buscar apoyo a las tabernas de los barrios. Fue adulando a los trabajadores, mostrándoles, como un espejismo, las promesas de Libertad e Igualdad, de socialismo, que consistía en pan y bienestar para todos, justamente afirmando lo que hoy niegan, fue luchando codo con codo con lo que denominan la escoria del pueblo, como consiguieron la fuerza. La única posible, que podía vencer al rey, a la Corte, a la aristocracia.

El pueblo de París no pedía nada más, se sentía arrobado por el sueño de libertad. Pero también necesitaba pan, pues los niños se iban a la cama con el estómago vacío. Llenar de plomo a los aristócratas —a todos los ricos—, ese era el deseo general en los barrios, pero también querían quemar las concesiones feudales y saquear los graneros de los comerciantes de trigo, las bodegas de los comerciantes de vinos. Y mucho antes de que la burguesía encontrase un Camile Desmoulins para dar el grito de «¡a las armas!», el pueblo de París ya se había sublevado.

Necker fue destituido el 11, París no lo supo hasta el 12, pero ya el 8 de julio (consultar el Moniteur, no la reedición) hubo un motín de los obreros en paro dedicados a las excavaciones en Montmatre. El 10, ya se había vertido la sangre por las calles, y ese mismo día, la barrera de la Chausse d’Autin aparecía envuelta en llamas, y el pan y el vino entraron en París sin pagar. ¿Quién sabe si Desmoulins hubiese pronunciado su fiero discurso sino se hubiese sentido apoyado por las masas, ni si ese discurso estaba inspirado por la algarabía de la sublevación?

El pueblo de París rompió su yugo. A la primera llamada corrió a armarse. Se proveyó, de entrada, de pan, saqueando el convento de los lazaristas, y envió 32 carros de trigo a les Halles: no se puede luchar con los estómagos vacíos; forjó picos y dos días más tarde la fortaleza que almenaba la ciudad derruida bajo el empuje popular.

Pero el pueblo no sólo odiaba a los aristócratas, hacía extensible su odio a los ricos. Y durante dos días, el París de los ricos estuvo a punto de ser saqueado por el París de los pobres.

Así pues, la burguesía, después de haberse servido del pueblo, pensó en la manera de contenerlo. Se armó de fusiles para oponer a las piquetas. Y viendo más claro y con anticipación se organizó también contra la realeza, de modo que algunos ejemplos edificantes bastaron para prevenir el pillaje y hacer entrar en razón a «los bandidos», como dicen los historiadores de nuestros días.

El pueblo, ayer aliado, se convirtió ahora en «los bandidos». Orgulloso de su victoria contra la realeza, amaneció bajo un nuevo poder, el de los burgueses.

La historia del 14 de julio es la historia del pueblo en Revolución. Aliado hoy, bandido mañana. Aliado del 5 de octubre al 10 de agosto; bandido y bestia feroz a partir de entonces.

Mientras París tomaba la Bastilla, los campos estaban en plena insurrección. Pero las ciudades todavía no se habían pronunciado. No empezaron a reaccionar hasta conocer el éxito de la insurrección en la capital.

Las ciudades de entonces no se parecían a las de hoy en día. En la Edad Media se había creado una aristocracia hereditaria de burgueses que tenía en sus manos los asuntos y finanzas municipales. Ésta se enriqueció a expensas de la ciudad, y unas pocas familias se fueron transmitiendo el pastel de padres a hijos. Estas familias tenían también siervos en los campos. Ricos burgueses y nobles tenían además derechos feudales sobre los habitantes de las ciudades, para casarse, para transmitir su patrimonio a sus hijos, o para venderlo, el artesano pagaba impuestos a su señor, noble o burgués, del mismo modo que el campesino en los pueblos.

Los ayuntamientos eran nidos de cuervos y de escribas a quienes los señores y grandes burgueses servían el «menú que arrebataban al pueblo»; pero ese pueblo no quería otra cosa que prender fuego a esos antros de servidumbre. Los burgueses tenían también sus motivos de queja. Antes de enriquecerse, comenzaron amasando sus fortunas a través del comercio y la industria. Miraban con malos ojos la arrogancia de los nobles, las exenciones de que gozaban a la hora de pagar impuestos. Soñaban con la gran industria y la libertad de explotación, así que los gremios les molestaban: la mayor manera de explotar es tomando a cada obrero individualmente.

