Periodista
Dices que estás por la revolución.
Bueno, mira,
todos queremos cambiar el mundo.
Me dices que se trata de una evolución,
Bueno, mira,
todos queremos cambiar el mundo.
Pero cuando hablas de destrucción,
más vale que no cuentes conmigo,
¿no sabes que todo va a ir bien?
Dices que cambiarás la constitución.
Bueno, mira,
nosotros lo que queremos es cambiar tu cabeza.
Me dices que son las instituciones.
Bueno, mira,
más vale que empieces por liberar tu mente.
Pero si vas por ahí llevando fotos
del presidente Mao,
no vas a arrastrar a nadie.
¿No sabes que todo va a ir bien?
Bueno, mira,
todos queremos cambiar el mundo.
Me dices que se trata de una evolución,
Bueno, mira,
todos queremos cambiar el mundo.
Pero cuando hablas de destrucción,
más vale que no cuentes conmigo,
¿no sabes que todo va a ir bien?
Dices que cambiarás la constitución.
Bueno, mira,
nosotros lo que queremos es cambiar tu cabeza.
Me dices que son las instituciones.
Bueno, mira,
más vale que empieces por liberar tu mente.
Pero si vas por ahí llevando fotos
del presidente Mao,
no vas a arrastrar a nadie.
¿No sabes que todo va a ir bien?
(BEATLES, Revolution)
Resulta difícil, desde este final de siglo desilusionado,
abrumado de pesimismo, una aproximación rigurosa al mundo cambiante que se fue
cociendo a fines de los años cincuenta, una década mitificada, cargada de
hechos y personajes, muchos de ellos, hoy tópicos y leyendas incorporados al
imaginario colectivo: rock’n’roll, Beatles, Dylan, underground, Kennedy, minifalda, Che Guevara, la píldora, Concilio
Vaticano II, Lumumba, Tercer Mundo, hippies,
revueltas negras, rebelión estudiantil, LSD, Martin Luther King, Malcom X,
Sputnik, muro de Berlín, guerra de Vietnam, Rolling Stones…
Alguien bautizó a aquellos años como década prodigiosa, hoy suena a música evocadora, al recurrente
asesinato de Kennedy, a ropas hippies,
pelos largos y un confuso acontecer literaturizado, masticado y recuperado a
través de los medios de comunicación. Fue mucho más.
A fines de aquellos años cincuenta, el mundo establecido,
surgido de los acuerdos de Yalta entre los vencedores de la Segunda Guerra
Mundial había empezado a resquebrajarse. Se había vivido bajo el terror
atómico, con unas políticas de enfrentamiento inevitable. Divididos, ambos bloques,
permanentemente al borde del abismo, redujeron los ámbitos de libertad y
propugnaron un control totalitario del pensamiento en sus respectivas
sociedades, estalinismo, macarthysmo, caza de brujas, cruzada moral, defensa de
la patria del proletariado, mundo libre, telón de acero, en medio de la
infernal propaganda de la guerra fría.
Una novela del escritor ruso Ilya Ehremburg, El deshielo, trató de expresar las necesidades de cambio en el Este. La muerte de Stalin, en 1953, había conmocionado a unos regímenes burocráticos, emparedados entre el miedo a Occidente y la reacción de sus propios pueblos. Por vez primera se puso en marcha una dinámica de mutuo apaciguamiento entre los dos bloques, hubo armisticio en la guerra de Corea, se firmó en Ginebra una paz para Indochina, se reconoció la Unión Soviética y la Alemania Federal y se restableció la soberanía del Estado austriaco como país neutral.
El XX Congreso de Partido Comunista de la Unión Soviética, celebrado en
1956 denunció los crímenes de Stalin, pero las posibilidades de una
desestalinización, de una denuncia abierta del terror burocrático vivido, se
redujeron a los tímidos intentos políticos de Jrushov, en la Unión Soviética, con dudas
opcionales entre cañones o mantequilla, revisión de los procesos políticos,
liberación de los supervivientes y apertura del sistema. Tuvieron un vuelo
corto: la crisis gubernamental y protestas populares que se vivieron en
Polonia, en 1956, pero sobre todo la revolución en Hungría, aplastada
brutalmente, habían frenado aquella primera alternativa aperturista.
A su vez, en Europa occidental, el miedo a la Unión Soviética facilitaba la hegemonía norteamericana y el despliegue de sus tropas en el continente, la restricción de libertades y el cerco y aislamiento de las izquierdas internas, en especial en Italia y Francia. La satelización de Europa occidental, menos visible que la de los países del Este, se había mostrado en toda su crudeza con el fallido intento de una política anglofrancesa, al viejo estilo colonial, con el apoyo de Israel, en las mismas fechas del aplastamiento de la revolución húngara por los tanques rusos: la invasión e intento de recuperación del Canal de Suez, nacionalizado por el Gobierno egipcio de Nasser. Soviéticos y norteamericanos, conjuntamente, obligaron a los invasores franceses, ingleses e israelíes, a retirarse.
Un rechazo de aquel mundo bipolar, enmarcado entre la OTAN norteamericana y el Pacto de Varsovia soviético, todo blanco o todo negro, se había ido gestando a partir de pequeños focos en Estados Unidos y en Europa occidental. Se trataba de una rebeldía proteica, incontrolada e incontrolable, que emergía de la ruina moral de aquellas sociedades ideológicamente militarizadas y económicamente florecientes. Frente a la cultura y la ideología dominantes, fueron surgiendo nuevas formas de cultura, subterráneas, underground, otra conciencia.
Nacieron paralelamente a un proceso descolonizador generalizado, con guerras y revoluciones emancipadoras en Asia y África, aunque las nuevas naciones emergentes del Sur eran forzadas a alienarse e interpretarse en aquel mundo bipolar Este-Oeste. Desde algunas de aquellas repúblicas, India, Pakistán, China, Corea, Vietnam, Argelia, Kenia y desde diferentes campos ideológicos, se buscaba un proyecto autónomo, equidistante de ambos bloques, un Tercer Mundo, como lo habían bautizado los sociólogos franceses Sauvy y Balandier en 1956, recordando el Tercer Estado, frente a los del clero y la nobleza en los comienzos políticos de la Revolución Francesa.
Aquellos intentos emancipatorios e ilusionados y los pueblos que los vivieron serían posteriores víctimas de reconstrucciones neocoloniales, frustraciones políticas y se verían abocados al fracaso económico y a nuevas formas de dependencia y miseria, presentadas hoy como conflicto Norte-Sur, mientras la propia definición, Tercer Mundo, ha pasado a ser una expresión insultante, tercermundista, subdesarrollada, en el vocabulario popular. Intentos de autonomía política se vivieron incluso en Europa, con el retorno al gobierno, en Francia, del general De Gaulle, obsesionado por devolver a Francia su grandeur, su grandeza.
La generación beat
Sectores crecientes entre las nuevas generaciones de los países más ricos comenzaron a cuestionar, marginarse y romper amarras con aquel presente, su inmediato pasado y con los valores establecidos, desde el vestir a los hábitos morales, desde los modelos de familia nuclear y los tabúes sexuales a los del trabajo, el dinero, el desarrollo económico, e incluso a las razones últimas de existencia del Estado. En aquella ruptura se mezclaban y entrecruzaban lo popular y lo intelectual, lo cultural y lo político.
El mundo occidental, que vivía además su más largo y boyante período de crecimiento económico, hacía viables todas las posibilidades de futuro. Herbert Marcuse, uno de los pensadores protagonistas de la época, se preguntaba: ¿por qué necesitamos la liberación de una sociedad así, si es capaz —acaso en un futuro lejano, pero aparentemente capaz— de vencer la pobreza en un grado mayor que nunca, de reducir la servidumbre del trabajo y el tiempo de trabajo, y de elevar el nivel de vida?... es solamente esta insistencia en las posibilidades reales de una sociedad libre, impedida por la sociedad opulenta, es solamente esta insistencia tanto en la teoría como en la práctica, tanto en la demostración como en la discusión, lo que todavía se interpone en el camino de la degradación completa del hombre al nivel objeto, o mejor del sujeto/objeto, de la administración total.
Un factor nuevo y posiblemente decisivo, fue la resonancia internacional de aquellas protestas y su incidencia en el proceso descolonizador gracias a la revolución en los medios de comunicación. Con la extensión y mundialización de la radio y la televisión el planeta parecía reconvertirse, en frase de Marshall Mcluhan, en una aldea global. Acontecimientos y modos de pensar, antes minoritarios, se extendían, se imitaban, atravesaban fronteras, con un ritmo y un impacto social impensables hasta entonces. El hecho de que aquellas modas y modos proviniesen del corazón mismo del poder mundial los convertía en un modelo cultural a reproducir de manera global, como el consumo de la Coca-Cola.
Los precursores de aquel nuevo estado de ánimo, en Estados Unidos, fueron minorías que habían empezado a romper con el conformismo imperante, desmotivadas o asqueadas, ya fuera por el clima de cruzada anticomunista del poder, ya fuera por el impacto de las grandes bolsas de miseria en el propio seno de aquella sociedad opulenta. Aparecieron bandas marginales de jóvenes, rebeldes sin causa, como los de la célebre película de Nicholas Ray interpretada por James Dean; se agitaba una población negra nuevamente frustrada, discriminada y miserable en el seno de aquella pretendida sociedad abierta, pese a su creciente aportación en soldados y en víctimas tanto en la Segunda Guerra Mundial como en la de Corea. También algunos escritores iniciaron una aventura intelectual desligada de la sociedad organizada y de su racionalización. Aquellos jóvenes buscaron su identidad entre el nuevo jazz, el be bop, de Charlie Parker, en una escritura de sensaciones, en experiencias iniciáticas a partir de modelos orientales, como el budismo zen, en el consumo de drogas, en viajar, buscar nuevos espacios, sin rumbo fijo, ya sea en auto-stop o utilizando viejos coches a la búsqueda de una nueva frontera. Retomaron, de alguna manera, la senda de la generación perdida de los años veinte; asumieron, al igual que en Europa, un modelo existencialista, y sus héroes se nutrieron en los grupos de los proscritos y marginales. Norman Mailer hablaría del negro-blanco, del hipster, del hombre que sabe que nuestra condición colectiva es vivir bajo la amenaza de una muerte instantánea por guerra atómica, una muerte relativamente veloz a manos del Estado como el univers concentrationnaire o una muerte lenta por conformismo, en la que se sofoca cualquier instinto de creación o de rebeldía.
