miércoles, 9 de diciembre de 2009

Una estrategia equivocada

La vida surgió en una Tierra caliente, envuelta en una atmósfera opaca, electrizada, radiactiva y compuesta de gases tóxicos. Ha superado extinciones masivas como la del Pérmico o la del Cretácico y es, por tanto, capaz de sobreponerse a la mayor catástrofe que podamos causar o aun imaginar. Al diezmar la actual biodiversidad, las actividades humanas están provocando una crisis biológica de la que nuestra propia especie puede llegar a ser también víctima, pero los naipes de la vida volverán a ser barajados y los huecos dejados por las especies que el hombre extinguió se ocuparán. Se precisan unos diez millones de años tras una extinción masiva para que la biodiversidad preexistente se recupere, un periodo con poco sentido para nuestra escala temporal humana pero más bien breve en la geológica.

No podemos imaginar qué criaturas hollarán y sobrevolarán las ruinas de nuestras hoy soberbias ciudades tras esos diez millones de años que la biodiversidad tarda en regenerarse. Lo que sí es seguro es que habrá una rica fauna en el «Neozoico».

Tampoco podemos definir la vida, pero sí sabemos que es tan imparable como diversa y que nuestra especie no es sino uno de sus muchos experimentos. Nadie nos ha asegurado que la inteligencia sea un mecanismo evolutivo biológicamente viable a largo plazo, aunque hasta ahora nos haya dado un éxito biológico sin precedentes en la historia de la vida en la Tierra. Ese éxito se ha conseguido porque hemos adaptado el medio a nuestras necesidades, en vez de, como hacen los demás seres vivos, adaptarnos nosotros a él. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que la inteligencia no puede hacer milagros y que una especie o población que crece tanto que agota el medio que la sustenta, desaparece. El crecimiento perpetuo es la teoría de las células tumorales, las que, al acabar causando la muerte del organismo hospedador, provocan también la suya propia. Según dijo hace medio siglo el paleontólogo George G. Simpson, la evolución no tiene propósito alguno; es, en efecto, un mecanismo oportunista y azaroso, puesto que las mutaciones que conforman las especies se producen al azar y es su oportunismo en un momento dado lo que decide si pueden seguir en el carrusel de la vida o deben apearse de él.

Arturo Valledor de Lozoya
Quercus 228 (febrero 2005).

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