Este cuerpo de artesanos, antaño tan poderoso, que en la Edad Media representaba la organización del trabajo de la comuna, hubiera podido transformarse en instituciones nuevas, más apropiadas para las nuevas necesidades de la industria manufacturera, cosa que no convenía a la burguesía, que quería «libertad de transacción», es decir, la libertad sin traba alguna para explotar a cada proletario de manera individual.

El odio del pueblo contra el feudalismo francés y señorial, y el odio de la pequeña burguesía contra la nobleza y los gremios se daban la mano. Así pues, desde que se supo en provincias la toma de la Bastilla, los proletarios, ya hartos de las manipulaciones de la Asamblea, estimulados por las grandes ideas de Emancipación, Igualdad y Libertad, y adulados por los pequeños burgueses, se sublevaron. Las ciudades de la Alsacia, la Lorena y del Dauphiné —los del este en general— se levantaron. Los Ayuntamientos fueron tomados por asalto; los papeluchos quemados; las familias de rancio abolengo fueron puestas a buen recaudo. La servidumbre, los diezmos y todo el boato del feudalismo desaparecieron tanto en las ciudades como en los pueblos.

El pueblo bailó sobre los escombros, plantó árboles de la libertad y regresó a sus tugurios. Pero la burguesía no se contentó con tan poco, estuvo esperando que llegase su hora y, en provincias como en París, se armó inmediatamente, organizó milicias, se apoderó de los Ayuntamientos y ocupó el lugar del poder desaparecido. Y cuando el pueblo quiso continuar su obra y llevar más lejos la Revolución, se encontró bajo la férula de un nuevo amo. Tan fuerte como el poder depuesto, se encontró ante una fuerza armada —la milicia burguesa— mucho más considerable que los soldados de los regimientos reales.

La burguesía de 1789 tenía un plan preconcebido: Armar las milicias burguesas, que servirían de dique tanto contra el pueblo como contra la monarquía; ocupar los Ayuntamientos, hacer «respetar la propiedad»; apoderarse del poder del Estado y reorganizarlo siguiendo el plan que hemos esbozado anteriormente. Para ello no bastaba con mandar en Estrasburgo, Lyon, Marsella, etc. Debía llegar a dominar cada comuna, y hacer en cada pequeña población lo mismo que había hecho en las grandes ciudades. Pero, ¿quién podía hacerlo? Desde luego que la Asamblea Nacional, no. Era necesario que se hiciese por la propia iniciativa de los habitantes. Y estos habitantes, inmersos en sus pequeños intereses particulares, tampoco se movían; apenas se interesaban por lo que sucedía en el país.

Los burgueses de 1789 no tenían la ingenuidad de nuestras autoridades, que creen que todo pueden obtenerlo a golpe de decreto. Comprendieron que era necesario actuar en cada población, sin esperar nada de París. Duport y otros se encargaron, veamos de qué modo. Después de enero —decíamos— los campos del este estaban en pie. Emisarios desconocidos, salidos del pueblo, recorrían los campos, incitando a la revuelta. Allí donde los medios ordinarios no eran suficientes, se presentaban como portadores de falsos decretos de la Asamblea Nacional, ordenando no pagar más y apropiarse de las tierras de los señores. Otros mostraban falsos decretos del rey ordenando quemar los castillos. Hubo, incluso, un impostor que se hizo pasar por un pariente de Luís XVI. Los campesinos de entonces no eran más leídos, ni estaban mejor informados que los campesinos rusos de nuestros días. Querían sublevarse, pero les era necesario dar una apariencia de legalidad a sus actos, así disponían siempre de una excusa en caso de fracaso.

No estamos contando una leyenda, sino hechos silenciados por los historiadores burgueses. No obstante, puede consultarse el Moniteur para asegurarse. Los decretos de la Asamblea Nacional y el informe de Gregoire hacen mención de ello.

