Por HELENO SAÑA
Don Francisco Pi y Margall es uno de los españoles que con más autoridad moral y solvencia científica ha escrito sobre el eterno problema del centralismo y el anticentralismo en nuestro país. El prócer catalán era republicano y federalista, y en calidad de tal, partidario decidido de una España descentralizada, como expone en su obra Las nacionalidades con toda clase de argumentos y testimonios históricos. Ignoro si el señor Zapatero conoce lo que el insigne político y escritor dijo en su día sobre la problemática que he empezado a abordar aquí. Supongo que sí, ya que no pocos de los argumentos que utiliza para defender o justificar el Estatuto catalán parecen extraídos directamente de la pluma margalliana. Esto reza especialmente cuando el jefe del Ejecutivo identifica la descentralización política del país como un signo de progreso y niega que el incremento del autogobierno de las Comunidades Autónomas ponga en peligro la unidad de España. La argumentación zapaterista sería coherente si no silenciara que detrás de las exigencias nacionalistas de los partidos políticos catalanes late un profundo resentimiento y odio hacia la España castellana, sentimientos que en tanto perduren harán imposible la armonía entre el centro y la periferia que el bueno de Don Francisco tanto anhelaba. Pero las ínfulas catalanas de elevarse a la categoría de nación están condicionadas también por el espíritu ególatra que caracteriza a los pequeños países, rasgo al que a su vez se une un gran sentido práctico. Dada su débil estructura territorial y demográfica, se inhiben de las empresas guerreras —y éste es su rasgo positivo— para concentrarse en empresas comerciales, lo que a la larga no hace más que fomentar el apego a los bienes materiales. El capitalismo se inició en las pequeñas repúblicas y ciudades italianas de la Edad Media, y la pequeña Holanda era en el siglo XVII, según Marx, la «nación capitalista modelo». El calvinismo, que abrió las puertas del cristianismo protestante al espíritu de lucro moderno, antes de convertirse en el ideario de Inglaterra y más tarde de los Estados Unidos, se forjó en la ciudad de Ginebra. Y no es ciertamente una casualidad que la Revolución Industrial se iniciara en nuestro país —aunque casi siempre con capital extranjero— en Cataluña y el País Vasco.
El nacionalismo —tanto el de los países grandes como pequeños— es un producto burgués. Antes de surgir las naciones modernas (y el protestantismo), la tabla de valores dominante en Europa era una religión universal como la del catolicismo. En parte por su propia culpa y en parte por la ambición personal de los príncipes, el catolicismo perdió la hegemonía espiritual que había detentado durante siglos para dejar paso a otras concepciones del mundo engendradas por la ideología burguesa y nacionalista. El movimiento obrero surgido a partir de la segunda mitad del siglo XIX era antinacionalista e internacionalista, lo que explica que la primera gran organización fundada por el proletariado moderno se llamase «Asociación Internacional de Trabajadores». El levantamiento de los obreros asturianos en 1934 no fue cantonalista o separatista, sino social-revolucionario. Los dos sindicatos españoles más importantes han sido la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) y la Unión General de Trabajadores (UGT), y ninguno de los dos levantó nunca la bandera del regionalismo o del separatismo. Por eso la CNT se negó el 6 de octubre de 1934 a secundar la rebelión de Companys y demás nacionalistas catalanes contra el Gobierno de la II República.
Pi y Margall no era sólo federalista, sino, a la vez y ante todo, un hombre con una gran sensibilidad social, como testimonian los libros en que se ocupó de esta problemática. Tanto Zapatero como sus compinches catalanes son en cambio burgueses de los pies a la cabeza, por mucho que una parte de ellos militen en partidos que por inercia o por oportunismo siguen llamándose socialistas pero que de hecho han dejado de serlo. Por lo demás es harto sabido que una de las maniobras predilectas de la burguesía ha consistido en fomentar el chovinismo nacionalista para desviar a los obreros de las reivindicaciones sociales y la lucha de clases. Esto es lo que están haciendo los nacionalistas catalanes con la activa complicidad de Zapatero. El único problema realmente serio de España es el problema social, pero éste es precisamente el problema que no están dispuestos a afrontar, no sólo porque carecen de la talla para ello, sino porque, como paniaguados y aprovechados del sistema vigente, no tienen el menor interés en cambiar nada que ponga en peligro sus privilegios.
La Clave
Nº 253, 17-23 febrero de 2006.
Nº 253, 17-23 febrero de 2006.
2 comentarios:
Recuerdo unas palabras de Angel Pestaña sobre «el problema catalán» en el Manifiesto del Partido Sindicalista en 1934:
«Afirmamos, pues, que el hecho catalán autónomo encontrará en nosotros sus más ardientes defensores, pero esto no cegará nuestra razón a extremo de olvidar que la economía catalana, y, por tanto, la suerte del obrero catalán, están intimamente ligadas a la economía española y a la suerte del obrero de otras regiones del país. De esto deducimos, pues, que los avances que en materia económica obtenga el obrero catalán, habrán de estar forzosamente regulados y de acuerdo con los avances que obtenga el obrero de Castilla, de Levante, de Extremadura, de Andalucía, de Aragón o de Galicia...»
Ésto lo tendrían que tener en cuenta muchos jóvenes «izquierdosos» que simpatizan con los nacionalismos periféricos. Que recuerden el papel de «rompehuelgas» que ejercieron durante la última Huelga General (20 de junio del 2002) los sindicatos nacionalistas vascos de ELA-STV y LAB, rompiendo una necesaria unidad obrera para hacer frente a la arbitrariedad abusiva de la Patronal, y todo por culpa de su insolidario particularismo étnico.
Hay que ser un perfecto demente para ver en este texto una soflama al unitarisno nacional español.
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