DESCUBRIENDO EL PAPEL
DE LOS MICROBIOS EN LA BIOSFERA
R. GUERRERO y M. BERLANGA
Hasta alcanzar el conocimiento actual sobre la historia de la Tierra y de la vida, muchas hipótesis han intentado explicar lo que tal vez sucedió en los orígenes. Durante mucho tiempo los humanos creyeron que nuestro planeta era el centro del universo y que desde el principio había ido preparándose para albergar la vida en su seno. Una vida cuya máxima representación iba a ser nuestra especie; una preparación cuya máxima gestación no pasaba de seis días. Y aunque ahora sabemos que nuestro planeta es un punto azul minúsculo perdido en un espacio inmenso, mantenemos la idea de que fueron las características especiales (constitución química, posición en el espacio) de la Tierra las que permitieron que la vida se originase aquí y no en otros lugares.
Una trémula luciérnaga viajera
Nuestro Sol empezó su existencia hace unos 5.000 millones de años. Desde entonces, gira alrededor de la Vía Láctea en una órbita casi circular y tarda en hacerlo unos 226 millones de años. El Sol tiene pequeños cuerpos no luminosos que giran a su alrededor; son los planetas. En el que ocupa la tercera posición a partir del centro, la Tierra, se distingue claramente de sus vecinos: tiene una atmósfera alejada del equilibrio y produce luz propia debido a los grandes incendios de bosques, o la luminosidad de las ciudades. Cada año da una vuelta a su estrella. Pero un año no es mucho para la vida de una persona. Ni 226 millones de años, para la de la Tierra. La biosfera es muy antigua; la Tierra «viva» tiene aproximadamente 3.800 millones de años, «sólo» 750 millones de años menos que el propio planeta. El origen de la vida, o biopoyesis, pudo haberse producido en nuestro planeta, quizás varias veces, poco después de que hubiera agua líquida. Si la biopoyesis se produjo en Venus y Marte en algún momento de su historia «geológica», tal vez no continuó en ninguno de ellos. Lo que hizo posible el mantenimiento de la vida en la Tierra fue el desarrollo de los ecosistemas, o ecopoyesis, que evitó el agotamiento de los elementos biogénicos de la superficie del planeta, cosa que habría ocurrido en un tiempo máximo de 200 o 300 millones de años y que habría provocado la extinción primigenia de la vida. Desde entonces, el establecimiento de las cadenas tróficas, en el que los productos del metabolismo de unos organismos sirven de nutrientes para otros, permite el reciclado de la materia. La actividad de estos ecosistemas determinó la evolución posterior del planeta, que hasta hace aproximadamente 1.800 millones de años tuvo como únicos habitantes los procariotas (Guerrero, 1998). La vida es una fuerza geológica y actúa sobre el planeta de manera que las condiciones ambientales necesarias para el mantenimiento de la misma vida sean «estables» (adecuación de la temperatura, de la composición química de los suelos y de las proporciones de gases presentes en la atmósfera). Eugene Odum (1913-2002) apoyó la idea de la biosfera como un sistema homeostático formado por componentes vivos. La vida puede ser una ineludible consecuencia de la evolución planetaria, una continuación del desarrollo físico del Universo (Guerrero et al., 2002). Sabemos que hay vida en la Tierra «algunos dicen que hasta inteligente»; sabemos que no hay vida en la Luna; el siglo XXI nos dirá si hay vida, o la hubo, en nuestros vecinos más cercanos del sistema solar, como Marte, Venus, Europa (luna de Júpiter) o Titán (luna de Saturno).
The Microbe's Contribution to Biology (Harvard University Press, 1956) es el título del libro de Albert Jan Kluyver (1886-1956) y Cornelis Bernardus van Niel (1897-1985) basado en las conferencias «John M. Prather» que estos microbiólogos impartieron en la Universidad de Harvard el mes de abril de 1954. Kluyver es el padre de la bioquímica comparativa, propuso la idea de la unidad bioquímica de la vida y promulgó la utilización de los microorganismos para elucidar las vías metabólicas y las transformaciones energéticas de la materia; en su aplicación supuso que toda la vida estaba conectada por el reciclado de la materia y todos los organismos estaban conectados a través de la red de los ecosistemas.
