domingo, 16 de diciembre de 2018

Kropotkin frente al darwinismo

'El apoyo mutuo' supuso una gran respuesta
a la visión competitiva y cruel de la Naturaleza
del darwinismo ortodoxo.

Por GEORGE WOODCOK e IVAN AVAKUMOVIC

Kropotkin se enfrentó siempre con una poderosa serie de argumentos que tenían el apoyo de varios científicos y que mientras no se abordasen en su propio terreno amenazaban con destruir aquel edificio racional que él había levantado. Estos argumentos se relacionaban con la teoría darwiniana de la evolución, tan de moda entonces, y proclamaban que en la naturaleza nunca hay bastante para todos y que sería en realidad, poco deseable que lo hubiese, pues la fuerza más potente de la evolución del mundo animal y, por tanto, de la humanidad, es la lucha por la vida dentro de las especies, que al suponer la supervivencia de los más aptos actúa como medio de selección natural asegurando el progreso de la raza. Los apologistas del capitalismo ya habían adoptado estas ideas de competencia ilimitada, y también los marxistas, que veían en el proletariado la clase más «apta».

El principal exponente de la teoría de la lucha por la existencia fue, en el siglo XIX, Thomas Henry Huxley, pero la base fundamental de la discusión, y su utilidad como justificación del orden social existente, eran mucho más antiguas que el siglo XIX o que la polémica evolucionista en su forma moderna. Durante el siglo XVII, el filósofo autoritario Thomas Hobbes, autor de Leviatán, había basado su justificación del Estado y de la autoridad monárquica en la teoría de que el hombre primitivo es por naturaleza dado a la lucha fratricida y que sólo pueden implantarse en él las virtudes sociales por la fuerza de una autoridad superior. Y al final del siglo XVIII se traspasó el argumento al campo de la economía, y, en lo que difícilmente puede considerarse una coincidencia, estuvo estrechamente ligado a la primera aparición del anarquismo como doctrina social madura y completa. En 1793 publicó William Godwin su Investigación acerca de la justicia política, que tuvo en aquel tiempo gran influencia intelectual, y en el que abogaba por la benevolencia universal como base de las relaciones humanas (idea no muy lejana del apoyo mutuo de Kropotkin) y sugería, como Kropotkin, que si todos los hombres hiciesen su cuota de trabajo manual, si se eliminasen toda clase de actividades socialmente inútiles y de derroche, y si la potencialidad de la ciencia se explotase plenamente en beneficio de todos, sería posible gozar de bienestar al coste de un gasto mucho menor de energía que el habitual en sociedades anteriores.

Durante algunos años prácticamente nadie refutó los argumentos de Godwin. Pero luego apareció un clérigo, T. H. Malthus, que sostenía que la población tendía naturalmente a incrementarse en una proporción más alta que la de cualquier incremento del suministro de alimentos. Este proceso conduciría inevitablemente al desastre si no se ponían «barreras positivas» al crecimiento demográfico; es decir, fenómenos naturales, como la enfermedad y el hambre, y fenómenos sociales, como la lucha generalizada de los individuos, en la que los más débiles perecen. Con el fin de preservar al bienestar existente, era necesario, según Malthus, que no se alterase este proceso, y denunciaba, en consecuencia, la doctrina de la benevolencia universal de Godwin como concepción peligrosa que podría alterar la limitación natural de la población y producir una sociedad en la que el crecimiento demográfico, superando el incremento en el suministro de alimentos, conduciría inevitablemente al desastre y al hambre para todos, y no sólo para las minorías, que son eliminadas antes de alcanzar su plenitud en proceso normal de competencia sin trabas. El resultado último de cualquier tentativa de cambio sería, en consecuencia, un regreso a través de terribles pruebas a la vieja situación. Las cosas eran, en realidad, como tenían que ser, y, en conclusión, hablar de una mejora de la sociedad humana era pura quimera.