Así pues, los castillos ardían, los puentes levadizos habían sido desgajados, la abdicación de los derechos feudales se obtenía por la amenaza o por el fuego, frecuentemente en nombre del rey o de la Asamblea.

Pero, como hombres sensatos que eran, los campesinos no hacían distinción entre nobles y burgueses. Si el señor había concedido sus derechos feudales a un burgués (y la nobleza arruinada lo hacía a menudo, tal y como lo hacen actualmente los lores ingleses y los señores rusos), los campesinos pegaban fuego a la casa del burgués y, poniéndoles el hacha en la nuca, los forzaban a abdicar de sus derechos, como hubiesen hecho con cualquier señor de sangre azul.

«¡Los bandidos han quemado los castillos de los patriotas!», gritaban los burgueses revolucionarios. «Pues, ¡a por los campesinos!» y las milicias burguesas salían de las ciudades para restablecer el orden en los campos. En Estrasburgo, al día siguiente de la insurrección que abolió el feudalismo, las milicias burguesas arrestaron a 400 trabajadores y colgaron a dos. Pero todavía fue peor en el campo. Los Ayuntamientos se convirtieron en tribunales ambulantes y, después de haber librado batalla con campesinos desarmados y conseguido victoria fácil, colgaron sin piedad a esos «bandidos» que habían osado saquear tanto las «propiedades plebeyas» como las propiedades nobles. Los documentos hacen mención de ocho campesinos colgados en le Mâconnais, doce por el parlamento de Douai, y sucedió lo propio en cada provincia. En el mismo momento en que se estaban redactando los Derechos del Hombre (agosto, 1789), se ejecutaban en un solo día a trece “cazadores furtivos” que se habían tomado la Revolución al pie de la letra y cazaban las piezas que pertenecían a sus señores.

Aprovechando la insurrección general de los campesinos de Alsacia, Lorena, Dauphiné, Champagne, Poitou, Perigard, etc., los emisarios del Tercer Estado —Duport y otros— recorrieron las pequeñas ciudades forzando a los burgueses a armar sus milicias: «En quince días —nos cuenta el mismo Duport— he hecho tomar las armas a buena parte de Francia. Llegaba a la ciudad, daba la alarma enseguida». Y el alcalde de Péronne lo reconocía con franqueza: «Queremos vivir en el terror —decía—. Gracias a los ruidos siniestros podemos disponer de una milicia formada por tres millones de burgueses esparcido por todo el país».

Como se ve, los burgueses sabían lo que debían hacer. Y, de este modo, durante el otoño de 1789 la burguesía estaba armada hasta los dientes, dominando municipios ya reorganizados en los términos marcados por la nueva ley y al frente de una poderosa milicia. Y cuando el pueblo, haciendo un extraordinario esfuerzo revolucionario, ataca la propiedad reconstituida, se encuentra ante sí al burgués gritando: «¡Alto ahí! Has hecho lo que te hemos pedido, pero ya no irás más lejos. Has abolido al Antiguo Régimen, pero el Nuevo Régimen lo haremos nosotros. Hemos proclamado la ley marcial y en el momento en que el alcalde despliegue la bandera roja, se te fusilará, se te masacrará para obligarte a volver a tus tugurios!»

Durante este tiempo, el Tercer Estado iba votando ley tras ley en la Asamblea Nacional para reorganizar el país según su ideal. Leyes que en tiempos ordinarios habrían necesitado años para ser adoptadas, fueron promulgadas en pocos días. Los juristas las admiran todavía por su lucidez, su elegancia, por su previsión de los más pequeños detalles. Europa lleva un siglo copiándolas.

A la burguesía no la habían pillado desprevenida. No hacía más que trasladar por escrito lo que ya había meditado y estudiado desde hacía mucho tiempo. Pero si estas leyes pudieron convertirse en realidad, y no quedar en papel mojado, se debió a la revolución, a la que no le bastaba con la nueva proclamación de los Derechos del Hombre, cuando en la práctica ello se traducía en la organización de la servidumbre. Afortunadamente, la aristocracia y la Corte no se dieron por vencidos. Lucharon contra las leyes de la Constituyente, conspiraron… y la revolución tuvo que continuar. Continuó y, en efecto, gracias a la gran lucha que pronto tuvo que sostener, no se paró ante las vagas declaraciones del cuerpo legislativo.