La continuidad y unidad de la vida que conocemos se pone de manifiesto en la uniformidad de los sistemas genéticos y de la composición molecular que la integran («Lo que es cierto para Escherichia coli lo es también para el elefante», según Jacques Monod [1910-1976]). La vida es químicamente conservadora. La biología molecular muestra de forma convincente que toda la vida actual sobre la Tierra comparte un antecesor común. La vida que conocemos siempre está compuesta de la combinación de compuestos químicos (carbono, hidrógeno, oxígeno, azufre, fósforo y migajas de otros) en una solución acuosa. Las primeras células de nuestro linaje fueron sistemas proteicos limitados por membranas, basados en el ARN y ADN y dotados de autopoyesis (automantenimiento) (Maturana y Varela, 1980). Intercambiaban constantemente sus materiales constituyentes con el medio externo. Daban salida a los residuos a medida que adquirían alimento y energía. Nuestros genes provienen, a través de una secuencia ininterrumpida, de las mismas moléculas que estaban presentes en las células primitivas que se formaron en las orillas de las primeras masas de aguas cálidas y poco profundas.
Existe un lazo íntimo entre la evolución y los organismos. La evolución conecta la vida a través del tiempo y, como en todo proceso evolutivo, los organismos y sistemas posteriores no pueden prescindir de los organismos y sistemas que los precedieron. Las primeras formas de vida eran células procariotas y durante el 85% de historia de la vida sobre la Tierra fueron sus únicos habitantes. Los procariotas (bacterias y arqueas) inventaron todas las estrategias metabólicas que conocemos (Leigh, 2002). Un «error» metabólico, la producción de oxígeno, originó la vida aeróbica; otro estratégico, la endosimbiosis, originó la célula eucariota (con núcleo diferenciado). Ambos «errores» han permitido que la vida adopte formas y dimensiones muy variadas, desde los microorganismos y plantas microscópicas hasta las secuoyas, los grandes dinosaurios, las ballenas o los seres humanos. Las plantas y animales emergieron de un mundo microbiano y mantienen un estrecho vínculo de dependencia con los microorganismos (Guerrero y Berlanga, 2003).
Los seres 'invisibles'
La vida no sólo comenzó con los microorganismos procariotas, sino que la continuidad de la existencia de la vida sobre la Tierra recae inconspicuamente sobre ellos. La ubicuidad de los microorganismos se basa en cinco características principales: (1) su tamaño pequeño, que les permite una gran capacidad de dispersión; (2) su variabilidad que les permite ocupar nichos ecológicos muy diversos; (3) su flexibilidad metabólica, que les permite tolerar y adaptarse rápidamente a condiciones ambientales desfavorables; (4) su plasticidad genética (o gran capacidad de transferencia horizontal de genes), que les permite recombinar y recolectar los caracteres favorables; y (5) su capacidad de anabiosis o «letargo» (con formas no activas), que les permite persistir durante largo tiempo adaptándose a condiciones ambientales cambiantes.
Aunque todos sabemos que las bacterias son pequeñas, la importancia de este «simple» hecho no es siempre apreciado. Dado que el principal papel ecológico de estos organismos es el reciclado de elementos, probablemente no es un accidente que las bacterias sean y hayan permanecido pequeñas durante toda la historia evolutiva de la vida en la Tierra. La velocidad y sentido de las reacciones químicas están profundamente determinadas por la relación entre la superficie y el volumen (S/V) de los reactantes (las células), por lo que las células frecuentemente intentan maximizar esta variable.
Las bacterias, cuyos tamaños celulares oscilan entre 0,5 a pocos micrómetros de diámetro, tienen valores de S/V 100-1.000 veces mayor que la mayoría de las células eucariotas, entre 20 y 100 μm de diámetro. El tamaño de las bacterias básicamente está regido por limitaciones en la difusión de los sustratos (límite superior de tamaño) y por el volumen (acumulado) que ocupan las diferentes moléculas y/o estructuras (límite inferior de tamaño) (Nealson, 1997; Schulz y Jørgensen, 2001). Según esto, las periódicas reclamaciones del «descubrimiento» de procariotas de diámetro inferior a 80-100 nm son difíciles de creer (Tabla 1). El último caso que conocemos (primero a través de los media, que dieron de la noticia una amplia difusión) es el del artículo: «Evidence of nanobacterial-like structures in calcified human arteries and cardiac valves», de Miller et al., 2004). Según los autores (catorce, la mayoría médicos del departamento de cirugía de la Clínica Mayo de Rochester, Minnesota), habían descubierto procariotas de 30 nm de diámetro, responsables de la formación de partículas calcificadas en arterias. Ese tamaño, 30 nm es aproximadamente el que tiene un solo ribosoma eucariótico, 80S (el procariótico, 70S, tiene unos 20 nm).
