«Si bien no en la sustancia aunque sí en la forma, la lucha del proletariado contra la burguesía es al principio una lucha nacional. El proletariado de cada país debe en primer lugar saldar cuentas con su propia burguesía, por supuesto (...). Los trabajadores no tienen patria; así pues no podemos arrebatarles lo que no tienen. Puesto que el proletariado debe ante todo adquirir la supremacía potencial, debe ponerse en pie para convertirse en la clase más importante de la nación, debe constituir la nación misma, el proletariado es en cierto sentido nacional, aunque no en el sentido burgués de la palabra (...). ¡Trabajadores del mundo unios!»
(MARX y ENGELS, El Manifiesto comunista.)
Como dice el imprescindible Wallerstein, ningún documento refleja mejor la ambivalencia central del mundo moderno en relación con la identidad nacional y mundial que el anterior. De lo que se trata entonces es de saber cómo se concreta hoy en la sociedad tardocapitalista globalizada este mensaje que hay que situar siempre históricamente. Independientemente de que algunas reivindicaciones de los pueblos que se ven privados de libertades culturales específicas sean justas (empezando por la lengua) no pienso que el comunitarismo, el nacionalismo o el multiculturalismo deban ser una bandera de la izquierda. Por el contrario, considero que hay que recuperar como alternativa un viejo término, el de cosmopolitismo, tal como nos propone un filósofo contemporáneo de ascendencia africana, Kenenth Appiah. Su crítica al multiculturalismo, extensible al nacionalismo, es la de basarse en la cultura como eje identitario básico. Las particularidades culturales (entre ellas la lengua) hay que defenderlas en la medida que las personas quieren mantenerlas y potenciarlas, no como algo bueno en sí mismo. Pero estos rasgos culturales no forman conjuntos homogéneos, ya que las influencias que tenemos cada uno de nosotros son diversas y nosotros mismos podemos organizarlas o modificarlas en nuestra dinámica vital subjetiva. Una propuesta transformadora de la sociedad debe incluir esta defensa de la libertad individual y del respeto a la autonomia personal por encima de supuestas identidades culturales.
En defensa de la libertad individual y la autonomía personal
Cuando identificamos la identidad (personal o social) con una cultura específica nos olvidamos de que la identidad cultural no es nunca homogénea con respecto a nosotros mismos ni al grupo al que la adscribimos. La identidad personal la construimos socialmente a partir de rasgos culturales diversos, cada uno de los cuales nos vincula a un grupo diferente. Aquí únicamente podríamos excluir, y también relativamente, las sociedades realmente tradicionales, que cada vez son más extrañas en el mundo globalizado en que vivimos. Quizás un ejemplo, por sus condiciones peculiares y excepcionales, podría ser el pueblo saharaui. Pero en el marco de los países que se dan en el tardocapitalismo globalizado, hemos de defender un margen de elección desde nuestra autonomía personal. No para elegir cualquier identidad, que es imposible, sino para disponer de la capacidad de priorizar entre los rasgos culturales que de manera simultánea nos conforman como sujetos. Es decir, que todos tenemos una raíz cultural diversa que vamos transformando, voluntaria o involuntariamente, de manera dinámica. Podemos elegir cambiar de creencias, de valores o de hábitos, ya que la identidad originaria nos condiciona pero no nos determina.
El filósofo y economista de Amartya Sen lo ejemplifica muy bien en su estudio de la sociedad india, que es totalmente diversa y que se presenta falsamente como una civilización homogénea. Un indio puede ser musulmán y pertenecer a una etnia específica diferenciada de otro indio, que a la vez puede ser budista, ateo o cristiano. Veamos cómo en este ejemplo ni aparece el hinduismo, que sería la religión «propia» de la India. Un marroquí puede tener en común la religión con un pakistaní o con un español aunque las lenguas y otros rasgos culturales sean diferentes. Sen nos avisa de los peligros que derivan de la ilusión de una identidad cultural colectiva única, ya que conducen al sectarismo y, en el límite, a la violencia. Lo hemos visto en Ruanda y en Bosnia. Pero aún alejándonos de estas legitimaciones de la violencia podemos constatar que también los que se presentan como víctimas pueden esconder oscuros intereses. Tomemos por ejemplo el caso del Dalai Lama, que dice que China comete un genocidio en el Tíbet porque quiere destruir «la lengua, la religión y la cultura del pueblo tibetano» y analicemos en detalle esta afirmación a partir de los tres elementos que formula. La lengua es un rasgo cultural importante pero no definitorio de una manera de ser. Es totalmente denunciable el pretender reprimir una lengua pero es un exceso injustificable identificar la represión de una lengua con el genocidio cultural. Por otra parte identificar un pueblo con una cultura y a ésta con la religión es falso y peligroso. Finalmente cuando habla de cultura, excluyendo la lengua y la religión ¿qué es lo que queda?
Un sociólogo crítico, Gerd Baumann analiza en un libro excelente llamado El enigma multicultural que la identidad cultural únicamente se sostiene en la religiosa, la étnica o la nacional y que las tres son muy problemáticas ya que se constituyen básicamente sobre identificaciones imaginarias. ¿Y qué pasa cuando alguien no se identifica con esta identidad que se atribuye a la comunidad en la que se le sitúa?: pues que quedaría excluido de la comunidad y se le llegaría incluso a considerar un traidor.
