martes, 27 de abril de 2010

Nacionalismo y universalismo


Las raíces del nacionalismo deben buscarse en la antigüedad y aun en la prehistoria.

El más íntimo núcleo ideológico-axiológico de todo nacionalismo es, en efecto, el sentimiento tribal, por el cual el hombre del Neolítico reconocía como «hombres» (esto es, como «semejantes» o «prójimos») solamente a los miembros de la propia comunidad local, al mismo tiempo que consideraba extraños y enemigos a los seres de su misma especie que vivían al margen de dicha comunidad.

Cuando un grupo de tribus, de raza y cultura comunes, se vincula entre sí con lazos económicos, políticos o militares, el sentimiento tribal se amplía y llega a cubrir a todos los individuos que hablan la misma lengua y adoran a los mismos dioses. Se expanden así los límites de la humanidad en la conciencia de cada hombre.

Este sentimiento no tiene que ver necesariamente con la existencia de una estructura política y con la fundación de un Estado. Más aún, allí donde el Estado logra una organización más férrea y se encarna en la figura del rey-dios o del rey-sacerdote (Mesopotamia, Egipto, etc.), el sentimiento de solidaridad nacional (si así puede llamarse) es inhibido y obnubilado por el sentimiento de religiosa veneración hacia la persona del soberano sagrado. Este asume todos los derechos y agota en sí los atributos de la «nacionalidad».

En cambio, en países como Grecia, donde nunca hubo un Estado centralizado, o Israel, donde apenas existió, dicho sentimiento fue más vivo que en todos los otros pueblos antiguos.

En Israel, el mismo se fundaba en la Alianza del pueblo con Jehová y en la esperanza mesiánica. Tenía, pues, una base religiosa y estaba vinculado a la conciencia de ser «el pueblo elegido».

Por una parte, la Alianza establecida entre Dios y el pueblo todo, y no entre Dios y el gobernante, elevaba al pueblo al nivel de los soberanos y expresaba, tácita pero claramente, una igualdad democrática entre todos sus miembros. Por otra parte, la conciencia del «pueblo elegido» imponía un etnocentrismo feroz, que se tradujo muchas veces en verdaderos genocidios y en la exclusión del extranjero de todos los derechos humanos.

Tal etnocentrismo fue roto por el universalismo cristiano. Pero, al imponerse en Occidente el cristianismo, durante la Edad Media, desapareció todo sentimiento nacional propiamente dicho. La solidaridad y la lealtad del hombre no tuvo por objeto a los miembros de su tribu o su comunidad etno-cultural sino a todos los fieles cristianos. La Iglesia católica, esto es, universal, sustituyó así a la nación. Sólo que este carácter de «universalidad» o «catolicidad» tenía un valor muy relativo, ya que judíos, musulmanes y paganos, esto es, la mayoría de la humanidad, seguían estando fuera de la Iglesia.

En Grecia, el sentimiento nacional, que se arraiga a partir de las Guerras Médicas y del triunfo frente al imperio persa, no se basa en creencias o esperanzas religiosas sino en la conciencia del propio valor militar, de la propia inteligencia, de la propia sabiduría. Orgullosos de sus artes, de su poesía, de su filosofía y de su ciencia, de sus leyes e instituciones políticas, de su lengua, los griegos se consideraban a sí mismos como los únicos hombres propiamente dichos: quienes no hablan griego son «bárbaros». Pero, al mismo tiempo, uno de estos motivos de orgullo (muy legítimo por cierto) es para ellos el hecho de haber desterrado de sus ciudades toda forma de despotismo y de haber instaurado la democracia.

Por otra parte, así como del seno del Israel etnocéntrico surgía el universalismo cristiano, así del corazón mismo de Grecia surgían las primeras críticas y las primeras negaciones fundadas en el etnocentrismo, con la filosofía. Del universalismo de los filósofos griegos, más aún que del universalismo cristiano, surge el humanismo moderno, que encuentra su objeto en la Humanidad como un todo.

