Por Mario Wainfeld
La inolvidable tapa de ayer de Página/12 cumplió la célebre consigna: esa imagen expresó más (o mejor) que mil palabras. Muchas personas de a pie, en muchos confines del mundo, dijeron con franqueza: «Todos somos Charlie». La solidaridad con las víctimas es un valor elevado e irrenunciable. Cuando se observa con más detalle, cuando se lee la realidad política mundial, aparecen los grises o las oscuridades. Las complejidades, reticentes a ser pintadas en blanco o negro.
No todos los que hoy se indignan son víctimas, ni los terroristas asesinos de París son los únicos victimarios. Un crimen atroz produce, en buena hora, reacciones en cadena. Como escribió también ayer en este diario el colega Martín Granovsky, es impropio hacer conteos con las víctimas. Las de París no «valen» más ni menos que los estudiantes masacrados en México, los ciudadanos palestinos o los libios atacados por coaliciones «occidentales». Integran una misma y larga estirpe: los civiles arrasados en nombre de variadas «razones de Estado», integrismos religiosos o culturales, guerras santas basadas en los credos o en otros valores.
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Tomemos como disparador a un clásico argentino. La disyuntiva «Civilización o barbarie» planteada por Sarmiento es una fórmula genial, perdurable en el tiempo y en el espacio. También falaz y sectaria si se la usa como paradigma. Las visiones binarias no equivalen al crimen selectivo o a los genocidios, pero éstos son inimaginables sin aquéllas.
Los apodados países centrales no son Roma y la civilización en estado puro, aunque así se está comentando ya. O lo haya escrito un escritor de calidad como Arturo Pérez Reverte. Ni los terroristas son, exclusivamente, los bárbaros.
Vayamos a la etimología, por una vez. Bárbaros eran los que hablaban mal la lengua de la metrópoli, su parla gutural hizo que los nombraran así. Los que asolaron la redacción de Charlie Hebdo, contó una testigo presencial, hablaban francés a la perfección, si es que los franceses lo hacen.
Una parte de los terroristas son ciudadanos europeos, de primera o segunda generación, que llevaron su disconformidad a un paroxismo inadmisible. Pero esa disconformidad los trasciende largamente y viene de lejos. Hay millones de franceses de origen musulmán, una cifra record en Europa: no todos son considerados (o tratados como) ciudadanos plenos.
Vale recordar y recomendar un texto formidable, una investigación colectiva dirigida por el sociólogo francés Pierre Bourdieu, titulada La miseria del mundo, publicada hace más de veinte años. Un equipo de sociólogos e investigadores organizó y sistematizó una lectura del universo de los sectores populares, a partir de historias de vida. Todos de condición humilde, dentro de lo que eso significaba en el esquema benefactor extendido del Estado francés. Galos de varias generaciones rezongaban respecto de los hijos de inmigrantes «árabes». No de los que recién llegaron: evocaban que eran respetuosos, más bien callados, poco provocadores. La bronca mayor fincaba en los hijos o nietos: barulleros, «maleducados», respondones, rebeldes diría uno. Podría añadirse que hacían carne de una tradición francesa: la crítica, la libertaria, la que exige más derechos.
Los jóvenes de las barriadas suburbanas que protagonizaron revueltas desde hace unos años, son usualmente franceses, educados en la escuela pública, pero no se percibían ni perciben como iguales.
La política migratoria del ex presidente Nicolas Sarkozy fue severa hasta la maldad con los inmigrantes, en particular con los «ilegales», condición que no es una esencia sino que depende de la tolerancia y apertura legal o estatal. Inventó subsidios irrisorios (que envolvió en jerga capciosa y burocrática) para que volvieran a sus países de origen. Las condiciones eran catonianas, la idea central era expulsiva.
«Sarko» está volviendo y compite (no desde ayer) con la proverbial ultraderecha de Marine Le Pen. Buscan polarizar a la sociedad, ubicar a todos los musulmanes en el bando de la barbarie, homologarlos a la ínfima minoría que revista en Al-Qaida o en ISIS. Seguramente escalarán en su interna a partir de este enero.
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Los flujos de capital dan la vuelta al planeta en minutos. Las Bolsas de las grandes capitales hacen y deshacen durante todo el día, variando las horas según las latitudes. El desplazamiento de los seres humanos conoce vallas, muros, costas hostiles, alambrados. No es un mundo ideal ni fragante aquel en el que los mercados financieros son más libres que las personas. Y, para colmo, más poderosos.