Según el modelo actual de la «célula mínima» que admitimos (unos pocos centenares de genes, maquinaria sintetizadora de proteínas completa), esas dimensiones mínimas no serían posibles, por mucho que nos empeñemos en añadir el prefijo «nano-» delante de la palabra bacteria. (Nota: incluimos la cita del artículo de Miller et al. [2004] no sólo para que el lector/a pueda juzgar por sí mismo/a, sino para contribuir a aumentar el IF [«impact factor», del Institute for Science Information, Philadelphia, Pennsylvania] del artículo en cuestión, con lo cual llegará a ser muy citado dentro de su año de publicación.)
En la naturaleza, la carencia de nutrientes y la exposición a otros factores abióticos adversos constituyen la norma, más que la excepción. Las condiciones de abundancia y hambruna («feast and famine») y la competencia con el resto de la microbiota en un hábitat resultan habituales. Toda célula consume todo lo que tiene alrededor. El destino de una célula, de una bacteria, de cualquier vida, es reproducirse, ocupar un espacio y agotar el ambiente donde se encuentra. La búsqueda de alimento y el movimiento celular es una propiedad emergente de las primeras etapas de la vida donde, independientemente de lo suculento de la «sopa», la presencia de comensales conducía necesariamente a la oligotrofia y a la hambruna.
En los medios acuáticos está ampliamente extendida la alternancia entre microorganismos en estado planctónico, o movible, y células en estado béntico, o sésil. Los microorganismos sésiles forman biopelículas («biofilms»). Una biopelícula es una asociación compleja de microorganismos, constituida por una o varias especies, unidos a una superficie y embebidos en una matriz de polímeros extracelulares de origen microbiano (Stoodley et al., 2002). Las biopelículas carecen generalmente de productores primarios y dependen de fuentes exógenas para el aporte de materia orgánica. La adhesión de los microorganismos desencadena la expresión de compuestos que favorecen la activación de un gran número de genes. Fenotípicamente, estas células sésiles son distintas de cuando eran o se hacen planctónicas. La formación de la biopelícula es un fenómeno de percepción de quórum («quorum-sensing») (Henke y Bassler, 2004; Parkinson, 2004). Generalmente, cada célula secreta pequeñas cantidades de una «molécula de comunicación» (p.ej. N-acil-homoserina lactona). Cuando se agrega un número suficiente de células (es decir, cuando se ha alcanzado un determinado nivel de densidad poblacional), la concentración de esta sustancia en el medio aumenta, con lo que se activan diferentes genes de cada célula de la población. Los tapetes microbianos son unas biopelículas complejas y multilaminares que constituyen auténticos ecosistemas gracias a la presencia de representantes de tres grupos funcionales: productores primarios (es decir, fotoautótrofos), consumidores y descomponedores. Los tapetes microbianos pueden considerarse ecosistemas en el sentido de que presentan un ciclo de materia casi cerrado, al menos en sentido vertical (eje Z), y una expansión superficial no limitada (ejes X, Y) (Guerrero et al., 2002).
Las bacterias en el interior de la biopelícula, o de los tapetes microbianos, forman una comunidad funcional coordinada. De hecho, las biopelículas se asemejarían a los tejidos formados por células eucariotas en su cooperatividad, y en que están «protegidas» de las variaciones bruscas de las condiciones ambientales mediante el mantenimiento de una «homeostasis primitiva» dentro de la matriz de exopolímeros (Paerl et al., 2000; Des Marais, 2003). Estos polímeros retienen la humedad y los nutrientes, y permiten la formación de microambientes dentro de la matriz, que distribuyen los organismos en función de las condiciones abióticas óptimas o permisivas imperantes. Es importante considerar el valor de esta estrategia en la Tierra primitiva. En los primeros ecosistemas acuáticos las bacterias eran atraídas hacia los nutrientes que se concentraban de forma natural sobre las superficies. El agrupamiento, en ausencia de depredación, hacía que las bacterias estuvieran protegidas de la deshidratación, radiación ultravioleta, dispersión por el movimiento del agua, etc. La selección positiva de las biopelículas en los ecosistemas actuales se pone de manifiesto por el predominio de este modo de crecimiento de células «inmovilizadas» en una matriz de exopolisacárido en todos aquellos ecosistemas que lo permiten. G. Evelyn Hutchinson (1903-1991) observó que los actores (microorganismos) pueden cambiar de un teatro (hábitat) a otro, pero la representación en el escenario (procesos fisiológicos) será igual para la misma obra (un ambiente determinado, unas relaciones específicas). Un ejemplo de esta observación puede comprobarse en la gran variedad de tapetes microbianos estudiados (entre otros, Navarrete et al., 2000; Abed y García-Pichel, 2001; Che et al., 2001; Wieland et al., 2003; Villanueva et al., 2004).