Si la historia de la Gran Revolución, tal y como ha sido contada por Michelet, Louis Blanc o incluso Mignet ha ayudado notablemente a revelar al mundo entero el espíritu de la revuelta y el odio a los tiranos, por otra parte ha hecho un mal increíble cultivando el prejuicio gubernamental, otorgando a los gobiernos revolucionarios y al club de los jacobinos una importancia que nunca tuvieron, menospreciando el rol de las masas y creando una tradición revolucionaria completamente falsa.

Leyendo estas historias, se nos convence de que son representantes del pueblo quienes han hecho la revolución, quienes han tomado la iniciativa de derribar al Antiguo Régimen, haciendo de vez en cuando una llamada al pueblo para sostener sus reivindicaciones.

Nada de eso sucedió en realidad, y no hay nada más falso que esta manera, muy acreditada, de concebir la Revolución. Los representantes de la nación se esforzaron, en efecto, en organizar el poder de la burguesía, en centralizar el poder en sus manos en beneficio de la burguesía. Sin embargo, empezaron a hacerlo a medida que la revuelta popular destruía el Antiguo Régimen, e intentando salvar lo más posible de las instituciones del pasado.

En cuanto a su fuerza de ataque, fue insignificante, como ya ha quedado dicho, y se puede afirmar, sin exageración, que toda la obra de demolición fue llevada a cabo por el pueblo, al margen de las Asambleas y contra sus deseos. Fue el pueblo quien abolió las servidumbres feudales a pesar de la resistencia de sus representantes. Fueron los «pies-descalzos» quienes desorganizaron los resortes de la antigua monarquía: sus parlamentos, sus instituciones provinciales, su administración fiscal y su fuerza represiva, a pesar de los edictos feroces proclamados contra ellos por esos que se denominaban sus representantes.

Se ha dicho en alguna ocasión que los representantes del pueblo en la Asamblea Constituyente, en la Cámara Legislativa y sobre todo en la Convención, han sancionado, por lo menos, los hechos revolucionarios ya llevados a cabo, y que esta sanción los generalizó dándoles fuerza de ley, pero esto es decir demasiado. De hecho, todo lo que el pueblo pudo obtener, se consiguió forzando a los asambleístas, amenazándoles desde lo alto de los anfiteatros y tribunas para que reconocieran algunos hechos y los tradujeran en leyes, aunque sus leyes más avanzadas fuesen siempre compromisos con el pasado: componendas mediante las que se buscaba salvar, frente al pueblo insurgente, una parte de los antiguos privilegios [3].

Las Asambleas, incluyendo la Convención, fueron siempre un lastre para la Revolución. Nunca asumieron la vanguardia de la obra revolucionaria, digan lo que digan Michelet o Louis Blanc.

Resulta imposible, en el presente texto, seguir paso a paso la Revolución para demostrar lo que aquí apuntamos. Algunos ejemplos bastarán para probar la exactitud de nuestra opinión.

Tomemos el hecho más importante de la Revolución, la abolición de los derechos feudales, y veamos cómo se produjo:

Es conocida la leyenda de la noche del 4 de agosto de 1789. El clero y la nobleza, llevados de un espíritu patriótico, habrían abdicado de sus derechos en esa noche memorable. Así lo ve la historia. Para probarlo ¿acaso no se aducen los discursos declamatorios del duque de Aiguillon, del duque de Noailles, del arzobispo de Chartes y de una veintena de nobles?

¡Palabras, sólo retórica! Entusiasmo que sólo duró unas horas, en el mejor de los casos, y si es que fue sincero.

De entrada, lo cierto es que fue una noche de pánico y no de entusiasmo. Los castillos ardían o habían sido saqueados en pocas semanas; sobre todo en las provincias del este, los campesinos se habían mostrado muy feroces hacia algunos señores, les habían encadenado los pies para obligarles a abdicar sus derechos (por lo menos eso se dijo en París) y las noticias que llegaron de las provincias precipitaron y aumentaron los acontecimientos.

