1.
El patriotismo común y corriente es la base del racismo
La
aversión de los racistas, cuya consecuencia extrema es la selección según
criterios raciales, se dirige contra los que no pertenecen al “propio”
Estado o al “propio” pueblo. Lo que los defensores de las reglas habituales del
juego no quieren notar es en el fondo bastante simple: La aversión contra los
extranjeros supone un sentimiento de formar parte de un colectivo más
allá del estar subsumido a un Estado particular, a su sistema económico etc.
a)
Quien vive en Alemania, Francia, España o donde sea, se encuentra sometido a
las más diversas constricciones (que se presentan como condicionamientos) en
las que uno tiene que apañárselas prestando sus servicios: Si tiene demasiado
poco dinero se ve obligado a trabajar por otros, lo que tampoco le enriquece;
el dinero que obtiene es en todo caso suficiente para que sea requerido como
contribuyente; el descontento previsible predestina a acudir a las urnas para
facilitar a los partidos la selección del personal gobernante; de vez en cuando
hay que cuadrarse como soldado y morir por la patria, porque defender estas
magníficas condiciones de vida no lo puede llevar a cabo la minoría que verdaderamente
se beneficia de ellas. Y claro está que todas estas circunstancias objetivas
llevan consigo tanto concordancias como oposiciones entre los individuos
participantes que resultan de sus respectivos intereses. Pero es igualmente
obvio que esta incorporación de los ciudadanos a una asociación forzada,
económica, jurídica y políticamente predeterminada no genera ni un
extraordinario sentimiento de “identidad nacional” ni el deseo de excluir a
otros del “propio” rebaño. Tal idea supone interpretar los deberes reales
que impone un Estado capitalista – y que uno cumple porque de su cumplimiento
depende la propia existencia – como deberes morales que uno asume
consciente de su propia responsabilidad, como contribución a una obra común
universal.
b)
Claro, el hecho de que exista una tal integridad superior a la que los
diferentes grupos desde el Estado y la economía hasta el hombre común todos
prestan sus servicios más o menos honorables sólo se revela al punto de vista
moral. Pero aun prescindiendo de que sin tales exaltaciones la relación entre
servicios y provecho reales aparecería tan miserable como es –para participar
en los engranajes de la vida burguesa es entonces imprescindible la falsa
consciencia– la idea de una “comunidad nacional” o de un “bien común” es
fatalmente productiva.
Esta
idea justifica todas las obvias oposiciones entre los diferentes
intereses sociales, las diferencias en la relación entre prestación y
retribución que dependen de la propiedad de la que uno dispone, y justifica también
la jerarquía de las profesiones y rentas: en esta visión moral son
contribuciones y contribuyentes que la comunidad necesita para que la obra
común funcione bien. Aunque personalmente uno considere injusta su propia
posición social, queda fuera de dudas que la comunidad nacional debe procurar
un orden en el cual cada uno debe ser insertado. Con ello, ya no
interesan los medios de los que disponen las diferentes clases de
ciudadanos y que causan dependencias muy particulares: todo esto se
interpreta y reconoce como partes integrantes de un orden– uno de
derechos y deberes –que necesita una comunidad para que funcione. Un orden del
que no sólo la autoridad debe ocuparse, sino al que encima cada miembro de la
comunidad, sea la que sea su posición social y su importancia, tiene derecho.
2.
Los diferentes tipos de racismo
El
estar consciente de este derecho origina una clasificación del mundo.
a)
Una vez aprobadas por principio las “diferencias” entre ricos y pobres,
empresarios y trabajadores, propietarios y vagabundos, “el destino” que coloca
a unos aquí y a otros allí quizás cometa algún que otro fallo, pero en general
proporciona a cada uno el sitio que le corresponde – por lo menos debería
ser así, lo que resulta en la misma convicción: La selección y distribución de
la gente para la jerarquía preexistente desde “muy abajo” hasta la “élite” no
es lo que es, sino que emana de la pretensión de designar a cada uno lo suyo.