Haciendo 'visibles' los microorganismos
En el descubrimiento de los microorganismos se pueden destacar tres etapas: la etapa microscópica, la etapa patogénica y la etapa ecológica. En la primera, se sabía que los microorganismos existían, que tenían una forma definida en el espacio y que permanecían con el tiempo, pero se consideraban simples «curiosidades» para el intelecto humano. Nos resultaba imposible pensar que aquellas minúsculas criaturas tuvieran alguna función. En la segunda etapa, con los padres de la microbiología, Louis Pasteur (1822-1895) y Robert Koch (1843-1910), se tiene la certeza que los microorganismos son los causantes de las enfermedades infecciosas y los agentes contaminantes de los alimentos y las aguas. En la tercera, con la ecología microbiana, que empieza con las investigaciones pioneras de Martinus Beijerinck (1851-1931), Sergei Winogradsky (1856-1952), los microorganismos y sus actividades cierran el reciclado de la materia en los ecosistemas y por tanto controlan la evolución de la biosfera.
La ecología microbiana se desarrolla como disciplina independiente sólo durante la segunda mitad del siglo XX. El primer libro de texto con el nombre de ecología microbiana (Principles of Microbial Ecology) fue publicado en 1966 por Thomas D. Brock (nacido en Cleveland, Ohio, en 1926). Esta ciencia ha demostrado que los principios ecológicos generales son aplicables a los microorganismos y que estos principios pueden integrarse en los actuales paradigmas ecológicos (Pedrós-Alió y Guerrero, 1994). El estudio de la biodiversidad de un determinado ecosistema (un bosque, un lago, un mar) estaría incompleto sin la inclusión de los microorganismos, ya que ellos contribuyen de manera esencial al funcionamiento global del planeta y al desarrollo sostenible de la biosfera (Schaechter et al., 2004).
Es tarea de la ecología microbiana investigar el papel de los microorganismos en la naturaleza. En el pasado, la ecología microbiana estaba fragmentada en muchas disciplinas distintas, tales como la microbiología del suelo, la microbiología de los alimentos, la microbiología marina, etc. Sin embargo, ahora se intenta integrar todos estos campos en una visión unificada y unificadora. Un ejemplo es la nueva visión de cómo actúan los microorganismos que causan las enfermedades infecciosas; de hecho, se piensa que es un problema ecológico del microbio y su ambiente, del huésped en el caso de la enfermedad (Lederberg, 2003; Hall-Stoodley et al., 2004).
El campo de la ecología microbiana ha experimentado cambios revolucionarios en estos últimos años debido al impacto de las nuevas tecnologías de la biología celular y molecular. Los microorganismos constituyen el principal componente de biodiversidad, pero se requiere unas herramientas (avances tecnológicos e intelectuales) apropiadas para cuantificar esta diversidad, tanto en «modelos» como en las comunidades naturales. La evaluación de la diversidad (microorganismos presentes), de la distribución (heterogeneidad espacial y temporal de las comunidades en su ambiente), y de la actividad (funciones de los microorganismos) han estado limitadas durante muchos años al estudio de la microbiota que puede ser cultivada en el laboratorio (cultivos axénicos). Las técnicas de enriquecimiento y aislamiento de microorganismos establecen unas condiciones ambientales artificiales que sólo permiten el desarrollo de unos pocos microorganismos, los más aptos para este ambiente fabricado. Sin embargo, estas «condiciones» son resultado de la habilidad, persistencia y suerte del investigador (Guerrero et al., 1999). No debe sorprendernos, pues, que la vasta inmensidad del mundo microbiano permanezca incultivable (Stahl y Tiedje, 2002). De las especies actualmente conocidas se estima que se han descrito el 85 al 90% de las de plantas y animales vertebrados, menos del 5% de las de hongos y menos del 1% de las «especies» de procariotas (Schaechter et al., 2004).