«¡No son los bandidos quienes hacen esto! —decía el duque de Aiguillon— pero el pueblo ha hecho una especie de liga para derribar los castillos, devastar las tierras y, por encima de todo, apoderarse de los archivos» (donde estaban consignados los cánones feudales).

Es el pánico el que habla y no el entusiasmo. Pero ¿qué proponían estos audaces revolucionarios del Tercer Estado tras constatar los hechos de la Jacquerie?

Si se consulta el Moniteur, se verá que acudieron a las sesiones para solicitar una ley que protegiera a los nobles contra los campesinos insurrectos. Afortunadamente, los nobles estaban mejor informados sobre la situación en los campos. Sienten que se juegan la piel. Comprenden que el gobierno es impotente y que una ley más no va a detener la Jacquerie, saben que todos sus privilegios se van a ir a pique a la vez. Intentarán salvar lo esencial sacrificado «en el altar de la patria» aquello que no tiene valor: se apresuran a renunciar a la servidumbre personal, precisamente lo que los campesinos hacía siete u ocho meses que ya no pagaban; renunciaron a la justicia señorial que ya no pueden ejercer más, ya que en ese momento, primaba la justicia de los campesinos.

Tras todas estas ambiciones ¿qué decidió la Asamblea Constituyente?

Declara que quedan abolidos los derechos feudales: así empieza su decreto. Pero cinco o seis líneas más adelante nos muestra que, de hecho, no ha abolido lo que ya no existe, las servidumbres personales —los informes de los intendentes lo constatan— que no habían sido cumplidas desde 1788, y de las que Chassin nos dice que para restablecerlas hubiese hechos falta poner sitio a cada pueblo por separado, ¡y aún así!

En cuanto a servidumbres reales, las únicas que poseían todavía un valor pecuniario, el decreto del 4 de agosto las mantiene íntegramente. Los campesinos tenían sólo el derecho de redimirse si se ponían de acuerdo con sus señores respecto del precio a pagar por obtener la redención. Así pues, resulta que la Asamblea revolucionaria hizo menos a este respecto que el gobierno ruso en 1861. No restituye la redención obligatoria, no determina el precio de la redención: «¡Entendeos con vuestros señores! ¡Si quieren dejaros rescatar por vía de pago vuestras obligaciones feudales, tanto mejor! ¡Si no quieren, pues peor! Pero pagad, pagad inmediatamente, y si no pagáis los ayuntamientos se encargarán de haceros entrar en razón».

Esta es la esencia de los famosos decretos del 5, 6, 8, 10 y 11 de agosto. Se comprende ahora porque ni uno sólo de los historiadores de la Revolución han reproducido el texto de esos decretos. ¡Bien que se han guardado de hacerlo!

«El descontento es general en el campo después de estos decretos» escribía la reaccionaria Madame Staël, «si no se hacen mejores, la Jacquerie empezará de nuevo».

Y la Jacquerie empezó de nuevo con vigor.

En el fondo, los decretos de agosto, no eran más que declaraciones de principios. Esos legisladores, de tan pulcro estilo, tan claros cuando redactaban las leyes concernientes a la organización política de la autoridad burguesa, se limitaban a frases escuetas cuando se trataba de propinar un ligero rasguño a alguno de los privilegios económicos que compartían con los nobles.

Tampoco se dieron prisa en promulgar los decretos. Habiéndose negado el rey a sancionarlos, no le instaron a que obedeciese. Fue necesario que el pueblo, las mujeres, llevasen al rey a París el 5 de octubre para que éste se decidiera a dar su sanción. Pero después de haberla obtenido, la Asamblea se limitó a enviar los decretos a los parlamentos, y el hecho es que nunca fueron debidamente promulgados.

