Por JOAQUÍN ARAUJO
Miguel de Unamuno sólo entendía el verdadero patriotismo cuando se había dormido al raso, con los huesos acostados sobre la dura yacija de la tierra y el cielo estrellado por único techo. Desde los valles vascos hasta la sierra de Gredos, Unamuno se pateó el país entero de punta a rabo y, con sus prodigiosa capacidad de análisis, supo intuir las profundas transformaciones que aguardaban a los campos y montes españoles.
Confesémoslo. Unamuno es nuestro escritor más hondo. Por imitarle diríamos que es telúrico, es decir, de lo profundo, de la raíz de las cosas, de lo que sacude al mundo. Por eso toda su obra provoca emociones en cadena, la mayoría todavía vigentes. No podía ser de otra forma si se acerca uno a un espíritu rebelde con todo, comprometido con los débiles y atormentado por la trascendencia, amante de la libertad y solidario con las grandes causas.
Cierto que se equivocó, apoyando sólo durante unos meses a los franquistas cuando había sido uno de los más señeros líderes republicanos. Pero pronto se percató también del horror de la represión de derechas y rectificó. Protagonizó incluso uno de los más crudos e intensos debates públicos con el legionario Millán Astray, al que espetó aquello de «Venceréis, pero no convenceréis». Frase que, por cierto, se podría repetir a diario en este mundo.
Lo anterior lo recordamos casi todos, pero no tanto que Unamuno fue un gran naturalista, un gran defensor de la vida, como cualquiera de nosotros. Y que a lo largo de toda su vida creativa, compuesta por unas doscientas obras mayores y un par de miles de artículos que suponen más de 30.000 páginas, encontramos centenares de llamamientos a la serena contemplación de la naturaleza. Es más, de su pluma salieron algunos llamamientos que hoy consideraríamos netamente conservacionistas.
Tal vez el más explícito, por resultar idéntico al que ha movido tantas acciones ecologistas, sea este: «Estas robustas matriarcales encinas castellanas, de secular medro, que van siendo sustituidas —¡lástima!— por esos pinos quejumbrosos —¡queixumes dos pinos!— y resinosos». Confieso que, a partir de la lectura de esta frase, incorporé a mi léxico la palabra parricidio como sinónimo de tala, incendio o sustitución forestal.
Pero no menor es la profundidad de otras manifestaciones de Unamuno, un provocador de pensamientos como pocos: «Hace falta la suficiente locura para no caer en la estupidez de los humanos». La inconformidad, cuando se ha llegado a lo más alto de una profesión, como llego Unamuno —rector, escritor universal— adquiere condición de alivio para todos, «los integrados y los apocalípticos». Al menos cabe el consuelo de que un íntegro no se integró (¡¡Dios, como lo cambia todo un solo acento!!).
Nadie mejor que él se pregunto por lo íntimo: de los comportamientos, de las palabras, de los paisajes. Su rigor en el uso del lenguaje, y con el verdadero sentido de las palabras, es toda una propuesta revolucionaria. Ya sólo por eso estaríamos a su lado si entendemos, como entendemos, que la contaminación empieza cuando a las palabras clave —naturaleza, paz, democracia, solidaridad— les quieren dar decenas de interpretaciones, incluso las totalmente contrarias a las más amplias y aceptadas.
Los por entonces conatos de todo lo que hoy nos afecta, ya fueron denunciados por don Miguel, desde la lenta arterioesclerosis de la democracia hasta el papel de los medios informativos, desde la pérdida de identidad cultural hasta las sustituciones forestales, desde la prisa para todo —para nada— hasta la mercantilización del universo. Daría, pues, más bien para un regular volumen el Unamuno naturalista que para este breve recordatorio. Por eso, de todo lo muchísimo que se podría citar, entresaco lo que considero resulta más fácilmente interpretable por los seguidores de estos asomos de nuestro pasado.
«Así es como el sentimiento estético de la naturaleza, nacido del agradecimiento a los favores que nos hace, sólo se perfecciona y acaba a medida que nos hacemos dueños de estos favores mismos, de los que antes éramos esclavos».
«Cóbrase en tales ejercicios y visiones de ternura para con las rocas, con los ríos; se siente que son de nuestra raza también, que son españoles».
«El agua es, en efecto, la conciencia del paisaje».
«Y yo cada día odio más la información y me interesa menos la noticia. Uno de los mayores encantos allá en las alturas de Gredos era carecer de diarios, no recibir cartas».
«Hay algo de religioso en la majestad de ciertos alcornoques —honni soit qui mal y pense— y nunca he podido verlos desollados, con San Sebastianes vegetales, sin profunda emoción. Como hay otra cosa en el bosque que me sobrecoge siempre, y es el cadáver, el esqueleto de un árbol».
Y, ante todo, algo que he convertido en uno de los más utilizados finales de mis charlas: «El sentimiento de la naturaleza, el amor inteligente, a la vez que cordial, al campo, es uno de los más refinados productos de la civilización y la cultura». «El que verdaderamente ama la naturaleza, no ve perdices en ella».
En eso estamos todos, en recuperar esa cima de la cultura que el cuidar de esos campos que llevan tantos siglos dándonoslo todo.
Revista Quercus
Cuaderno 81 – Noviembre 1992.
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