Aquella protesta las proporciones de un manifiesto en un
célebre poema de Allen Ginsberg: Howl,
Aullido: He visto las mejores mentes de
mi generación destruidas por la locura, hambrientas desnudas histéricas / arrastrándose
de madrugada por calles de negros buscando una droga rabiosa… En aquel
largo poema-manifiesto, Ginsberg hablaba también de aquellos Que partieron hambrientos y solitarios
directamente a Houston buscando jazz o sexo o sopa y siguieron al brillante
español para conversar sobre América y la Eternidad, algo sin sentido y entonces se
embarcaron para África / Que desaparecieron en los volcanes de México no
dejando nada atrás excepto la sombra de sus tejanos y lava y ceniza de poesía
esparcida en la chimenea de Chicago / Que reaparecieron en la Costa Oeste indagando sobre el
FBI con barbas y pantalones cortos y grandes ojos pacifistas y sexo en sus
oscuras pieles distribuyendo panfletos incomprensibles / que se hicieron
agujeros en sus brazos quemándolos protestando del narcótico tabaco lleno de
Capitalismo…
Un juicio abierto contra él, por obscenidad, significó,
más bien, una plataforma publicitaria y un banderín de enganche para la que se
llamaría generación beat. Esa
palabra, beat, expresaría
sintéticamente a aquella generación.
Beat, lo beat
Sin excesivas pretensiones filológicas, beat dispondrá de diversas lecturas, ya
sea golpe, golpear, o también ritmo, compás, ligado al mundo del jazz. De hecho
provenía de una expresión utilizada por los músicos, I’m beat right down to my socks, algo así como Estoy jodido a tope, estoy hecho polvo.
Tenía otras raíces, la de beatitud, felcidad, ligadas a las nuevas experiencias
con drogas, desde la marihuana y la mescalina al ácido lisérgico, LSD, que
propulsaron personalidades de aquel mundo beat,
como el profesor Timothy Leary. Aquellas gentes empezaron a ser llamados beatniks, posiblemente, prosiguiendo las
divagaciones filológicas, mezcla del término inglés beat y del ruso sputnik,
célebre a fines de los años cincuenta a raíz del lanzamiento al espacio del
primer satélite soviético.
Junto a Allen Ginsberg, otro hombre supo expresar el
malestar, la huida y la ruptura que iba a significar aquella generación: el
escritor Jack Kerouac. Dos novelas suyas, On
the road (En el camino) y Los
vagabundos del Dharma se convirtieron en la biblia de muchos jóvenes que iniciaron su particular peregrinación
a la búsqueda de nuevas sensaciones y experiencias, su nueva frontera o se
fueron instalando principalmente en la Costa
Oeste norteamericana, en la zona de San Francisco.
La brillantez de aquellos escritores y poetas, en una
larga lista que incorporaba a Burroughs, Ferlinghetti, Corso, pero sobre todo
el impacto creciente de aquellos sectores desarraigados empezó a desasosegar a
la pacata sociedad norteamericana. Se les veía y temía como gentes que
practicaban el amor libre, la promiscuidad interracial, los excesos
alcohólicos, el consumo de drogas y la falta de respeto a la propiedad y al
modo de vida norteamericano. Desde el lado contrario, Gary Snyder, resucitaba
la palabra tribu, porque sugiere el nuevo
tipo de sociedad que está emergiendo en las naciones industriales. En América,
desde luego, la palabra recuerda a los
indios americanos, cosa que nos agrada, pero en realidad lanuela subcultura es
más semejante a otra tribu antigua y venturosa, los gitanos europeos. Un grupo
sin nación ni territorio que mantiene sus propios valores, su lenguaje, su
religión, en cualquier país dónde se encuentre. La tribu presenta
responsabilidades personales en lugar de un gobierno abstracto y centralizado.
El foco de agitación cultural establecido fundamentalmente
en San Francisco sería la punta de lanza del movimiento contestarlo de los años
sesenta que se extendería progresivamente al ámbito universitario, del que la Universidad de
California, Berkeley, sería su núcleo más radical. Iban a confluir, además con
el potente movimiento de protesta de las comunidades negras del país en defensa
de la igualdad de derechos con los blancos. Marchas de la libertad contra los
bastiones racistas del sur del país, grandes y violentas explosiones sociales y
raciales en las grandes ciudades del Norte. Aquellas luchas fueron sostenidas
por un amplio movimiento pacifista, que giró en torno a Martin Luther King;
pero también en fuertes sectores radicalizados defensores de un poder negro o
formando parte de una creciente colectividad musulmana, con figuras hoy míticas
como Malcom X, o el olvidado movimiento político de los Panteras Negras.
Finalmente, el otro componente decisivo de las revueltas
sería el creciente e imparable rechazo a la intervención militar norteamericana
en Vietnam, una guerra imperialista masivamente contestada a lo largo y ancho
del país, que desencadenaría la mayor crisis de identidad en la historia de
Estados Unidos. Como decía Mcluhan: Nos
hallamos ahora en el centro de
nuestra primera guerra televisiva. La televisión comenzó a difundirse en los
hogares a partir de 1946. El FBI y la
CIA buscaban en la pantalla a los agentes revolucionarios que
amenazaban la identidad del país. El medio televisivo era total y, por lo
tanto, invisible. Junto con el ordenador electrónico ha modificado todas las
fases de la visión y la identidad americanas. La guerra de la televisión ha
significado el fin de la dicotomía entre lo civil y lo militar. Ahora el
público participa en todas las fases de la guerra, y las principales acciones
guerreras se libran en el mismo hogar americano.
Aquellos frentes de rechazo al american way of life de fines de los años cincuenta y comienzos de
los sesenta evolucionarían desde su idealismo inicial y sus caminos de protesta
generacional se bifurcarían: unos buscarían un camino hacia la marginación,
hacia la llamada cultura de las flores, el movimiento hippy, un intento de creación y desarrollo de una sociedad
paralela, agrarista, comunalista, pacifista, marginal y fuertemente influida
por el budismo zen y otras escuelas orientales y por el consumo placentero de
algunas drogas; otros llevarían a cabo un proceso de politización y
radicalización que les iba a enfrentar duramente con el poder en torno al establecimiento
efectivo de los derechos civiles en la sociedad y a poner fin a la guerra
imperialista contra el pueblo de Vietnam. Por vez primera, el Gobierno y el
poder en Estados Unidos tendrían que enfrentarse con los hijos de sus clases
medias y con unos cambios sociales, sexuales, morales, cuyo símbolo más estridente
había sido el desarrollo imparable de una música: el rock’n’roll. Cambios cuya influencia perduraría hasta la
contrarrevolución reaganiana de los años ochenta.
Beat en
Liverpool, el Liverpool sound
A fines de aquellos años cincuenta el término beat se había extendido a Europa y más
en concreto a Inglaterra. Allí también una nueva generación intelectual, el
grupo angry, los jóvenes airados,
habían pasado factura a las postrimerías del Imperio y empezaban a romper con
los modos tradicionales británicos. Nadie
piensa, a nadie le importa nada. No hay creencias, convicciones, entusiasmo.
Sólo otra tarde de domingo, dirá un personaje del drama de uno de sus
portavoces, John Osborne, en Mirando
hacia atrás con ira.
La sociedad inglesa vivía, a comienzos de la década de los
sesenta, una grave crisis, con un sistema industrial envejecido y fuertes
corrientes inmigratorias. Una ciudad obrera y portuaria de Inglaterra,
Liverpool, sería un ejemplo de aquella crisis: destruido su casco urbano
durante la guerra, pese a la reconstrucción y a la instalación de algunas industrias,
las tensiones sociales subsisten bajo la
superficie; el clima de trabajo en las empresas es malo, según coincide la
mayoría; los barrios pobres y el barroquismo no han sido eliminados, dirá
un informe sociológico de la época. Sobre la rebelión juvenil dirá Howard
Jones: Teds, mods, rockers, en la Gran Bretaña, hay pruebas
clarísimas de esta nueva solidaridad entre los jóvenes, que se manifiesta
mediante una vestimenta uniformada y la hostilidad hacia el mundo de los
mayores, una hostilidad que a la menor ocasión desemboca en salvajes
explosiones de violencia.
Allí también se popularizó el término beat. Como suele suceder con todo traslado y difusión, su
significación variaba según los sectores: sonidos
inarticulados, aumentados hasta límites insoportables por los amplificadores,
ruido producido por jovencitos mal lavados y de larga cabellera, ocurrencia
propagandística de unos avispados negociantes y para el Daily Worker, órgano del Partido Comunista inglés, es
una larga protesta revolucionaria, la voz de treinta mil obreros en paro y
ochenta mil viviendas miserables en ruinas.
En Liverpool la música será también un motor definitorio
de aquellas tensiones sociales. Numerosos grupos musicales competirán entre sí
en diversos locales juveniles. Uno de esos grupos, constituido por hijos de
trabajadores, nacidos sus componentes en los años de la Segunda Guerra Mundial,
romperán todas las barreras conocidas hasta entonces en los medios y modos de
comunicación y conmocionaron al mundo: los Beatles, un nombre sintetizado entre
escarabajo (beetles) y beat.
No son los más originales, ni los más radicales, pero su
música triunfa y se extiende imparable al mundo entero a comienzos de los años
sesenta. Con su música, su vestimenta, su peinado en forma de champiñón y un
modo de ver el mundo a medias cínico, a medias idealista y eficacísimo
comercialmente, aprovecharon, con éxito, la explosión tecnológica de la
industria del disco, junto a un cine remozado tras el éxito del free cinema y de la nouvelle vague francesa y, sobre todo, la universalización de la
televisión.
El impacto internacional de los Beatles supuso una de las
mayores conmociones sociales y culturales del siglo XX. Aquella mezcla de
música atractiva y técnicas de marketing se producía en medio de una crisis y
un vacío cultural de los modelos tradicionales, con la irrupción de los jóvenes
abocados a ser sujetos de su tiempo. Se convirtieron en mitos, representantes y
difusores de un nuevo talante social, tal vez o precisamente por ser la suya
una versión light, suavizada, de una
revolución cultural más que política, que trazará un antes y un después en las
costumbres y en la moral del llamado mundo civilizado o desarrollado.
Todo parecía posible. Otra avispada inglesa, Mary Quant, aportaba al llamado prêt-à-porter una prenda que
aparentemente quebraba los últimos restos de la tradición puritana, victoriana,
en el vestir femenino, al imponer en el mercado la minifalda. No se trataba
sólo de simples datos comerciales o ligados al mundo de la moda, eran
aldabonazos drásticos que reafirmaban y daban forma a los cambios de mentalidad
que a un ritmo desenfrenado se estaban produciendo en aquellos años.