Todas las excepciones confirman la regla que en una buena comunidad popular
cada uno debe ser, y al final también será, lo que ya es. Para esta convicción
no hace falta haber descubierto los genes responsables por el éxito de
millonarios, panaderos o políticos (¡ya basta con que la locura de que exista
tal cosa siempre encuentre un interés afirmativo!). El estar de acuerdo con el resultado
lleva a la “conclusión” de que los individuos han tenido las disposiciones
correspondientes – así que al final el capitalismo entero aparece como el
aprovechamiento perfecto de la diversidad natural de los talentos.
Este
es el primer tipo de racismo: interpretar los caracteres sociales como
subespecies del género humano determinadas por la naturaleza.
b)
A pesar de ser algo parecido al orden natural de cosas e individuos, el mundo
social aún dista de ser perfecto. A la comunidad en principio armónica le falta
por todas partes la armonía: empresarios y sindicatos se pelean; todos se
quejan de algo; los partidos políticos se enfrentan en vez de ponerse de
acuerdo – ¿qué pasa aquí? El hombre bueno ya conoce la respuesta antes de hacer
la pregunta: A través de todas las clases y profesiones la gente se distingue
según su carácter moral, según su conciencia del deber con la que
contribuyen al bien común. Por todos lados hay buenos que sirven a la
comunidad y que la mantienen viva, y malévolos que alteran la paz social
con su egoísmo. La pregunta inútil por qué existen los malévolos, ya ha
encontrado su respuesta en el hecho de que existen: Igual que la
disposición a ser carpintero o genio de las matemáticas, el carácter reside en
la sangre. El crimen resulta de la energía criminal; y uno o la tiene o no. A
diferencia de otros talentos, el talento al crimen no se acepta: La subespecie
de los individuos indecentes –esta distinción es el segundo tipo de racismo–
hay que forzarla a someterse al orden o segregarla.
c)
Sin embargo, como heces genéticas incluso los malévolos forman parte de “nosotros”,
de la comunidad popular organizada en principio de forma armónica y que
proporciona a cada uno su sitio. Es diferente con “los otros” que el
fiel compañero de la comunidad nacional distingue con regularidad tanto en la
prensa o televisión o al visitar playas exóticas, como aquí entre “nosotros”
porque el Estado concede también a personas extranjeras el derecho a quedarse
aquí. El atributo de “foráneos” no lo tienen los foráneos por cultivar en sus
lugares de origen relaciones sociales que fuesen tan diferentes a las
“nuestras”, o por hacer aquí algo fuera de lo normal, sino porque su pasaporte
pone de manifiesto que pertenecen a otro pueblo. Por tanto tienen obligaciones
respecto a aquella comunidad y sus valores, no a la “nuestra”; allí
reciben lo que les corresponde – y lo que les corresponde es enteramente
diferente a lo que “nuestra” comunidad les debe a sus miembros honorables,
aunque al fin y al cabo todo se centre igualmente en el dinero: Incluso
respecto a la riqueza en su forma abstracta la distinción nacionalista entre “nuestro”
y “su” dinero hace que pierda importancia el aspecto de quien la
posee. Tan fundamental es la frontera imaginaria entre “nosotros” y
aquellos que –sean pobres o ricos, buenos o malévolos – simplemente no pintan
nada aquí.
Es
tan fundamental que aún menos que respecto a la distinción interna del pueblo
es preciso recordar su razón verdadera. Al que se imagine la nación como una
comunidad ética ya no se le ocurre pensar en que la única razón de la
distinción entre compatriotas y extranjeros es el alcance limitado del poder
estatal. Aceptar esta verdad significaría “poner de pie” a todas las
perspectivas moralistas de la conformidad con la nación y su “orden” social, es
decir, renunciar a tal idiotez. Con ser miembro de un colectivo forzado, el
buen ciudadano se cree en la posición privilegiada de ser un socio honorario en
una asociación llamada “pueblo”, la cual nadie ha fundado nunca – en su
perspectiva es al revés: es el pueblo el que dota de sentido y proyectos al acto
social llamado Estado. Entre otros, del proyecto de hacer provechoso el
contacto con pueblos forasteros, que por su parte son igualmente total e
inexplicablemente “diferentes” – como máximo a algunos de ellos se les concede
“asimilarse” y al final incluso convertirse en parte de “nosotros” –
preferiblemente no antes de la segunda o tercera generación. Porque a un
individuo así hay que identificarle ante todo como extranjero; y la perspectiva
opuesta, identificarle al extranjero como individuo, tampoco le convierte en un
paisano – esto tampoco le correspondería ni a él ni a su naturaleza étnica...