Mientras tanto, los campesinos, que se enteraron vagamente de que se habían hecho objeciones a la abolición de las obligaciones feudales en Versalles, se envalentonaron de nuevo, prolongando la Jacquerie. Si bien en febrero de 1790 el Comité de Relaciones constataba que la insurrección campesina continuaba todavía, que Quercy, Rougerne, le Perigard, la Baja Bretaña estaban envueltas en llamas, que la insurrección se había dirigido hacia el oeste, pedía que se le explicara de una vez, y de manera concreta y precisa, qué derechos feudales habían sido abolidos y cuáles estaban en vigor, a la vez que solicitaba medidas drásticas contra los campesinos. ¿Qué hizo la Asamblea Nacional? Expresó su disgusto, y concedió permiso a los ayuntamientos para que colgasen sumariamente a los campesinos insurrectos, para aplicar el decreto del 10 de agosto, un decreto draconiano contra los «bandidos».

Hubo que esperar hasta marzo de 1790 para que se decidiesen a precisar los derechos feudales abolidos. Pero todavía en junio del mismo año hizo una ley por la cual aquellos que no pagasen los diezmos y los impuestos feudales por la explotación agrícola serían castigados severamente. ¡Y todavía más! Aquellos que simplemente osaran hablar en contra de las obligaciones feudales serían sometidos a los rigores de la ley marcial [4].

Afortunadamente, Francia carecía de gobierno. Las asambleas se sucedían, los jefes pavoneaban y presumían de las medallas que ellos mismos se otorgaban tanto en París como en provincias, pero sus poderes no eran reales. La Jacquerie continuaba y, de hecho, se abolieron los derechos feudales, los mismos que la ley todavía mantenía.

Pero, vamos a ver en qué fecha fueron abolidos, sin pago de rescate, por la ley. Pues hubo que esperar hasta el 14 de junio de 1792, mediante un golpe de Jarnac en la Asamblea. Cuando ya sólo permanecían en la sala 200 diputados de izquierda sobre 497, se hartaron de salvaguardar una ley formal, reconociendo los hechos establecidos.

¡Y se nos habla de los principios de 1789! ¡De las grandes tareas de las asambleas revolucionarias! ¡Mentiras, fábulas inventadas para dirigir a los rebaños humanos!


Se sabe que en Francia, como por doquier en Europa, antaño las comunas o municipios poseían el suelo del territorio. El señor —barón, conde o duque— tenía derecho sólo a cierto número de días de trabajo de los cultivadores establecidos en las tierras sometidas a su jurisdicción y a sus enmiendas judiciales; a cambio de ello estaba obligado a armar y mantener a caballeros e infantes y prepararlos para la guerra. Más adelante, fue necesaria toda la casuística del derecho romano, comentada e interpretada por los juristas, para dotar a los señores de menos tierra, pues antiguamente no eran más propietarios de la tierra que el emperador de Alemania o de Rusia lo son del pueblo ruso o alemán. Sabemos también que durante toda la segunda mitad de la Edad Media, los señores intentaron y consiguieron acaparar la mayor parte de las tierras otrora comunales.

No obstante, en el siglo XVIII las comunas poseían todavía inmensos lotes de tierras que fueron objeto permanente de la codicia tanto de los señores como de los campesinos enriquecidos —los burgueses de los pueblos—. Durante este siglo los señores hacían la ley y se aprovecharon lo más que pudieron para apropiarse a gran escala de las tierras comunales. Hicieron lo que los señores ingleses han venido haciendo los últimos cien años, y hacen todavía, apoderándose de las mejores tierras, dejando que las comunas litigasen por causas que tenían ya perdidas.

Pues bien, desde que la Revolución empezó con las revueltas en los pueblos, los campesinos se marcaron dos metas principales: la abolición de las servidumbres feudales y la posesión de las tierras que las habían robado los señores laicos y eclesiásticos.

Ya sabemos cómo los «revolucionarios» se las ingeniaron para conservar hasta donde les fuera posible la antigua servidumbre, pues bien, hicieron lo mismo respecto a la devolución de las tierras comunales. Los campesinos aprovecharon la confusión constante de los gobiernos para tomar posesión de las tierras, y los revolucionarios burgueses, a quienes los historiadores tratan con tanta delicadeza y consideración, lo impidieron por todos los medios. Y cuando los campesinos, a pesar de las leyes feroces contra aquéllos que «pretendían atentar a la propiedad», se adueñaron de una buena parte de las tierras comunales, veamos lo que hicieron los burgueses para conservar su botín.