Irrumpía también en las conciencias y en los comportamientos sociales una liberación sexual facilitada por la comercialización de la píldora anticonceptiva. La idea de unisexo seguro, controlable, rompía con viejos tabúes puritanos y la imagen de riesgo, pecado y castigo bíblicos manejados durante siglos por las religiones monoteístas. Se reivindicaron y popularizaron las luchas antirrepresivas sexuales de Wilhelm Reich, el psicoanalista austriaco que, en los años treinta, había intentado ya sacar de diván y trasladar al seno mismo de los movimientos sociales, de las masas, las compulsiones, angustias y represiones sexuales que, más allá de las interpretaciones políticas y economicistas, habían facilitado y estaban en la raíz del triunfo de los fascismos y de su inserción y respaldo entre las clases medias y populares. Reich había muerto en una cárcel norteamericana, en 1957. Su condena incluyó retirar del comercio todos sus libros y prohibir su venta en adelante en Estados Unidos. En cierto modo, fue una víctima tardía de la represión macarthysta. Sus ideas fueron, sin embargo, revitalizadas en aquellos años de cambio. Hoy, cuando se propaga de nuevo la involución social y moral y resurgen, bajo nuevas variantes, los modos totalitarios, vuelven desgraciadamente a tener vigencia.
Tiempos de revisionismo
John Lennon, uno de los Beatles, recordaría posteriormente aquellos años y aquellos caminos que parecían abrirse hacia una utopía, aparentemente realizable en el seno de la sociedad opulenta, cuando el sueño del cambio se rompía: Hemos crecido un poco, todos, ha habido un cambio y somos un poco más libres y todo eso, pero el juego es el mismo y nada ha cambiado realmente. Se está haciendo lo mismo, vendiendo armas a Sudáfrica, matando negros en la calle, y la gente vive en la jodida pobreza con las ratas pasándoles por encima…, es igual. Dan ganas de vomitar. Y yo también me he despertado ante esto. El sueño ha terminado. Todo es igual, sólo que yo tengo treinta años y mucha gente tiene el pelo largo, nada más.
Mientras emergía y se iba extendiendo aquella cultura subterránea, underground, y germinaban las nuevas tendencias y comportamientos sociales en una parte importante de una generación joven recién incorporada a las necesidades de la naciente sociedad del consumo, parecía remozarse también la política internacional tras años de inmovilismo.
Como ya se ha apuntado, los años posteriores a la muerte de Stalin habían conmocionado a los países del bloque soviético. El terror burocrático y el miedo a un ataque occidental no impedían ya la aparición de figuras en aquel aparentemente compacto poder centralizado, que finalmente había quedado controlado por Nikita Jruschov.
Internamente, la Unión Soviética vivía una seria crisis, en la que se mezclaba un confusionismo político de su propia burocracia, optimista en exceso, con cierto delirio ideológico que les llevó a afirmar no sólo encontrarse ante un capitalismo agonizante y un socialismo en pleno avance, sino a pronosticar el futuro, dando una fecha fija para la definitiva implantación del comunismo en el país: Durante este decenio (años sesenta) la Unión Soviética rebasará el nivel actual de la producción industrial de Estados Unidos y en el transcurso de veinte años lo dejará muy atrás. Una y otra vez Jruschov insistirá en que la victoria de la URSS en la emulación económica con Estados Unidos, la victoria de todo el sistema socialista sobre el capitalista será el viraje más importante de la historia…
La incapacidad para afrontar el reto económico occidental con un crecimiento estabilizado se camuflaba con una brillante literatura estadística. En realidad, se agravaron los problemas, en parte consecuencia de las nuevas necesidades de consumo en el seno de la Unión Soviética y los países del Este, junto con la rémora originada por los costos de un constante rearme y riesgo de guerra. El dilema cañones o mantequilla forzaron una alternativa a la situación de enfrentamiento existente.
Otro obstáculo fue el agravamiento de las contradicciones y conflictos en los países de su órbita y en el seno del movimiento comunista internacional, un enfrentamiento entre burocracias, reflejo de contradicciones históricas más profundas, que abocaría en la ruptura entre Rusia y China y la división del propio movimiento entre los llamados marxistas-leninistas o prochinos y los revisionistas o prosoviéticos.
A su favor jugaba, en le plano internacional, una mejor imagen de la Unión Soviética ante los nuevos países emergentes, en momentos en que la crisis mundial tendía a trasladarse al llamado Tercer Mundo, convulsionado por los procesos de descolonización.
Se añadieron, además, algunos éxitos espectaculares en el plano científico, como la colocación de los primeros satélites en el espacio exterior, con los sputniks, en 1957, y posteriormente el primer vuelo humano realizado por Gagarin, en 1961. Más allá de lo científico, ello significó en términos militares, la existencia de un supercohete balístico intercontinental que acababa estratégicamente con la tradicional invulnerabilidad del territorio norteamericano.
Los cambios de mentalidad que se estaban produciendo conllevaban una pérdida de imagen revolucionaria de la Unión Soviética y su sustitución por otros mitos.
La insatisfacción creciente en el seno de la sociedad opulenta se reflejaba no sólo en los confusos caminos del malestar cultural y en la agitación latente de unas nuevas generaciones recién incorporadas a las necesidades de un consumo en ascenso. Los síntomas de una fractura en el modelo eurocéntrico, hasta entonces hegemónico, y la irrupción del Tercer Mundo en el plano político internacional, trasladó muchas de aquellas ilusiones de cambio a la asunción, por sectores estudiantiles de izquierdas e intelectuales europeos y norteamericanos, del mensaje de los nuevos profetas de la rebelión y la revolución provenientes de África, Asia e Iberoamérica.
La rebelión de los condenados
Una de esas voces fue el médico antillano Frantz Fanon. Intelectual en Francia, colaborador de la revista de Jean Paul Sartre, Les Temps Modernes, activo luchador y propulsor de la revolución y la independencia argelinas, Fanon publicó, en vísperas de su muerte, en 1961, Los condenados de la tierra, con prólogo del propio Sartre, un libro que expresará la tragedia de los pueblos colonizados y la necesidad de su rebelión: Se trata, para el Tercer Mundo, de reiniciar una historia del hombre que tome en cuenta al mismo tiempo las tesis, algunas veces prodigiosas, sostenidas por Europa, pero también los crímenes de Europa, el más odioso de los cuales habrá sido, en el seno del hombre, el descuartizamiento patológico de sus funciones y la desintegración de su unidad; dentro del marco de una colectividad, la ruptura, la estratificación, las tensiones sangrientas alimentadas por las clases; en la inmensa escala de la humanidad, por último, los odios raciales, la esclavitud, la explotación y, sobre todo, el genocidio no sangriento que representa la exclusión de mil quinientos millones de hombres.
El eco de sus escritos impactó no sólo en Argelia y el mundo africano, fue también un revulsivo en medios europeos y nueva biblia entre los sectores radicales del movimiento negro de estados Unidos. Aún hoy, su figura reaparece como paradigma de un relativismo cultural, del rechazo a una modernidad en la que coexistían ilustración y colonialismo. Su mensaje, pese a las muchas críticas occidentales, le mantiene como portavoz simbólico de esos amenazantes y famélicos pueblos del Sur, fundamentalistas, árabes, africanos, orientales, que parece que pretenden rodear y sitiar el Norte.
Otra figura mítica atravesaría los años sesenta con su imagen de guerrillero y sus escritos y acciones de lucha contra el imperialismo norteamericano: Ernesto Che Guevara. Con la pluma y con las armas buscó crear uno, dos, tres, muchos Vietnam. Para él, la revolución era una exigencia moral, no siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución, el foco insurreccional puede crearlas. Su voluntarismo revolucionario, que buscaba, al igual que Fanon, la formación del hombre nuevo, se ha devaluado en los últimos años, aunque aspectos de su mensaje continúan teniendo, desgraciadamente, actualidad.
Desde que los capitales monopolistas se apoderaron del mundo, han mantenido en la pobreza a la mayoría de la humanidad, repartiéndose las ganancias entre el grupo de los países más fuertes. El nivel de vida de esos países está basado en la miseria de los nuestros; para elevar el nivel de vida pueblos subdesarrollados hay que luchar, pues, contra el imperialismo. Su crítica alcanzaba también a los países del bloque socialista. ¿Cómo puede significar beneficio mutuo vender a precios de mercado mundial las materias primas que cuestan sudor y sacrificio sin límites a los países atrasados y comprar a precios de mercado mundial las máquinas producidas en las grandes fábricas automatizadas del presente? Si establecemos ese tipo de relación entre los dos grupos de naciones, debemos convenir en que los países socialistas son, en cierta manera, cómplices de la explotación imperial. Los países socialistas tienen el deber moral de liquidar su complicidad tácita con los países explotadores del occidente.
Mientras aquel mensaje calaba en amplios sectores tanto del Norte como del Sur, su figura fue difundida en cientos de miles de carteles y estaba presente en las paredes de estudiantes y jóvenes de todo el mundo, junto a los Beatles, Dylan, Presley, y entró a formar parte del imaginario artístico pop, en camisetas, llaveros y otros objetos. Su muerte, asesinado por la CIA en un pueblecito boliviano, en octubre de 1967, tras haber sido herido en combate y detenido, lo convirtió en uno de los símbolos permanentes de la revolución.
Fuego contra el cuartel general
Otra experiencia que atrajo también el interés de muchos jóvenes e intelectuales europeos de izquierdas fue la revolución china, abiertamente enfrentada entonces con la URSS y convertida por los medios de comunicación norteamericanos en el enemigo, el malo por antonomasia.
Irrumpía también en las conciencias y en los comportamientos sociales una liberación sexual facilitada por la comercialización de la píldora anticonceptiva. La idea de unisexo seguro, controlable, rompía con viejos tabúes puritanos y la imagen de riesgo, pecado y castigo bíblicos manejados durante siglos por las religiones monoteístas. Se reivindicaron y popularizaron las luchas antirrepresivas sexuales de Wilhelm Reich, el psicoanalista austriaco que, en los años treinta, había intentado ya sacar de diván y trasladar al seno mismo de los movimientos sociales, de las masas, las compulsiones, angustias y represiones sexuales que, más allá de las interpretaciones políticas y economicistas, habían facilitado y estaban en la raíz del triunfo de los fascismos y de su inserción y respaldo entre las clases medias y populares. Reich había muerto en una cárcel norteamericana, en 1957. Su condena incluyó retirar del comercio todos sus libros y prohibir su venta en adelante en Estados Unidos. En cierto modo, fue una víctima tardía de la represión macarthysta. Sus ideas fueron, sin embargo, revitalizadas en aquellos años de cambio. Hoy, cuando se propaga de nuevo la involución social y moral y resurgen, bajo nuevas variantes, los modos totalitarios, vuelven desgraciadamente a tener vigencia.
Tiempos de revisionismo
John Lennon, uno de los Beatles, recordaría posteriormente aquellos años y aquellos caminos que parecían abrirse hacia una utopía, aparentemente realizable en el seno de la sociedad opulenta, cuando el sueño del cambio se rompía: Hemos crecido un poco, todos, ha habido un cambio y somos un poco más libres y todo eso, pero el juego es el mismo y nada ha cambiado realmente. Se está haciendo lo mismo, vendiendo armas a Sudáfrica, matando negros en la calle, y la gente vive en la jodida pobreza con las ratas pasándoles por encima…, es igual. Dan ganas de vomitar. Y yo también me he despertado ante esto. El sueño ha terminado. Todo es igual, sólo que yo tengo treinta años y mucha gente tiene el pelo largo, nada más.