Este
es el tercer tipo de racismo, su tipo más fundamental: ya antes de la
clasificación en los subespecies de los diferentes talentos y de buenos
y malévolos, el pertenecer a un pueblo divide al género humano en varias especies,
unidas en las diferentes naciones. Ser miembro de dicha especie caracteriza a
cada individuo, como disposición principal que uno tiene por nacimiento, igual
que el pelo rizado o lo que sean los criterios según los cuales el
antropólogo distingue a los individuos.
d)
La discriminación y el desprecio a los foráneos son cosas que también les
molestan a personas que no ven nada de criticable en la idea de la comunidad
moral – lo que les molesta a ellos es que algo así altere la buena imagen
de la comunidad. Son partidarios de distinciones “sensatas” y rechazan
distinciones “injustas”, lo que hace su crítica del racismo muy relativa en
todos los aspectos.
En
la retrospectiva cuenta por ejemplo entre las objeciones significativas contra
la persecución de los judíos por los nazis alemanes que en aquel tiempo eran
precisamente las partes más hábiles y más fieles del pueblo alemán las que
fueron expulsadas y exterminadas porque no se aceptaban como partes del pueblo.
La élite del ingenio alemán – físicos, autores, empresarios, veteranos
beneméritos de la
Primera Guerra Mundial con un modélico orgullo nacional –
perdida por pura “presunción racista”: ¡extremamente criticable! ¿Qué
objeciones tendrían estos mismos críticos, si entre los judíos hubiera habido
menos “alemanes modelos”?
También
las personas modernas que ponen énfasis en el derecho de ciertos extranjeros a
quedarse aquí – dado que se comporten bien y que hagan los trabajos basura que
rechazan los nativos – y aunque refuten el “prejuicio” según el cual los
foráneos merecen por principio el sospecho de si tienen las habilidades
requeridas e intenciones aceptables, no critican el racismo, sino que
distinguen entre una segregación injusta y una segregación justificada que
ellos tampoco quieren criticar.
Al
final la crítica se reduce a las más abstractas frases hechas que se escuchan
frecuentemente hoy en día: los extranjeros también son seres humanos,
respectivamente “Somos todos extranjeros, casi en todas partes”. Este
argumento seguramente convencerá a aquellos que identifican en el ser humano al
extranjero, y sobre todo en los lugares adonde no pertenece. E incluso las
mismas frases hechas suponen que “nosotros” y los extranjeros formamos colectivos
diferentes cuando afirman que esto no tiene importancia porque se puede
encontrar “algo” bastante abstracto que tenemos en común.
3.
El racismo de los ciudadanos
El
racismo es el punto de vista político-moral que distingue a la humanidad
organizada y segregada por los Estados en caracteres étnicos y morales. Es la
imagen del hombre creada por el espíritu patriótico, por esto forma parte
integral de la afirmativa consciencia cívica y por eso es a su vez producto de
la asociación política forzada de la que el ciudadano no quiere saber nada. Lo
que percibe esta perspectiva y con qué grado de agudeza, cambia cuando se
acumulan motivos para el descontento nacional; tantos más indicios encuentra
para su descontento, cuanto más la actitud ética que forma la base de esta
perspectiva revela su calidad de ser una posición polémica contra las
“condiciones existentes”.
a)
El patriotismo siempre toma sus frases programáticas actuales del catálogo de
las condiciones de vida con las que uno se muestra descontento; y es este
descontento que lo sostiene: no es el materialismo satisfecho el que convierte
a la gente en patriotas convencidos. Considerando esta base del patriotismo, es
inmediatamente evidente que el insistir en que se cumplan los deberes y en la
integridad moral es una posición exigente que incita a la acción: La
falta de éxito de buenos ciudadanos y los tormentos que sufren los buenos
patriotas en medio de la propia comunidad dedicada al bienestar del pueblo –esta “injusticia” sólo encuentra explicación en la existencia de culpables
que alteran la cooperación en el fondo provechosa entre gobierno y
gobernados, inversiones y disposición a trabajar, escuela y casa paterna...
b)
Las figuras que así se inventa el patriotismo ofendido, también las encuentra.