Era una doctrina consoladora para los propietarios de la industria, los generales y los administradores del comienzo de la revolución industrial, y sin duda más de un capitalista, cuyos obreros infantiles sucumbían en la atmósfera mefítica de su fábrica, más de un terrateniente que se apoderaba de las tierras comunales y ayudaba a hacer de labradores bien alimentados un proletariado rural hambriento, se sentía confortado con el consuelo de las prédicas del reverendo Malthus. Las teorías de este bondadoso cristiano adquirieron estatus de enseñanza clásica en el sistema económico victoriano, y aunque hoy resulta difícil entenderlo, fueron aceptadas por muchos científicos de talla. Pero incluso entonces sus bases racionales y matemáticas fueron eficazmente refutadas no sólo por la tardía respuesta de Godwin en 1820, sino también por la pronta Respuesta a Malthus de Hazlitt. Hoy, cuando la posibilidad de un vasto incremento de producción de bienes esenciales se halla situada más allá de la duda razonable, y en que se ha mostrado en la práctica que un mayor bienestar y una mayor instrucción producen una caída de la tasa de natalidad, la teoría básica de Malthus resulta insostenible, y quienes buscan una razón en que apoyar su argumento de que la situación de la humanidad no puede alterarse deben buscarlo en otro sitio.

Darwin y Wallace, coautores de la Teoría
de la Selección Natural.

El advenimiento de Darwin trasladó el argumento del campo económico al biológico. Al formular su teoría, Darwin se apartó de los evolucionistas anteriores, como Lamarck, Buffon y su propio abuelo, utilizando la lucha por la vida como mecanismo clave mediante el cual la «selección natural» favorecía las variaciones positivas y destruía las negativas; aceptaba que había influido poderosamente en él para llegar a esta conclusión, la teoría de Malthus del freno positivo al incremento de población, que también consideraba Darwin un importante factor para seleccionar, eliminando a los individuos inferiores, en la lucha por la vida. Aunque Darwin advierte a veces contra el uso del término «lucha por la existencia» de forma demasiado literal, resulta evidente que imaginaba no sólo una lucha contra los factores ambientales, sino también de los individuos entre sí, como elemento dominante del proceso evolutivo. Aunque en años posteriores reconoció que también era importante la cooperación, nunca llegó a desarrollar esta idea en grado apreciable, y la base principal de su concepción de la evolución continuó siendo la idea de conflicto.

Thomas Henry Huxley, su principal apóstol y divulgador, llevó esta tendencia a su extremo al hablar del mundo animal como «un duelo de gladiadores» y de la vida del hombre primitivo como «una lucha libre y constante». Competencia, lucha, animosidad, envidia y odio eran las cualidades que surgían automáticamente de la concepción de Huxley como factores necesarios de progreso. La lucha entre grupos e individuos era para él la ley de vida. No sólo era deseable como condición de progreso, sino que era también inevitable.

Se verá cómo esta teoría complacía a los apologistas del capitalismo del siglo XIX en aquel período de escepticismo en que los valores de la religión ortodoxa perdían su poder; el materialismo científico del tipo huxleyano, violentamente atacado al principio de su aparición, alcanzó muy pronto la misma respetabilidad que las insostenibles doctrinas de la Iglesia. Los que se sentían incómodos basando sus acciones en una dudosa ley divina se alegraron mucho al descubrir que la ley natural había sido interpretada por el profesor Huxley de modo que constituía igualmente una justificación firme de la competencia ilimitada. No hay duda de que si tales doctrinas eran ciertas, la teoría base de los anarquistas de que los hombres tienden naturalmente a la cooperación estaba amenazada. Cualquier concepción de una sociedad basada en el acuerdo voluntario debía aportar una respuesta eficaz a los evolucionistas neomaltusianos, y esto fue lo que aportó Kropotkin en El apoyo mutuo.

Su preocupación por este aspecto de la evolución databa de años antes de que se interesase por las teorías revolucionarias, pues ya en la década de 1860 él y su hermano habían analizado ampliamente la teoría de la variación de Darwin, y se habían planteado sus dudas en la cuestión de la herencia, y además, durante sus exploraciones siberianas, le sorprendió descubrir que había, de hecho, menos pruebas de lucha que de cooperación entre individuos de la misma especie. Más tarde, cuando se hizo anarquista e intentó fundar sus creencias en una base científica, se vio de nuevo afectado por esta cuestión. Ya hemos hablado de su defensa, en 1882, de la solidaridad mutualista como factor evolutivo, y su estudio, en Clairvaux, de la tesis de Fiodorovich Kessler. Pero fueron las afirmaciones extremadas de Huxley sobre la ferocidad de la lucha por la vida las que decidieron finalmente a Kropotkin a aceptar el desafío. Ha de subrayarse que, pese a la poco delicada conducta de Huxley en el asunto de la solicitud de liberación de Kropotkin cuando éste se hallaba preso en Clairvaux, Kropotkin nunca tuvo la menor animosidad personal hacia él y siempre estuvo dispuesto, sin dejar de señalar el peligro de la perversión que Huxley hacía del darwinismo, a alabar el valor, los conocimientos y la inteligencia con que había defendido al principio la teoría evolucionista contra la ortodoxia eclesiástica.