Mientras emergía y se iba extendiendo aquella cultura subterránea, underground, y germinaban las nuevas tendencias y comportamientos sociales en una parte importante de una generación joven recién incorporada a las necesidades de la naciente sociedad del consumo, parecía remozarse también la política internacional tras años de inmovilismo.
Como ya se ha apuntado, los años posteriores a la muerte de Stalin habían conmocionado a los países del bloque soviético. El terror burocrático y el miedo a un ataque occidental no impedían ya la aparición de figuras en aquel aparentemente compacto poder centralizado, que finalmente había quedado controlado por Nikita Jruschov.
Internamente, la Unión Soviética vivía una seria crisis, en la que se mezclaba un confusionismo político de su propia burocracia, optimista en exceso, con cierto delirio ideológico que les llevó a afirmar no sólo encontrarse ante un capitalismo agonizante y un socialismo en pleno avance, sino a pronosticar el futuro, dando una fecha fija para la definitiva implantación del comunismo en el país: Durante este decenio (años sesenta) la Unión Soviética rebasará el nivel actual de la producción industrial de Estados Unidos y en el transcurso de veinte años lo dejará muy atrás. Una y otra vez Jruschov insistirá en que la victoria de la URSS en la emulación económica con Estados Unidos, la victoria de todo el sistema socialista sobre el capitalista será el viraje más importante de la historia…
La incapacidad para afrontar el reto económico occidental con un crecimiento estabilizado se camuflaba con una brillante literatura estadística. En realidad, se agravaron los problemas, en parte consecuencia de las nuevas necesidades de consumo en el seno de la Unión Soviética y los países del Este, junto con la rémora originada por los costos de un constante rearme y riesgo de guerra. El dilema cañones o mantequilla forzaron una alternativa a la situación de enfrentamiento existente.
Otro obstáculo fue el agravamiento de las contradicciones y conflictos en los países de su órbita y en el seno del movimiento comunista internacional, un enfrentamiento entre burocracias, reflejo de contradicciones históricas más profundas, que abocaría en la ruptura entre Rusia y China y la división del propio movimiento entre los llamados marxistas-leninistas o prochinos y los revisionistas o prosoviéticos.
A su favor jugaba, en le plano internacional, una mejor imagen de la Unión Soviética ante los nuevos países emergentes, en momentos en que la crisis mundial tendía a trasladarse al llamado Tercer Mundo, convulsionado por los procesos de descolonización.
Se añadieron, además, algunos éxitos espectaculares en el plano científico, como la colocación de los primeros satélites en el espacio exterior, con los sputniks, en 1957, y posteriormente el primer vuelo humano realizado por Gagarin, en 1961. Más allá de lo científico, ello significó en términos militares, la existencia de un supercohete balístico intercontinental que acababa estratégicamente con la tradicional invulnerabilidad del territorio norteamericano.
Los cambios de mentalidad que se estaban produciendo conllevaban una pérdida de imagen revolucionaria de la Unión Soviética y su sustitución por otros mitos.
La insatisfacción creciente en el seno de la sociedad opulenta se reflejaba no sólo en los confusos caminos del malestar cultural y en la agitación latente de unas nuevas generaciones recién incorporadas a las necesidades de un consumo en ascenso. Los síntomas de una fractura en el modelo eurocéntrico, hasta entonces hegemónico, y la irrupción del Tercer Mundo en el plano político internacional, trasladó muchas de aquellas ilusiones de cambio a la asunción, por sectores estudiantiles de izquierdas e intelectuales europeos y norteamericanos, del mensaje de los nuevos profetas de la rebelión y la revolución provenientes de África, Asia e Iberoamérica.
La rebelión de los condenados
Una de esas voces fue el médico antillano Frantz Fanon. Intelectual en Francia, colaborador de la revista de Jean Paul Sartre, Les Temps Modernes, activo luchador y propulsor de la revolución y la independencia argelinas, Fanon publicó, en vísperas de su muerte, en 1961, Los condenados de la tierra, con prólogo del propio Sartre, un libro que expresará la tragedia de los pueblos colonizados y la necesidad de su rebelión: Se trata, para el Tercer Mundo, de reiniciar una historia del hombre que tome en cuenta al mismo tiempo las tesis, algunas veces prodigiosas, sostenidas por Europa, pero también los crímenes de Europa, el más odioso de los cuales habrá sido, en el seno del hombre, el descuartizamiento patológico de sus funciones y la desintegración de su unidad; dentro del marco de una colectividad, la ruptura, la estratificación, las tensiones sangrientas alimentadas por las clases; en la inmensa escala de la humanidad, por último, los odios raciales, la esclavitud, la explotación y, sobre todo, el genocidio no sangriento que representa la exclusión de mil quinientos millones de hombres.
El eco de sus escritos impactó no sólo en Argelia y el mundo africano, fue también un revulsivo en medios europeos y nueva biblia entre los sectores radicales del movimiento negro de estados Unidos. Aún hoy, su figura reaparece como paradigma de un relativismo cultural, del rechazo a una modernidad en la que coexistían ilustración y colonialismo. Su mensaje, pese a las muchas críticas occidentales, le mantiene como portavoz simbólico de esos amenazantes y famélicos pueblos del Sur, fundamentalistas, árabes, africanos, orientales, que parece que pretenden rodear y sitiar el Norte.
Otra figura mítica atravesaría los años sesenta con su imagen de guerrillero y sus escritos y acciones de lucha contra el imperialismo norteamericano: Ernesto Che Guevara. Con la pluma y con las armas buscó crear uno, dos, tres, muchos Vietnam. Para él, la revolución era una exigencia moral, no siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución, el foco insurreccional puede crearlas. Su voluntarismo revolucionario, que buscaba, al igual que Fanon, la formación del hombre nuevo, se ha devaluado en los últimos años, aunque aspectos de su mensaje continúan teniendo, desgraciadamente, actualidad.
Desde que los capitales monopolistas se apoderaron del mundo, han mantenido en la pobreza a la mayoría de la humanidad, repartiéndose las ganancias entre el grupo de los países más fuertes. El nivel de vida de esos países está basado en la miseria de los nuestros; para elevar el nivel de vida pueblos subdesarrollados hay que luchar, pues, contra el imperialismo. Su crítica alcanzaba también a los países del bloque socialista. ¿Cómo puede significar beneficio mutuo vender a precios de mercado mundial las materias primas que cuestan sudor y sacrificio sin límites a los países atrasados y comprar a precios de mercado mundial las máquinas producidas en las grandes fábricas automatizadas del presente? Si establecemos ese tipo de relación entre los dos grupos de naciones, debemos convenir en que los países socialistas son, en cierta manera, cómplices de la explotación imperial. Los países socialistas tienen el deber moral de liquidar su complicidad tácita con los países explotadores del occidente.
Mientras aquel mensaje calaba en amplios sectores tanto del Norte como del Sur, su figura fue difundida en cientos de miles de carteles y estaba presente en las paredes de estudiantes y jóvenes de todo el mundo, junto a los Beatles, Dylan, Presley, y entró a formar parte del imaginario artístico pop, en camisetas, llaveros y otros objetos. Su muerte, asesinado por la CIA en un pueblecito boliviano, en octubre de 1967, tras haber sido herido en combate y detenido, lo convirtió en uno de los símbolos permanentes de la revolución.
Fuego contra el cuartel general
Otra experiencia que atrajo también el interés de muchos jóvenes e intelectuales europeos de izquierdas fue la revolución china, abiertamente enfrentada entonces con la URSS y convertida por los medios de comunicación norteamericanos en el enemigo, el malo por antonomasia.
Habían intentado una vía de
desarrollo económico propio, desde finales de los años cincuenta, sin seguir
las directrices soviéticas, propulsando las comunas rurales y una
industrialización descentralizada a partir del propio subdesarrollo
tecnológico, lo que se llamó el gran
salto adelante. Aquel proyecto constituyó un fracaso inicial, agravado por
años d malas cosechas, supresión de la ayuda soviética y graves disensiones en
el seno de la burocracia china.
A mediados de 1966, Mao Tse-tung y el sector burocrático que le apoyaba, en minoría, se planteó la movilización de las masas para desbordar el aparato del partido. Frases o consignas de asalto al comité central, fuego sobre el cuartel general, y la intención de establecer en China, la Comuna de París de 1871 como modelo político, se veían desde Occidente como un intento serio de desbordamiento del poder burocrático, uno de los condicionantes más graves del régimen soviético, buscando un poder directo de las masas.
La valoración revolucionaria de la juventud, del joven en tanto que
joven, era una puerta abierta a un desorden incontrolable. Todavía hoy continúa
habiendo lecturas diversas de aquellos hechos, en su mayoría negativas, pero
sobre todo zonas oscuras y acontecimientos confusos nunca bien aclarados por
los politólogos occidentales y menos aún por las autoridades actuales de China,
más allá del burdo intento de reducir la acción y agitación, la violencia,
revolucionaria o no, de decenas de millones de personas a las malignas
actividades de la banda de los cuatro.
Los análisis de entonces no lograron trascender cuestiones filológicas y la importante reserva intelectual del traslado de consignas desde la escritura china al alfabeto occidental, pese a las graves distorsiones que conlleva. Hoy asistimos a problemas similares, por ejemplo, el reduccionismo y militarización del complejo término árabe de yihad por guerra santa.
La creación de la Comuna de Shangai directamente por obreros, campesinos, soldados y estudiantes, durante el mes de enero de 1967, al margen de las distintas corrientes del partido comunista, pudo dar paso a una experiencia más próxima al anarquismo que al marxismo. Lo cierto es que señaló los límites reales de aquella revolución cultural y el comienzo de la recuperación del poder burocrático, aun cuando continuasen algunos años más las luchas y desórdenes sociales.
La resonancia en Europa y Estados Unidos de aquel aparente o real caos dio origen a multitud de movimientos prochinos, en particular en medios estudiantiles, entusiasmados además por una fraseología brillante y optimista, del tipo de: El poder está en la punta del fúsil o El imperialismo es un tigre de papel. También a experiencias culturales curiosas, como algunas películas de Jean Luc Godard, de La chinoise a Viento rojo, o de Marco Bellochio, La China è vicina.
La lógica imperial: Cuba y Vietnam
También para Estados Unidos se había hecho costoso continuar manteniendo el clima de enfrentamiento nuclear y la bandera del anticomunismo al quebrarse la seguridad estratégica en una respuesta masiva, y dejar de ser el país el santuario del pasado.