La información genética proporciona la vía de acceso a aquellas criaturas que son difíciles de cultivar en el laboratorio. La «secuenciación del mundo microbiano» permitirá descubrir qué microorganismos tienen determinados genes necesarios para un particular ambiente y cómo estos genes les permiten adaptarse a otros hábitats menos usuales. Además, aportará las bases para predecir qué características podría tener un nuevo microorganismo basándonos en las actividades (genes) de sus vecinos. No obstante, la genómica por sí sola no puede representar un cuadro acabado de la realidad biológica. Una de las limitaciones de la aplicación de las técnicas moleculares de muestras ambientales es que los resultados obtenidos por el momento suelen ser cualitativos y no cuantitativos. Aunque obviamente sí que es útil saber qué hay en una muestra, en microbiología es también importante conocer la abundancia relativa de los diferentes organismos. Otro reto de la biología molecular es poder convertir estas «piezas inanimadas de información» (genes) en conocimiento de la actividad celular. La integración de los estudios tradicionales de fisiología y genética con las técnicas modernas de la genómica ofrece la oportunidad de avanzar en el estudio de la evolución microbiana y entender cómo actúan los microorganismos y cómo controlan la biosfera. La única manera de comprender un genoma es mirar dónde vive este genoma, conocer su hábitat natural y comprender el complejo entramado de interacciones bióticas y abióticas. El ambiente es el contexto en el que evoluciona y funciona un material genético, y el que, en el fondo, determina la supervivencia y complejidad del genoma (Stahl y Tiedje, 2002).
Otro aspecto de la ecología microbiana que está en sus inicios es el estudio de las asociaciones microbianas con plantas y animales, o entre microorganismos. Es importante determinar la naturaleza fisicoquímica e interdependencia funcional entre los diferentes organismos implicados en una simbiosis. Sin estas relaciones simbióticas con microorganismos, ninguna planta o animal podría sobrevivir en el ambiente natural. Estamos acostumbrados a seguir el proceso de cambio de alimentación en un bebé, desde que nace hasta que tiene año o año y medio. Pero ¿qué es el progresivo cambio de alimentación? ¿Leche sola, leche y papillas, papillas solas, alimentos sólidos desmenuzados? Sino la lenta incorporación de distintas poblaciones microbianas y el establecimiento de una microbiota intestinal cada vez más parecida a la del adulto.
Los microorganismos, componentes imprescindibles de la biosfera
Dos enzimas esenciales para la vida, la rubisco y la nitrogenasa, son exclusivamente procarióticas y cumplen una función primordial en los ciclos biogeoquímicos. La rubisco (ribulosa bisfosfato carboxilasa oxilasa), es la enzima responsable de captar el CO2 de la atmosfera o del agua y juntarlo a una pentosa, para fabricar nuevo alimento. La encontramos en las bacterias fotosintéticas oxigénicas, en las fotosintéticas anoxigénicas rojas del azufre, en muchos quimiolitotrofos y en unos corpúsculos de la célula eucariótica: los cloroplastos de algas y plantas. Los cloroplastos tienen ADN, ARN y ribosomas propios. Su ADN presenta una homología del 95% con algunos grupos de cianobacterias. Los cloroplastos son cianobacterias que han establecido una endosimbiosis permanente. Sin lugar a dudas, la rubisco es una enzima procariótica que ha pasado a la célula eucariota por endosimbiosis permanente.
Pero la nitrogenasa no ha pasado nunca al mundo eucariótico, ni siquiera por endosimbiosis. La nitrogenasa utiliza el nitrógeno atmosférico para la formación de aminoácidos. Esta enzima sólo funciona en condiciones anóxicas, y es exclusiva de bacterias y arqueas. Los procariotas fijadores de nitrógeno pueden ser de vida libre o formar simbiosis, por ejemplo con plantas leguminosas, o con el aliso (Alnus), o con Coriaria, etc. Otra contribución imprescindible de los procariotas en el ciclo del nitrógeno recientemente observada es la oxidación anaeróbica del amonio (proceso denominado «anamox»). La anamox implica la oxidación de amoníaco con nitrito como aceptor de electrones, obteniendo nitrógeno gaseoso. Brocadia anammoxidans es el organismo que cataliza la anamox mejor conocida (Jetten et al., 2002; Guerrero y Berlanga, 2003).
