Pero para nosotros la gente, así como los objetos que tenemos alrededor, se está convirtiendo, o al menos así lo creemos, en algo cada vez más ajeno a nosotros. Cada vez somos más dependientes de extraños con habilidades extrañas: «los expertos»… No vemos como se forman, no sabemos de dónde han venido. Se han formado en alguna fábrica lejana a nosotros: en la «facultad de derecho», en la «universidad»… Ya no esperamos entenderles, como tampoco esperamos entender cómo funciona una televisión, o el origen de los polvos de jabón. Nos suministran al médico o al abogado o al profesor como el papel o la leche. Estamos contentos de tenerlos, y no hacemos ninguna pregunta.
«Los médicos entienden la enfermedad; yo, no… Los profesores entienden de educación, los diputados entienden de política, los generales entienden de guerra, etc… Dejémoslo para ellos». Pero lo que es más deprimente es ese sentimiento de incompetencia que se refleja en nuestra relación con el mundo en general. «Oh, no sabría decirte nada de él, es un artista… No entiendo a la generación joven… Son totalmente impredecibles estos árabes… Los homosexuales viven en un mundo totalmente diferente… Es una estrella de cine, no es una de nosotras… Desde luego, las mujeres son un libro cerrado para mí… No me puedo imaginar lo que debe de ser votar a los conservadores, etc…» Y detrás de esto está la excusa de «pobre de mí, sólo soy yo mismo; no puedo ejercer, ni siquiera en mi imaginación, el papel de otra persona». Charlotte Brontë escribió en un arrebato de autodegradación: «Conozco mis sentimientos, puedo leer mi propia mente, pero las mentes del resto de los hombres y de las mujeres son volúmenes sellados, jeroglíficos embrollados, que no puedo desprecintar o descifrar fácilmente». El presidente Carter, antes de encontrarse con el presidente Brezniev, creyó necesario instruirse con expertos en los misterios de algo denominado «la mente rusa».
Reconocemos que los médicos, abogados, sacerdotes, criminales, negros, homosexuales, feministas, rusos, árabes… son personas. Pero, dada nuestra creciente falta de confianza en nuestros propios poderes de comprensión, no reconocemos que son simplemente personas como nosotros. Olvidamos, a veces que estos extraños están hechos realmente a nuestra imagen y semejanza y, por lo tanto, tenemos el poder de representarlos en nuestra propia imaginación.
Podríamos llamarlo «respeto»: respeto a la singularidad de los demás. Podríamos incluso creer, como personas liberales, que les estamos haciendo un honor al acreditar con misteriosas cualidades internas a una raza, un credo o un sexo. Sin embargo, asumir que ignoramos la vida y las formas de pensar de otras personas es, generalmente, tan insultante para ellos como para nosotros. Para ellos, porque no les reconocemos como seres tan humanos y sencillos como lo somos nosotros mismos; para nosotros, porque no reconocemos nuestra increíble capacidad de entrar con la imaginación dentro de la vida de cualquier ser humano.
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