Se añadía, en el exterior, la generalización de las luchas coloniales, con su confusa mezcla de nacionalismo e izquierdismo, que desbordaban la interpretación simplista de la conspiración comunista internacional mantenida por el Gobierno norteamericano. Esa doctrina oficial servía, en parte, para apoyar y mantener en el poder a sangrientos regímenes dictatoriales en Asia o América Latina. Como ya se ha señalado, en el propio suelo europeo el general De Gaulle trató de promocionar una política independiente de la norteamericana y un incipiente nacionalismo, no sólo francés. El presidente galo llegó a trasladarlo a territorio americano, con su llamamiento a un Quebec libre en la zona francófona de Canadá.
Una herencia gravosa de los años de guerra fría fue el desarrollo incontrolado de dos graves factores que distorsionaron la política norteamericana de los años sesenta y setenta. Uno fue el peso creciente de la industria militar sobre la industria civil, facilitando el predominio e incluso el control del país por el llamado complejo militar-industrial, un peligro que denunció patéticamente el propio presidente Eisenhower al finalizar su segundo mandato, en 1960.
Otro, el creciente intervencionismo militar en el sudeste asiático: Estados Unidos no reconoció los acuerdos de Ginebra, de 1955, para la paz y reunificación de Vietnam, tras la derrota de las tropas coloniales francesas en la batalla de Dien Bien Fu, en 1954. Desde entonces, los sucesivos Gobiernos norteamericanos habían iniciado y proseguido una intervención militar clandestina. Engañaron incluso a su propia opinión pública, a la que hablaron de la necesidad de defender al sur de Vietnam invadido por tropas del norte y lo justificaron, estratégicamente, con la llamada teoría del dominó: la sucesiva caída de países del Sudeste asiático, como las fichas del juego, en caso de perder el control de Vietnam.
Los documentos del Pentágono, hechos públicos en los años setenta, demostraron el engaño. Entre otras muchas cosas, en aquellos documentos oficiales se mostraba que, entre 1956 y 1959, la guerra comenzó principalmente como una rebelión en el sur contra el régimen cada vez más opresor y corrompido de Ngo Dinh Diem (dictador de Vietnam del Sur). La mayoría de los que tomaron las armas eras sudvietnamitas.
En el Caribe, parte fundamental de su tradicional patio trasero, les había estallado un nuevo elemento de tensión añadido a aquella situación: tras tres años de lucha guerrillera contra la dictadura de Fulgencio Batista, se estableció en Cuba, a noventa millas de Estados Unidos, un Gobierno nacionalista y revolucionario de izquierdas, encabezado por Fidel Castro. Las Leyes de Reforma Agraria y de Alquileres del nuevo Gobierno chocaron con los intereses económicos norteamericanos en la isla. La respuesta del Gobierno de Washington fue un embargo económico que continúa actualmente y la preparación de una invasión a Cuba. Su reiterada incapacidad para respetar la soberanía y la independencia de los países latinoamericanos produjo una radicalización de la revolución cubana y la empujó además hacia el ámbito político, económico e ideológico soviético.
La conmoción originada en todo el continente por la revolución cubana fue enorme. Unos vieron sobrevolar sus países por los fantasmas del comunismo y de la revolución; otros, al contrario, la posibilidad de una segunda independencia, la económica, y vieron en Cuba el primer territorio plenamente libre de América Latina. Unos y otros no dudaron en recurrir a la violencia.
La posibilidad de trasladar las formas de lucha guerrillera de los Andes y al resto de la Patria Grande prendió entre amplios sectores jóvenes del centro y sur de América. Focos guerrilleros surgieron en casi todos los países. Nacionalistas, izquierdistas, grupos desgajados de los partidos tradicionales, cristianos e incluso algunos partidos comunistas no sólo vieron posible poner fin, con las armas en la mano, a dictaduras apoyadas por Washington, sino que buscaron romper con el control económico y político impuesto por los intereses estratégicos norteamericanos en el resto del continente, causa y origen, para ellos, del subdesarrollo.
Paralelamente, los regímenes latinoamericanos, tanto dictatoriales como democráticos, endurecieron sus políticas internas siguiendo las nuevas directrices del modelo contrainsurgente norteamericano y la represión se generalizó en el continente, donde el ejército reforzó sus posiciones, sustituyendo en varios casos a Gobiernos civiles por dictaduras militares.
El Concilio Vaticano II
Los aires de cambio llegaron también a la Iglesia católica de manera poco esperada. Tras el largo papado de Pío XII, muerto en 1958, fue elevado al trono pontificio el cardenal Roncalli con el nombre de Juan XXIII. De origen campesino, edad avanzada y salud precaria, considerado inicialmente un papa de transición, sorprendió a todos, apenas pasados tres meses de su nombramiento, al plantear la convocatoria de un Concilio Ecuménico. Su pretensión inicial, ante el desconcierto de la Curia vaticana, fue que participasen las iglesias separadas para tratar de recuperar la unidad, aclarando que no pretendía montar un juicio histórico. No nos propondremos tratar de esclarecer quiénes tenían razón y quiénes eran culpables. Diremos tan sólo: reunámonos, acabemos con las discordias. Se iniciaba así un inesperado viraje histórico que se plasmó en poco tiempo con la aceptación vaticana del mundo nacido de la Revolución Francesa tras un retraso de casi dos siglos.
A mediados de 1966, Mao Tse-tung y el sector burocrático que le apoyaba, en minoría, se planteó la movilización de las masas para desbordar el aparato del partido. Frases o consignas de asalto al comité central, fuego sobre el cuartel general, y la intención de establecer en China, la Comuna de París de 1871 como modelo político, se veían desde Occidente como un intento serio de desbordamiento del poder burocrático, uno de los condicionantes más graves del régimen soviético, buscando un poder directo de las masas.
Aquella segunda revolución en China, la Gran Revolución Cultural
Proletaria o movimiento de los guardias rojos, siguiendo el pensamiento de Mao
Tse-tung, fue una compleja experiencia de liberación de las masas frente al
poder omnímodo del partido, y a la vez de graves enfrentamientos sociales
apoyados en un delirante culto a la personalidad del propio Mao y un
reduccionismo cultural en torno al Libro
Rojo. Se movilizaron decenas de millones de personas y trataron de
controlarlas desde arriba. Se abocó al país al caos.
Los análisis de entonces no lograron trascender cuestiones filológicas y la importante reserva intelectual del traslado de consignas desde la escritura china al alfabeto occidental, pese a las graves distorsiones que conlleva. Hoy asistimos a problemas similares, por ejemplo, el reduccionismo y militarización del complejo término árabe de yihad por guerra santa.
La creación de la Comuna de Shangai directamente por obreros, campesinos, soldados y estudiantes, durante el mes de enero de 1967, al margen de las distintas corrientes del partido comunista, pudo dar paso a una experiencia más próxima al anarquismo que al marxismo. Lo cierto es que señaló los límites reales de aquella revolución cultural y el comienzo de la recuperación del poder burocrático, aun cuando continuasen algunos años más las luchas y desórdenes sociales.
La resonancia en Europa y Estados Unidos de aquel aparente o real caos dio origen a multitud de movimientos prochinos, en particular en medios estudiantiles, entusiasmados además por una fraseología brillante y optimista, del tipo de: El poder está en la punta del fúsil o El imperialismo es un tigre de papel. También a experiencias culturales curiosas, como algunas películas de Jean Luc Godard, de La chinoise a Viento rojo, o de Marco Bellochio, La China è vicina.
La lógica imperial: Cuba y Vietnam
También para Estados Unidos se había hecho costoso continuar manteniendo el clima de enfrentamiento nuclear y la bandera del anticomunismo al quebrarse la seguridad estratégica en una respuesta masiva, y dejar de ser el país el santuario del pasado.
Se añadía, en el exterior, la generalización de las luchas coloniales, con su confusa mezcla de nacionalismo e izquierdismo, que desbordaban la interpretación simplista de la conspiración comunista internacional mantenida por el Gobierno norteamericano. Esa doctrina oficial servía, en parte, para apoyar y mantener en el poder a sangrientos regímenes dictatoriales en Asia o América Latina. Como ya se ha señalado, en el propio suelo europeo el general De Gaulle trató de promocionar una política independiente de la norteamericana y un incipiente nacionalismo, no sólo francés. El presidente galo llegó a trasladarlo a territorio americano, con su llamamiento a un Quebec libre en la zona francófona de Canadá.
Una herencia gravosa de los años de guerra fría fue el desarrollo incontrolado de dos graves factores que distorsionaron la política norteamericana de los años sesenta y setenta. Uno fue el peso creciente de la industria militar sobre la industria civil, facilitando el predominio e incluso el control del país por el llamado complejo militar-industrial, un peligro que denunció patéticamente el propio presidente Eisenhower al finalizar su segundo mandato, en 1960.
Otro, el creciente intervencionismo militar en el sudeste asiático: Estados Unidos no reconoció los acuerdos de Ginebra, de 1955, para la paz y reunificación de Vietnam, tras la derrota de las tropas coloniales francesas en la batalla de Dien Bien Fu, en 1954. Desde entonces, los sucesivos Gobiernos norteamericanos habían iniciado y proseguido una intervención militar clandestina. Engañaron incluso a su propia opinión pública, a la que hablaron de la necesidad de defender al sur de Vietnam invadido por tropas del norte y lo justificaron, estratégicamente, con la llamada teoría del dominó: la sucesiva caída de países del Sudeste asiático, como las fichas del juego, en caso de perder el control de Vietnam.
Los documentos del Pentágono, hechos públicos en los años setenta, demostraron el engaño. Entre otras muchas cosas, en aquellos documentos oficiales se mostraba que, entre 1956 y 1959, la guerra comenzó principalmente como una rebelión en el sur contra el régimen cada vez más opresor y corrompido de Ngo Dinh Diem (dictador de Vietnam del Sur). La mayoría de los que tomaron las armas eras sudvietnamitas.
En el Caribe, parte fundamental de su tradicional patio trasero, les había estallado un nuevo elemento de tensión añadido a aquella situación: tras tres años de lucha guerrillera contra la dictadura de Fulgencio Batista, se estableció en Cuba, a noventa millas de Estados Unidos, un Gobierno nacionalista y revolucionario de izquierdas, encabezado por Fidel Castro. Las Leyes de Reforma Agraria y de Alquileres del nuevo Gobierno chocaron con los intereses económicos norteamericanos en la isla. La respuesta del Gobierno de Washington fue un embargo económico que continúa actualmente y la preparación de una invasión a Cuba. Su reiterada incapacidad para respetar la soberanía y la independencia de los países latinoamericanos produjo una radicalización de la revolución cubana y la empujó además hacia el ámbito político, económico e ideológico soviético.
La conmoción originada en todo el continente por la revolución cubana fue enorme. Unos vieron sobrevolar sus países por los fantasmas del comunismo y de la revolución; otros, al contrario, la posibilidad de una segunda independencia, la económica, y vieron en Cuba el primer territorio plenamente libre de América Latina. Unos y otros no dudaron en recurrir a la violencia.