Al examinar de forma crítica su propia comunidad étnica, este patriotismo
descubre en muchos lugares un egoísmo que falsifica y desbarata la justa
colocación de la gente, que se apropia de prestaciones de la comunidad sin
merecerlas y sin darle a la comunidad los servicios que reclama a cambio, mientras los miembros buenos, todos los honestos, resultan engañados.
Ninguna clase social es ofendida, los egoístas los hay en todas partes: entre
los millonarios hay especuladores parasitarios e inversores que crean puestos
de trabajo, entre los sin techo hay los que están en la miseria sin culpa, e
individuos depravados...
Sin
embargo, tales diferencias se esfuman frente al descubrimiento que los miembros
del colectivo nacional deben hacer continuamente: Entre “nosotros” hay quienes
no son de aquí para nada y que molestan. “Se arrellanan”, no porque se
arrellanen más que los demás, sino porque por muy llanos que sean molestan ya
con su mera presencia. Desde este punto de vista son culpables para todo
lo que le molesta al ciudadano descontento: Son ellos quienes le quitan
los puestos de trabajo, las mujeres y las viviendas; son ellos quienes
traen el caos, la corrupción moral, las drogas y el crimen; son ellos
quienes son colmados de subsidios estatales que un buen ciudadano o no pediría
nunca o para los cuales tendría que colarse mucho tiempo... Ni hace falta
siquiera que esta gente infrinja una ley –si lo hacen, es lo que el buen
ciudadano siempre sabía– para que sean acusados de incumplir el deber civil
fundamental: el de ser un miembro responsable de la comunidad popular. Sin
tarjeta de inscripción, es decir, sin derecho alguno de estar presente, los
extranjeros están aquí y molestan ya con su presencia la armonía de los que
forman una comunidad unida sin tener que compartir un interés común.
Es
una ventaja que el nativo sensibilizado es capaz de “reconocer” de seguida a
los extranjeros por los “rasgos raciales” en el sentido banal de casuales
aparencias físicas, que no tienen nada que ver con el contenido político-moral
del racismo, el clasificar a la gente en comunidades nacionales, pero que eso
sí permiten, identificar a los foráneos que “no pueden ser de aquí”. Por eso
tampoco es tan trágico que de vez en cuando se equivoque el “sexto sentido” del
nacionalista.
c)
De este modo, buscar a quienes son moralmente responsables para las
circunstancias inconvenientes de la santísima patria es el punto central del
racismo cívico. Claro que el patriotismo descontento sabe hacer la diferencia
entre criminales nativos y personas extranjeras. Pero cuando se trata de la
comunidad intacta (así percibe el ciudadano a su nación), se nota de seguida
qué deslinde es el más fundamental: Una cosa son los perversos que hay entre
“nosotros” como en cualquier asociación y que deben tratarse por tanto de la
manera que les corresponde; y otra cosa son aquellos que ni en sus ejemplares
más nobles cumplen el requisito fundamental: formar parte de “nosotros”.
Y mirando en detalle a los nativos que nos molestan, por lo menos aquellos que
alteran la armonía nacional, ¿acaso no son también foráneos? ¿Y no es verdad
que los extranjeros en nuestra nación serán siempre como tales un factor de
disturbio –aunque quizás no se lo pueda reprochar personalmente?
d)
Lo que de todas formas se tiene que reprochar al Estado es permitir a los
extranjeros que causen molestias, en vez de satisfacer el deseo de armonía en
su pueblo descontento haciendo una selección precisa. Quien no quiera aceptar
este escándalo, tiene dos alternativas: O beber algunas copas para cobrar ánimo
y entonces encargarse personalmente del asunto que el Estado deja sin resolver,
poniendo así de manifiesto quiénes son los que mandan y que los extranjeros no
tienen derecho a vivir aquí. Sin embargo, este accionismo es una violación del
monopolio de fuerza estatal, como tal es una infracción de la ley y por tanto
no es cosa de todo el mundo. La otra alternativa es dedicarse a la política –puesto que el poder particular nunca llegará a ser tan eficaz como el poder
estatal.
e)
El paso a la práctica xenófoba suscita de nuevo una crítica que quiere negarle
su necesidad. Pero los críticos de la práctica xenófoba no critican las razones
por las que los racistas queman o los políticos echan fuera a los extranjeros,
sino que la contraponen con una alternativa dentro de la imagen político-moral
de la nación.