El nacionalismo propiamente dicho, esto es, el nacionalismo como ideología, puede considerarse como un producto moderno. Asó lo reconoce hoy la mayoría de los historiadores. G. P. Gooch (Studies in Modern History, Londres, 1931, pág. 217), afirma: «El nacionalismo es un vástago de la revolución francesa». Y en análogo sentido se pronuncian, entre todos, Carlton J. H. Hayes (Essays on Nationalism, Nueva York, 1926); W. Mitscherlin (Der Nationalismus Westereuropas, Leipzig, 1920); K. Stavenhagen (Studies in History and Jurisprudence, Oxford, 1901) (citados por H. Kohn, Historia del nacionalismo, México, 1949, pág. 479).

En su formación, el nacionalismo moderno ha recorrido varias etapas históricas.

La primera de ellas, iniciada en la Baja Edad Media, con el progresivo desmoronamiento de la estructura feudal y la decadencia de la Iglesia católica (que culminó en la Reforma), se caracteriza por la alianza de los reyes con la burguesía en lucha contra el feudalismo. En este momento el monarca encarna la idea del Estado-Nación. El nacionalismo representa la pugna por centralizar la autoridad. Por una parte, con el sojuzgamiento de la aristocracia y la uniformización de las leyes, tiene un significado igualitario. En cuanto los burgueses y aun los siervos, sometidos directamente al soberano, son ahora «súbditos» lo mismo que los nobles, se puede hablar de una nivelación hacia adentro. En cuanto los miembros del Estado-Nación se ven necesariamente contrapuestos a los extranjeros, esto es, a los súbditos de otro rey o a los miembros de otro Estado-Nación, se establece un nuevo desnivel particularista que el Medioevo no conocía. Por otra parte, el siervo y el burgués ganan en libertad al verse relativamente sustraídos a los lazos oprimentes del feudalismo. Pero ello no sucede sin que se erija, como verdadera encarnación del Estado-Nación, el rey absoluto, por encima de todos. El nacionalismo es aquí un antifeudalismo que sólo se realiza con la creación de un superfeudo y con el triunfo del absolutismo.

La segunda etapa histórica del nacionalismo moderno se inicia con la lucha de la burguesía contra el absolutismo real y contra los nobles, en cuanto soportes de dicho absolutismo.

En el siglo XVIII la lucha no es ya Nación-Rey (apoyado por la burguesía) contra señores feudales, sino Nación-Pueblo contra Rey (apoyado por aristócratas). El nacionalismo se presenta aquí íntimamente vinculado al liberalismo. Ser «nacionalista» equivale a exigir igualdad ante la ley, constitución, soberanía popular, libertades públicas.

En este contexto se realiza la independencia de la América española: Bolívar y San Martín eran nacionalistas en cuanto eran enemigos del dominio autocrático del rey de España y en cuanto eran liberales. Un nacionalismo «hispanista», admirador de los regímenes totalitarios y del fascismo, como se dio en la Argentina y en algunos otros países sudamericanos, era, por eso, un verdadero anacronismo ideológico. Pretendía retrotraer la segunda etapa a la primera, ya largamente superada.

Ahora bien, el nacionalismo liberal, por ser nacionalismo primero (esto es, por afirmar sustancialmente los valores del Estado-Nación) y por ser liberal, después (esto es, por afirmar los valores de la competencia y de la libre empresa), se transformó allí donde antes había triunfado y donde más profundamente había arraigado (esto es, en Europa Occidental y Norteamérica) en imperialismo. El imperialismo existió, en verdad, siempre que hubo nacionalismo, y ya en la primera etapa de la historia moderna presenciamos la formación de los imperios español, portugués, holandés, inglés, etc. Pero el nacionalismo liberal, que comenzó siendo antiimperialista (y no sólo en los países colonizados que luchaban por su independencia sino también, muchas veces, en la metrópolis), acabó por instaurar una nueva modalidad de imperialismo, basado esencialmente en la explotación económica de los países pobres y técnicamente atrasados.

De esta manera surge una nueva etapa del nacionalismo, la tercera, que se caracteriza esencialmente como anticolonialismo y antiimperialismo y cuyos protagonistas son las naciones del llamado Tercer Mundo, o, usando una terminología cara a Hitler, «las naciones proletarias». Así como en la etapa anterior el nacionalismo se unió estrechamente al liberalismo, aquí se vincula con frecuencia a ciertas modalidades de socialismo.