Muchas veces cuando hablamos de tradiciones entendemos la cultura de una manera esencialista, como un conjunto de prácticas que se transmiten estáticamente por generaciones y que hay que conservar. La realidad cultural es mucho más compleja y más abierta y mejor entender la cultura como una realidad viva, en constante creación y transformación, como muy bien nos mostró el filósofo griego-francés Cornelius Castoriadis. La tradición lo es siempre de algo, que puede ser una creencia o una práctica pero creo sinceramente que no hay ni creencias ni prácticas absolutas en ninguna de las naciones actuales. Más bien estas supuestas tradiciones se promocionan artificialmente para reforzar la propia ideología nacionalista. La lengua hay que mantenerla en la medida que los sujetos parlantes, es decir las personas quieran hacerlo pero es muy discutible identificar la lengua con la cultura y ésta con la nación, como suelen hacer de hecho los nacionalistas, envolviéndola en un retórica culturalista más amplia (tradiciones, creencias, costumbres) que resulta difícil de especificar como algo común del colectivo del que se habla. Es la idea romántica de nación que hereda la fuerza emocional de la religión para dar cohesión a la comunidad. Pero ¿no es otro tipo de cohesión la que es deseable desde la ciudadanía democrática? ¿No es el ideal de ciudadano autónomo y a la vez cooperativo, que es capaz de vincularse a la sociedad desde su creatividad, que recoge a la vez lo que es propio y lo que es común?
Algunos autores comunitaristas, como Charles Taylor, han sostenido que centrarse en lo individual significa olvidar nuestro horizonte social y caer en una concepción atomista que lleva a posiciones políticas individualistas, en el peor sentido del liberalismo. Esto no tiene porque ser así porque también podemos afirmar la dimensión social del hombre desde este punto de vista cosmopolita sin orientarla en un sentido culturalista, buscando los elementos comunes y respetando las diferencias. Y no dejemos la defensa de la libertad individual en manos de los liberales, porque la mayoría la defienden únicamente de manera retórica y es la izquierda la que también ha de asumir su defensa en equilibrio con la defensa de otros principios como la igualdad.
En defensa del respeto y la democracia
Pero en el respeto a las diferencias hay que señalar dos matices importantes. El primero es que el respeto es, como dice el sociólogo de izquierdas Richard Sennet, un trabajo activo, expresivo de aproximación al otro. Slavoj Zizek ya nos ha advertido de que la ideología políticamente correcta de la tolerancia hacia la diferencia es en cierto modo una manera de justificar la distancia hacia el Otro. A este Otro, que es el extranjero, lo toleramos pero manteniendo las distancias y desde la superioridad del que cree que tiene una visión amplia frente a los que están limitados por sus tradiciones culturales. La propia curiosidad hacia el exotismo de este Otro es la otra cara de la misma moneda. Lo segundo que hemos de señalar es que este respeto, cuando es aceptación de la diferencia, es más que tolerancia. Pero también tiene unos límites, que son precisamente la reciprocidad y la democracia. Reciprocidad quiere decir que ni respetamos ni toleramos las conductas ni las creencias que se basan en el no respeto hacia el otro. Ni tampoco las posturas antidemocráticas, en el sentido fuerte de la palabra, del que nos hablan autores como Charles Tilly, Jacques Rancière, Immanuel Wallerstein y Cornelius Castoriadis. Para Tilly y Wallerstein la democracia es la lucha de los sectores populares, de los trabajadores, de las mujeres, para tener acceso al poder político, a la capacidad de decisión sobre los asuntos públicos. Para el filósofo francés Jacques Rancière la democracia es que cualquiera puede decidir sobre los asuntos públicos, que la emancipación pasa por el desarrollo de las capacidades de todos, entre las cuales está su capacidad política. Para Castoriadis la democracia sólo es posible si hay participación autogestionaria, por un lado, y autonomía personal por otro. En este sentido no merecen ni respeto ni tolerancia las teorías elitistas y jerárquicas que plantean que sólo una minoría tiene acceso a los mecanismos decisorios, al poder. La lucha de la izquierda debe ser por que todos seamos capaces de realizarnos en todos los ámbitos y debe ser la sociedad la que ponga los medios para hacerlo.
Una propuesta cosmopolita de izquierdas para la sociedad globalizada
La sociedad globalizada es un hecho y cumple la previsión de Marx de que el capitalismo rompe todos los vínculos comunitarios anteriores (étnicos, familiares, corporativos). Desde la izquierda pienso que no hemos de reivindicar estos lazos perdidos y muchas veces idealizados sino que hemos de plantear dar una orientación diferente a la globalización, alternativa a la lógica devastadora del capitalismo. Éste podemos considerarlo como la máxima tecnología al servicio de la acumulación constante de capital. Hemos de reivindicar una racionalidad práctica orientada hacia la felicidad colectiva. En esta sociedad globalizada hemos de transformar esta dinámica en una concepción cosmopolita que busque una identidad social no basada en una identificación cultural sino en un proyecto común democrático basado en el respeto al otro. Pero el respeto es el esfuerzo por compartir, conversar y conseguir una vida digna para todos. Proceso que no podemos sostener si no es sobre la base de algo que nos une. Porque no olvidemos que este encuentro con el otro sólo es posible a partir de la afinidad y no de la diferencia. No se trata de buscar la uniformidad sino lo común.
Las identidades culturales deben servir, y esto nunca deben olvidarlo las izquierdas, para ocultar o diluir otras identidades mucho más objetivas como la de la clase social. Cuando en EEUU se habla de «voto latino» o de «voto negro», aún recogiendo un estatus real, que puede ser una discriminación con respecto a la mayoría blanca anglosajona, se está ocultando la identidad de clase que puede haber entre un obrero blanco, negro y chicano, los intereses comunes que se derivan de ello y las consecuencias políticas que implican.
No contrapongamos la libertad de los antiguos, la de la participación política, con la de los modernos, la personal. Porque la lógica del capitalismo se las carga a las dos, que son la garantía de la felicidad personal y colectiva.
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