La posibilidad de trasladar las formas de lucha guerrillera de los Andes y al resto de la Patria Grande prendió entre amplios sectores jóvenes del centro y sur de América. Focos guerrilleros surgieron en casi todos los países. Nacionalistas, izquierdistas, grupos desgajados de los partidos tradicionales, cristianos e incluso algunos partidos comunistas no sólo vieron posible poner fin, con las armas en la mano, a dictaduras apoyadas por Washington, sino que buscaron romper con el control económico y político impuesto por los intereses estratégicos norteamericanos en el resto del continente, causa y origen, para ellos, del subdesarrollo.
Paralelamente, los regímenes latinoamericanos, tanto dictatoriales como democráticos, endurecieron sus políticas internas siguiendo las nuevas directrices del modelo contrainsurgente norteamericano y la represión se generalizó en el continente, donde el ejército reforzó sus posiciones, sustituyendo en varios casos a Gobiernos civiles por dictaduras militares.
El Concilio Vaticano II
Los aires de cambio llegaron también a la Iglesia católica de manera poco esperada. Tras el largo papado de Pío XII, muerto en 1958, fue elevado al trono pontificio el cardenal Roncalli con el nombre de Juan XXIII. De origen campesino, edad avanzada y salud precaria, considerado inicialmente un papa de transición, sorprendió a todos, apenas pasados tres meses de su nombramiento, al plantear la convocatoria de un Concilio Ecuménico. Su pretensión inicial, ante el desconcierto de la Curia vaticana, fue que participasen las iglesias separadas para tratar de recuperar la unidad, aclarando que no pretendía montar un juicio histórico. No nos propondremos tratar de esclarecer quiénes tenían razón y quiénes eran culpables. Diremos tan sólo: reunámonos, acabemos con las discordias. Se iniciaba así un inesperado viraje histórico que se plasmó en poco tiempo con la aceptación vaticana del mundo nacido de la Revolución Francesa tras un retraso de casi dos siglos.
La ocupación de los Estados Pontificios, a mediados del
siglo XIX, por las tropas garibaldinas y la unificación de Italia bajo la
monarquía de los Saboya, habían tenido el rechazo absoluto del papado, tanto
del hecho como de las ideas que lo motivaron. La respuesta entonces fue la
convocatoria de un Concilio, el Vaticano I, que impuso, en medio de fuertes
polémicas, la declaración de la infalibilidad del papa, mientras que,
previamente, con la encíclica Quanta cura,
que incluía el Syllabus o Catálogo de errores estableció la
condena de hasta ochenta errores, desde el panteísmo, el naturalismo, el
racionalismo, el indiferentismo, al liberalismo, socialismo, comunismo y a la
modernidad en su conjunto.
Aquel freno decimonónico a la modernidad, mantenido contra
viento y marea, se completó en los años treinta y durante la Segunda Guerra Mundial con una
ambigua y aún hoy polémica actitud política de la Iglesia católica ante los
regímenes fascistas. La guerra fría había permitido a Pío XII mejorar su imagen
y presentarse como el papa atlántico,
en primera línea de la cruzada anticomunista encabezada por el secretario de
Estado norteamericano, John Foster Dulles, haciéndose eco de la Iglesia del silencio, enfrentada a los
Gobiernos comunistas del este europeo. En los años sesenta, una obra teatral, El vicario, del alemán Rolf Hochhuth,
que denunciaba la actitud de Pío XII ante el nazismo desató una fuerte
polémica.
El proyecto de reforma de la Iglesia que impulsó Juan XXIII fue acompañado, en
cambio, de un posicionamiento contrario a la guerra fría y de apoyo a
soluciones pacíficas para los conflictos internacionales. En la encíclica Mater et magistra, de mayo de 1961, se
asumieron los grandes cambios acaecidos en el mundo, desde la energía atómica,
la electrónica, la televisión, a la actividad ciudadana en la política y a los
movimientos sindicales, incluyendo, además, un rechazo del neocolonialismo, y
condenando la tentación de los países desarrollados de utilizar su poderío técnico-económico para influir en la situación
política de las comunidades que se encuentran en una fase inferior de
desarrollo económico, con el fin de poner en práctica los planes de dominación.
Cuando así ocurre, es preciso declarar abiertamente que se trata de una nueva
forma de colonialismo, la cual, por ingenioso que sea su disfraz, está
orientada al pasado tanto como la rechazada recientemente por muchos pueblos.
Tras tres años de preparativos, en septiembre de 1962 se inauguró el Concilio Vaticano II. La lucha fue dura, pero los sectores aperturistas y renovadores se fueron imponiendo sobre los más integristas y reaccionarios. Una nueva encíclica sería hecha pública, la Pacem in terris, que insistiría en el llamamiento a poner fin a la carrera de armamentos y a buscar soluciones a los problemas internacionales por la vía pacífica y la coexistencia. Se había producido la crisis de los misiles en el Caribe y el papa apoyó los intentos de solucionarlos a través del diálogo entre los Gobiernos.
Tras tres años de preparativos, en septiembre de 1962 se inauguró el Concilio Vaticano II. La lucha fue dura, pero los sectores aperturistas y renovadores se fueron imponiendo sobre los más integristas y reaccionarios. Una nueva encíclica sería hecha pública, la Pacem in terris, que insistiría en el llamamiento a poner fin a la carrera de armamentos y a buscar soluciones a los problemas internacionales por la vía pacífica y la coexistencia. Se había producido la crisis de los misiles en el Caribe y el papa apoyó los intentos de solucionarlos a través del diálogo entre los Gobiernos.
La pronta muerte del papa Juan XXIII no paralizó los
avances establecidos, que fueron respetados por el nuevo papa, Pablo VI. Su
encíclica Populorum Progressio, con
sus críticas al colonialismo, pese a sus ambigüedades, dejaba abierta la puerta
para que en América Latina, el mayor foco cristiano del mundo, y en otras zonas
católicas, se legitimase una experiencia renovadora más profunda, la Teología de la Liberación, que se
proponía una opción preferencial por los pobres y el acompañamiento en los
esfuerzos de emancipación de las masas desheredadas.
No obstante, la reacción eclesial a aquel esfuerzo
renovador se reorganizaría en la década de los setenta. Su mayor logro sería el
nombramiento como papa del polaco Karol Wojtyla, cuyo papado está siendo un
largo y contradictorio esfuerzo para retornar a la Iglesia a la etapa
preconciliar y autocrática, al tiempo que se asiste al renacimiento de
integrismos y fundamentalismos en el seno de las religiones monoteístas.
Los condenados de la
tierra
Los nuevos tiempos convirtieron 1960 en el gran año de la descolonización. De enero a noviembre nacieron como Estados Camerún, Togo, Senegal, Mali, Congo (hoy Zaire) [y República Democrática del Congo desde 1997], Madagascar, Somalia, Benin, Níger, Alto Volta (hoy Burkina Faso), Costa de Marfil, Chad, República Centroafricana, Congo (Brazzaville), Gabón, Nigeria y Mauritania. Fue la gran verbena de la descolonización sobre mapas diseñados por las metrópolis. Sólo en el cono sur del continente africano portugueses, sudafricanos y rodesianos blancos continuaron frenando un proceso imparable.
Fue la década de la negritud. En diez años, de 1958 a 1968, nacieron más de treinta nuevos Estados en aquel continente. Fue un momento optimista para una humanidad que parecía dispuesta a romper con siglos de racismo y colonialismo y a asumir mitos liberadores. Una figura adquirió las dimensiones legendarias para el sueño del futuro africano: Patricio Lumumba, un profeta que pudo vislumbrar la conexión entre la segregación racial y la explotación económica capitalista. Al criterio tribal y regional que hacia juego al colonialismo belga, Lumumba opuso la consigna de un Congo unido en un África unida.
Como tantos otros mitos de aquella década prodigiosa, concluiría trágicamente: el Congo, hoy Zaire [recordemos que este texto se publicó en 1994], vivió la primera y más salvaje guerra civil de los nacientes Estados y Lumumba murió asesinado en 1961. Los intereses económicos europeos, el neocolonialismo, estuvieron detrás tanto de la guerra como del crimen.
Fue aquel un modelo a reproducir a escala continental: se sucedieron desde entonces golpes militares —treinta sólo en la década de los sesenta— y guerras civiles. Se pasó pronto del grito esperanzado de independencia del Congo belga y de la imagen gráfica del robo del bastón de mando al piadoso rey Balduino por un manifestante negro en Leopoldville (hoy Kinshasa), a una accidentada historia cuyas últimas secuelas llegan hasta hoy, con las trágicas visiones, aún recientes, de Etiopía o Somalia, o las actuales de Ruanda. Del sueño de la libertad a una continuada pesadilla de horrores.
En Estados Unidos, desde el lado negro, James Baldwin tituló un libro La próxima vez el fuego. En él decía que el hombre negro ha funcionado en el mundo del hombre blanco como una estrella fija, como un pilar inamovible: si se sale de su órbita, el cielo y la tierra se conmueven hasta sus cimientos. La protesta generacional y después el rechazo a la guerra de Vietnam durante aquellos años sesenta, se enmarcaron bajo el signo de una creciente protesta negra, una lucha que empezó a mostrar no sólo las zonas heridas y el fracaso social de una sociedad opulenta, sino la crisis de identidad de la propia sociedad blanca ante un cataclismo que parecía romper el orden de las cosas. Now! (¡Ahora!) el grito de una canción, atravesó el país de norte a sur, de costa a costa, como expresión de una marea negra que parecía imparable.
Recordando la explosión de la población negra de Los Ángeles, el levantamiento del barrio de Watts en 1964, con su secuela de incendios y saqueos y de represión policial en la rica y desarrollada California, cuando vuelve a repetirse en 1992, en proporciones aún mayores, se hace patente la profundidad de la crisis, pese a las cuotas de negros en la televisión, el ejército y la policía y a su imagen integrada.
La lucha por la igualdad
Las dos líneas de la emancipación, la radical de Malcom X y la no violenta de Martin Luther King, se unían, en cierto modo, y se convertían en leyenda. Tras el fin trágico de ambos, se ha intentado recuperar sus personalidades, despojarles de su contenido de rebelión. Han pasado a ser mitos cinematográficos. Vehículos de denuncia, como ha sabido mostrar el realizador cinematográfico Spike Lee, pero también objetos mercantilizados para consumo en camisetas, carteles, llaveros y series de televisión.