Hobbes y Malthus, predecesores del darwinismo.

Kropotkin inicia El apoyo mutuo con un examen de la vida de las especies animales. Su estudio está lleno de citas de las obras de los naturalistas de campo y de sus propias observaciones, que muestran que la sociabilidad o el apoyo mutuo entre individuos de la misma especie se halla tan extendida en todos los niveles del mundo animal, desde los insectos a los mamíferos superiores, que puede considerarse una ley de la naturaleza:

«Las especies que viven en solitario o en pequeñas familias son, en realidad, relativamente pocas y su número es limitado. Además, parece muy probable que, aparte de unas cuantas excepciones, las aves y mamíferos que no son gregarios vivieran en sociedades antes de que el hombre se multiplicase sobre la tierra y desencadenase una guerra permanente contra ellos, o destruyese las fuentes de las que antes obtenían alimentos.»

El apoyo mutuo no sólo es una ley de la naturaleza, salvo en animales que viven en condiciones un tanto artificiales, o entre especies en decadencia, sino que también es, según Kropotkin, el factor de evolución más importante en las especies sociales:

«La vida en sociedad permite resistir a los animales más débiles, las aves más débiles y los mamíferos más débiles, les permite protegerse de las aves más terribles y de los animales de presa; permite la longevidad; permite a la especie criar a sus retoños con el mínimo gasto de energía y mantener su número pese a una tasa de nacimientos muy baja; permite a los animales gregarios emigrar en busca de nuevos asentamientos. En consecuencia, aunque admitiendo plenamente que fuerza, rapidez, colores protectores, astucia y resistencia al hambre y al frío, que mencionan Darwin y Wallace, son otras tantas cualidades que hacen al individuo, o a la especie, más aptos en determinadas circunstancias, creemos que la sociabilidad, en cualquier circunstancia, es la mayor ventaja en la lucha por la vida. Las especies que voluntaria o involuntariamente la abandonan están condenadas a la decadencia; mientras que los animales que saben combinar mejor sus esfuerzos tienen mayores oportunidades de supervivencia y de posterior evolución, aunque puedan ser inferiores a otros en esas facultades enumeradas por Darwin y Wallace, salvo la facultad intelectual.»

Inteligencia, nutrida por el lenguaje, imitación y experiencia acumulada, son para Kropotkin «una facultad eminentemente social». Además, el hecho mismo de vivir en sociedad fuerza a desarrollar, aunque sea en forma rudimentaria, ese «sentido colectivo de justicia que acaba convirtiéndose en un hábito» sin el cual es imposible toda vida social.

Las pruebas que Kropotkin aduce en apoyo de estos argumentos convierten la visión de Huxley de «naturaleza de colmillo y garra» en una pesadilla de científico de salón. Pero Kropotkin no elimina del todo la lucha por la existencia. Admite que juega su papel, metafóricamente, en la forma de la lucha contra circunstancias adversas. Pero en forma de competencia dentro de las especies sólo se presenta en circunstancias excepcionales, e incluso entonces es más perjudicial que ventajosa, pues destruye las ventajas obtenidas con la sociabilidad. La selección natural, lejos de estimular la competencia, aporta medios por los que puede evitarse.

Si estas ideas pueden aplicarse de modo casi universal a los animales, se aplican también al hombre primitivo, que debe su dominio sobre el mundo animal a su sociabilidad y a las aptitudes que cultiva en sociedad. Tres generaciones de antropólogos han demostrado la falsedad de la visión huxleyana de un hombre primitivo enzarzado en una perpetua vendetta entre individuos y familias, similar a la hipótesis freudiana de la horda primigenia centrada en el padre. Los estudiosos del hombre primitivo, desde los tiempos de Lewis Morgan hasta el presente, han hallado en todas partes una tendencia a vivir no en grupos familiares, sino en agrupaciones tribales en las que la ley como tal es desconocida, y está reemplazada por un completo sistema de costumbres que aseguran cooperación y apoyo mutuo. Tampoco hay prueba alguna de que el hombre primitivo no fuese una especie social; en realidad, los restos de las culturas primitivas aportan abundantes indicios de su primigenia sociabilidad y cooperatividad.