Hasta Turgot, los pueblos franceses estaban organizados más o menos como lo están todavía los pueblos rusos de hoy. Existía la asamblea plenaria de todos los cabezas de familia para discutir en común los asuntos de la comuna. Era el mir, tal y como lo ha descrito Lavelaye respecto de Rusia y Babeau respecto de Francia. El pueblo repartía periódicamente la posesión de los terrenos comunales, en algunos lugares se llegaba a la repartición de los campos cultivados, tal y como se hace aún en Rusia. El pueblo entero se hacía responsable del pago de los impuestos.

Turgot cambió todo esto. La responsabilidad común fue abolida y, con el pretexto de que las asambleas plenarias era «demasiado alboroto», este amigo del orden burgués, a quien los burgueses de hoy consideran un gran hombre, las suprimió de un plumazo. Las sustituyo por asambleas elegidas, en las que algunos miembros eran notables del pueblo. Los campesinos proletarios, ésos que no disponían ni de buey ni de arado y sólo tenían un pedazo de tierra en el que hundir la azada, (eran los más numerosos) perdieron así toda influencia sobre la administración de los bienes comunales.

Turgot hizo lo que los burgueses rusos están intentando hacer y harán cuando puedan dictar la legislación del país.

La Revolución no hizo más que retomar la obra de Turgot. Se apresuró a establecer una distinción entre ciudadanos activos y ciudadanos pasivos. Únicamente los primeros —es decir, los ricos— tendrán derecho al voto en los asuntos nacionales municipales.

El poder político y el poder económico iban de la mano cuando una parte de las tierras comunales fueron tomadas por los campesinos. Entonces la Asamblea Legislativa se apresuró a autorizar a las comunas —o más bien a los Consejos comunales elegidos por los ricos— a vender los bienes comunales. Y eso era precisamente lo que los pequeños burgueses anhelaban desde hacía tiempo. Inmediatamente las mejores tierras pasaron a sus manos.

Sin embargo, los proletarios no lo entendían así, fue entonces cuando en cada pueblo se inició una dura lucha entre los pobres y los ricos. Ahí donde los pobres se sentían amenazados o atacados invadían los municipios a golpe de garrote, tomaban la plaza y quemaban los documentos de ventas. Y como la fuerza estaba en ocasiones de su parte, obligaban a la Legislativa a suspender la venta de bienes comunales. Pero los burgueses se desquitaron votando —y resulta difícil de creer— la repartición de los bienes comunales a partes iguales entre los ciudadanos activos únicamente. Los campesinos pobres fueron excluidos del reparto; las familias que sólo disponían del prado comunal para hacer pastar a algunas ovejas y el bosque comunal para recoger leña, fueron privadas de estos últimos recursos. No tendrán más remedio que abandonar el pueblo, ir a la ciudad y engrosar las filas del proletariado industrial.

Y esto era precisamente lo que necesitaban los burgueses. Soñaban con la gran industria, con las grandes transacciones comerciales. El ideal de Robespierre y de Saint-Just —lo hemos mencionado antes— era la industria y la constitución inglesa, industria para la cual hacía falta un proletariado, millones de miserables forzados a venderse a razón de uno o dos francos por día. Les convenía que fuese gente sin recursos y sin organización alguna; y la burguesía se apresuró a votar leyes draconianas contra las coaliciones obreras —denominadas antipatrióticas— y las huelgas.

Mediante este reparto de las tierras comunales sólo entre los ricos, la burguesía mató dos pájaros de un tiro: incorporaba a su Revolución a los campesinos ricos y creaba un proletariado necesario para la industria [5]. Afortunadamente, la Jacquerie de los desheredados resurgió con renovado vigor contra los acaparadores burgueses, ya no exclusivamente contra los nobles. En la Convención la lucha se tradujo por la insurrección de algunas secciones de la Comuna parisina, la destitución del anterior consejo de la Comuna y la masacre de los girondinos.

