viernes, 21 de julio de 2017

Lo universal es otra cosa


Por HELENO SAÑA

Todos los imperios y pueblos poderosos han tendido, en mayor o menor medida, a dar una proyección universal a su sistema particular de valores, una constante histórica representada hoy por los Estados Unidos de América. Mientras las viejas potencias europeas han dejado de considerarse el ombligo del mundo, los EEUU creen, cada día con más énfasis, que son los depositarios y portadores máximos de lo que Hegel hubiera denominado el 'espíritu universal'.

En el plano de la teoría, la reivindicación de lo nacional como expresión de lo universal es formulada por primera vez por Herder, quién saliendo al paso de la Ilustración francesa predominante entonces en Europa, afirma que lo universal no está representado por la razón abstracta de origen cartesiano, sino por el genio particular de cada pueblo (Volksgeist), tesis que asume esencialmente Hegel en su Filosofía de la historia y que el Fichte tardío de los Discursos a la nación alemana llevará a sus últimas consecuencias. La exaltación de lo alemán como lo universal 'per se', conducirá finalmente, como es sabido, al surgimiento del pangermanismo y de la vesania racista del nacionalsocialismo y del Tercer Reich.

Aparte de la brutalidad con que procede a su autoglorificación como la nación absoluta, Alemania no hace más que seguir, con gran retraso histórico, el camino iniciado anteriormente por otras potencias europeas, desde la España imperial de los Habsburgo y el 'British Empire' a la Francia del Siglo de las Luces, de la Revolución y de Napoleón Bonaparte, sin olvidar el Imperio romano y el mesianismo paneslavista de la Rusia zarista, transformado por Lenin y Trotsky en mesianismo revolucionario.

De la misma manera que detrás de estas imitaciones tardías del viejo Imperium Romanum no había más que los delirios de grandeza inherentes a todos los mega-sistemas de poder, el hegemonismo practicado por los EEUU desde el hundimiento del imperio soviético, lejos de representar el espíritu universal de la hora histórica actual —como pretenden sus artífices— no es más que el reflejo del más absoluto fundamentalismo nacional, un fundamentalismo basado además en la fuerza bruta de las armas. No necesito subrayar el proceso de continuidad existente entre el fundamentalismo nacional y el fundamentalismo religioso. Me refiero, claro está, a las luchas entre el Papado y los príncipes durante la Edad Media, así como a las guerras confesionales entre católicos y protestantes a comienzos de la Edad Moderna. El Estado nacional acepta el primado del poder eclesiástico hasta el momento en que está en condiciones de destronarlo y de erigirse en poder absolutamente soberano. El fundamentalismo nacional no es sino la versión secular del fundamentalismo practicado durante siglos por la Iglesia de Roma y después, por la Iglesia protestante. También los EEUU son un producto de este trasfondo histórico, esto es, una versión del antiguo fundamentalismo nacional gestado en la vieja Europa.

Es evidente que lo universal no puede surgir de ningún fundamentalismo exclusivista. Ambos conceptos se contradicen intrínsecamente uno al otro, como nos enseñan Marcel Mauss, Lévi-Strauss, Teilhard de Chardin y otros antropólogos, etnólogos y hombres de ciencia que han estudiado a fondo la gestación, la estructura y el desarrollo de las civilizaciones. Lo universal es otra cosa, en primer lugar la negación por antonomasia de la voluntad de poder, que es exactamente la pasión que se ha apoderado de la casta política y militar estadounidense. Un pueblo con vocación verdaderamente universal no intenta avasallar ni dominar a los demás pueblos, sino que procura respetarlos y ayudarlos. Su rasgo característico es la generosidad, virtud que la propia Norteamérica ha practicado a menudo, por ejemplo cuando puso en marcha el Plan Marshall para sacar de apuros a los países víctimas de los desastres de la II Guerra Mundial, sin excluir a Alemania, el enemigo de la víspera.

¿Y hoy? Los EEUU, el país más rico del mundo, destina sólo el 0,1 por ciento de su PIB a la ayuda a los países subdesarrollados, que es, a inmensa distancia, el porcentaje más bajo de todos los países occidentales. La pregunta es inevitable: ¿Cómo puede un país que tan sórdidamente socorre a los necesitados de la tierra atreverse a dar lecciones de moral política a la humanidad?

LA CLAVE
Nº 58 / 24-30 mayo 2002

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