Huxley y Spencer, verdaderos 'padres'
del darwinismo y la lucha por la existencia.

Kropotkin, utilizando los datos de los antropólogos de vanguardia de su época, demostró que dentro de la tribu primitiva el apoyo mutuo era la regla y no la excepción, y mostró cómo entre los bárbaros el campo de cooperación mutua se convirtió en pueblo y, a través de la aparición de las primitivas formas de gremio, asumió incluso proporciones nacionales e internacionales. Finalmente, el papel del apoyo mutuo en las instituciones humanas alcanzó su más alto desarrollo en la ciudad libre medieval. Kropotkin, incluso en su juventud, había investigado mucho la naturaleza de las relaciones sociales en estas ciudades, y podía por ello aportar gran cantidad de pruebas, ilustradas por relatos contemporáneos, que mostraban que las ideas imperantes en el siglo XIX sobre la vida medieval era casi por completo erróneas, y que tras las murallas de las ciudades libres y antes de su decadencia en el Renacimiento, había existido una rica vida comunal en la que la ayuda mutua y el comunismo cooperativo jugaban un gran papel.

Estos capítulos del libro de Kropotkin están escritos con entusiasmo y puede que tendiesen a menospreciar el lado oscuro de la vida en tales sociedades. Sin embargo, nos muestra con clara conciencia la debilidad interna que llevó al colapso del espíritu comunal a final de la Edad Media. Y, considerando el conjunto de su información, aporta importantes datos que corroboran el papel decisivo que el apoyo mutuo jugó en el desarrollo de la actividad social y su papel vital como lazo orgánico entre los seres humanos. Incluso hoy, pese a que el Estado haya asumido tan amenazadora importancia en la vida humana, el apoyo mutuo sigue siendo el factor más importante en la interrelación entre hombres y mujeres, considerados como individuos.

«Ni los poderes aplastantes del Estado centralizado, ni las doctrinas de odio mutuo y de lucha implacable que, adornadas con los atributos de la ciencia, predican oficiosos filósofos y sociólogos, podrían desarraigar el sentimiento de solidaridad, profundamente asentado en el entendimiento y el corazón del hombre, porque está nutrido de toda nuestra evolución anterior… Lo que fue resultado de la evolución desde sus etapas primigenias, no puede verse aplastado por uno de los aspectos de esa misma evolución. Y la necesidad de la ayuda mutua y del mutuo apoyo que últimamente se había refugiado en el círculo estrecho de la familia, o en los barrios pobres, o en la secreta unión de los obreros, se reafirma una vez más, incluso en esta sociedad moderna nuestra, y proclama su derecho a ser, como ha sido siempre, primer caudillo del progreso.»

Apoyo mutuo y sociabilidad son de hecho, fundamentos de todo credo de ética social, de toda práctica de cooperación, y si no condicionaran de modo natural casi todos nuestros actos diarios hacia nuestros semejantes, ni siquiera la más austera tiranía podría impedir la desintegración de la sociedad.

Kropotkin estuvo bien documentado para
poder refutar la tesis darwinista.

(…)

En cuanto completó su obra sobre la Revolución Francesa, Kropotkin comenzó a caminar por otra vía nueva. La consideración de las cuestiones éticas le había hecho pensar de nuevo en la cuestión general de la evolución. Veía ahora con mayor claridad ciertos errores del darwinismo, y creía que en algunos aspectos se había desechado injustamente a Lamarck, sobre todo en la cuestión del influjo directo del medio en el desarrollo de plantas y animales. En consecuencia, se puso a trabajar sobre el asunto, y de ello se derivó una serie completa de artículos que se publicaron en The Nineteenth Century durante los cinco años siguientes. «Evolución y apoyo mutuo», «La acción directa del medio sobre las plantas» y un ensayo doble, «La respuesta de los animales a su medio», aparecieron en 1910. En 1912 publicó «La herencia de características adquiridas», y en 1914, «Variaciones heredadas en las plantas», y en 1915, a modo de conclusión, «Variaciones heredadas en los animales». Estos ensayos eran de carácter sumamente polémico, e incluían un ataque a la teoría de August Weismann sobre el plasma germinal, y pretendían demostrar la herencia de caracteres adquiridos a través de la acción directa del medio. Como siempre, Kropotkin acumulaba gran cantidad de datos y pruebas para apoyar sus argumentaciones, aunque no dijo en modo alguno la última palabra sobre esta cuestión, aún ferozmente polémica.

El príncipe anarquista
(1971)

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