Por MÁXIMO SANDÍN
(…) En mis experiencias previas en debates sobre evolución siempre he terminado con la convicción de que será imposible, no ya avanzar en algún tipo de conclusión o de llegar a algún acuerdo sino, simplemente, debatir sobre evolución, mientras no exista un criterio común para definir lo que se está debatiendo. El resultado de esta ausencia suele ser una especie de «diálogo de sordos» en el que uno defiende ardientemente el Plan Hidrológico Nacional y otro la continuidad del entrenador de la Selección de futbol. Es decir, casi parece que la labor fundamental (y apremiante) de los estudios sobre evolución es aclarar de qué estamos hablando o, lo que es lo mismo, definir el objeto de estudio. Cabe suponer que habrá alguna forma de llegar a un acuerdo sobre lo que se observa en el registro fósil y en la naturaleza (es decir, lo que encontramos, no lo que buscamos). Lo que observamos son distintos tipos de organización animal y vegetal (invertebrados, peces, tetrápodos, angiospermas, gimnospermas) que «aparecen» de una forma discontinua en los sucesivos estratos geológicos (que han recibido su nombre de las faunas y floras que los caracterizan) y que están delimitados por evidencias de grandes catástrofes naturales. Se trataría, por tanto, de explicar, a la luz de los conocimientos biológicos actuales, cómo se pueden relacionar estos fenómenos con la forma en que se ha podido producir la evolución de los seres vivos.
El papel de los retrovirus
Comencemos por los tipos de organización. Parece evidente que las diferencias morfológicas se han de producir por cambios en la morfogénesis, es decir, en el desarrollo embrionario. Hoy sabemos (hace tiempo que sabemos) que el desarrollo embrionario es un proceso extremadamente interconectado y jerarquizado en el que un cambio en cualquiera de sus etapas afecta en cascada a todas las subsiguientes y, por tanto, al patrón general del organismo, y este cambio será mayor cuanto más temprana sea la etapa afectada. Esto quiere decir que un cambio estructural significativo no puede producirse gradualmente mediante acumulación de pequeños cambios en características superficiales producidas en etapas finales del desarrollo. De hecho, existen evidencias experimentales sobre el cambio brusco de organización de miriápodo a hexápodo por la inactivación de proteínas Hox. Y no estamos sólo de cambio en el número de extremidades, sino de organización general. En cuanto a los procesos responsables de estos cambios, tenemos datos muy recientes y abundantes que nos dan una idea de cómo están implicados en los cambios evolutivos. El desarrollo embrionario en animales y plantas está controlado por unos conjuntos de genes/proteínas denominados homeoboxes, en los que los genes están organizados en forma de secuencias repetidas en tándem. Sabemos que los responsables de las repeticiones del ADN son los retrotransposones, elementos móviles capaces de hacer copias de sí mismos y cuyo origen resulta aplastantemente evidente que está en retrovirus que han perdido, en mayor o menor medida, los genes codificadores de la cápsida. Unos retrovirus que, por otra parte, son extremadamente abundantes en los genomas de los seres vivos en forma de retrovirus endógenos (ERs), cuyas proteínas participan en gran cantidad de procesos tan importantes como puede ser la placentación. Tanto los elementos móviles (y las secuencias repetidas) como los virus endógenos, que constituyen la mayor parte de los genomas, se pueden activar experimentalmente mediante agresiones ambientales y los últimos estudios derivados de la secuenciación de genomas animales y vegetales han puesto de manifiesto que los grandes (y súbitos) cambios de organización que se observan en el registro fósil y que están asociados con grandes disturbios ambientales, coinciden con duplicaciones a mayor y menor escala y reorganizaciones genómicas. Es decir, por fin tenemos fenómenos verificables experimentalmente que pueden explicar lo que vemos en el registro fósil.
En cuanto a la forma en que se transmite la información genética, está resultando de una complejidad tan sorprendente como inabarcable. La información no se encuentra depositada en el ADN, sino que es producto de la interacción de ADN, ARN y una enorme cantidad de proteínas, y depende de multitud de factores entre los cuales los más importantes son el resto del genoma y el ambiente celular (dependiente, a su vez, del ambiente externo). Es decir, los genes son parte de un circuito que es el verdadero responsable de la información. Un parte muy importante, pero no más que el resto.