Fueron muchos y complejos los movimientos de lucha, desde una organización tradicional como el NAACP (National Association for the Advancement for Racial Equality), al CORE (Congress for Racial Equality) y otros muchos grupos: los Freedom Riders (viajeros de la libertad), desde 1961, recorriendo los estados sureños para forzar la igualdad de derechos civiles; el intento apasionado de Malcom X, desde la delincuencia inicial, su paso por el islamismo de los musulmanes negros hasta su posterior radicalismo revolucionario, truncado con su asesinato; los proyectos de organización, educación y lucha en los guetos negros realizados por el movimiento de los Black Panthers, los Panteras Negras, encabezados por Eldridge Cleaver, Huey Newton, Bobby Seale, que chocaría también con una feroz represión de las fuerzas policiales y del FBI; en fin, todos los movimientos defensores de la igualdad de derechos civiles, los miles de participantes en manifestaciones y protestas pacíficas, que culminarían en la marcha sobre Washington. Todos sufrieron y aportaron su cuota de sangre a la represión institucional y a la causada por los sectores más racistas de la sociedad norteamericana.
La agitación alcanzó a toda la comunidad negra; las formas de lucha, al igual que los trabajos y los proyectos políticos, fueron muchos. A través de vías pacíficas, según el modelo gandhiano y la Biblia, con la figura clave del pastor Martin Luther King. Otros, como los Black Panthers, para quienes su biblia fue Los condenados de la tierra de Fanon se plantearon la autoorganización y el recurso a la violencia. Hubo quienes retomaron las viejas ideas del retorno a África; quienes la asumieron adhiriéndose al Islam; quienes defendieron un nacionalismo negro o una concepción afroamericana y quienes buscaron la integración o igualación con los blancos.
En la propia década se desmoronaron muchas de aquellas esperanzas de liberación. En África, aquellas independencias de países artificialmente fabricados por franceses, ingleses y belgas fueron, en gran medida, espejismos, apariencias. Lo fueron sus partidos políticos, sus siglas, sus Parlamentos al modo europeo, la fraseología de modernidad y de progreso imitando pautas europeas liberales, socialistas o fascistas. Pronto se vieron envueltos en conflictos tribales o de clanes, enmascarados a veces con siglas de partido, o a la prepotencia brutal de las burocracias militares. En esa tarea jugaron un papel decisivo los planes del Fondo Monetario Internacional, junto al clientelismo económico y el intervencionismo militar de las viejas metrópolis.
En Estados Unidos, pese a la feroz represión, se hicieron avances: se lograron nuevas cotas de igualdad social, la comunidad negra alcanzó un importante peso político, así como una elevación en el status social y económico, y en el número de cuadros profesionales de color. Alcanzaron también una ambivalente política de integración escolar y de cuotas en el mundo del trabajo. Sin embargo, hechos como la citada explosión racial de Los Ángeles, en 1992, y tantos otros conflictos, a escala menor, muestran la permanencia del problema, como denunciaron la novelista y premio Nobel Toni Morrison y el cineasta Spike Lee. Continúa lejano el sueño de Martin Luther King: muchos de aquellos costosos logros se han ido perdiendo entre los escombros y las basuras de los homeless, el crack y las bandas callejeras; mientras, ha continuado creciendo, como en el continente africano, la miseria, las malas condiciones de vida y la violencia social para una parte importante de las comunidades negras urbanas del Imperio.
Camelot
Las elecciones norteamericanas de 1960 fueron ganadas por el candidato del Partido Demócrata, John Fitzgerald Kennedy, un político joven y ambicioso rodeado por un equipo de asesores con participación de intelectuales. El nuevo presidente quiso promover una nueva imagen, una nueva frontera para la política estadounidense, que asumiera, al menos publicitariamente, algunas de las tendencias de cambio que empezaban a agitar a la sociedad.
La estampa de anquilosamiento de la política norteamericana, durante los años finales de la presidencia de Eisenhower, fue sustituida por otra, bien promocionada, de decisiones inmediatas, acertadas o no, cabalgando las crisis internacionales con audacia. En su haber, la reacción enérgica ante los soviéticos tras la construcción del muro de Berlín y durante la crisis de los misiles en el Caribe; en su debe, el desastre de la invasión en Bahía de Cochinos, en Cuba, y la intervención en Vietnam.
Los nuevos tiempos convirtieron 1960 en el gran año de la descolonización. De enero a noviembre nacieron como Estados Camerún, Togo, Senegal, Mali, Congo (hoy Zaire) [y República Democrática del Congo desde 1997], Madagascar, Somalia, Benin, Níger, Alto Volta (hoy Burkina Faso), Costa de Marfil, Chad, República Centroafricana, Congo (Brazzaville), Gabón, Nigeria y Mauritania. Fue la gran verbena de la descolonización sobre mapas diseñados por las metrópolis. Sólo en el cono sur del continente africano portugueses, sudafricanos y rodesianos blancos continuaron frenando un proceso imparable.
Fue la década de la negritud. En diez años, de 1958 a 1968, nacieron más de treinta nuevos Estados en aquel continente. Fue un momento optimista para una humanidad que parecía dispuesta a romper con siglos de racismo y colonialismo y a asumir mitos liberadores. Una figura adquirió las dimensiones legendarias para el sueño del futuro africano: Patricio Lumumba, un profeta que pudo vislumbrar la conexión entre la segregación racial y la explotación económica capitalista. Al criterio tribal y regional que hacia juego al colonialismo belga, Lumumba opuso la consigna de un Congo unido en un África unida.
Como tantos otros mitos de aquella década prodigiosa, concluiría trágicamente: el Congo, hoy Zaire [recordemos que este texto se publicó en 1994], vivió la primera y más salvaje guerra civil de los nacientes Estados y Lumumba murió asesinado en 1961. Los intereses económicos europeos, el neocolonialismo, estuvieron detrás tanto de la guerra como del crimen.
Fue aquel un modelo a reproducir a escala continental: se sucedieron desde entonces golpes militares —treinta sólo en la década de los sesenta— y guerras civiles. Se pasó pronto del grito esperanzado de independencia del Congo belga y de la imagen gráfica del robo del bastón de mando al piadoso rey Balduino por un manifestante negro en Leopoldville (hoy Kinshasa), a una accidentada historia cuyas últimas secuelas llegan hasta hoy, con las trágicas visiones, aún recientes, de Etiopía o Somalia, o las actuales de Ruanda. Del sueño de la libertad a una continuada pesadilla de horrores.
En Estados Unidos, desde el lado negro, James Baldwin tituló un libro La próxima vez el fuego. En él decía que el hombre negro ha funcionado en el mundo del hombre blanco como una estrella fija, como un pilar inamovible: si se sale de su órbita, el cielo y la tierra se conmueven hasta sus cimientos. La protesta generacional y después el rechazo a la guerra de Vietnam durante aquellos años sesenta, se enmarcaron bajo el signo de una creciente protesta negra, una lucha que empezó a mostrar no sólo las zonas heridas y el fracaso social de una sociedad opulenta, sino la crisis de identidad de la propia sociedad blanca ante un cataclismo que parecía romper el orden de las cosas. Now! (¡Ahora!) el grito de una canción, atravesó el país de norte a sur, de costa a costa, como expresión de una marea negra que parecía imparable.
Recordando la explosión de la población negra de Los Ángeles, el levantamiento del barrio de Watts en 1964, con su secuela de incendios y saqueos y de represión policial en la rica y desarrollada California, cuando vuelve a repetirse en 1992, en proporciones aún mayores, se hace patente la profundidad de la crisis, pese a las cuotas de negros en la televisión, el ejército y la policía y a su imagen integrada.
La lucha por la igualdad
Las dos líneas de la emancipación, la radical de Malcom X y la no violenta de Martin Luther King, se unían, en cierto modo, y se convertían en leyenda. Tras el fin trágico de ambos, se ha intentado recuperar sus personalidades, despojarles de su contenido de rebelión. Han pasado a ser mitos cinematográficos. Vehículos de denuncia, como ha sabido mostrar el realizador cinematográfico Spike Lee, pero también objetos mercantilizados para consumo en camisetas, carteles, llaveros y series de televisión.
Fueron muchos y complejos los movimientos de lucha, desde una organización tradicional como el NAACP (National Association for the Advancement for Racial Equality), al CORE (Congress for Racial Equality) y otros muchos grupos: los Freedom Riders (viajeros de la libertad), desde 1961, recorriendo los estados sureños para forzar la igualdad de derechos civiles; el intento apasionado de Malcom X, desde la delincuencia inicial, su paso por el islamismo de los musulmanes negros hasta su posterior radicalismo revolucionario, truncado con su asesinato; los proyectos de organización, educación y lucha en los guetos negros realizados por el movimiento de los Black Panthers, los Panteras Negras, encabezados por Eldridge Cleaver, Huey Newton, Bobby Seale, que chocaría también con una feroz represión de las fuerzas policiales y del FBI; en fin, todos los movimientos defensores de la igualdad de derechos civiles, los miles de participantes en manifestaciones y protestas pacíficas, que culminarían en la marcha sobre Washington. Todos sufrieron y aportaron su cuota de sangre a la represión institucional y a la causada por los sectores más racistas de la sociedad norteamericana.
La agitación alcanzó a toda la comunidad negra; las formas de lucha, al igual que los trabajos y los proyectos políticos, fueron muchos. A través de vías pacíficas, según el modelo gandhiano y la Biblia, con la figura clave del pastor Martin Luther King. Otros, como los Black Panthers, para quienes su biblia fue Los condenados de la tierra de Fanon se plantearon la autoorganización y el recurso a la violencia. Hubo quienes retomaron las viejas ideas del retorno a África; quienes la asumieron adhiriéndose al Islam; quienes defendieron un nacionalismo negro o una concepción afroamericana y quienes buscaron la integración o igualación con los blancos.
En la propia década se desmoronaron muchas de aquellas esperanzas de liberación. En África, aquellas independencias de países artificialmente fabricados por franceses, ingleses y belgas fueron, en gran medida, espejismos, apariencias. Lo fueron sus partidos políticos, sus siglas, sus Parlamentos al modo europeo, la fraseología de modernidad y de progreso imitando pautas europeas liberales, socialistas o fascistas. Pronto se vieron envueltos en conflictos tribales o de clanes, enmascarados a veces con siglas de partido, o a la prepotencia brutal de las burocracias militares. En esa tarea jugaron un papel decisivo los planes del Fondo Monetario Internacional, junto al clientelismo económico y el intervencionismo militar de las viejas metrópolis.
En Estados Unidos, pese a la feroz represión, se hicieron avances: se lograron nuevas cotas de igualdad social, la comunidad negra alcanzó un importante peso político, así como una elevación en el status social y económico, y en el número de cuadros profesionales de color. Alcanzaron también una ambivalente política de integración escolar y de cuotas en el mundo del trabajo. Sin embargo, hechos como la citada explosión racial de Los Ángeles, en 1992, y tantos otros conflictos, a escala menor, muestran la permanencia del problema, como denunciaron la novelista y premio Nobel Toni Morrison y el cineasta Spike Lee. Continúa lejano el sueño de Martin Luther King: muchos de aquellos costosos logros se han ido perdiendo entre los escombros y las basuras de los homeless, el crack y las bandas callejeras; mientras, ha continuado creciendo, como en el continente africano, la miseria, las malas condiciones de vida y la violencia social para una parte importante de las comunidades negras urbanas del Imperio.