Los microorganismos son los responsables del reciclado de los elementos esenciales para la vida, carbono, nitrógeno, azufre, hidrógeno y oxígeno, etc. Mediante el reciclado de estos elementos en el suelo, los microorganismos regulan la disponibilidad de nutrientes para las plantas, gobiernan la fertilidad del suelo y el desarrollo de las plantas que sustentan la vida animal, incluida la humana. Los microorganismos son capaces de utilizar nutrientes y otros elementos que otros organismos «superiores» no pueden explotar. Por tanto, suelen constituir la base de la cadena alimentaria en la que las sustancias inertes pasan a la biosfera. Los microorganismos desempeñan un papel fundamental en el reciclado de los gases atmosféricos, como los responsables del efecto «invernadero», que, paradójicamente, por un lado sustentan la vida en nuestro planeta pero, por otro, debido al aumento global de la temperatura ponen en peligro la propia vida (eucariótica).
Los microorganismos son los principales, si no los únicos, responsables de la degradación de una gran variedad de compuestos orgánicos, como la celulosa, hemicelulosa, lignina y quitina (los compuestos orgánicos más abundantes en la Tierra). Si no fuera por la degradación microbiana, toda esta materia orgánica se acumularía en los bosques y sedimentos. Además, los microorganismos son responsables de la degradación de compuestos químicos tóxicos derivados de la actividad antropogénica, tales como los policlorinados bifenilos (PCB), dioxinas, pesticidas, etc.
Las plantas, los humanos y otros animales somos completamente dependientes de la vida microbiana. Más del 90% de las células en nuestro cuerpo son microorganismos; bacterias y hongos cubren nuestra piel, tapizan nuestra boca y mucosas, proliferan en nuestro intestino. Aquí, facilitan una correcta digestión de los alimentos, sintetizan nutrientes esenciales, y estimulan nuestro sistema inmunitario. Su presencia influye en nuestra salud. Los humanos vivimos en un estado dinámico de coexistencia con una miríada de formas microbianas. El cuerpo humano constituye el hábitat exclusivo para muchas comunidades microbianas que interaccionan mutualísticamente con «nosotros», ya que podríamos decir que «nosotros somos nosotros y nuestras circunstancias microbianas». La mayoría de los microorganismos del cuerpo son beneficiosos (nos mantienen sanos), mientras que otros nos provocan efectos adversos (microorganismos patógenos). ¿Es esta relación negativa la que ha marcado nuestro «odio» durante décadas a las bacterias? ¿Por qué en la publicidad de los media, especialmente de la televisión, no aparecen las palabras «microbio» o «bacteria» excepto en el contexto de cuando hay que eliminarlas con el desinfectante tal o son un peligro que hay que evitar con el medicamento tal?
Coda
Todos los seres vivos de la Tierra dependen de la vida procariótica. Los procariotas están presentes en todos los lugares en los que puede existir vida, ocupando un amplio abanico de condiciones ambientales, desde aquellos ambientes en que se dan las condiciones «ideales» para el crecimiento (ideales, obviamente desde el punto de vista de los «macroorganismos»), hasta los ambientes extremos (impensables para las formas «más evolucionadas», es decir, más recientes). Sin el conocimiento de los microorganismos la biología sería mucho más limitada, no sabríamos que hay vida en condiciones de temperatura, salinidad o pH extremas (para nosotros), la fotosíntesis solamente sería aeróbica y oxigénica (cuando fue «inventada» por los procariotas como anaeróbica y anoxigénica) y los seres vivos más longevos (como las secuoyas) no superarían los mil años de edad (que son unas «jovencitas» si las comparamos con los matusalenes de las endoesporas de las baciláceas).
La Tierra es una gran roca en el espacio, pero una roca viva, con múltiples formas cambiantes. Dentro de 5.000 millones de años, nuestro Sol «como le ocurrió a su antecesora, la estrella que nos dio origen» se convertirá en una gigante roja, se expandirá y quemará todos los planetas que tiene alrededor. Ni tan siquiera las bacterias, que desde el origen de la vida han poblado nuestro planeta y han sido capaces de resistir a unas 30 extinciones masivas, podrán escapar a la hecatombe. ¿O tal vez sí? Algunos científicos sospechan que las endoesporas, u otras formas de resistencia de las bacterias, pueden escapar de la Tierra. Polizones en fragmentos de roca disparadas hacia el exterior por el impacto de violentos asteroides, hace tiempo que viajan por el espacio buscando nuevos planetas donde anidar.
Vol 14, Nº 2 – Mayo/Agosto 2005.
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