Todo esto (todos estos datos) nos conduce necesariamente a una conclusión: los términos y los conceptos de la genética de poblaciones (y, como consecuencia, de la síntesis neodarwinista moderna) basados en hipótesis matemáticas y en supuestos teóricos y condiciones inexistentes en la naturaleza, pueden ser descartados como método de estudio de la evolución.
Es perfectamente comprensible (y respetable) que esto resulte muy difícil de asumir por personas que han dedicado su vida a intentar comprender la evolución como un proceso de «adaptación gradual al ambiente», una concepción que es el origen de la confusión (la incomunicación) en los debates sobre evolución. La adaptación (a veces de una complejidad y sutileza difícilmente explicables) es un ajuste al ambiente derivada de las capacidades de los seres vivos para intercambiar información con el entorno y es un proceso diferente (cualitativa y cuantitativamente) de las remodelaciones genéticas, morfológicas y fisiológicas implicadas en los cambios evolutivos.
Se están conociendo diferentes y complejos procesos por los que esta respuesta al ambiente tiene lugar: el splicing alternativo y la «edición de ARN», los cambios epigenéticos, la activación de «elementos móviles», los retrogenes y retropseudogenes… Todo ello está inducido por factores ambientales y muestra las complejas redes de procesamiento y comunicación de información que caracterizan a las relaciones de los seres vivos entre sí y con el entorno.
El problema fundamental de esta confusión es que los términos derivados de la concepción tradicional (por no decir obsoleta) de la evolución están tan arraigados en el lenguaje científico que han pasado a formar parte de la estructura mental de los expertos en evolución: la competencia por los recursos, la selección sexual, las estrategias vitales, el cuidado parental, los sistemas de apareamiento… Todos se utilizan como términos evolutivos, aunque el significado real que se les pretende atribuir es adaptativo (lo que también resulta una interpretación muy discutible a la luz de los nuevos datos sobre los procesos moleculares implicados en las adaptaciones). Y es de esta confusión de la que deriva la esterilidad de los debates: mientras unos hablamos de cambios de organización, de estrés genómico, de activaciones de proteínas Hox, de transferencia genética horizontal, de integración de sistemas complejos, otros siguen hablando del más apto, de coste-beneficio, de egoísmo y altruismo y de jerarquías de grupo. Aunque resulten interpretaciones antropocentristas (más concretamente etnocentristas) sin la menor relación con los complejos fenómenos genéticos y embriológicos implicados en la evolución.
Insisto en que es perfectamente comprensible que científicos que han dedicado su vida profesional a explicar (o a comprender) la evolución mediante estos conceptos no se sientan muy predispuestos a un cambio tan radical en su interpretación, porque se trata de toda una nueva concepción de la naturaleza. Pero si la experiencia de Max Planck nos puede ser de utilidad, habrá que mantener la esperanza en la creación de una nueva biología construida por nuevas generaciones que estén familiarizadas con ella. Una «forma diferente de mirar» que nos permita una mayor comprensión y respeto por una naturaleza que está resultando con unas características y un significado diametralmente opuesto al de la rancia e hipócrita visión victoriana de la supervivencia del más adecuado, concebida desde la óptica de los vencedores. De la lucha por la vida, de explotación de recursos, de superiores e inferiores, de egoísmo y altruismo y de prejuicios (que más bien parecen obsesiones) culturales que han conducido a toda una macabra y violenta concepción de la naturaleza (y de la realidad) en la que estos prejuicios se han disfrazado de conceptos científicos.
Los nuevos datos están mostrando una naturaleza en la que, desde el más elemental proceso de los seres vivos, desde la actividad celular y la diferenciación de tejidos y órganos hasta las relaciones entre organismos, poblaciones o ecosistemas, están involucradas complejas redes de procesamiento y comunicación de información y una estrecha e imprescindible interdependencia en el más estricto y material sentido, en la que están relacionados tanto factores bióticos como abióticos, lo que, en definitiva, disuelve la frontera organismo-entorno.
En definitiva, una nueva visión con un significado radicalmente opuesto al de la vieja biología: de cooperación frente a competencia, de integración en el ambiente frente a lucha contra él y, sobre todo, de procesos explicables científicamente frente al absurdo azar sin sentido. Una nueva concepción que relegue los viejos tópicos y prejuicios al verdadero lugar que les corresponde: el de los accidentes históricos que han supuesto (entre otras muchas cosas) un freno al progreso del conocimiento.
QUERCUS
Cuaderno 222 / Agosto 2004
No hay comentarios:
Publicar un comentario