La
polémica contra la “extranjerización” que a los nativos les hace difícil la
experiencia de una comunidad popular intacta y por tanto la vida, también se
puede poner al revés. Ciudadanos críticos, sobretodo de izquierdas, propagan la
imagen de una sociedad multicultural y a la estrechez de miras de la
xenofobia le contraponen su imagen de que el encuentro con costumbres,
comidas... extranjeras le enriquece a la comunidad nacional. Desgraciadamente,
el mero contrario de un error es por si mismo un error: Quien considera posible
e incluso especialmente interesante (por sus increíbles diferencias) la
coexistencia pacífica de diferentes caracteres nacionales, cree en el
cuento de la “identidad étnica” al igual que los racistas xenófobos cuyos
resentimientos considera completamente desacertados.
El
mismo argumento vale para la variante del ideal multicultural que convierte a
algunos contemporáneos en amigos de los extranjeros en vez de sus
enemigos. Puede que los individuos tengan características que uno considere más
simpáticas, otras menos; de todas formas, ser extranjero –al igual que ser
nativo– no figura entre ellas. Quien quiera meterse esto en la cabeza, sólo
demuestra una vez más que no le da igual en absoluto, sino que le parece muy
importante la diferencia entre extranjeros y nativos. No por los motivos
personales que se ha inventado, sino porque ni los internacionalistas aguantan
imaginarse la nacionalidad, la propia como la ajena, de otra forma que como un
cometido a un carácter moral modélico.
Lo que tienen en común las dos variantes del patriotismo alternativo es que interpretan al racismo de forma errónea como un “prejuicio” sin fundamento alguno y del cual los críticos quieren liberarse en el nombre de otros. Que desacerte su objeto es la última cosa que se puede reprochar a un racista, quien no se deja equivocar para nada por las características individuales de sus víctimas cuando busca los culpables y los intrusos ajenos al pueblo. El error no está en que los racistas “generalicen” de forma errónea o en que se equivoquen, así que sólo necesiten experiencias o un conocimiento erudito de las costumbres extranjeras para corregir su error. Incluso las teorías del racismo – que no constituyen el caso regular en los juicios de exclusión contra los extranjeros – ya presuponen el juicio nacionalista de que extranjeros y nativos son inconciliables, y no lo deducen. Si hay algo que desacierte la cosa, son por ejemplo los resultados de la investigación antropológica, citados con mucho gusto por los antirracistas, según los cuales no existen siquiera diferencias biológicas algunas entre las razas humanas.
4. El racismo de Estado
No
es que el poder estatal oriente su política según como la interpreten sus
ciudadanos con su moral afirmativa; pero sí que la legitima con esta
interpretación y moldea con ella el “sentido común popular” en su forma actual.
Quien no exige nada más de su “propio” Estado que satisfaga su creencia cívica
en que la tarea superior del poder estatal es imponer –si hace falta, con fuerza– la armonía en la comunidad nacional, no será rechazado por ningún político;
al contrario. El racismo del ciudadano no es sólo producto de la forzada
asociación nacional con su espíritu comunitario político-moral, sino que además
es un “credo” oficialmente fomentado por el Estado. Y del mismo modo como el
ciudadano descontento se siente animado a realizar acciones patrióticas, un
Estado al que parece oportuno asume una práctica racista que a su vez da razón
al racismo de sus ciudadanos y lo agudiza según sus necesidades.
a)
Con la xenofobia que resulta de su parcialidad patriótica, el ciudadano
descontento halla benévola acogida por parte de los políticos. Ellos entienden,
y con razón, nada más que el eco de sus promesas de aumentar el provecho de su
propio pueblo; por tanto comprenden el racismo de sus ciudadanos aunque lo
frenen. Porque, en rigor, la ocasión y el eje de empuje del descontento en el
pueblo se orientan según los “temas” que dominan la opinión pública nacional; y
respecto a ésta, no hay nadie que manifieste tanta insistencia en definirla
como los mandamases políticos. En general, se puede confiar en que el sentido
cívico movilice su racismo a medida de que éste se convierta en la opinión
pública –y no al revés.