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La mestización de las sociedades, la hibridación de sus culturas (según la redonda expresión de Néstor García Canclini), es una tendencia creciente. Permítasenos un recuerdo impresionista. Este cronista paseaba por Londres, desde la Torre hasta donde dieran sus piernas. Un día templado, daba para caminar y observar. Se cruzó con una multitud de individuos, laburantes por la pinta, variados los colores de su piel y sus procedencias. Muchos hablaban por celular, como es cotidiano hoy día. Su esperanto es el inglés, pero cuando se apela al móvil se suele volver al idioma de origen, para comunicarse con la familia o los amigos. Era una torre de Babel itinerante, decenas de lenguajes, muchos de ellos ignotos para el limitado cronista. Argentino, nacional y popular, uno no integra el club de admiradores de Gran Bretaña, usted me entiende. Pero disfrutó y empatizó con el tono cosmopolita de la gran ciudad, que ahora puede encontrarse en grandes capitales europeas, como Londres o París. O en Nueva York. O en Rosario, Córdoba o Buenos Aires, desde hace un tiempito.
En la aldea global forzada a la convivencia, en su propio centro, anidan y prosperan fuerzas políticas que exaltan la discriminación, el etnocentrismo, el racismo, la exclusión en suma. Su presencia no autoriza las matanzas, pero da cuenta de la complejidad y las contradicciones.
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Imposible hacer la lista de los países en que se matan a diario pobladores civiles. Intentar un inventario llevaría a omisiones que cualquiera puede considerar injustas. Quienes leen este diario podrán armar su nómina. Tras el atentado contra las Torres Gemelas, los países dominantes escalaron en la retaliación contra cualquiera que habitara «territorio enemigo». Estados Unidos, claro, es el pivote.
Las recientes declaraciones del presidente Barack Obama sobre la tortura son un signo de la época. Reconoció que fue utilizada como recurso cotidiano. Añadió que es intolerable y además fue ineficaz. La segunda parte rezuma esa mezcla de cinismo y sinceridad brutal que caracteriza el discurso de los imperios. ¿Y si fuera eficaz, qué? Seguramente el presidente, sujeto pasivo él mismo del racismo de sus adversarios domésticos que son todavía peores, quiso ampliar el nivel de consenso de su «denuncia». Si la tortura rindiera frutos, condenarla sería piantavotos para algunos de sus representados.
La tortura es política de Estado en la mayor potencia del planeta: todos somos los Charlie sometidos a la picana o al submarino seco. La idea se extiende a otras latitudes o a la Argentina cuando se practican esa u otras formas de violencia institucional. Las fuerzas políticas domésticas y el propio oficialismo están divididos en la lucha contra eso, que sí es barbarie. Las agencias del Estado también pugnan entre sí. Los grises y las tensiones explican a todo el mundo, no sólo al exterior.
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Los jihadistas de origen francés son, según ponderaciones de especialistas, «unos miles». Los musulmanes que pueblan Francia, cerca de 5 millones. Uno por mil da la proporción rústica, con suerte. La minoría no es la mayoría ni la representa en sentido alguno. Sin embargo, es de temer que la mayoría padezca reacciones y castigos. Otro tanto puede suponerse, basándose en la experiencia reciente, de los países que sean sindicados como «guarida de terroristas».
El atentado a las Torres Gemelas no alumbró un sistema internacional mejor o superador, al contrario. Vaya otro elemento para contrariar los simplismos: el entonces presidente de Francia, Jacques Chirac, un líder de centroderecha, rehusó ir a la guerra contra Irak. La furia americana fue integral. El actual presidente de prosapia socialista, François Hollande, participó con más entusiasmo en aventuras bélicas transnacionales. Su discurso de anteayer, visto desde acá lejos, sonó templado y sensible.
Miles de personas marcharon en París y en otras ciudades para expresar repulsa y dolor. Ponen el cuerpo, ocupan el espacio público, son la sal de la tierra. A la distancia, numerosos argentinos se habrán sentido solidarios con ellos. Uno rememora, asumiendo que la historia jamás es un calco, las manifestaciones tras el atentado a la AMIA o el asesinato de José Luis Cabezas. Tales movilizaciones siempre expresan un anhelo: «Que no se repita». Nunca más a la violencia sectaria, a todo tipo de terrorismo. Un deseo noble, una bandera que jamás debe arriarse, un objetivo muy complicado en un contexto mundial cruel.
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