El valor ético y político del nacionalismo actual consiste en su afirmación antiimperialista. Tal afirmación tiene, sin embargo, un límite: Las naciones oprimidas, en la medida en que se liberan de la opresión extranjera, tienden a convertirse en opresoras. Todo nacionalismo triunfante sufre la vehemente tentación del imperialismo. Y, si no la sufre, es porque no ha triunfado del todo. Por eso, bien podemos decir que el valor del nacionalismo se cifra en el antinacionalismo (o sea, en el anti-imperialismo) y que el máximo riesgo de los nacionalismos del Tercer Mundo consiste en su posibilidad de triunfo. Por otra parte, la «liberación nacional» ad extra comporta, en la mayoría de los casos (ejemplo, África), dictadura, luchas intestinas, conflictos étnicos, partidos únicos, encumbramiento de nuevos grupos sociales, militarismo, etc., y el socialismo (si así puede llamarse) no se realiza (en la escasa medida en que se realiza) sino a precio de sangre, sudor y opresión.

El auge del nacionalismo en África, Asia y América latina se da hoy simultáneamente con una serie de circunstancias y de fuerzas que hacen entrever, por primera vez en la historia, la posibilidad de un universalismo absoluto o de un humanismo sin limitaciones.

La ciencia y la técnica, en primer lugar, exigen una superación de todas las fronteras. La conciencia de habitar una sola tierra se une especialmente a la de pertenecer a una sola humanidad. De un modo cada vez más concreto la interdependencia de los pueblos tiende a unificar o a confederar vastas zonas del planeta, que llegarán, luego a unirse o a confederarse entre sí. Cada vez más se extiende, con la comunicación masiva, el sentimiento de la unidad de la especie. Y sin embargo, todo esto será insuficiente si el pujante y agresivo nacionalismo del primero, del segundo y del tercer mundo no desemboca, como ideología y como praxis, en un nuevo universalismo; si el imperialismo, que es nacionalismo a ultranza, no deja de crear en el antiimperialismo otros nacionalismos a ultranza.

Caracas, 1976.

Ensayos Libertarios, Ed. Madre Tierra, 1994.

3 comentarios:

Sorrow dijo...

"El cosmopolitismo de los antiguos cínicos y estoicos, fundado en la idea de la humanidad como un todo natural y moral, es acogido, a través de ciertos aspectos de la ilustración, como uno de los componentes esenciales de la filosofía social anarquista."
La ideología anarquista, Ángel J. Cappelletti.

Creo que queda meriadianamente claro.

KRATES dijo...

Ahí está el problema, que algunos «libertarios» todavía no lo entienden:
«Nosotros como anarcosindicalistas luchamos por la autodeterminación de los pueblos, entendiendo pueblo como comunidad creada por ciertas características culturales, cercanía o afinidad de voluntades.»
¡Una pena!

CURIO DENTATO dijo...

El derecho a la libre determinación de los pueblos, en el sentido de autodeterminación personal —que también encierra, salvo en Dios, un contrasentido profundo—, es una pura fantasía de la mente mítica y un disparate histórico. Concibamos la libertad como liberación de algo o como poder para algo, como libertad “de” o como libertad “para”, a los pueblos rara vez se les presenta la oportunidad, o sienten la necesidad, de ser libres agentes de su propia nación. Esa es la leyenda de los mitos fundadores. Pero la historia real es menos heroica.

Cuando el nomadismo de los cazadores cedió las pautas de la evolución cultural al sedentarismo de los agricultores, los pueblos se convirtieron en naciones, es decir, en lugar común de nacimiento, vida y enterramiento de las generaciones. Y desde entonces, son ellas y los acontecimientos los que hacen a los pueblos y no, como en los mitos antiguos, los pueblos a las naciones. Y tan nacionales son las acrópolis como las necrópolis, los vivos como sus muertos, los museos como las escuelas, las fábricas como las iglesias, las mercancías como el espíritu de las fiestas o ferias locales.

Las naciones son meros hechos de existencia colectiva que cada generación impone, sin preguntar a las siguientes, con la familia, la religión y el paisaje donde nace. Y no hay en ellas nada de misterioso o de enigmático…

Antonio García-Trevijano (El discurso de la República).