b)
La importancia que tienen los argumentos racistas en la opinión pública y la
medida en que resultan en una acción política –o hasta qué punto llega un
ciudadano que anime a los partidos gobernantes o funde su propio partido
reprochando a los políticos que desatiendan al pueblo– se decide según los
éxitos y tormentos de la nación, tal y como los constatan los políticamente
responsables. Si éstos constatan que la sociedad está en crisis y mandan que su
pueblo la supere, redefinen las circunstancias de vida de las diferentes clases
y estamentos en el pueblo, destruyen técnicas habituales de cómo arreglárselas,
redefinen los niveles de vida y producen descontento en el pueblo. Precisamente
por ello los políticos nutren bien de ideología a los ciudadanos en estas
situaciones: Sobretodo en “tiempos difíciles” la atmósfera social en la nación
no se debe estropear a causa de conflictos que nacen siempre que haya
extranjeros en la nación, y la relación entre el pueblo y sus líderes no debe
sufrir la provocación que representa inevitablemente un “problema con los
extranjeros” que quede sin resolver. Cuanto más los líderes de la nación
deciden de “arreglar” una situación de emergencia basándose en la moral del
pueblo del que exigen sacrificios materiales, tanto más claramente subrayan la
exclusividad del “nosotros” nacional maltratando y echando fuera a los
extranjeros que no se necesiten explícitamente. Un Estado en una situación de
emergencia debe poder fiarse de la indudable “solidaridad” en la comunidad de
su pueblo; por eso la limpia de los factores de disturbio –como si el mito de
las incompatibles especies humanas nacionales fuese de hecho verdad–. En este
sentido el Estado practica, si lo considera oportuno, el racismo con el
cual los ciudadanos se imaginan este mismo poder estatal como su propia
“identidad”; de manera teórica el Estado nunca deja de cultivar
intensamente este racismo.
c)
Que el pueblo sea un pueblo sólo porque en él los individuos de una determinada
naturaleza están unidos en una unión indestructible que corresponde a su
naturaleza común, esta idea forma una parte fija de cualquier doctrina
estatal, así como la conclusión que exige consecuencias prácticas: que una
nación sólo sea fuerte y logre superar el “reto” de “los tiempos difíciles” si
su pueblo toma en consideración esta virtud fundamental.
Cultivar
esta idea del “pueblo” no tiene que llegar hasta el punto de edificar
monumentos en el arte y en la ciencia a la “raza aria”. Forma, sin embargo,
parte fundamental del pensamiento político la “conciencia histórica” con su
particular doctrina de que ningún ciudadano libre logre escapar de la red de
las necesidades, obligaciones y deberes que resultan del pasado. Esta
conciencia puede existir sin conocimientos, pero no sin aniversarios, actos
conmemorativos etc., que glorifican la cronología nacional de explotación y
guerra como la historia de una comunidad ética llamada “pueblo” que continúa
viva generación tras generación. Esta figura es el punto de referencia de
cualquier ideología nacional que proclama como el inalienable derecho
histórico de este ficticio individuo colectivo todos los proyectos
actuales que se plantea el poder estatal. Cuanto más militante el proyecto,
tanto más se trata por lo menos de una “misión histórica”.
Y
tanto más, de forma complementaria al imagen del propio pueblo benevolente, se
especifica en qué rasgos son diferentes los extranjeros. Muchas veces es que
tienen la mala suerte de ser un obstáculo para el “resurgimiento nacional”; sea
porque estén aquí y no en su lugar de origen, sea porque su Estado a su vez se
plantee intolerables “misiones históricas”. De seguida se sabe qué tipo de
individuos mediocres se tienen que segregar para que el pueblo esté bien
limpio. Para proyectos fuera del territorio nacional, bien es verdad que un Estado
siempre tenga sus razones estratégicas reales para la enemistad contra
otros Estados; pero con su carácter abstracto, el pensamiento estratégico ya
determina el contenido completo de lo que la imagen del enemigo fabrica
de ella: una “lucha fatalista” entre la libertad y la barbarie socialista,
entre la moralidad europea y el odio étnico balcano-eslavo, entre el occidente
y el terrorismo islámico...
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