Durante este corto intervalo de triunfo de los anarquistas, el pueblo logró forzar a la Convención a votar una ley por la cual las tierras tomadas a los señores por las comunas, serían repartidas a partes iguales entre todos los habitantes del pueblo. Medida igualitaria, a primera vista, pero mala en el fondo, puesto este decreto nunca fue aplicado. Los proletarios de los campos prefirieron conservar su parte en el campo comunal que tomar posesión de un pedazo de tierra —el menos bueno, evidentemente— pues pronto se habrían visto obligados a abandonarlo por no poder cultivarlo adecuadamente. De este modo las comunas conservaron, a pesar de los edictos de la feroz Convención, millones de hectáreas de tierras comunales.

Añadamos, por último, que «el orden» fue muy pronto restablecido por Robespierre, que hizo guillotinar a «los anarquistas», de esta manera empezaron a denominar desde entonces a los hebertistas y a todos los revolucionarios irrespetuosos de la propiedad burguesa, y que las leyes contra los acaparadores, el precio tope de las mercancías, etc., no fueron más que un compromiso. Se continuó manteniendo la propiedad burguesa aunque se limitó moderadamente. Pero esta limitación, como se sabe, se acabó desde que el Club de los jacobinos se hizo dueño de la situación. No obstante, abandonado por el pueblo revolucionario, también a é le llegará su hora en el golpe de Estado de Thermidor [6].



NOTAS:

[1] Nombre dado a las revueltas campesinas contra los señores feudales que tuvieron lugar en Francia en 1358. Desde entonces Jacquerie será sinónimo de revuelta campesina. (N. del Trad.)

[2] Para verificar la exactitud del hecho, consultar el Moniteur.

[3] Leverdays, en un libro por desgracia poco conocido Les Assemblées parlantes, (Plammarion y Marpon, 1883) se ha referido a la Convención. Aunque todavía no ha podido analizar ninguno de sus decretos, su análisis ha probado que incluso la Convención «depurada» no ha hecho otras cosas que votar compromisos.

[4] Los historiadores se guardan mucho de mencionar este decreto. Se puede encontrar en el Moniteur.

[5] Nunca se ha explicado la terrible insurrección de la Vendée. (Desde que Kropotkin escribió este texto, han aparecido diversos trabajos sobre el tema. No obstante damos aquí la versión del autor, siempre preocupado por sacar a la luz los temas ocultos o silenciados enteramente por los historiadores. N. del T.). Quien conozca un poco la historia sabe que todas las guerras denominadas religiosas han tenido siempre como motivo una cuestión de orden económico. Las carnicerías de los hussitas, las sublevaciones de tiempos de la Reforma, incluso los «autos de fe» de la Inquisición, tuvieron causas económicas.

La Vendée no fue una excepción a la regla. Estamos convencidos que cuando la historia de la Vendée sea hecha por historiadores que no sean ni monárquicos ni burgueses revolucionarios, se verá que esta gran insurrección tuvo como causa la ira contra los decretos burgueses de los legisladores de la Revolución. Las tierras comunales debían haber sido para muchos. En cuanto a la religión, al Rey, a la flor de lis, etc., no eran más que emblemas, símbolos del malestar económico. Pero nada de esto se sabrá mientras los historiadores no presten atención a los orígenes de los movimientos populares y se sigan limitando a copiar rutinariamente. ¡Les amis de la liberte! Ninguna historia de la Gran Revolución menciona ni siquiera los decretos feudales y de las tierras comunales; hay que buscarlos en Dalloz o en las colecciones de leyes. Dos exploradores solamente, dos rusos (Vassilchikov y Karéev) han intentado conocer el tema. Incluso el último de ellos sólo ha estudiado en los archivos los inicios de la revolución, y el primero, escribiendo en Rusia, no ha podido consultar más que documentos de segunda mano. En cuanto a los burgueses franceses tienden a ensalzar la obra de sus abuelos y aturdir al pueblo con grandes discursos para mejor explotarle en la próxima ocasión.

[6] Véase Mignet.

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