Camelot
Las elecciones norteamericanas de 1960 fueron ganadas por el candidato del Partido Demócrata, John Fitzgerald Kennedy, un político joven y ambicioso rodeado por un equipo de asesores con participación de intelectuales. El nuevo presidente quiso promover una nueva imagen, una nueva frontera para la política estadounidense, que asumiera, al menos publicitariamente, algunas de las tendencias de cambio que empezaban a agitar a la sociedad.
La estampa de anquilosamiento de la política norteamericana, durante los años finales de la presidencia de Eisenhower, fue sustituida por otra, bien promocionada, de decisiones inmediatas, acertadas o no, cabalgando las crisis internacionales con audacia. En su haber, la reacción enérgica ante los soviéticos tras la construcción del muro de Berlín y durante la crisis de los misiles en el Caribe; en su debe, el desastre de la invasión en Bahía de Cochinos, en Cuba, y la intervención en Vietnam.
Sin embargo, la renovación política resultaría más virtual
que real. Se llegó a comparar el Washington kennedyano con Camelot, en una abusiva traslación al mundo y personajes del ciclo
del rey Arturo. Su asesinato en Dallas, televisado en directo, le convirtió en
el protagonista del primero y más grande reality
show de la nueva era, con un impacto que continúa vigente treinta años más
tarde.
Sin embargo, en su proyecto político permanecía la cultura
del terror. En el Mensaje sobre el estado
de la Unión,
en enero de 1962, Kennedy explicaría que el
primer programa serio de refugios para la defensa civil está en curso de
ejecución, con la identificación, la localización y la previsión de cincuenta
millones de emplazamientos; y solicito vuestra aprobación para el apoyo dado
por las autoridades federales a la construcción de refugios antiatómicos en
escuelas, hospitales y lugares similares.
Desde los comienzos de su mandato se replanteó, además, la
concepción de la guerra convencional mantenida hasta entonces por Estados
Unidos. Situó en el Tercer Mundo los riesgos mayores de conflicto e insistió en que la guerra de guerrillas era
diferente a todos los tipos de guerra, y que exigía la aplicación de nuevas
tácticas y nuevas doctrinas.
Vietnam fue el campo de pruebas de la nueva estrategia
militar de contrainsurgencia. En los treinta y cuatro meses de presidencia de
Kennedy las fuerzas militares norteamericanas en Vietnam del Sur aumentaron
desde 685 hasta 16.000 aproximadamente. Su sucesor, el presidente Johnson,
elevó esa cifra a 100.000, luego a 200.000 y finalmente a más de 500.000
soldados.
Un ensayo general
Al recordar aquellos años de la Nueva Frontera o la Gran Sociedad de su sucesor, Lyndon B. Johnson, conviene apartar los ojos de las esferas del poder y buscar la historia entre las gentes de una generación que intentó descubrir nuevos tipos de comunidad, nuevos modelos familiares, nuevas costumbres sexuales, nuevos medios de vida, nuevas formas estéticas, nuevas identidades personales; su rechazo al sistema llámenlo capitalismo, gran parrilla de hamburguesas, Babilonia, máquina de la codicia o «haz-tu-trabajo-y-calla» y aprender a vivir cooperativa, inteligente, graciosamente, llámenlo anarquismo, nueva conciencia, era de Acuario, comunismo o cualquier otra cosa.
Un ensayo general
Al recordar aquellos años de la Nueva Frontera o la Gran Sociedad de su sucesor, Lyndon B. Johnson, conviene apartar los ojos de las esferas del poder y buscar la historia entre las gentes de una generación que intentó descubrir nuevos tipos de comunidad, nuevos modelos familiares, nuevas costumbres sexuales, nuevos medios de vida, nuevas formas estéticas, nuevas identidades personales; su rechazo al sistema llámenlo capitalismo, gran parrilla de hamburguesas, Babilonia, máquina de la codicia o «haz-tu-trabajo-y-calla» y aprender a vivir cooperativa, inteligente, graciosamente, llámenlo anarquismo, nueva conciencia, era de Acuario, comunismo o cualquier otra cosa.
Corrientes culturales similares, con caracterizaciones
específicas, se desarrollan en Francia, en Alemania Federal, en Gran Bretaña y
otros países. Pocas veces una vanguardia cultural tuvo orígenes geográficos tan
dispersos. Nunca unas minorías lograron desbordar sus ámbitos reales de
actuación y convertirse, con el efecto multiplicador de los modernos mass media, en una inmensa mayoría
inexistente. Tal vez, Mick Jagger, de los Rolling Stones, supo explicar con la
mayor simplicidad la raíz de aquella angustia generacional y del rechazo al
sistema: No encuentro ninguna
satisfacción / y lo intento / cuando estoy mirando la tele / y sale ese hombre
para decirme / lo blancas que pueden quedar mis camisas.
En 1961, el mismo año que tomaba posesión del cargo
Kennedy, se establecía en las universidades norteamericanas el SDS (Students for Democratic Society). La preocupación
inicial fue la situación de la comunidad negra y la defensa de los derechos
civiles desde un pacifismo radical y con una resistencia pasiva. Tres años más
tarde se producía la revuelta de Berkeley, cuyo impacto se extendería a todo el país. En aquella
universidad californiana, el Free Speech
Movement, formado a partir de un conglomerado de asociaciones estudiantiles,
un organismo al mismo tiempo organizado,
desorganizado y privado de organización alguna, pero extraordinariamente
eficiente, descubría la propia miseria de la condición estudiantil,
enmascarada tras la tradicional neutralidad y apoliticismo universitario
americano, e imponía la libertad de expresión en los campus. Se desplazó el eje de lucha, de la injusticia ajena a la injusticia propia, y se pidió ¡Libertad
para todos los americanos y no sólo para los negros!, durante semanas de
manifestaciones, sentadas, discusiones y enfrentamientos con la policía.
Aquella revuelta abrió la era de las grandes movilizaciones estudiantiles, al
extenderse la agitación a otras universidades.
El malestar continuó extendiéndose, en 1965, desbordando el marco estudiantil. La intervención militar en Vietnam era ya una guerra abierta. Una gran marcha sobre Washington en contra de la guerra abrió un imparable proceso de rechazo interno a la política norteamericana que jugaría Unipapel decisivo en la primera gran derrota militar del país. De la crítica a la guerra y a la política intervencionista, se fue pasando a una crítica de la estructura política y económica del Estado y, sobre todo, del propio modelo de sociedad.
La vitalidad del movimiento, una revolución cultural y moral más que política, conmocionaría a América y liberó un enorme y complejo potencial artístico y humano que influyó, coincidió y se entremezcló con otros similares, con sus variantes nacionales, en los países europeos. Allí nacieron y fueron gestándose muchos de los valores y fuegos de artificio que estallaron y se popularizaron en torno al mítico año de 1968.
Sin embargo, su radicalidad, su utopismo antiutópico, conllevaría siempre, oculto tras una desproporcionada resonancia mediática, un carácter minoritario. El poder, los muchos poderes, supieron verlo y también, poco a poco, canalizarlo, recuperarlo y reconvertirlo en materiales de consumo, en mercancías, música y literatura a la mayor gloria del mercado. Tras los grandes cambios se repetiría también el cambiar algo para que todo siga igual.
Para muchos, no obstante, aquella fue una aventura vivida al borde del abismo, del vacío. Dylan ya cantó en aquellos años:
El malestar continuó extendiéndose, en 1965, desbordando el marco estudiantil. La intervención militar en Vietnam era ya una guerra abierta. Una gran marcha sobre Washington en contra de la guerra abrió un imparable proceso de rechazo interno a la política norteamericana que jugaría Unipapel decisivo en la primera gran derrota militar del país. De la crítica a la guerra y a la política intervencionista, se fue pasando a una crítica de la estructura política y económica del Estado y, sobre todo, del propio modelo de sociedad.
La vitalidad del movimiento, una revolución cultural y moral más que política, conmocionaría a América y liberó un enorme y complejo potencial artístico y humano que influyó, coincidió y se entremezcló con otros similares, con sus variantes nacionales, en los países europeos. Allí nacieron y fueron gestándose muchos de los valores y fuegos de artificio que estallaron y se popularizaron en torno al mítico año de 1968.
Sin embargo, su radicalidad, su utopismo antiutópico, conllevaría siempre, oculto tras una desproporcionada resonancia mediática, un carácter minoritario. El poder, los muchos poderes, supieron verlo y también, poco a poco, canalizarlo, recuperarlo y reconvertirlo en materiales de consumo, en mercancías, música y literatura a la mayor gloria del mercado. Tras los grandes cambios se repetiría también el cambiar algo para que todo siga igual.
Para muchos, no obstante, aquella fue una aventura vivida al borde del abismo, del vacío. Dylan ya cantó en aquellos años:
Están vendiendo postales del ahorcamiento
y pintando los pasaportes de color marrón;
el salón de belleza está lleno de marineros;
el circo ha llegado a la ciudad;
ahí viene el comisionado ciego,
le tienen en trance;
una mano sujeta al equilibrista,
la otra en sus pantalones,
y el pelotón antimotines no descansa.
Necesitan algún lugar donde ir
mientras Lady y yo miramos esta noche afuera
desde la Calle de la Desolación.
CUADERNOS DEL MUNDO ACTUAL, Nº 64.
Historia 16, 1994
Historia 16, 1994
BIBLIOGRAFÍA:
Bergman, Dutschke, Lefevre, Rabehl, La rebelión de los estudiantes, Barcelona, Ariel, 1976
Chomsky, N., Repensando Camelot. John F. Kennedy, la Guerra del Vietnam y la cultura política de Estados Unidos, Madrid, Libertarias-Prodhufi, 1994.
Draper, H., La revuelta de Berkeley, Barcelona, Anagrama, 1970.
Fanon, F., Los condenados de la tierra, México, Fondo de Cultura Económica, 1982.
Guevara, E. Che, El socialismo y el hombre nuevo, México, Siglo XXI, 1982.
Karol, K.S., La segunda revolución china, Barcelona, Seix Barral, 1977.
Maffi, M., La cultura underground (2 tomos), Barcelona, Anagrama, 1975.
Marcuse, H., El hombre unidimensional, Barcelona, Seix Barral, 1969, y El final de la utopía, Barcelona, Ariel, 1981.
McLuhan, M., Fiore, Q., Agel, J., Guerra y paz en la aldea global, Barcelona, Martínez Roca, 1971.
Roszak, T., El nacimiento de una contracultura, Barcelona, Kairós, 1976.
Vaneigem, R., Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones, Barcelona, Anagrama, 1977.
VV.AA., Historia Universal del siglo XX, (Números 21 al 31), Madrid, Historia 16, 1982.
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